El policía, que yacía muerto en su propio matadero lleno de manchas de sangre, llevaba el revólver de reglamento, un Smith & Wesson calibre 357 Magnum. Me armé con él antes de entrar en la cocina y de abrir la puerta que conducía a la escalera del sótano.
Los ecos del extraño gorjeo subían por el orificio a oscuras y el significado que transmitían no podía ser más crudo: urgencia, furia, hambre. Era un sonido tan horripilante que creía que poseía una cualidad táctil. Imaginé que podía sentir el grito en sí, como si fueran manos húmedas y fantasmales que se deslizaban por mi rostro y cuerpo y me causaban una sensación fría y pegajosa.
La cámara subterránea no estaba completamente a oscuras. Podía verse el parpadeo de una luz macilenta y tenue (quizá, de velas) proveniente de un rincón de la habitación oculto a nuestra vista.
Cathy Osborn y Rya insistieron en acompañarme. Rya no estaba dispuesta, por supuesto, a permitir que yo fuera solo a enfrentarme a la amenaza desconocida, y Cathy, por su parte, tenía miedo de quedarse sola en la sala de estar.
Encontré el interruptor de la luz al lado de la puerta. La encendí. Escaleras abajo, apareció una luz de color ámbar, mis brillante y firme que el resplandor de las velas.
Los aullidos cesaron.
Recordé en ese momento las paredes del sótano de la casa que habíamos alquilado en Apple Lane y los vapores psíquicos que aún emanaban de ellas, restos de antiguos sufrimientos padecidos por seres humanos, En consecuencia, me estiré con mi sexto sentido tanto cuanto pude para buscar horribles emanaciones similares en ese lugar. Percibí efectivamente, imágenes y sensaciones de naturaleza clarividente, pero no eran las que yo esperaba y, por otra parte, resultaban distintas a cuanto me había enfrentado con anterioridad. No podía distinguirlas. Se trataba de formas vagas y extrañas, entrevistas, que no conseguía reconocer, todas negras y blancas y con tonos grises que, en un momento, saltaban siguiendo ritmos frenéticos y violentos y, al instante siguiente, se desplazaban con movimientos ondulantes, lentos, repugnantes y sinuosos; luego aparecían súbitos estallidos de luces de colores de tintes ominosos, sin origen ni significado aparentes.
Yo sabía que cuando una mente se ve aquejada por graves preocupaciones suele emitir emociones de fuerza inusual, del mismo modo que la tubería rota derrama el caudal que transporta. Las emociones que percibí en ese momento no pertenecían a seres humanos: se trataba de algo mucho más retorcido y siniestro que los sueños y los deseos aberrantes que podía tener incluso el peor de los hombres. Sin embargo, tampoco eran precisamente como el halo de un duende. Esas sensaciones equivalían —en el plano de las emociones— a la carne gangrenada y pustulosa. Percibí que me encontraba vadeando la sentina del caótico mundo interno de un lunático homicida. La insania y la inherente ansia de sangre que percibí me resultaron tan repulsivas que debí apartarme de ellas y cerrar al instante mi sexto sentido tanto como me fue posible para protegerme de esas desagradables radiaciones.
Debí de haberme tambaleado ligeramente en el descansillo de la escalera, porque, Rya, que estaba detrás de mí, me puso una mano en el hombro y me preguntó susurrando:
—¿Estás bien?
—Sí.
La escalera era empinada. La mayor parte del sótano quedaba a la izquierda, fuera de la vista, por lo que podía ver solamente un pequeño trozo del desnudo suelo gris de cemento.
Descendí con cautela.
Rya y Cathy me seguían. Nuestras botas producían un sonido hueco en los peldaños de madera.
Conforme descendíamos, se hacía más intenso un aroma tenue y nocivo a orina, heces y sudor rancio.
Al llegar al pie de la escalera, encontramos un sótano de grandes dimensiones que estaba desprovisto de todos los elementos que, por lo general, uno piensa encontrar en tales lugares. En efecto, no había ni herramientas, ni madera para trabajos de carpintería, ni latas de pintura, barniz y tinturas, ni tampoco latas de frutas y verduras en conserva. En vez de ello, parte del espacio estaba ocupado por un altar y otra parte por una jaula grande y de sólida construcción hecha de barras de hierro que iban del suelo al techo y separadas diez centímetros las unas de las otras.
Aunque en ese preciso momento los repugnantes ocupantes de la jaula estaban en silencio y con la mirada fija, no cabía duda alguna de que eran ellos la fuente del berreo que nos había hecho descender a ese agujero dejado de la mano de Dios. Eran tres. Medían poco más de un metro de altura. Eran duendes jóvenes. Preadolescentes. Se veía con toda claridad que pertenecían a la especie de los demonios, pero sin embargo eran diferentes. Estaban desnudos y presentaban rayas de sombra a la humeante luz ambarina. Mientras nos miraban desde detrás de las barras, el rostro y el cuerpo de esas criaturas experimentaban transformaciones lentas y continuas. Al principio, sentí la diferencia que había en ellos sin comprender qué era; pero enseguida me di cuenta de que no podían dominar la facultad que les permitía metamorfosearse. Parecían permanentemente atrapados en un estado crepuscular de fusión incesante, en el cual sus cuerpos —mitad duende y mitad humano—, los huesos y la carne se transformaban una y otra vez, sin cesar, como si obedecieran a un modelo escogido al azar. No podían permanecer fijos ni en una forma ni en la otra. Uno de ellos tenía un pie humano en la extremidad de una pierna propiamente de duende; algunos dedos de las manos eran de duende y otros de niño. Durante el instante en que lo estuve observando, un par de los dedos de homo sapiens comenzaron a transformarse en dígitos provistos de cuatro nudillos y rematados con malvadas garras, mientras que los dedos de duende se fundieron y adquirieron forma más humana. Una de las otras dos criaturas nos hizo un guiño con ojos duros y soeces, aunque humanos por completo, con una expresión que, por otra parte, resultaba monstruosa. Sin embargo, mientras contemplaba con repugnancia la inquietante combinación, el rostro comenzó a buscar otra forma que combinaba las características de los duendes y las humanas según una disposición novedosa e incluso más horrenda.
