CAPÍTULO 23
EL MATADERO

El coche patrulla atravesó lentamente un barrio de las afueras de la ciudad formado por casas en estado decrépito: aceras rotas, escalones flojos, barandillas de los porches quebradas, paredes envejecidas y deterioradas por la acción del tiempo. Si estuvieran dotadas de voz esas estructuras gemirían, suspirarían con amargura, resollarían, toserían y se quejarían en voz queda de la injusticia del tiempo.

Lo seguimos discretamente.

Después de firmar el contrato de arriendo, habíamos comprado cadenas para las ruedas en una gasolinera de la Gulf. Los eslabones de acero tintineaban y sonaban con estrépito y, a velocidades mayores, cantaban con sonidos estridentes. Aquí y allá, el residuo del invierno quedaba aplastado bajo nuestro paso fortificado.

El poli pasó despacio delante de varios comercios cerrados (una tienda de venta de bufandas, una casa de venta de neumáticos, una estación de servicio abandonada y una librería de libros de segunda mano) y recorrió con el intenso foco del coche patrulla los costados a oscuras de los edificios en busca de posibles ladrones, sin duda, pero lo único que consiguió fue reunir un montón de sombras chinescas que giraban, saltaban y se extinguían por efecto del deslumbrante rayo.

Permanecimos por lo menos a una manzana de distancia del coche patrulla; dejábamos que al doblar las esquinas se perdiera de vista por espacio de largos segundos para que no se diese cuenta de que lo seguía siempre el mismo coche.

Con el tiempo, el trayecto del vehículo del policía se cruzó con el de un conductor extraviado que había estacionado en el arcén, al lado de un banco de nieve, cerca del cruce de la calle East Duncannon con Apple Lane. El vehículo averiado era un Pontiac verde de cuatro años de antigüedad que llevaba una falda de mugre del camino, con cortos y desafilados carámbanos llenos de barro que pendían del guardabarros trasero. Tenía matrícula del estado de Nueva York, detalle que confirmó mi idea de que sería allí donde el poli encontraría a su víctima. Después de todo, un viajero venido de lejos y que se encontraba de paso por Yontsdown sería presa segura y fácil porque nadie podría demostrar que había desaparecido en la ciudad en vez de en cualquier parte de la ruta.

El coche patrulla se detuvo en el arcén, detrás del Pontiac averiado.

—Pásalo —le indiqué a Rya.

Una atractiva pelirroja de unos treinta años de edad que vestía botas altas, vaqueros y un abrigo gris a cuadros que le llegaba hasta los muslos estaba de pie delante del Pontiac. El aliento de la chica se congelaba en el gélido aire en cuanto salía de la nariz. Había levantado el capó y estaba escudriñando la caja del motor. Aunque se había quitado un guante, daba la impresión de que no sabía qué hacer con la pálida mano desnuda: estiraba el brazo con inseguridad hacia alguna parte debajo del capó y luego lo encogía, confusa.

Nos echó una mirada cuando aminoramos la marcha al llegar al cruce, con la clara esperanza de conseguir ayuda.

Durante apenas una fracción de segundo vi una calavera sin ojos en el lugar donde se suponía que estaba la cara de la chica. Las órbitas esqueléticas de los ojos parecían muy profundas, insondables.

Pestañeé.

Con mis ojos crepusculares, vi que la boca y las fosas nasales de la chica hervían de gusanos.

Pestañeé de nuevo.

La visión se desvaneció, y pasamos de largo.

Moriría esa noche, a menos que nosotros hiciéramos algo para ayudarla.

Un restaurante ocupaba la esquina del cruce siguiente; era el último lugar iluminado antes de que la calle Duncannon (oscura como boca de lobo y flanqueada de árboles) ascendiera por las faldas de las colinas que circundaban la ciudad de Yontsdown por tres de sus lados. Rya condujo la furgoneta a la zona de estacionamiento, la detuvo al lado de un camión y apagó los faros. Desde esa posición, mirando en dirección oeste debajo de las ramas más bajas de un inmenso abeto que señalaba la esquina de la propiedad del restaurante, divisábamos el cruce de Duncannon con Apple Lane, que quedaba una manzana más atrás. El duende patrullero estaba de pie delante del Pontiac, al lado de la pelirroja con abrigo escocés y, a juzgar por todas las señales externas que podíamos ver, hacía el papel de héroe salvador de la dama en apuros.

—Hemos dejado las armas en la casa —me dijo Rya.

—No pensábamos que la guerra ya había comenzado. Pero después de esta noche ninguno de los dos saldrá a ningún lado sin una pistola —le anuncié con voz temblorosa, aún bajo el efecto turbador de la visión de la calavera que hervía de gusanos.

—Pero en este preciso momento, no tenemos armas —insistió Rya.

—Tengo el cuchillo —le respondí, dándole una palmadita a la bota donde escondía el arma.

—No es gran cosa.

—Basta.

—Quizá.

Vimos que la pelirroja entraba en el coche patrulla, sin duda aliviada al ver que había conseguido la ayuda de un sonriente y cortés agente de la ley.

Pasaron algunos coches. Sus faros arrancaron destellos de los montones de nieve, las pequeñas formaciones de hielo y los cristales de la sal derramada en el pavimento para evitar la formación de hielo. Sin embargo, en ese extremo de la ciudad, Duncannon era, por regla general, una calle escasamente transitada y, a esas horas, el ir y venir de camiones que procedían de las minas situadas en las montañas había cesado casi por completo. En ese momento, salvo por el coche patrulla que se puso en marcha en dirección a donde nosotros estábamos, la carretera estaba desierta.

—Prepárate a seguirlo de nuevo —le indiqué a Rya.

Rya puso en marcha el motor, pero no encendió los faros.

