A la mañana siguiente, viernes, alquilamos una casa en Apple Lane, barrio rural de la misma periferia de la ciudad, que quedaba en las monótonas estribaciones de las antiguas montañas orientales, no lejos de las principales minas de carbón del condado. La casa distaba unos setenta metros de la carretera y se encontraba al final del camino de entrada, hecho de grava y entonces recubierto por una costra de hielo y una capa de nieve. El empleado de la inmobiliaria nos aconsejó que pusiéramos cadenas en las ruedas, como él mismo había hecho en su coche. El jardín se encontraba cubierto por un manto blanco y, en tres de sus lados, se veía un cerco de árboles que descendían por las empinadas laderas de la montaña. Se trataba, en su mayoría, de pinos y píceas, aunque había también algunos que otros arces, abedules y laureles que el invierno había desnudado de sus hojas. Era un día gris y sombrío; la luz solar directa no era capaz de fisgonear en el perímetro del bosque. Por tanto, mirara donde mirara, veía sólo una inquietante y profunda oscuridad que comenzaba en el mismo lugar donde se hallaba la línea de los árboles y llenaba el bosque por todas partes, como si la noche en persona, condensada, se hubiera refugiado allí al llegar el alba. La casa se alquilaba con muebles. Contaba con tres habitaciones pequeñas, un cuarto de baño, sala de estar, comedor y cocina dentro de un caparazón de tablas de dos pisos de altura, debajo de un techo de asfalto con tablillas y encima de un sótano oscuro, húmedo y de rústico techo, donde se encontraba la caldera de la calefacción.
Execrables atrocidades habían ocurrido en esa cámara subterránea. Percibí gracias a mi sexto sentido los residuos psíquicos dejados por la tortura, el sufrimiento, el asesinato, la locura y la crueldad. En el momento en que Jim Garwood, el empleado de la inmobiliaria, abrió la puerta de la escalera que conducía al sótano, surgió de allí una emanación de maldad, palpitante y oscura como la sangre que brota de una herida. No me animé a bajar a ese lugar asqueroso.
Jim Garwood, hombre de mediana edad, de tez cetrina, carácter serio y fácil de palabra, quería, de todos modos, que mirásemos atentamente la caldera para enseñarnos el funcionamiento. No se me ocurrió ninguna forma de rechazar tal idea que no pudiera despertar su curiosidad. Así que seguí de mala gana al tipo y a Rya a ese pozo de sufrimiento humano; me vi obligado a sujetarme fuertemente a la desvencijada barandilla de la escalera y a contener las náuseas que me causaba el hedor a sangre, a bilis y a carne quemada que sólo yo era capaz de oler; olores de épocas pasadas. Al llegar al pie de la escalera, tuve que caminar con pie firme para no tambalearme. Tal era el horror que me causaban los antiguos sucesos que —al menos para mí— era como si se registrasen en ese preciso momento.
—Hay un montón de espacio para guardar cosas aquí —nos dijo Garwood, y señalando con un ademán los armarios y estantes que se alineaban contra una pared de la habitación, sin tener conciencia del hedor a muerte que yo percibía y sin siquiera mencionar los otros olores desagradables que se percibían en ese momento, olores a moho y a hongos de humedad.
—Sí, ya veo —comentó Rya.
Lo que yo vi, sin embargo, fue una mujer aterrorizada y con el cuerpo lleno de sangre. Se encontraba desnuda y encadenada a una caldera de carbón que había estado en el mismo asiento de hormigón donde ahora veíamos la nueva caldera de combustión. El cuerpo de la mujer estaba cubierto de laceraciones y contusiones. Tenía un ojo ennegrecido y cerrado por la hinchazón. Percibí que su nombre era Dora Penfield y que tenía miedo porque Klaus Orkenwold, el marido de su cuñada, la iba a desmembrar y echar su cuerpo, parte tras parte, a las llamas de la caldera mientras sus hijos contemplaban aterrorizados la escena. Eso fue en efecto lo que le ocurrió. Tuve que hacer esfuerzos desesperados para no ver las imágenes clarividentes del preciso instante de su muerte.