—¿Qué son? —me preguntó Rya, presa de un escalofrío.
—Me parece que son hijos deformes —le contesté, acercándome más a la jaula, aunque no demasiado para evitar que uno de los ocupantes pudiera estirar un brazo a través de los barrotes y alcanzarme.
Las criaturas permanecían en silencio, tensas, expectantes.
—Son monstruos. Deformaciones genéticas —expliqué a Rya—. Todos los duendes poseen un gen de la metamorfosis que les permite transformarse a discreción de hombres en duendes y viceversa. Pero estas malditas cosas… es probable que nacieran con alguna anomalía en el gen de la metamorfosis. Son una carnada de monstruos. No pueden dominar la forma. Los tejidos de sus cuerpos están siempre en estado de fusión. Por eso los padres los encerraron aquí, igual que, en siglos pasados, la gente acostumbraba esconder en bodegas y altillos a los hijos que les salían idiotas.
Una de las nudosas criaturas contrahechas dejó escapar un silbido hacia mí y las otras dos la imitaron enseguida con entusiasmo; emitieron un sonido bajo, sibilante y amenazador.
—Dios mío —exclamó Cathy Osborn.
—Es algo más que una simple deformidad física —continué—. Estas criaturas, además, están completamente locas, ya se las mire desde un punto de vista humano como del de los duendes. Están locas y muy, muy peligrosas.
—¿Eso lo percibes… físicamente? —me preguntó Rya.
Asentí con la cabeza.
Por el solo hecho de hablar de la locura que padecían esas criaturas, yo mismo me había tornado vulnerable a las efusiones psíquicas que procedían de sus mentes desquiciadas y que percibí por vez primera al abrir la puerta del sótano. Sentí deseos y urgencias que, aunque me resultaban muy extrañas y no podía comprender, eran no obstante comprensiblemente perversas, sanguinarias y repulsivas. Deseos retorcidos, necesidades siniestras y dementes, hambres amenazadoras y repulsivas… Otra vez tuve que esforzarme hasta donde pude para poner sordina a mi sexto sentido, como si quisiera cerrar el tiro de una chimenea o de un horno, para que las emanaciones psíquicas que irrumpían como violentas llamaradas poco a poco fueran remitiendo hasta convertirse en un fueguecito tolerable.
Los monstruos dejaron de silbar.
Con un ruido crujiente, los ojos humanos de las bestias se llenaron de ampollas y desprendieron un resplandor al rojo vivo: se habían convertido en los ojos luminosos de los duendes.
Un hocico de puerco comenzó a salir de un rostro como el de cualquier ser humano, acompañado de los sonidos propios de la modificación. Sin embargo, el fenómeno cesó a medio camino, y el hocico volvió a hundirse en el interior del rostro humano.
Una de las crías de duende emitió un fuerte y seco sonido desde lo más profundo de la garganta. Sospeché que se trataba de una risa, una risa depravada y espeluznante, pero risa al fin y al cabo.
A uno de ellos le brotaron colmillos de la boca humana.
A otro comenzó a formársele una quijada canina, fuerte y de aspecto fiero.
Y al tercero se le abrió uno de los pulgares, perfectamente humano, y de él brotó, como si fuera una flor, un estilete provisto de cuatro nudillos.
La actividad licantrópica era incesante. El propósito de los cambios nunca se alcanzaba del todo; de modo que el mismo acto de la transformación era una finalidad en sí misma. Locura genética.
Uno de los trillizos de pesadilla pasó el brazo lleno de nudos grotescos entre las barras de hierro y lo estiró hasta donde pudo. Cuando abrió la mano, resultó ser un avispero de dedos, unos humanos y otros no; los dedos comenzaron a palpar el aire apestoso, de forma parecida a una caricia, aunque más bien daba la impresión de que la bestia quería retorcer algo que había en el éter. Los dedos rápidos como patas de araña se arrollaban, se estiraban y se contorsionaban, todo ello en sucesión; extrañas gesticulaciones sin finalidad alguna.
Los otros dos engendros de demonio empezaron a moverse rápidamente por la enorme jaula. Se lanzaban hacia la izquierda, volvían como una flecha hacia la derecha, y trepaban a los barrotes para dejarse caer de nuevo al mugriento suelo, como si fueran monos enloquecidos que se hubieran entregado a una endiablada acrobacia por el puro placer de hacerlo, aunque no se vea en absoluto la alegría que sienten los monos cuando ejecutan sus cabriolas acrobáticas. Como no les era posible convertirse por completo en duendes, carecían de la agilidad que demostraron sus congéneres que habíamos matado en el matadero de la planta baja.