Nos hundimos lo más posible en el asiento, de modo que nuestras cabezas apenas sobresalieran de la altura del tablero de instrumentos. Observamos al poli del mismo modo que lo harían un par de precavidos cangrejos de arena de las playas de Florida con los pedúnculos que apenas asoman por encima de la superficie de la playa.

Al pasar el coche patrulla delante de nosotros, acompañado del lamento fúnebre y el tictac rítmico que producían las cadenas de sus ruedas, vimos que estaba al volante el duende uniformado, y que no había señales de la pelirroja. Habíamos observado perfectamente que había subido al asiento del acompañante. Pero en ese momento ya no la vimos allí.

—¿Dónde está? —preguntó Rya.

—Inmediatamente después de que ha subido al coche patrulla, ha sido cuando han pasado los últimos coches por la calle. Nadie los veía. Así que apuesto a que ese hijo de puta ha visto la oportunidad y la ha aprovechado. Con toda seguridad la ha esposado y obligado a subir. Quizás hasta la haya desmayado con un golpe de porra.

—Ya podría estar muerta —indicó Rya.

—No —le dije—. Vamos, síguelos. No es posible que la haya matado tan fácilmente. No si tiene la posibilidad de llevarla a algún lugar escondido donde pueda matarla poco a poco. Eso es lo que los hace disfrutar: el matar sin prisas, en vez de una muerte rápida.

En el momento en que Rya salió de la zona de estacionamiento con la furgoneta, el coche patrulla casi había desaparecido de nuestra vista en la calle Duncannon. En la distancia, vimos los faros traseros rojos que subían, subían y subían y, por espacio de un momento, nos pareció que los faros estaban suspendidos en el aire en medio de una total oscuridad encima de nosotros; y luego desaparecieron al llegar a la cima de una colina. No teníamos tránsito a nuestras espaldas. Rya aceleró. Las cadenas de las ruedas sonaron con un fuerte y breve tartamudeo al morder el macadán del pavimento. Emprendimos la persecución del coche patrulla a toda la velocidad posible, mientras la calle Duncannon se iba estrechando y, de una vía de tres carriles, se convertía en un camino rural de tan sólo dos.

A medida que seguíamos el curso del terreno en ascenso, fueron dibujándose cada vez más cerca a ambos lados del camino las figuras semivislumbradas de pinos y píceas, que, como si fueran apariciones con cierto aire amenazador, se veían cubiertas de sus trajes y capuchas de agujas perennes.

Aunque pronto redujimos a menos de medio kilómetro la distancia que nos separaba del coche patrulla, no nos preocupaba que el duende pudiese divisarnos. En las laderas de aquellas colinas el camino rural seguía un curso sinuoso, por lo cual solamente en raras ocasiones teníamos el vehículo a la vista durante más de algunos segundos. Para el duende, nosotros no éramos sino un par de lejanos faros delanteros, y de ninguna manera pensaría que eso podría resultar un peligro para él. En cada kilómetro que recorríamos, vimos quizá media docena de caminos de entrada (casi todos sucios, algunos cubiertos de grava, los menos aún con su capa de macadán) que se internaban entre los árboles cubiertos de hielo, presumiblemente en dirección a casas que no veíamos, pero cuya presencia deducíamos, por lo general, por el poste con un buzón que había al principio del camino.

Tras recorrer unos siete u ocho kilómetros, llegamos a la cima de una empinada cuesta. Debajo de nosotros vimos el coche patrulla que se había detenido casi por completo y que giraba para tomar un camino de entrada. Sin reducir la velocidad y fingiendo indiferencia, pasamos delante del desvío. En el buzón de color gris vimos estarcido el nombre «Havendahl». Cuando miré hacia el túnel de árboles que se abría detrás del poste del buzón, vi que los faros traseros disminuían con rapidez de intensidad hasta desaparecer en el abrigo de una oscuridad tan perfecta y profunda que durante un momento mis sentidos de la distancia y el espacio (y mi equilibrio) sufrieron una sacudida y quedaron confusos. Parecía, en realidad, que yo pendía del aire mientras el coche del poli se desplazaba, no por la superficie de la tierra, sino directamente por el terreno que quedaba a mis pies, como si horadara la tierra para llegar al núcleo del planeta.

Rya estacionó la furgoneta a unos doscientos metros de la entrada del camino particular, en un lugar donde las cuadrillas de limpieza de los caminos habían retirado los inmensos bancos de nieve de modo que fuese posible dar la vuelta cómodamente.

Cuando bajamos del coche nos dimos cuenta de que la noche se había hecho más fría desde el momento en que partimos del supermercado de la ciudad. Si bien el lugar era barrido por un viento húmedo que descendía velozmente de las grandes alturas de los Apalaches, yo pensé que procedía, más bien, de climas más septentrionales, de la desolada tundra del Canadá o de las extensiones heladas del Ártico, pues traía consigo el olor al frío y limpio ozono propio de esas regiones polares. Rya y yo íbamos protegidos con abrigos de ante con refuerzo de imitación de cuero, guantes y botas aisladas, pero así y todo teníamos frío.

Rya abrió la puerta trasera de la furgoneta, levantó la tapa del compartimiento de la rueda de repuesto y extrajo una herramienta de hierro en forma de atizador, uno de cuyos extremos tenía forma de palanca y el otro de llave inglesa. La levantó para calcular el peso y el equilibrio, y cuando vio que me había quedado mirándola, me dijo:

—Bueno, tú tienes el cuchillo y yo tengo esto.

Nos dirigimos a la entrada por donde había doblado el coche patrulla. Ese túnel, formado por las copas sobresalientes de los árboles, era tan negro e impresionante como puede serlo cualquier pasaje del terror de una feria de diversiones. Me decidí a seguir el estrecho y mugriento camino con Rya a mi lado, esperando que mis ojos se acostumbraran pronto a la profunda penumbra que reinaba bajo los árboles y con precauciones en vista de las grandes posibilidades que ofrecía ese lugar para tender una emboscada.