—La Thompson Oil Company hace entregas de combustible cada tres semanas durante el invierno —explicó Garwood—, y con menos frecuencia en el otoño.
—¿Cuánto cuesta llenar el depósito? —preguntó Rya, que interpretaba a la perfección el papel de joven esposa preocupada por el presupuesto familiar.
Vi a un niño de seis años de edad y a una niña de siete en diversos momentos de una secuencia de crueles malos tratos: palizas, huesos rotos. Aunque hacía mucho tiempo que habían muerto esas víctimas indefensas cuyo padecimiento rompía el corazón, el eco de los gemidos, los gritos de dolor y las lastimeras súplicas de piedad resonaban en todos los corredores del tiempo, como penetrantes astillas de dolorosos sonidos. Sentí ganas de llorar, pero tuve que reprimirlas.
Vi asimismo un duende de aspecto especialmente depravado (Klaus Orkenwold en persona) que blandía un cinturón de cuero, un hierro de los que se usan para marcar el ganado y otros terribles instrumentos de tortura. Como si fuera una mezcla de medio duende y medio carnicero de la Gestapo, la bestia iba y venía por el improvisado calabozo, unas veces con su disfraz humano, otras veces completamente transformado para mayor terror de sus víctimas, cuyas facciones iluminaban las temblorosas llamas de color naranja que salían a torrentes por la boca abierta de la caldera.
Tuve que ingeniármelas para mantener la sonrisa y asentir a todo lo que decía Jim Garwood, lo mismo que para hacerle una o dos preguntas. De alguna forma, logré salir del sótano sin revelar la extrema congoja que sentía, aunque nunca podré saber a ciencia cierta cómo me las arreglé para proyectar esa imagen de ecuanimidad mientras me veía asaltado por aquellas siniestras emanaciones.
Una vez que hubimos subido a la planta baja y tras cerrar con fuerza la puerta que conducía al sótano, dejé de percibir las sensaciones procedentes de la historia de asesinatos registrados en la húmeda y malsana cámara subterránea. Comencé a respirar profundamente. Con cada prolongada exhalación, me limpiaba los pulmones del aire que apestaba a sangre y a la bilis pútrida de esas atrocidades de antaño. Habida cuenta de que la casa gozaba de una ubicación perfecta para nuestras necesidades y de que nos brindaba completo anonimato y comodidad, decidí que nos quedaríamos con ella y que, simplemente, nunca me arriesgaría a bajar de nuevo por la escalera del sótano.
Dimos nombres falsos a Jim Garwood: Bob Barnwell y señora, Helen, de la ciudad de Filadelfia. Para explicar el hecho de que carecíamos de trabajo en Yontsdown, habíamos elaborado con meticulosidad una historia, según la cual éramos geólogos que realizábamos la tesis doctoral. Con tal fin habíamos emprendido un trabajo de investigación que nos llevaría seis meses y mediante el cual pretendíamos estudiar determinadas particularidades de los estratos rocosos de los Apalaches. Ese pretexto nos serviría para explicar los viajes que tuviésemos que hacer a las montañas para reconocer las bocas de las minas y las canteras de la Compañía Minera Rayo.
Yo tenía apenas dieciocho años de edad y era más veterano que muchos hombres que me doblaban en edad, aunque, por supuesto, no era edad suficiente como para que ya hubiera obtenido dos títulos universitarios y hubiera recorrido el primer tramo de los estudios de doctorado. No obstante, por motivos ya conocidos, parecía mayor de lo que era en realidad.
Rya, por su parte, mayor que yo, sí aparentaba una madurez que era acorde con la edad que declaraba. Su belleza fuera de lo común y la poderosa sexualidad, pese a las modificaciones quirúrgicas que se había efectuado en el rostro y pese al teñido del cabello que de rubio había pasado a negro azabache, le conferían aspecto de persona con mucho mundo, razón por la cual parecía mucho mayor de lo que era. Por otra parte, a causa de la vida difícil que había llevado, entristecida por tanta tragedia, había adquirido un aire de mujer cansada del mundo y que posee la sabiduría de la calle propio de alguien mucho mayor que ella.