—Se me ha puesto la piel de gallina —admitió Rya—. ¿Te parece que esto sucede a menudo, carnadas de monstruos como éstos? ¿No es un problema para los duendes?
—Quizá. No lo sé.
—Es decir, es posible que su composición genética se vaya deteriorando de generación en generación. Quizá toda nueva generación traiga consigo un número mayor de crías como éstas. Después de todo, cuando los crearon no estaba previsto que pudieran reproducirse. Si lo que sabemos de sus orígenes es cierto, la fertilidad fue una mutación que tardó mucho tiempo en ocurrir. De modo que quizás ahora estén en vías de perder la facultad de reproducirse… por culpa de las mutaciones, del mismo modo que la adquirieron en un principio. ¿No te parece posible? ¿O lo que vemos aquí no es más que una rareza?
—No lo sé —le repetí—. Quizá tengas razón. Sería bueno pensar que estos monstruos se están extinguiendo y que, con el tiempo, quizá dentro de un par de siglos no quedarán más que un puñado.
—Un par de siglos no servirán de nada ni para mí ni para vosotros, ¿no? —dijo Cathy Osborn con tono de desgracia.
—Ése es el problema —convine yo—. Tendrían que pasar cientos de años para que dejaran de existir, y no creo que ellos se resignasen tan fácilmente a desaparecer. Con todo ese tiempo para hacer planes, encontrarán el medio de llevarse a toda la humanidad a la tumba con ellos.
De repente, el más audaz de los monstruos retiró con agilidad el brazo dentro de la jaula y, junto con sus bastardos compañeros, comenzó a emitir el mismo gemido que habíamos oído en la planta superior.
El estridente ulular rebotó en las paredes de bloques de hormigón, una música de sólo dos notas apropiadas para pesadillas, una canción monótona de deseos insanos como la que podría esperarse oír en los pabellones de un manicomio.
Ese ruido, combinado con los olores de la orina y las heces, convirtió el sótano en un lugar casi intolerable. No obstante, yo no pensaba marcharme hasta que hubiese investigado el otro asunto que me interesaba: el altar.
En realidad, no había manera de saber a ciencia cierta si se trataba de un altar, pero eso era lo que parecía ser. En el rincón del sótano que quedaba más alejado de la escalera y de la jaula de las contrahechas criaturas había una robusta mesa cubierta con un paño de terciopelo azul. Dos extrañas lámparas de aceite, que consistían en esferas de vidrio color cobre rellenas de combustible líquido y mechas de hilo, estaban dispuestas a ambos lados de lo que me pareció un icono objeto de veneración que descansaba sobre una base de madera lustrada de unos ocho centímetros de altura y treinta de ancho. El icono consistía en una figura de cerámica de forma rectangular y medía veinte centímetros de alto, quince de lado por diez de ancho; se parecía más bien a un ladrillo de líneas extrañas y tenía un barniz que le confería efecto de gran profundidad (y de misteriosa calidad) a su brillo oscuro como la noche. En el centro del rectángulo negro se apreciaba un círculo de cerámica blanca de unos diez centímetros de diámetro, que estaba cortado en dos por un rayo negro de líneas muy estilizadas.
Era la insignia de la Compañía Minera Rayo que habíamos visto en el camión el día anterior. Pero el hecho de que apareciera en ese sótano, elevado como si fuera objeto de veneración, iluminado por lámparas votivas con los aires y los adornos propios de un símbolo sagrado, indicaba que era algo más serio e importante que el simple emblema de una sociedad.
Un cielo blanco y un rayo negro.
¿Qué simbolizaba?
Un cielo blanco y un rayo negro.
Si bien los berridos de los mutantes de la jaula no habían variado de intensidad, mi atención estaba totalmente atraída por el altar y objeto central que había sobre él, por lo cual, durante un momento, no me vi molestado por esos gritos penetrantes.
No podía imaginar de qué manera una especie como los duendes había creado una religión. Sobre todo teniendo en cuenta que ellos habían sido creados por el hombre, en vez de por Dios, y que, además de odiar a su creador, no sentían ningún respeto por él. Si lo que tenía delante de mí era efectivamente un altar, ¿por qué lo adoraban allí? ¿A qué extraños dioses pagaban tributo los duendes? ¿Cómo? ¿Por qué?
Rya se acercó para tocar el icono, pero la detuve antes de que tomara contacto con el rectángulo de cerámica.
—No lo hagas —le dije.
—¿Por qué no?
—No sé. Simplemente… no lo hagas.
Un cielo blanco y un rayo negro.
Aunque pareciera raro, había algo sorprendentemente lastimoso y hasta conmovedor en la necesidad que experimentaban los duendes de creer en dioses y en los altares e iconos que daban representación material a las creencias espirituales. La misma existencia de una religión implicaba la duda, la humildad, la idea del bien y del mal, el anhelo de poseer valores y un hambre admirable de conocer el porqué de las cosas. Ésa fue la primera cosa que había visto que implicara la posibilidad de la existencia de un terreno común entre la humanidad y los duendes; emociones compartidas, necesidades compartidas.
Pero ¡joder!, la brutal experiencia me había enseñado que el género de los duendes no dudaba y no conocía la humildad. La idea que ellos tenían acerca del bien y del mal era demasiado simple y, por tanto, no precisaba fundamentos filosóficos: el bien era todo lo que fuera de provecho para ellos y todo lo que significase un daño para los seres humanos, y el mal era lo que los dañase a ellos y fuese de provecho para nosotros. Se trataba de los mismos valores que posee el tiburón. El sentido y finalidad que poseían eran destruirnos. Lo que no exigía contar con una complicada doctrina teológica ni poseer justificación divina.