Bajo nuestras botas crujían los terrones de tierra congelada y pequeños trozos de hielo podrido. El viento zumbaba en las ramas altas de los árboles, mientras que las bajas se agitaban, se rozaban entre sí y emitían débiles crujidos. Daba la impresión de que esos bosques muertos imitaban la vida.

No podía oír el ruido del motor del vehículo de color blanco y negro; era evidente que se había detenido en alguna parte más adelante.

Cuando llevábamos recorridos unos cuatrocientos metros, comencé a apurar el paso y luego eché a correr, no porque pudiera ver algo mejor (que lo podía hacer), sino porque, de repente, tuve la sensación de que a la joven pelirroja no le quedaba mucho tiempo. Rya no hizo pregunta alguna y se limitó a acelerar el paso y correr a mi lado.

El camino de entrada por el que íbamos debía de medir unos ochocientos metros de longitud; cuando salimos del manto de los árboles y dimos con un claro cubierto de nieve, donde la noche era algo más brillante, vimos delante de nosotros, a cosa de cincuenta metros, una casa de madera de dos pisos de altura. Las luces estaban encendidas en casi todas las ventanas de la primera planta. De todos modos, de noche parecía tratarse de un lugar bien guardado. La luz del vestíbulo delantero también estaba encendida y revelaba una baranda de adorno (casi de estilo rococó) provista de balaustres tallados. Las ventanas se veían flanqueadas de limpios y oscuros postigos. De la chimenea de ladrillos se elevaba un penacho de humo que el viento impulsaba hacia el oeste.

El coche patrulla estaba estacionado delante de la casa.

No vi señal alguna del poli ni de la pelirroja.

Nos detuvimos jadeantes en medio del claro donde el negro fondo del bosque oscuro aún nos ofrecía cobijo y nos permitiría permanecer invisibles si a alguien se le ocurría mirar por una ventana.

A unos sesenta o setenta metros a la derecha de la casa había un granero de grandes dimensiones. Los bordes inferiores del techo puntiagudo estaban festoneados con un rizo de nieve luminiscente. En esas faldas de las colinas, parecía que el granero no tenía razón de ser, ya que las tierras eran demasiado empinadas y rocosas para que la agricultura resultase lucrativa. Entonces, en la penumbra, vi un letrero pintado encima de las grandes puertas dobles de la construcción que decía: «Sidrería Kelly». En las tierras elevadas que se extendían detrás de la casa había árboles ordenados como los soldados de un desfile, procesiones marciales que apenas podían verse en el terreno cubierto de nieve: se trataba de un huerto.

Me agaché y extraje el cuchillo de la bota.

—Sería mejor que esperaras aquí —le aconsejé a Rya.

—Mierda.

Sabía que ésa sería su respuesta. Me sentí animado por su previsible coraje y por el deseo que tenía de permanecer a mi lado, incluso en momentos de peligro.

Rápidos y silenciosos como ratones, recorrimos a la carrera el borde del camino, agachados para aprovechar la ventaja que nos ofrecían los montones de nieve vieja y sucia. En cuestión de segundos llegamos a la casa, pero en la zona de césped nos vimos obligados a disminuir el ritmo, pues la corteza de la nieve crujía bajo nuestros pasos y hacía un ruido increíble; si pisábamos con firmeza y lentamente, podríamos reducir el alboroto a poca cosa más que un amortiguado crujido que probablemente no resultaría audible dentro de la casa. En ese momento, el viento glacial que ululaba, farfullaba y respiraba con estrépito en los aleros, más que un adversario, resultaba un aliado.

Nos deslizamos con cuidado a lo largo de la pared.

En la primera ventana, a través de las cortinas que ocupaban el espacio entre las cortinas más gruesas, vi una sala de estar: una estufa hecha de ladrillos usados, la repisa con un gran reloj, muebles de estilo colonial, suelo de madera de pino encerado, alfombras hechas de restos de tela y grabados de Grandma Moses colgados de la pared, cuyo empapelado de color pálido aparecía desprendido en varios sitios.

La segunda ventana también daba a la sala de estar.

No vi a nadie.

No oí a nadie; solamente las numerosas voces del viento.

La tercera ventana correspondía al salón comedor, que estaba desierto.

Seguimos caminando de costado sobre la capa de nieve.

Dentro de la casa, gritó una mujer.

Se oyó un ruido sordo y un estrépito.

Por el rabillo del ojo vi que Rya alzaba el arma de hierro.

La cuarta y última ventana de ese lado de la casa daba a una habitación curiosamente desnuda que medía unos tres por tres metros. Había en ella un solo mueble; nada de cuadros ni de adornos; las paredes y el techo, ambos de color beige, presentaban manchas marrones de herrumbre; el suelo de linóleo gris también estaba manchado y aún más descolorido que las paredes. No daba la impresión de que perteneciera a la misma casa cuyas sala de estar y salón comedor se veían tan limpios y ordenados.

Esa ventana, cubierta de escarcha en los bordes, estaba más tapada por las cortinas que las restantes, de manera que ofrecía apenas una estrecha rendija por donde poder estudiar la habitación. Apreté la cara contra el vidrio y, aprovechando lo más que pude el resquicio que quedaba entre los paneles de brocado, conseguí ver, no obstante, alrededor del setenta por ciento de la habitación, inclusive a la pelirroja. Tras ser rescatada del automóvil averiado, estaba sentada completamente desnuda en una silla de madera de pino sin almohadón y con las muñecas esposadas detrás del respaldo. Estaba a una distancia lo bastante cercana para que yo pudiera ver el rastro de sus venas azules en la pálida piel, que se había puesto de gallina. La mujer tenía los ojos abiertos de par en par, enloquecidos de terror y fijos en algo que estaba fuera de mi campo visual.