Jim Garwood no sospechó de nosotros.
El martes anterior, cuando aún estábamos en Gibtown, Eddy el Flaco nos había proporcionado permisos de conducir falsificados y otros documentos amañados que servirían para acreditar las identidades de los Barnwell, aunque no la relación que, según nosotros, teníamos con la Universidad Temple de Filadelfia. Pensamos que Garwood no se preocuparía en exceso de investigarnos —si es que se le pasaba la idea por la cabeza—, pues habíamos arrendado la casa de Apple Lane sólo por espacio de seis meses. Además, pagamos el precio del arriendo íntegro, incluido un elevado depósito en concepto de garantía, al contado. Lo cual nos convertía en arrendatarios interesantes y relativamente seguros.
En los tiempos que corren, cuando no hay oficina que no cuente con un ordenador donde obtener un informe de solvencia en cuestión de horas y que revela todo sobre la persona, desde el lugar de trabajo hasta los hábitos de la higiene íntima, sería posible comprobar de forma prácticamente automática la veracidad de nuestro relato. Pero en aquel año de 1964, la revolución de los minúsculos circuitos integrados era aún cosa del futuro, la informática se encontraba todavía en pañales y, por tanto, era común que a la gente se le creyese a pies juntillas lo que decía y que se le tomase la palabra.
A Dios gracias, como Garwood no sabía nada de geología, no era capaz de formular preguntas que nos habrían puesto en aprietos.
En las oficinas de la inmobiliaria firmamos el contrato de arriendo, le dimos el dinero y aceptamos las llaves.
Ya teníamos una base de operaciones.
Trasladamos nuestras cosas a la casa de Apple Lane. Aunque la vivienda nos había parecido adecuada apenas un rato antes, la encontré inquietante cuando volvimos a ella en calidad de arrendatarios de pleno derecho. Tuve la sensación de que la casa tenía conciencia de nosotros, que en el interior de sus paredes se agitaba una inteligencia completamente hostil, que las luces eran ojos omnipresentes que nos daban la bienvenida y que en esa bienvenida no había mala voluntad sino un hambre terrible.
Luego volvimos a la ciudad a efectuar algunas pesquisas.
La biblioteca del condado era una imponente estructura de líneas góticas, contigua al edificio de los tribunales. Las paredes de granito estaban oscurecidas, con manchas y alguna que otra grieta tras años de efluvios procedentes de la acería, del polvo de los talleres de reparaciones del ferrocarril y del fétido aliento que exhalaban las minas de carbón. El edificio tenía el techo almenado, las ventanas protegidas por estrechos barrotes, una profunda entrada en forma de boca de cueva y una pesada puerta de madera. Tuve la impresión de que, en realidad, el edificio era una cámara acorazada a la que se había confiado la custodia de algo cuyo valor económico era considerablemente mayor que el de unos simples libros.
En el interior había mesas y sillas de madera de roble de líneas sencillas y sólida construcción donde el público podía leer, aunque no en posición cómoda. Detrás de las mesas se encontraban los estantes, también confeccionados en roble; tenían forma de T, medían unos dos metros y medio de altura y estaban separados por pasillos iluminados por lamparillas de color ámbar que asomaban por debajo de amplias pantallas cónicas de latón esmaltado de azul. Los pasillos eran estrechos, muy largos; lo que, sumado a los ángulos que presentaban, resultaba laberíntico. Por algún motivo, se me ocurrió pensar en las antiguas tumbas de las pirámides egipcias ocultas en las profundidades de la tierra y en el efecto que causaría la llegada del hombre del siglo veinte con la iluminación eléctrica a lugares que hasta ese entonces habían sido alumbrados solamente por lámparas de aceite y velas de sebo.