Un cielo blanco y un rayo negro.
Mientras observaba ese símbolo, me fui convenciendo poco a poco de que la religión de los duendes es que en efecto era una religión, no servía en realidad para sentir más comprensión por ellos ni tampoco para que me resultaran menos extraños de lo que siempre me habían parecido. Sentía que en esa fe desconocida había algo monstruosamente malvado, algo tan indeciblemente vil en el dios que veneraban, que esa religión de los duendes haría que el culto al diablo —con los sacrificios humanos y el destripamiento de bebés que lo caracterizaban— pareciera en comparación tan benigno como la Santa Iglesia Católica.
Por medio de mis ojos crepusculares, pude ver que el rayo de cerámica negra parpadeaba de forma siniestra en el círculo de cerámica blanca y tuve conciencia de las ondas de energía mortal que emanaban del ominoso símbolo. Fuera cual fuese el objeto de veneración de los duendes, no cabía duda alguna de que ellos veneraban la destrucción, el dolor y la muerte.
Recordé el inmenso, frío y oscuro vacío que había percibido al ver por vez primera el camión de la Compañía Minera Rayo, y en ese momento, al mirar el icono que había sobre el altar del sótano, vi nuevamente la misma imagen. Oscuridad infinita. Silencio infinito. Frío inconmensurable. Vacío infinito. La nada. ¿Qué era ese vacío? ¿Qué significado tenía?
Las llamas de las lámparas de aceite se estremecieron.
Las abominables criaturas enloquecidas que estaban enjauladas se pusieron a cantar con gritos agudos una canción que sonaba a furia y que no quería decir nada.
La peste que había en el aire se hacía más insoportable conforme pasaban los segundos.
El icono de cerámica, que primero me había parecido un objeto de curiosidad, luego de asombro y por último de especulación, se convirtió de repente en un objeto de miedo puro. Me quedé medio hipnotizado y percibí que ese objeto contenía el secreto de la abundante presencia de duendes en la ciudad de Yontsdown. Percibí asimismo que el destino de la humanidad era rehén de la filosofía, las fuerzas y los planes que ese icono representaba.
—Vamonos de aquí —dijo Cathy Osborn.
—Sí —le respondió Rya—. Vamonos, Slim. Vamonos.
Un cielo blanco.
Y un rayo negro.
Rya y Cathy fueron al granero de la casa a buscar una par de cubos y un trozo de tubería de plástico, elementos que deberían encontrarse a mano en una destilería de sidra, incluso después de concluida la temporada de trabajo. La idea era que, en caso de encontrar tales elementos, irían al vehículo del patrullero, llenarían ambos cubos con la gasolina del depósito del vehículo y los llevarían a la casa.
Cathy Osborn estaba temblorosa y parecía a punto de caer muy enferma en cualquier momento, pero apretó los dientes (los músculos de la mandíbula se tensaron perceptiblemente por el esfuerzo que hacía para no vomitar) e hizo lo que se le había pedido. Demostró que tenía más agallas, más capacidad de adaptación y que era más tenaz de lo que podría esperarse de alguien que ha pasado toda la vida al margen del mundo real, protegida en los enclaves del mundo de los libros.
Entre tanto, aquello se convirtió para mí en un grand guignol una vez más.
Arrastré a los dos duendes muertos, uno por vez, fuera del matadero de la planta baja, los llevé hasta la cocina, donde aún se percibía el aroma de la tarta acabada de hacer y los arrojé por la escalera del sótano; luego descendí y acomodé los dos cadáveres desnudos en el centro del sótano. Mientras ejecutaba esa espantosa operación, procuré no mirar demasiado a mis laceradas víctimas ni tampoco la extraña e inquietante sombra que proyectaba mi propio cuerpo en posición encorvada, como si fuera el de Quasimodo.
Los espantosos trillizos de la jaula estaban nuevamente en silencio. Seis ojos de loco, unos humanos y otros que brillaban con demoníaca luz violeta, miraban con interés. No evidenciaban pena alguna por la visión de sus padres asesinados; resultaba evidente que esas criaturas eran incapaces de sentir ni pena ni comprensión por lo que esas muertes significaban para ellos. Tampoco experimentaban enfado, ni mucho menos miedo, sino simple curiosidad, como la que exhiben los simios.
Tendría que vérmelas con ellos dentro de un instante.
Pero no todavía. Tenía que pensar la forma en que lo haría. Tenía que cerrar mi sexto sentido tanto como fuera posible, endurecerme para ser capaz de llevar a cabo una ejecución despiadada.
Me incliné sobre la boca de la pantalla de vidrio esférica de una de las lámparas que había sobre el altar, soplé y apagué la llama de la mecha. Acto seguido, llevé la lámpara hasta el lugar donde estaban los duendes muertos y vacié el contenido inflamable sobre los cadáveres.
La pálida piel de los duendes muertos relució al recibir el líquido combustible. Los cabellos se oscurecieron al empaparse del aceite.
En las pestañas aparecieron temblorosas cuentas de aceite.
El nauseabundo olor a orina y heces quedó cubierto por el fuerte aroma del fluido.
Los sujetos que observaban desde la jaula seguían en silencio, casi sin respirar.
No podía demorarme más. Llevaba el Magnum calibre 357 colocado en el cinturón. Lo saqué.