Otro porrazo. La pared de la casa tembló como si un objeto pesado hubiese sido arrojado contra ella.

Un horripilante chillido. Esta vez no fue el viento. Lo reconocí al instante: se trataba del grito estridente de un duende enfurecido.

Rya también lo reconoció con toda claridad, pues dejó escapar un suave silbido de repugnancia.

Entonces, en la desnuda habitación, apareció de repente ante nuestra vista un individuo de la especie de los demonios, que saltó desde el rincón oculto donde se encontraba. Aunque la bestia se había metamorfoseado y ya no se ocultaba detrás de su disfraz humano, supe que era el policía al que habíamos seguido. Cayó sobre las cuatro patas y comenzó a desplazarse con esa desconcertante gracia característica de los duendes, que parecía tarea imposible para sus toscos brazos, hombros y caderas, que estaban como anudados por los huesos deformes. Tenía gacha la malvada cabeza canina y mostraba los colmillos de reptil, afilados como agujas. La lengua bífida y manchada se extendía y retraía con movimientos obscenos dentro de una boca flanqueada por labios de color negro llenos de granos. Los ojos de cerdo, rojos, iluminados y aborrecibles estaban permanentemente fijos en la indefensa mujer, que, a juzgar por su aspecto, se encontraba al borde de la locura.

De súbito, el duende se apartó velozmente de la mujer y, todavía en cuatro patas, corrió hacia el otro extremo de la habitación, como si pensara estrellarse de cabeza contra la pared. Pero para mi asombro, en vez de eso trepó por ella, se deslizó apenas rozándola por todo lo largo a la altura del techo con la velocidad de una cucaracha, llegó hasta la esquina de la otra pared, giró, tomó ésta y la recorrió hasta su mitad; y entonces, tras descender al linóleo, se detuvo por fin delante de la mujer atada y se alzó sobre las patas traseras.

El viento del invierno penetró en el interior de mi cuerpo y me robó el calor de la sangre.

Sabía que los duendes eran más rápidos y más ágiles que la generalidad de los seres humanos (al menos que aquellos seres humanos que carecían de mis facultades paranormales), pero de cualquier modo nunca había presenciado una demostración de tales características. Quizá se debiera a que en muy raras ocasiones había visto yo a tales bestias en la intimidad de la morada, donde, según parecía, trepaban por las paredes con toda normalidad. Y, en aquellas ocasiones en que las había matado, lo había hecho rápidamente, sin darles oportunidad alguna de huir de mi alcance por paredes y techos.

Pensaba que sabía todo acerca de los duendes, pero entonces me sorprendí de nuevo. Eso me provocó un estado de nervios y de depresión, pues no pude dejar de pensar en los demás talentos ocultos que podrían tener. Otra de esas sorpresas, en el momento menos indicado, podría significar mi muerte.

Me sentía embargado por el miedo, un miedo muy profundo.

Pero ese miedo no tenía que ver sólo con la habilidad sorprendente que había mostrado el duende para trepar por las paredes como sí fuese un lagarto: la mujer esposada a la silla también era algo que me asustaba. Cuando se paró y se alzó sobre las patas traseras, después de descender de la pared, el duende reveló algo más que nunca había visto: un repugnante falo de unos treinta centímetros de largo, que emergía de una bolsa escamosa colgante, donde se ocultaba en estado entumecido; era grueso, de forma curva, como la de un sable, y pendía con movimiento malévolo.

La criatura tenía la intención de violar a la mujer antes de dejarla hecha jirones con sus garras y dientes. Era evidente que había optado por penetrarla en ese estado monstruoso y no con el disfraz de ser humano, pues así el terror que experimentaría la mujer sería mucho mayor y quedaría deliciosamente remarcado el sentimiento de impotencia que ella sentía. No era posible que la fecundación fuese el motivo de dicho acto, pues ese semen extraño nunca lograría prender en el interior de un útero humano.

Por otra parte, el asesinato brutal era un hecho cierto y evidente. Me vino un estado de abatimiento y comprendí, de repente, el motivo por el cual la habitación carecía por completo de muebles, por qué era tan diferentes del resto de la casa y por qué las paredes y el suelo presentaban innumerables capas de manchas de color marrón herrumbre: se trataba de un matadero, un lugar donde se cometían actos sanguinarios. Otras mujeres habían sido llevadas allí, donde fueron objeto de escarnios, humillaciones e intimidamientos; tras lo cual, para finalizar, las cortaron en pedazos por puro placer.

Pero no habían sido solamente mujeres; también habían llevado a hombres; y a niños.

De forma brusca, recibí repulsivas impresiones psíquicas de anteriores matanzas. Las paredes salpicadas de sangre irradiaban imágenes clarividentes y se proyectaban en el vidrio que tenía delante como si la ventana fuese la pantalla de una sala de cine.

Tuve que hacer un esfuerzo tremendo para apartar de mi mente esas emanaciones, borrarlas del vidrio y hacer que volvieran a su lugar en las paredes del matadero. No podía dejarme vencer. Si la fuerza de las visiones lograba debilitarme me sería imposible ayudar a la mujer que estaba en esa habitación.

Me alejé de la ventana y me deslicé en silencio hacia la esquina de la casa, seguro de que Rya me seguiría. Al mismo tiempo, me quité los guantes y los guardé en los bolsillos del abrigo, de manera que pudiese manipular el cuchillo con mi habilidad habitual.

Al llegar a la parte trasera de la vivienda recibimos de nuevo los golpes del viento, más fuertes esta vez, ya que bajaba directamente de lo alto de la montaña, una avalancha de viento crudo y penetrante. En cuestión de segundos, sentí que se me helaban las manos y supe que entraba con rapidez en el calor de la casa o perdería parte de la destreza que necesitaba para arrojar el cuchillo con precisión.