Recorrimos esos pasillos de paredes de libros y nos bañamos en el olor que emanaba del papel amarillento y de las tapas enmohecidas. Me pareció que en ese lugar se habían reunido el Londres de Dickens y el mundo árabe de Burton y un millar de mundos más de otro millar de escritores para que uno los aspirara y los asimilase casi sin necesidad de leerlos, como si se tratase de plantas que emitiesen nubes de acre polen que, al ser inhalado, fertilizase la mente y la imaginación. Sentí anhelos de coger un volumen de un estante y evadirme en sus páginas, pues incluso los mundos de pesadilla de Lovecraft, Poe o Bram Stoker serían más atractivos que el mundo real en el que teníamos que vivir.
Empero, el motivo principal de nuestra presencia allí era el de leer atentamente el Yontsdown Register, cuyos ejemplares estaban al fondo de la enorme sala principal, después de los estantes de libros. Los últimos números del periódico se encontraban depositados en archivadores de grandes dimensiones y ordenados según la fecha de publicación, mientras que los números más atrasados se conservaban en carretes de microfilmes. Dedicamos un par de horas a ponernos al corriente de los sucesos acaecidos en los siete últimos meses, y así nos enteramos de muchas cosas.
Los cuerpos decapitados del jefe de policía Lisle Kelsko y de su ayudante habían aparecido en el coche patrulla donde Joel Tuck y Luke Bendingo los abandonaron aquella violenta noche de verano. Yo esperaba que la policía atribuyera los asesinatos a personas que estaban de paso, como efectivamente hicieron. Pero, para mi sorpresa y consternación, me enteré de que habían realizado una detención: un joven vagabundo llamado Walter Dembrow, quien al parecer se había suicidado en la celda dos días después de confesar y de ser acusado de dos delitos de homicidio. Se ahorcó. Lo hizo con una cuerda hecha con su propia camisa.
Sentí que las arañas de la culpa me subían por la columna y se instalaban en el corazón para alimentarse de mí.
Rya y yo retiramos al mismo tiempo la vista de la pantalla del lector de microfilmes. Nuestros ojos se encontraron.
Por espacio de un momento, ninguno de los dos fue capaz de hablar, ni se preocupó de hacerlo. Tuvimos miedo de hablar.
—Dios mío —musitó Rya luego, aunque no había nadie cerca que pudiera oírnos.
Me sentí mal. Suerte que estaba sentado, porque, de repente, me encontré débil.
—No se ahorcó —le dije.
—No. Ellos se encargaron de ahorrarle el trabajo.
—Después de Dios sabe qué torturas.
Rya se mordió el labio y no dijo nada.
De los lejanos estantes de libros llegaban los murmullos de la gente. Unos pasos suaves se alejaban en el laberinto que olía a pulpa de papel.
Me vino un escalofrío.
—En cierto modo…, yo maté a Dembrow. Él murió por mí.
—No —replicó Rya, meneando la cabeza.
—Sí. Al matar a Kelsko y al ayudante, le dimos a los duendes una excusa para perseguir a Dembrow…
—Slim, era un vagabundo —me interrumpió con tono cortante, cogiéndome la mano—. ¿Te parece que muchos de los vagabundos que llegan a esta ciudad salen de ella con vida? Estas criaturas se alimentan de nuestra pena y de nuestro sufrimiento. Buscan ávidamente a sus víctimas. Y los vagabundos son las víctimas más fáciles: temporeros, tipos como los beatniks que van en busca de iluminación o yo qué sé y jovencitos que se echan a la carretera para encontrarse a sí mismos. Coge a uno de ellos en la carretera, dale una paliza, tortúralo y mátalo, entierra el cadáver discretamente y nadie nunca sabrá lo que le ocurrió, ni tampoco le importará. Desde el punto de vista de los duendes, eso resulta más seguro que matar a gente de la ciudad y les causa idéntica satisfacción. Por eso, dudo mucho de que alguna vez dejen pasar la oportunidad de atormentar y de asesinar a un vagabundo. Aunque no hubieses matado a Kelsko y a su ayudante, lo más probable habría sido que Dembrow hubiera desaparecido al pasar por Yontsdown; y el fin que habría encontrado habría sido más o menos el mismo. La única diferencia es que a él lo usaron de cabeza de turco, un elemento útil para que los polis pudieran cerrar un caso que les resultó irresoluble. Tú no eres culpable de eso.