Cuando me giré hacia ellos y me aproximé a la jaula, las miradas se desplazaron de los cuerpos que estaban en el suelo al arma. Sentían por ella exactamente la misma curiosidad que por el estado inmóvil de sus progenitores, preocupados, quizá, pero sin miedo.
Al primero, le disparé en la cabeza.
Los dos monstruos restantes se apartaron con rapidez de las barras y comenzaron a moverse frenéticamente de un lado a otro, chillando con mucha más fuerza y emoción que antes y buscando un lugar donde esconderse. Eran hijos retrasados mentales, incluso peores que los idiotas; idiotas que vivían en un mundo sombrío donde la causa y el efecto no existían. Sin embargo, poseían inteligencia suficiente para comprender la muerte.
Tuve que efectuar cuatro disparos más para acabar con ellos, aunque fue fácil. Demasiado fácil. Por regla general, para mí era un placer matar duendes. No obstante, esa matanza no me gustó. Se trataba de criaturas patéticas, mortales sin duda, aunque estúpidas y que, por tanto, no estaban en igualdad de condiciones conmigo. Por otra parte, el hecho de disparar contra adversarios enjaulados que eran incapaces de defenderse…, bueno, me pareció que eso es lo que hacían los duendes, pero que era un acto indigno de un hombre.
Rya y Cathy Osborn regresaron enfundadas en sus abrigos, bufandas y botas. Cada una llevaba un cubo de metal galvanizado lleno en sus dos terceras partes de gasolina. Descendieron por la escalera del sótano con exagerado cuidado, procurando que el contenido de los cubos no se les derramase encima.
Echaron una mirada a los tres monstruos muertos que había en la jaula, pero apartaron rápidamente la vista.
Me sentí de pronto abrumado por la apremiante sensación de que habíamos permanecido demasiado tiempo en la casa y de que cada minuto que pasaba nos exponía más a ser descubiertos por otros duendes.
—Vamos a terminar de una vez —dijo Rya en un susurro. No era necesario que empleara ese tono de voz tan bajo, pero ello indicaba con toda claridad que su temor también iba en aumento.
Cogí el cubo de Cathy y rocié generosamente los cadáveres de la jaula.
Mientras Rya y Cathy se dirigían a la planta baja y llevaban con ellas aún encendida la lámpara de aceite que había adornado el altar, yo derramé el segundo cubo de gasolina en el suelo del sótano. Hice un esfuerzo para respirar, pero solamente conseguí aspirar los vapores del combustible derramado. Terminada la operación, subí a la planta baja, donde las mujeres me esperaban en la cocina.
Rya me alcanzó la lámpara de aceite.
—Tengo las manos sucias de gasolina —le comenté, y fui apresuradamente a lavármelas a la pila de la cocina.
Menos de medio minuto más tarde, una vez suprimido el peligro de sufrir una autoinmolación instantánea, aunque tenía plena conciencia de que nos encontrábamos encima de una bomba, acepté la lámpara que me ofrecía Rya y bajé de nuevo al sótano, de donde ya ascendían olas de vapores sofocantes. Tenía miedo de que la elevada concentración de vapores ocasionara un estallido al quedar expuestos a la llama de la lámpara, pero sin vacilación alguna arrojé la lámpara al pie de la escalera.
La esfera de cobre golpeó contra el hormigón y se hizo pedazos. La mecha inflamada encendió el combustible esparcido por el suelo, lo que originó una llama de color azul eléctrico que a su vez prendió fuego a la gasolina. Se desató una terrible llamarada, con un ruido descomunal. Una fortísima onda de calor subió por la escalera y durante un momento, mientras retrocedía tambaleándome hacia la cocina, pensé que iba a incendiárseme el pelo.
Rya y Cathy ya se encontraban en el porche trasero. Al instante me reuní con ellas. Rodeamos la casa a la carrera y, tras pasar por donde se encontraba estacionado el coche patrulla, tomamos el camino de casi un kilómetro de largo que conducía a la carretera.
Antes de llegar al perímetro del bosque que rodeaba la propiedad, ya se veía el reflejo del incendio en la nieve que cubría el terreno. Cuando miramos hacia atrás, la erupción de las llamas originadas en el sótano ya había barrido la planta baja. En las ventanas se apreciaba un brillo tenue como los ojos naranja de una calabaza convertida en cara. Luego estallaron los vidrios. El sonido agudo que se produjo nos llegó perfectamente a través del aire frío de la noche.
El viento azotó las llamas, que se propagaron rápidamente a todas las vigas y llegaron hasta la punta del techo. El fuego era tan intenso que, con toda seguridad, los cuerpos que había en el sótano ya estarían reducidos a cenizas y huesos. Con un poco de suerte, las autoridades —duendes todos ellos— pensarían que el incendio había sido accidental y no se molestarían en realizar una investigación más minuciosa, en cuyo caso se apreciarían los impactos de bala en los huesos y otras pruebas de juego sucio. Incluso en el supuesto de que tuvieran sospechas y de que encontrasen lo que buscaban, tendríamos uno o dos días por delante antes de que comenzara la búsqueda de los asesinos de los duendes.
La nieve acumulada en los alrededores de la casa resplandecía por efecto del incendio y daba la impresión de que estaba manchada de sangre. Más a lo lejos se veían luces de color amarillo anaranjado y extrañas sombras de enormes proporciones que se retorcían, se arrollaban, saltaban y brillaban en el manto blanqueado del invierno.