Los escalones del vestíbulo trasero estaban congelados: el hielo hacía de argamasa en las uniones de la construcción, que crujieron sin cesar bajo nuestros pasos.

De la balaustrada pendían carámbanos.

El suelo del porche también protestó al caminar por él.

La entrada quedaba a la izquierda de la casa. Abrí con cuidado la antepuerta de aluminio y vidrio y los goznes de resorte chirriaron una sola vez.

La puerta interior tampoco estaba cerrada con llave. Las cerraduras eran de escasa utilidad a los duendes, cuyos genes habían sido dispuestos de manera tal que su capacidad de sentir miedo era muy limitada; ellos casi no nos tienen ningún miedo. El cazador no teme al conejo.

Rya y yo penetramos en una cocina de lo más corriente, que parecía directamente sacada de una revista de decoración del hogar. El aire cálido de la misma estaba impregnado del aroma a chocolate, a manzanas asadas y a canela. Por algún motivo, el mismo hecho de que se tratase de una cocina corriente lo único que lograba era darle un carácter aún más espantoso.

En un mostrador de fórmica situado a la derecha de la entrada había una tarta de manzana casera encima de una bandeja de tela metálica y, a su lado, otra bandeja con un montón de galletitas de chocolate. Innumerables veces había visto a los duendes con disfraz de ser humano comiendo en restaurantes. Sabía que tenían que alimentarse igual que toda criatura viviente, pero nunca se me había ocurrido que ellos realizarían quehaceres tan domésticos y mundanos como cocinar galletitas y preparar tartas. Después de todo, eran vampiros psíquicos que se alimentaban del dolor mental y físico de los seres humanos. Si se considera además la increíblemente rica dieta de sufrimiento de la que solían gozar, otra comida resultaba superflua. Desde luego, nunca me los había imaginado disfrutando de la cena en la intimidad del propio hogar, descansando después de una jornada de sangre, tortura y actos de terror realizados con todo secreto. Sólo pensarlo me revolvió el estómago.

De la habitación sin muebles, que compartía pared con la cocina, llegaba una serie de ruidos sordos, porrazos y chirridos.

Resultaba evidente que la infortunada mujer ya no podía gritar, pues oí que apenas era capaz de rogar con voz apremiante y trémula.

Abrí el cierre del abrigo, deslicé rápidamente los brazos fuera de las mangas y dejé caer con suavidad la prenda al suelo. Su volumen habría impedido el movimiento del brazo con que arrojaba el cuchillo.

De la gran cocina partía una arcada abierta donde se veían tres puertas cerradas, además de la puerta que daba al porche. Al otro lado de la arcada se encontraba la escalera de la casa. Era probable que una de las tres puertas diera a la escalera del sótano y la otra a una despensa. La tercera puerta podría pertenecer a la habitación en la cual habíamos visto al duende y a la mujer esposada. Sin embargo, no podía ponerme a abrir puertas y a hacer un montón de ruido, a menos que estuviese absolutamente seguro de que encontraría a la primera la habitación que buscábamos. En consecuencia, tras atravesar en silencio la cocina y la arcada, llegamos al vestíbulo, donde la primera puerta de la izquierda, que permanecía entreabierta, era la del matadero.

Pensé en asomarme para reconocer el terreno, pero comprendí, con preocupación, que era posible que la mujer me viese y que su reacción pusiera sobre aviso al duende.

Decidí entonces precipitarme dentro de la habitación sin saber dónde se encontraría el blanco. La puerta golpeó con estrépito contra la pared por efecto del empujón.

El duende, que estaba inclinado sobre la mujer, se giró rápidamente hacia mí y dejó escapar un fétido silbido de sorpresa.

Con asombrosa brusquedad, el falo se desinfló y se encogió dentro de la bolsa con escamas, que, a su vez, pareció esconderse en una cavidad del cuerpo.

Cogí el cuchillo por la punta de la hoja equilibrada y retraje el brazo detrás de mi cabeza.

El duende saltó sobre mí sin dejar de silbar.

Simultáneamente, mi brazo se soltó hacia adelante. El cuchillo salió disparado.

En medio del salto, el duende fue alcanzado en la garganta. La hoja se hundió profundamente, aunque no conseguí colocarla todo lo bien que habría deseado. Las fosas nasales, brillantes igual que las de un cerdo, se estremecieron y palpitaron cuando la bestia emitió un resoplido de espanto y la sangre caliente comenzó a salirle por el hocico.

Pero siguió avanzando hasta que chocó conmigo con fuerza.

Nos tambaleamos y fuimos a golpear con gran estruendo contra la pared. Mi espalda quedó apresada contra la sangre seca de Dios sabe cuántos inocentes. Durante un instante (antes de que las apartara de mi mente con gran determinación) pude sentir el dolor y el horror emanado de las víctimas en los estertores de la muerte, que habían quedado adheridos a la pintura y al yeso de ese lugar.

Mi cara distaba apenas unos centímetros de la del monstruo. El aliento de la criatura despedía un hedor a sangre, carne muerta y carne putrefacta, como el de un animal carnívoro, por el hecho de haberse alimentado del terror de la mujer.

Los dientes, los enormes dientes en forma de garfio, rechinaban y goteaban saliva, a dos centímetros de mis ojos, como si fueran una promesa esmaltada de dolor y de muerte.

La oscura y aceitosa lengua del demonio se estiraba hacía mí, como si fuera una serpiente enrollada.

Sentí que me rodeaban los nudosos brazos del duende, como si pretendiera aplastarme contra su pecho. Al estrechar ese abrazo, quizá clavaría profundamente sus terribles garras en mis costados.