—Si no soy yo, ¿quién entonces? —le pregunté. Me sentía un desgraciado.
—Los duendes —me respondió Rya—. Los demonios. Y, por Dios, te juro que les haremos pagar lo que hicieron con Dembrow junto con todo lo demás.
Las palabras y la convicción de Rya lograron que me sintiera algo mejor, aunque no mucho.
Percibí la sequedad de los libros, la cual recordé al oír el sordo ruido crujiente que hacía alguna persona al hojear las quebradizas páginas de un libro en una estantería oculta a mi vista. Sentí que se me marchitaba el corazón cuando pensé en que Walter Dembrow había muerto por mis pecados. Tenía calor y me sentía abrasado. Cuando me aclaré la garganta, ésta emitió un sonido áspero.
Siguiendo con la lectura del periódico, nos enteramos de que Kelsko había sido sustituido por un nuevo jefe de policía cuyo nombre nos resultó sorprendentemente conocido: Orkenwold, Klaus Orkenwold. El era el duende que una vez había visitado la misma casa que nosotros arrendábamos en Apple Lane, donde había vivido su cuñada. La había torturado por puro placer, le había seccionado las extremidades, la había echado a la caldera y, a continuación, había hecho lo mismo con los dos hijos de la mujer.
Yo había visto esos sangrientos crímenes con mi sexto sentido cuando Jim Garwood insistió en llevarnos a aquel sótano que olía a humedad. Luego, cuando nos encontrábamos en el coche, le relaté a Rya las inquietantes visiones que había experimentado. Nos dirigimos una mirada de sorpresa y de aprensión, y pensamos en el significado que podía tener tal coincidencia.
Como he mencionado, sufro de momentos de pesimismo en los cuales se me ocurre que el mundo debe de ser un lugar sin sentido donde se registran acciones y reacciones al azar, donde la vida carece de utilidad, donde todo es vacío, cenizas y crueldad inútil. En esos estados de ánimo, me convierto en el hermano intelectual del pesimista autor del Eclesiastés.
Aquella vez, en la biblioteca de Yonstdown, no fue una de esas ocasiones.
En otras ocasiones, cuando me encuentro en un estado de ánimo más espiritual (en buen estado de ánimo, para ser más exacto), veo figuras extrañas y fascinantes que modelan la existencia del individuo las cuales no acierto a comprender; figuras que son una especie de estimulantes visiones momentáneas de un universo ordenado con esmero en el cual nada absolutamente ocurre al azar. Con mis ojos crepusculares, percibo con vaguedad una fuerza orientadora, un orden del intelecto más elevado que posee determinada utilidad para el individuo, quizás un propósito importante. Siento una especie de destino, aunque la naturaleza exacta y el significado del mismo permanecen en el misterio más profundo para mí.
Esa vez fue una de tales ocasiones.
No se trataba simplemente de que hubiésemos regresado a Yontsdown por elección propia. Estaba escrito que debíamos volver para vérnoslas con Orkenwold o con el régimen a quien él representaba.
Un periodista del Register había escrito una admirable semblanza de Orkenwold, en la cual ponía de manifiesto el coraje de que había hecho gala para sobrellevar varias tragedias personales. Se había casado con Maggie Penfield de Walsh, una viuda que tenía tres hijos, y, después de dos años de matrimonio (que, según opinión general, había sido maravillosamente feliz), había perdido a su mujer y a los niños adoptivos en un rápido incendio que barrió la casa una noche en que él estaba de servicio. El incendio había sido tan intenso que sólo se encontraron los huesos de las víctimas.