Fue la primera batalla de la nueva guerra. La habíamos ganado nosotros.
Nos dimos la vuelta y comenzamos a recorrer con paso vivo el camino que conducía a la carretera, a través del túnel formado por las copas de los árboles. El fuego del incendio no llegaba hasta allí, pero, aunque se cernió sobre nosotros una profunda oscuridad que redujo la visibilidad prácticamente a cero, apenas aminoramos la marcha. Por lo que habíamos visto en el trayecto de ida a la casa, sabíamos que no encontraríamos obstáculos de importancia. Pese a que corríamos a ciegas, teníamos determinada dosis de confianza de que no sería posible que nos rompiéramos una pierna en algún pozo inesperado ni que termináramos de bruces en el suelo al tropezar con las cadenas que sirven para impedir el paso a los intrusos.
Tardamos poco tiempo en llegar a la carretera, donde, tras girar hacia el norte, pronto encontramos la furgoneta. Rya se sentó al volante y Cathy lo hizo a su lado. Yo me ubiqué en el asiento trasero con el revólver del policía sobre el regazo, alerta ante la posibilidad de que apareciesen los duendes y nos detuviesen. Estaba totalmente preparado a volarlos de un disparo si lo hacían.
Cuando llevábamos recorridos varios kilómetros, aún sentía (en la memoria) los extraños gritos oscilantes de los tres hijos deformes de los duendes.
Llevamos a Cathy a la estación de servicio y, junto con el empleado, la acompañamos hasta su coche. El empleado determinó rápidamente que la batería estaba descargada. Situación para la que había ido preparado, pues antes de partir de la estación había colocado una batería nueva en su camión Dodge. Y allí, al lado de la autopista, colocó la batería a la luz de una lámpara portátil que conectó en el mechero eléctrico del camión.
Cuando el Pontiac de Cathy pudo arrancar de nuevo y el empleado de la estación de servicio se marchó después de haber cobrado, Cathy nos miró a Rya y a mí, bajó los ojos asustados y se quedó mirando el terreno congelado a sus pies. El frío glacial empujaba hasta la parte delantera del coche las ondulantes nubes blancas que salían del tubo de escape.
—¿Qué diablos pasará ahora? —preguntó con voz temblorosa.
—Tu ibas camino de Nueva York, ¿no? —le respondí yo.
Cathy se rió, sin demasiados ánimos y me dijo:
—Sí, igual podría haber estado de viaje a la Luna.
Pasaron una camioneta y un resplandeciente Cadillac nuevo. Los conductores no miraron.
—Será mejor que subamos al coche. Estaremos más calientes —propuso Rya, que estaba temblando.
Y además pasaríamos más desapercibidos.
Cathy se sentó en el asiento del conductor y se puso de lado de modo que yo pudiera verle el perfil desde el asiento de atrás. Rya se sentó delante con ella.
—No puedo seguir con la vida de antes como si nada hubiera pasado —explicó Cathy.
—Tienes que hacerlo —le aconsejó Rya, con tono suave y firme—. En eso consiste realmente la vida: en seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Por otra parte, es seguro que tú no puedes nombrarte a ti misma salvadora del mundo; no puedes ir por ahí con un megáfono gritando que los duendes están entre nosotros y se hacen pasar por gente corriente. Todos pensarían que te has vuelto loca. Todos, excepto los duendes.
—Y se ocuparían de ti de buenas a primeras —intervine yo.
Cathy asintió.
—Sí, ya sé…, ya sé —dijo, y guardó silencio durante un momento, al cabo del cual afirmó con voz quejumbrosa—: Pero… ¿cómo voy a hacer para volver a Nueva York, a enseñar en Barnard, sin saber quiénes son los duendes? ¿Cómo podré confiar de nuevo en alguien? ¿Cómo voy a atreverme a casarme con una persona, sin saber quién es en realidad? Quizá quiera casarse conmigo solamente para torturarme, para tener un juguete propio. Slim, sabes a lo que me refiero, ¿no? A lo que me contaste de tu tío que se casó con tu tía y causó tantas desgracias a toda tu familia. ¿Podré tener amigos, amigos de verdad, en los que pueda confiar, y con los que puede mostrarme abierta y sincera? ¿Te das cuenta? Esto es peor para mí que para vosotros, porque yo no tengo la facultad de ver a los duendes. No puedo saber la diferencia que hay entre ellos y nosotros. Por tanto, tengo que dar por supuesto que todas las personas son duendes; es la única solución segura que me queda. Vosotros podéis verlos, distinguirlos de los seres humanos; o sea que no estáis solos; pero yo tendré que estar sola, siempre sola, totalmente sola para siempre, porque si llegase a confiar en alguien eso podría ser mi final. Sola… ¿Qué clase de vida será ésa?
Cuando Cathy concluyó de exponer el trance en que se encontraba me pareció evidente que se había metido en un terrible aprieto, del cual no me había dado cuenta hasta ese momento. Por otra parte, no había manera de que pudiera salir de él; al menos, por lo que a mí me parecía.
Rya me dirigió una mirada.
Me encogí de hombros, no para restar importancia al problema, sino porque me sentí frustrado y, hasta cierto punto, infeliz.
Cathy Osborn se estremeció y dejó escapar un suspiro; estaba bajo los efectos de dos emociones —la desesperación y el terror— difíciles de contener simultáneamente, pues mientras que la primera de ellas supone la esperanza, la segunda es su negación.