Mí corazón palpitante hizo saltar el cerrojo del depósito de adrenalina que llevaba dentro de mí, y, de repente, me vi transportado por una corriente química que me hizo sentir como si fuera un dios, aunque, hay que reconocerlo, un dios asustado.

Tenía los brazos más o menos sujetos al pecho, así que cerré los puños firmemente, empujé con los codos hacia afuera con toda mi fuerza y di en los fuertes brazos del duende, con lo cual me liberé del abrazo con que me retenía. Sentí, por espacio de un instante, que sus garras se enganchaban en mi camisa al soltar el abrazo y oí luego los nudillos huesudos que repicaban contra la pared a mis espaldas cuando uno de los brazos del monstruo salió disparado.

El duende soltó un grito de rabia, un grito extraño que me pareció aún más extraño porque las ondas sonoras, al recorrer velozmente el trayecto entre la caja de resonancia y los labios, vibraron al chocar contra la hoja del cuchillo que atravesaba la garganta y adquirieron un tono metálico antes de salir expulsadas. Junto con el chillido del duende salió un chorro de sangre que me roció el rostro y algunas gotas incluso fueron a parar dentro de mi boca.

Con todas las fuerzas que me daba esa sensación de repugnancia, sumada al miedo y la furia, di un fuerte empujón a la bestia, que salió lanzada hacia atrás. Trastabillamos y caímos al suelo. Yo quedé encima de aquella cosa. Cogí enseguida el mango del cuchillo que sobresalía de la garganta, hice girar la hoja con fuerza brutal, la extraje de la herida y volví a hundirla otra vez y otra y otra más. Me sentí incapaz de detenerme, incluso cuando vi que la luminosidad de color bermellón de sus ojos palidecía con rapidez y se convertía en rojo oscuro. Los talones de la bestia golpetearon débilmente en el linóleo que cubría el suelo, con un clac-clac-clac. Sus brazos se desplomaron, inútiles, y sus largas y córneas garras emitieron un mensaje cifrado sin sentido al golpear ligeramente contra el suelo del matadero. Por último, moví la filosa hoja a derecha e izquierda, con lo que seccioné músculos, venas y arterias. Por fin había acabado; igual que el monstruo.

Me puse de rodillas, jadeando, y me senté a horcajadas sobre el duende agonizante, con un ataque de arcadas y escupiendo copiosamente para expulsar de mi boca hasta el último resto de sangre demoníaca.

Debajo de mí, en medio de las convulsiones finales que provocaba la transformación, el duende gastaba la exigua vida que le quedaba en recuperar la forma humana, pues para ello habían sido programados sus genes en la era perdida en que fueron creados. La criatura sufrió un enloquecido cambio de forma: los huesos crujían, reventaban, se fundían, burbujeaban y volvían a adquirir estado sólido; los tendones, los cartílagos se desgarraban y volvían a unirse en diversas formas; los tejidos blancos emitían macabros ruidos mientras buscaban frenéticamente una nueva configuración.

La mujer esposada, Rya y yo quedamos tan paralizados por la reversión licantrópica sufrida por el monstruo que no nos dimos cuenta de la presencia del segundo duende hasta que entró violentamente en la habitación, tomándonos por sorpresa, igual que nosotros habíamos hecho con la primera bestia.

Quizás en ese momento funcionaron mejor las facultades psíquicas de Rya (que eran inferiores a las mías), pues cuando giré la cabeza y vi al duende que se acercaba Rya ya blandía la herramienta que había traído consigo. Descargó el golpe con tanta violencia y perfección que me di cuenta de que, por efecto del impacto, las manos le habían quedado entumecidas y le costaba sostener el arma. El potente golpe casi le había arrancado el hierro de las manos. El atacante de ojos de linterna dio un alarido de dolor y cayó hacia atrás. No cabía duda de que tenía una herida, aunque ésta no era de la entidad suficiente como para que sucumbiera.

El duende chilló y escupió como si la saliva fuese un poderoso veneno para nosotros. Con velocidad y agilidad que daban miedo, la bestia se dirigió hacia Rya, que todavía hacía esfuerzos para sujetar el instrumento de hierro, y la cogió con sus dos enormes manos. Con las diez zarpas juntas. Menos mal que sólo alcanzó a cogerle el abrigo. Gracias a Dios, fue solamente el abrigo.

Antes de que pudiera retirar la mano del abrigo de Rya para rajarle el rostro, yo ya me había puesto de pie. En dos pasos y un salto, me coloqué a espaldas de la bestia, que quedó aprisionada entre Rya y yo. Bajé el cuchillo y lo clavé con fuerza. Entre los hombros huesudos y deformados. Hasta la empuñadura. Hasta lo más hondo del cartílago. No podía arrancarlo.

De pronto, la bestia se encogió de hombros con una fuerza inhumana, como un caballo de doma, y me apartó con violencia. Me estrellé contra el suelo y mi cabeza golpeó contra la pared; sentí dolor en toda la columna.

Se me enturbió la visión durante un instante, pero enseguida pude ver con claridad de nuevo.

El cuchillo aún sobresalía de la espalda del duende.

Vi que el monstruo perseguía a Rya, tras haberla apartado de un violento empujón. Pero ella había aprovechado el brevísimo instante para reorganizarse; y trazó un plan: en vez de huir del atacante, se dirigió hacia él y volvió a emplear la herramienta de hierro, no por la extremidad de la llave de tuercas, como si fuera una porra, sino por la extremidad de la palanca. La blandió como si portara una espada y la clavó en el vientre del enemigo en el preciso momento en que éste saltó sobre ella. El duende no emitió un alarido, como la vez anterior, sino un terrible resuello de sorpresa y de dolor.