Ni Rya ni yo nos molestamos en expresar la opinión de que el incendio no había sido ningún accidente y que, si los cuerpos no hubiesen resultado destruidos por el fuego, un forense honesto habría encontrado señales de brutales lesiones sin relación alguna con las llamas.
Un mes después de dicha tragedia, había ocurrido otra. Tim Penfield, compañero de patrulla y cuñado de Orkenwold, había muerto a consecuencia del disparo de un ladrón que robaba en un depósito; muy poco después, el ladrón fue oportunamente abatido por Klaus.
Ni Rya ni yo mencionamos lo que resultaba obvio: que el cuñado de Klaus Orkenwold no era duende y que, por algún motivo, había comenzado a sospechar de él a raíz del asesinato de Maggie y sus tres hijos. En consecuencia, Orkenwold urdió un plan para matarlo.
El Register citaba lo que Orkenwold había dicho en tal ocasión: «No sé en verdad si podré seguir trabajando en la policía. Él no era tan sólo mi cuñado. Era mi compañero, mi mejor amigo, el mejor amigo que he tenido en mi vida. Lo único que deseo es que hubiera sido yo la persona que recibió el disparo y que murió». Fue una actuación espléndida, si se considera que, con toda seguridad, Orkenwold había disparado sobre su compañero y también sobre algún inocente a quien él inteligentemente le había echado la culpa de manera astuta. El reintegro de Orkenwold a su cargo en la policía (previsiblemente rápido) fue considerado otra señal más de su coraje y sentido de la responsabilidad.
Rya, que estaba encorvada sobre el aparato lector de microfilmes, se encogió de hombros y experimentó un escalofrío.
No tuve que preguntarle la causa del temblor.
Me froté las manos heladas.
Un viento de invierno rugió con voz de león y chilló como lo hacen los gatos contra las ventanas de la biblioteca, altas, estrechas y opacas, pero ese sonido no consiguió que sintiéramos más frío del que ya experimentábamos.
Pensé que no estábamos delante de un periódico común, sino profundamente inmersos en la lectura de El libro de los malditos, en el cual algún escriba nacido en el infierno hubiese registrado con toda meticulosidad las salvajes atrocidades cometidas por los demonios.
Por espacio de dieciséis meses, Klaus Orkenwold había contribuido al mantenimiento económico de Dora Penfield, su cuñada, que había quedado viuda, y de los dos hijos de ésta. Pero entonces fue golpeado por otra tragedia cuando los tres desaparecieron sin dejar rastro alguno.
Sabía lo que les había ocurrido. Había visto (y oído y percibido) el horrible sufrimiento que padecieron en aquel sótano infestado de duendes de la casa de Apple Lane.
Después de casarse con la hermana de Tim Penfield y de torturarla y matarla junto con sus tres hijos, después de matar a Tim Penfield y de echar la culpa a un ladrón, Orkenwold había procedido a eliminar a los últimos parientes que quedaban de la familia Penfield.
Los duendes son los cazadores.
Nosotros somos la presa.
Nos acechan sin cesar en un mundo que, para ellos, es sólo un inmenso coto de caza.
No era preciso que siguiera leyendo, pero lo hice de todos modos. Por motivos que no podía entender ni explicar cabalmente pensé que la lectura de las mentiras que traía el Register me convertiría en testigo silencioso de la verdad sobre la muerte de los Penfield y, en consecuencia, me haría aceptar el sagrado deber de exigir el merecido castigo en su nombre.