Al cabo de otro momento de silencio, Cathy dijo:
—Podría perfectamente coger un megáfono y proponerme salvar el mundo, aunque al final me llevaran a un manicomio, porque terminaré allí, de todos modos. Es decir…, el tener que vivir un día tras otro pensando dónde estarán los duendes entre la gente que me rodea, teniendo que estar siempre sospechando, con el tiempo acabará causando daño, y no tendrá que pasar mucho antes de que me vuelva loca. Será pronto, porque soy una persona extravertida por naturaleza, que necesita relacionarse con la gente. Así que, en poco tiempo, me convertiré en una paranoica delirante, lista para ir derecha al manicomio, donde me encerrarán. ¿Y no os parece que seguramente habrá un montón de duendes entre el personal de esas instituciones, donde la gente esta encerrada e indefensa y es víctima fácil?
—Sí —le respondió Rya, que evidentemente pensaba en todo lo que ella misma había padecido en el orfanato—. Sí —insistió.
—No puedo volver. No puedo vivir como tendría que vivir.
—Hay una solución —le dije yo. Cathy giró la cabeza y me miró, más con expresión de incredulidad que de esperanza—. Hay un lugar —agregué.
—Por supuesto —confirmó Rya.
—Hermanos Sombra —afirmé yo.
—La feria de atracciones —corroboró Rya.
—¿Qué? ¿Trabajar en una feria? —preguntó Cathy asombrada.
La voz de la mujer traicionaba una ligera aversión, que a mí no me ofendió y que Rya —lo sabía— también supo comprender. En la sociedad moralista siempre están ansiosos de afirmar la ilusión de que esa sociedad es la única válida. En consecuencia, a la gente que trabaja en las ferias se le pone la etiqueta de vagabundos, parias, inadaptados y, probablemente, hasta de ladrones sin excepción alguna. La gente de la feria, igual que los gitanos verdaderos, goza de escasa estima general. Nadie obtiene sin más dos o tres prestigiosos títulos universitarios y profundos conocimientos de arte para echar alegremente por la borda una floreciente carrera universitaria y dedicarse a la vida de la feria.
No quise pintarle un futuro dorado a Cathy, en caso de que adoptase una decisión en tal sentido, sino que le planteé las cosas con toda franqueza. Quería que conociese todos los hechos antes de decidirse.
—Tendrás que dejar el trabajo en la enseñanza, que tanto te gusta, la vida de la universidad, la carrera que te has labrado con tanto empeño. Tendrás que penetrar en un mundo que para ti es tan ajeno como la antigua China, donde te comportarás y hablarás como un extraño para la gente de la feria, que recelará de ti, y tendrás que pasar un año o más para que te ganes toda su confianza. Tus amigos y tus familiares tampoco lo comprenderán nunca. Te convertirás en una oveja negra, un objeto de piedad, de escarnio y de interminables habladurías. Eso podría incluso romperle el corazón a tus padres.
—Sí —corroboró Rya—, pero si entras en Hermanos Sombra, tendrás la seguridad de que no hay duendes entre tus vecinos y tus amigos. Mucha de la gente que trabajamos en la feria somos parias porque podemos ver a los duendes y, por tanto, necesitamos dónde refugiarnos. Cuando uno de ellos llega al circo, salvo que sea el público normal que va a gastarse el dinero, nos encargamos de él rápida y silenciosamente. Así podrás estar segura.
—Al menos, tan segura como puede estar cualquier otra persona en esta vida —agregué.
—Y, por otra parte, al principio te ganarías la vida trabajando para mí y para Slim.
—Con el tiempo, podrías ahorrar dinero para tener un par de concesiones de tu propiedad —le dije.
—Ganarías mucho más dinero que en la enseñanza; eso tenlo por seguro. Y, con el tiempo…, bueno, te olvidarías por completo del mundo bien del cual procedes. Comenzará a parecerte un lugar muy antiguo, como si fuera un sueño, una pesadilla —le explicó Rya. Se estiró y posó una mano sobre el brazo de Cathy en señal de confianza, de mujer a mujer, y continuó—: Te prometo que, cuando ya seas una feriante de verdad, el mundo de fuera te parecerá terriblemente triste. Entonces te preguntarás cómo fue posible que vivieras allí y por qué pensabas que era mejor que el mundo de la feria.
Cathy se mordió el labio inferior y exclamó:
—Oh, Dios…
Como no era posible que le devolviéramos la vida anterior, le dimos lo único que podíamos darle: tiempo. Tiempo para pensar. Tiempo para adaptarse.
Pasaron algunos vehículos por la carretera, no demasiados. Ya era tarde. La noche estaba oscura y fría. La mayor parte de la gente se encontraba en sus hogares, al lado de la chimenea o acostada.
—Dios mío, no sé qué hacer —dijo Cathy con voz trémula, indecisa.
El humo que salía del tubo de escape se había cristalizado en la ventana.
Permanecí un momento mirando a través de ella y me pareció que veía sólo una niebla plateada que revoloteaba con rapidez y en la que surgían rostros espectrales que cambiaban continuamente de forma y se disolvían para formarse de nuevo, rostros que me miraban con insistencia y avidez.
En ese momento me parecieron muy lejanos Gibtown, Joel y Laura Tuck y los demás amigos que había hecho en la feria; como si estuvieran mucho más lejos que Florida y más allá de la cara oculta de la Luna.
—Me siento perdida, confundida, tengo miedo —confesó Cathy—. No sé qué hacer. No lo sé.