Con sus dos manos de cuatro nudillos, la bestia agarró por el medio la espada que la había atravesado. Rya tuvo que soltarla. El duende retrocedió, tambaleándose, mientras trataba de arrancarse el asta de las entrañas hasta que chocó con la pared. Para ese momento, yo ya me había recuperado y me había puesto de pie para atacar a la aborrecible cosa.

Agarré con ambas manos la herramienta manchada de sangre. El anciano adversario aparentaba su edad real cuando la sangre comenzó a brotarle a torrentes. Alzó hacia mí sus ojos asesinos, que ya iban apagándose, e intentó golpearme las manos con sus garras bien afiladas. Yo arranqué la herramienta de su carne antes de que fuera capaz de cortarme, retrocedí y comencé a golpear metódicamente a la criatura para rendirla. La golpeé hasta que cayó de rodillas y seguí golpeándola un rato más hasta que se desplomó con el rostro hacia el suelo. Pero tampoco entonces me detuve, sino que la aporreé y la aporreé hasta partirle el cráneo, hasta que los hombros quedaron pulverizados, hasta destrozarle los codos, hasta que tuvo rotas las caderas y las rodillas, hasta que empecé a sudar a chorros y el sudor me lavaba la sangre que me cubría la cara y las manos, hasta que no pude levantar la herramienta de hierro para descargar un solo golpe más.

El ruido de mi respiración resonaba con ecos estentóreos en las paredes.

Rya trataba de limpiarse con un par de kleenex las manos manchadas de la sangre del duende.

La primera bestia —ahora muerta— ya había recuperado su desnuda forma humana cuando comenzó la batalla con el segundo duende. Me di cuenta de que se trataba del poli a quien habíamos visto con anterioridad.

El segundo duende también se había transformado: se trataba de una mujer de aproximadamente la misma edad que el poli.

Quizá la esposa. O su pareja.

¿Sería posible que los duendes concibiesen lo que era una relación de marido y mujer o incluso de simple pareja? ¿Qué percibirían los unos de los otros, cuando por la noche se retorcían en esos movimientos espasmódicos que era la manera de expresar la fría pasión de los reptiles? ¿Acostumbrarían ir de dos en dos por el mundo, en esa forma de convivencia elegida, como ocurre con los seres humanos? ¿No sería que el emparejamiento era sólo una protección conveniente que les servía para pasar por hombres y mujeres del montón?

A Rya le vinieron arcadas. Parecía que estaba a punto de vomitar, pero consiguió reprimir el impulso y arrojó los pañuelos empapados de sangre.

Planté ambos pies en la espalda de la segunda bestia muerta, aferré el cuchillo con las dos manos y lo extraje de los hombros cartilaginosos de la criatura.

Limpié la hoja en mis pantalones.

La mujer desnuda que estaba atada a la silla sufría violentos temblores. Sus ojos estaban llenos de horror, confusión y miedo; miedo no sólo de los duendes muertos, sino también de mí y de Rya. Era comprensible.

—Somos amigos —le dije con voz áspera—. No somos… como ellos.

La mujer me miró fijamente y no fue capaz de decir nada.

—Ocúpate… de ella —le indiqué a Rya.

Me volví hacia la puerta.

—¿Dónde…? —me preguntó.

—A ver si hay más duendes.

—No los hay. Ya estarían aquí.

—Aún está por ver.

Salí de la habitación con la esperanza de que Rya comprendiera que quería que tranquilizara a la pelirroja y la vistiera durante mi ausencia. Quería que la mujer recobrase, aunque no fuera más que en parte, el juicio, la fuerza, la dignidad antes de que yo volviese para explicarle lo que pasaba con los duendes.

En la ventana del salón comedor, el viento alternaba los susurros de conspirador con los lamentos fúnebres.

En la sala de estar, el reloj de la repisa emitía un tictac hueco.

Subí por las escaleras y encontré tres dormitorios y un cuarto de baño. En todos ellos pude sentir el crujido artrítico procedente de las vigas, del desván cuando el viento empujaba las vigas golpeaba el techo y escudriñaba en los aleros.

No había más duendes.

En el frío cuarto de baño me despojé de las ropas empapadas de sangre y me lavé rápidamente en el lavabo. No quise mirarme en el espejo que tenía delante de mí; no me atreví a hacerlo. La muerte de duendes estaba justificada. No tenía dudas de que fuese un acto exento de todo pecado. Si quise evitar el reflejo de mi imagen no fue por miedo a ver el rastro de la culpa en mis ojos. No obstante, cada vez que mataba a un demonio me parecía que resultaba más difícil de matar; cada vez me veía obligado a hacer más esfuerzos, a emplear más violencia que la vez anterior, más salvajismo. Así que, después de una sesión sangrienta, tenía la impresión de que mi mirada había adquirido una nueva frialdad, una dureza de acero que me desconcertaba y preocupaba.

El poli había sido un hombre de mi talla. Del armario del dormitorio escogí una de sus camisas y unos Levi’s, que me quedaron tan bien como los míos.

Bajé y encontré a Rya y a la pelirroja esperándome en la sala de estar. Estaban sentadas en cómodos sillones al lado de las ventanas delanteras, aunque, por su aspecto, me di cuenta de que no estaban en absoluto cómodas. Desde el lugar donde se encontraban podían ver el camino y, por tanto, les era posible dar la voz de alerta a la primera señal de proximidad de un coche.

Fuera, fantasmas de nieve impulsados por el viento se alzaban del suelo y desaparecían rápidamente en la oscuridad, vagas formas fosforescentes que parecían enviadas en misteriosas misiones.

La mujer ya se había vestido. La experiencia que acababa de experimentar no la había trastornado, aunque estaba sentada con la cabeza hundida entre los hombros y jugaba de forma nerviosa con las manos posadas en el regazo.

Acerqué una silla que tenía un almohadón bordado y me senté al lado de Rya. Le cogí la mano. Estaba temblorosa.

—¿Qué le has contado? —le pregunté.

—Algo de esto…, acerca de los duendes…, lo que son, de dónde vienen. Pero ella no sabe quiénes somos nosotros ni cómo vemos lo que ella no puede ver. Eso lo he dejado para ti.

La pelirroja se llamaba Cathy Osborn, tenía treinta y un años y era profesora de literatura en Barnard, en la ciudad de Nueva York. Procedía de una pequeña localidad de Pensilvania, situada a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de Yontsdown. Hacía poco, su padre había sufrido un ataque al corazón de escasa gravedad y tuvieron que internarlo en un hospital. Debido a lo cual Cathy había dejado sus obligaciones en la Barnard para hacerle compañía. Como el hombre se estaba recuperando bien, Cathy había decido emprender el camino de regreso a Nueva York. Dado el espantoso estado en que suelen encontrarse algunas carreteras de montaña en el invierno, había llevado un buen viaje hasta que llegó a los arrabales situados al este de Yontsdown. Por tratarse de una estudiante, profesora y enamorada de la literatura, era (así lo afirmaba) persona imaginativa, amplia de espíritu; podría decirse que hasta le gustaban los temas extravagantes en materia de novela. Como había leído su parte de fantasía y de horror (Drácula, Frankestein, algo de Algernon Blackwood, un poco de H. P. Lovecraft e incluso un relato escrito por alguien que se llamaba Sturgeon acerca de un osito de peluche que chupaba sangre), no estaba, según afirmó, completamente desprevenida ante lo fantástico o lo macabro. Con todo, a pesar de su gusto por la fantasía y pese a las criaturas de pesadilla que había visto, tuvo que pugnar con valentía para asimilar lo que Rya le contó acerca de esos soldados cuyos genes habían sido alterados y que procedían de una era pérdida para la historia.

—Sé que no estoy loca —comenzó diciendo—, pero sin embargo no ceso de pensar si en realidad lo estoy. Sé que he visto que esa cosa horrible cambiaba de forma humana y luego volvía a cambiar, pero sigo pensando si lo he imaginado o si todo ha sido una alucinación, aunque estoy del todo segura de que verdaderamente no ha sido así; y toda esa historia acerca de una civilización anterior que fue destruida en una gran guerra… es demasiado, realmente demasiado; y ahora sé que estoy balbuceando ¿no es cierto? Sí, sé que lo estoy, pero siento como si estuviera a punto de hervirme el cerebro, ¿sabes?

Lo que le conté no la tranquilizó ni mucho menos. Le hablé acerca de los ojos crepusculares, sobre las facultades psíquicas de Rya (que eran inferiores a las mías) y también le expliqué algo de la guerra secreta (secreta, hasta ese momento) que había decidido librar.

Los verdes ojos de la mujer se veían vidriosos, aunque no era como consecuencia de que no hiciese caso de mi relato ni de la sobrecarga de noticias. Por el contrario, había llegado a ese estado en el cual su visión racional y simple del mundo había resultado tan trastocada, y de forma tan violenta, que su resistencia a creer en lo imposible se encontraba virtualmente destruida. El asombro la había obligado a mostrarse receptiva. Los ojos vidriosos no eran más que una señal de la furia con que trabajaba su espíritu bien educado, para que todas las novedades que yo acababa de proporcionarle encajasen en su comprensión de la realidad que había sido objeto de tan drástica revisión.

Cuando hube terminado, pestañeó, meneó la cabeza como si no se lo creyera y expresó:

—Pero ahora…

—¿Qué? —le pregunté.

—¿Cómo puedo hacer para volver sin más a enseñar literatura? Ahora que sé todas estas cosas, ¿cómo es posible que pueda llevar una vida normal?

Miré a Rya y me pregunté si ella tendría una respuesta a esa pregunta. En efecto, la tenía:

—Probablemente no será posible.

Cathy frunció el entrecejo y comenzó a hablar, hasta que la interrumpió un extraño sonido. Un súbito y estridente chillido, que en parte era un lloriqueo infantil, en parte el chillido de un cerdo y en parte el de un insecto, alteró la paz de la estudiada sala de estar de estilo colonial. No era un sonido que yo pudiera asociar a los duendes, pero sin duda tampoco era ni de origen humano ni el grito de algún animal que yo conociera.

Sabía que ese grito no podía proceder del par de duendes que acababa de matar: era incuestionable que ambos estaban muertos, al menos de momento. Quizá si los dejábamos con la cabeza pegada a los hombros, encontrarían la manera de regresar a la tierra de los vivos; pero eso no sería ni en días ni en semanas y ni siquiera en meses.

Rya se levantó del asiento en un abrir y cerrar de ojos, buscando a tientas algo que no estaba a su lado: la barra de hierro, me imagino.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó.

Yo también me puse de pie, cuchillo en mano.

El extraño grito ululante, como si procediera de numerosas gargantas, tenía una especie de poder de alquimista de congelar la sangre. Si el mal en persona pudiese caminar por la Tierra, ya fuera en forma de Satanás o de alguna otra figura diabólica singular, no cabe duda de que ésa sería su voz; sin sonido, pero malévola, la voz de todo lo que no era bueno y de lo que no estaba bien. Venía de otra habitación, aunque no me fue posible decidir de inmediato si la fuente se encontraba en la misma planta o en la de arriba.

Cathy Osborn tardó en ponerse de pie, como si no quisiera tener que habérselas con más horrores.

—Oí ese mismo sonido antes, cuando estaba esposada en esa habitación, cuando empezaron a atormentarme. Pero han pasado tantas cosas y tan rápido que… me había olvidado de él.

Rya miró al suelo delante de ella.

Yo también bajé la vista, pues me di cuenta de que el grito estridente, que parecía casi un lamento electrónico oscilante, aunque muchísimo más extraño, provenía del sótano.