Si se tiene en cuenta la terrible prueba que acababa de sufrir aquella noche, que no había terminado cortada en trozos, como le habría ocurrido a otra persona en esas mismas circunstancias, y que, en realidad, se había recuperado rápidamente de la conmoción una vez que Rya y yo hubimos despachado a los duendes que la atormentaban, me imaginé que Cathy era alguien que debía estar de nuestro lado, en la feria, junto a nosotros. No era una dócil profesora; poseía, por el contrario, fuerza y coraje desacostumbrados, algo fuera de lo común. Siempre podríamos recurrir a personas de espíritu y corazón fuertes; sobre todo si pensábamos continuar y extender la guerra contra los duendes. Me pareció que Rya pensaba lo mismo que yo y que rogaba que Cathy Osborn se nos uniera.
—No sé…, no sé…
Dos de los dormitorios de la casa que habíamos arrendado estaban amueblados; Cathy pasó la noche en uno de ellos. No estaba en condiciones de continuar viaje a Nueva York ni tampoco de abandonar su carrera y la vida que llevaba de manera tan imprevista, prescindiendo de los fuertes motivos que tuviera para adoptar una determinación así.
—Mañana tomaré una decisión —nos prometió.
El dormitorio de Cathy quedaba en el pasillo de la segunda planta, un poco alejado del nuestro. Insistió en que dejáramos abiertas las puertas de ambas habitaciones, de modo que pudiéramos oírnos los unos a los otros por la noche si alguien pedía ayuda.
Le aseguré que los duendes no sabían que estábamos entre ellos.
—No hay motivo alguno para que vengan aquí esta noche —insistió Rya con voz tranquilizadora.
Pero lo que no le dijimos fue que esa casa era propiedad de Klaus Orkenwold, ni tampoco que él era el jefe de policía de Yontsdown, que también era duende y, mucho menos, que había torturado y asesinado a tres personas en el sótano.
No obstante, Cathy siguió preocupada, nerviosa, a pesar de lo que le habíamos contado y de lo que habíamos decidido no contarle. Se empeñó en dormir con una luz encendida, para lo cual colocamos una de sus blusas oscuras sobre la pantalla de una lámpara de noche.
Cuando la dejamos en la habitación me sentía verdaderamente mal, como si hubiéramos hecho algo que no debíamos, algo parecido a dejar abandonado a un niño a merced del coco que está debajo de la cama o del monstruo que se esconde en el armario.
Al final, Rya se durmió.
Yo no pude hacerlo durante un buen rato.
Un rayo negro.
Me quedé pensando en ese rayo negro y traté de imaginarme el sentido que podría tener.
Una y otra vez, como si fuera el hedor de las personas muertas que habían sido enterradas debajo de la casa, una vaga ola de radiación psíquica me llegaba desde el sótano, donde Orkenwold había matado a una mujer y a dos niños.
Tuve otra vez la seguridad de que, inconscientemente, yo mismo me había conducido a mí y a Rya hasta ese lugar y de que, por algún motivo, mis poderes clarividentes habían elegido esa casa entre todas las que estaban disponibles, porque quería —o estaba destinado— a vérmelas con Klaus Orkenwold del mismo modo que lo había hecho con Lisle Kelsko antes de él.
En el incesante gemido del viento, pude oír en parte los chillidos estridentes de las crías de duende enjauladas que había incinerado tras matarlas. Casi llegué a pensar que arrastraban los cuerpos acribillados a balazos, los huesos quemados por el fuego, que salían de las ruinas humeantes de la casa y me llamaban a gritos, mientras se deslizaban en medio de la noche inequívocamente en mi dirección, como si fueran cancerberos capaces de olfatear sin descanso el rastro dejado por las malditas y putrefactas almas de sus presas.
A veces, en los crujidos y ruidos que hacía la casa (que eran solamente la respuesta natural al feroz frío y al persistente viento reinantes), me pareció oír las llamas que ascendían desde debajo de nosotros y devoraban la planta baja; un incendio provocado, quizá, por las cosas que yo había quemado en aquella jaula de hierro. Cada vez que oía el rugido característico del aire que entraba a empujones por la chimenea de la caldera experimentaba un tic de sorpresa y de miedo.
Rya gemía en sueños a mi lado. Era el sueño de siempre, sin duda.
Gibtown, Joel Tuck y Laura y los demás amigos de la feria me parecieron muy lejos en ese momento. Sentí anhelos de verlos. Pensé en ellos, me imaginé el rostro de cada uno y me detuve un rato en cada uno de esos rostros antes de llamar al siguiente. El solo hecho de pensar en ellos me hizo sentir algo mejor.
Me di cuenta de que anhelaba verlos para que su amor me diera coraje, igual que una vez había sucedido con el amor de mi madre y mis hermanas cuando vivía con ellos en el otro extremo del país, lo cual probablemente quería decir que mi viejo mundo, el mundo de la familia Stanfeuss, había desaparecido para siempre de mi alcance. Era evidente que yo había absorbido ese hecho terrible en el plano inconsciente, pero hasta entonces no lo había aceptado conscientemente. La feria se había convertido en mi familia y era una buena familia; la mejor. Sin embargo, me causó profunda tristeza el hecho de darme cuenta de que lo más probable era que ya nunca retornase a mi hogar y de que las hermanas y la madre a quienes había amado en mi juventud, aunque vivas, estaban muertas para mí.