A raíz de la desaparición de Dora y de sus hijos, habían abierto una investigación que se prolongó por espacio de dos meses. Al final, se llegó a la (injusta) conclusión de que el culpable había sido Winston Yarbridge, un capataz de minas, soltero, que vivía solo en una casa distante un kilómetro de la de Apple Lane, donde había vivido Dora. Yarbridge insistió a voces que él era inocente, a lo cual parecía dar crédito su fama de persona tranquila y practicante. Sin embargo, en última instancia, el pobre hombre fue condenado por el tremendo peso de las pruebas obtenidas en su contra, las cuales daban a entender que víctima de un ataque de psicopatía sexual, había penetrado en la vivienda de los Penfield y, tras violar a la mujer y a ambos niños y de cortarlos en trozos, con total sangre fría se había deshecho de los restos en una caldera súper calentada con carbón empapado en petróleo. En la casa de Winston Yarbridge se habían descubierto prendas interiores manchadas de sangre pertenecientes a los niños y a la señora Penfield, escondidas en una tubería de vapor situada en el fondo de un armario. Como podría esperarse de un homicida maníaco, se descubrió que había seccionado varios dedos de las víctimas y que conservaba esos horrorosos trofeos en pequeños frascos con alcohol, cada uno de los cuales llevaba una etiqueta con el nombre de la víctima. Asimismo habían encontrado las armas empleadas en el asesinato, amén de una colección de revistas pornográficas de esas que gustan a los entusiastas del masoquismo y el sadismo. Yarbridge manifestó que esos elementos habían sido colocados a escondidas en su casa, tal como, por supuesto, había ocurrido. Cuando se descubrieron dos huellas digitales suyas en la caldera que había en la casa de los Penfield, dijo que la policía debía mentir acerca del lugar donde había tomado esas huellas; lo cual, por supuesto, también había sido así. La policía afirmó que disponía de sólidos argumentos y que (en aquellos días en que la pena capital se aplicaba con frecuencia) el infame Yarbridge moriría con seguridad en la silla eléctrica, tal como, por supuesto, ocurrió.
El mismo Orkenwold había colaborado en el esclarecimiento del infame asunto de Yarbridge y, según el Register, con posterioridad a ello había realizado una deslumbrante carrera de policía defensor de la ley, consistente en un número nunca visto de detenciones y condenas. La idea general era que Orkenwold se merecía sobradamente el ascenso a la jerarquía suprema de la jefatura. Su idoneidad para el cargo fue más que confirmada por la celeridad con la que llevó ante la justicia a Walter Dembrow, el vagabundo que había asesinado a su predecesor.
Aunque yo había matado al comisario Lisle Kelsko, dicho acto no consiguió dar respiro alguno al sufrido pueblo de Yontsdown. En efecto, la monstruosa maquinaria política del poder que detentaban los duendes había trabajado a la perfección y, gracias a ella, otro maestro de la tortura había ascendido para sustituir al jefe caído.
Rya apartó un momento la vista del microfilme y se quedó mirando una de las altas ventanas de la biblioteca. Pude ver la preocupación reflejada en su rostro, iluminado más por el resplandor procedente del aparato de microfilmes que por la pálida luz, débil como los rayos de la Luna, que a duras penas lograba penetrar a través del vidrio cubierto de escarcha.
—Uno pensaría —dijo al cabo de un rato— que, en alguna parte, alguien tendría que comenzar a sospechar que la mano de Orkenwold debía de estar detrás de todas esas tragedias que ocurrieron en torno a él.
—Quizás —le respondí—. En una ciudad como las demás, quizás otro poli o un periodista o alguna persona importante decidiría seguirle la pista. Pero aquí, son los de su especie los que mandan. Ellos mismos son la policía. Ellos gobiernan la justicia, el Ayuntamiento. Muy posiblemente, también son dueños del periódico. Llevan bien amarrada toda institución que pueda servir de vehículo para obtener la verdad; de modo que la verdad queda oculta para siempre.
Continuamos las averiguaciones en los microfilmes y también en los ejemplares del Register depositados en las estanterías de la biblioteca. Así, entre otras cosas, nos enteramos de que el hermano de Klaus Orkenwold poseía la tercera parte de la Compañía Minera Rayo. Los otros socios (cada uno de los cuales detentaba una tercera parte) eran un hombre llamado Anson Corday, que también era el dueño y director del único periódico de la ciudad, y el alcalde Albert Spectorsky, el político de cara rojiza al que conocí el verano anterior cuando acudí a la ciudad con Gelatina Jordan a hacer los trámites que le correspondían en calidad de representante de la feria. Resultaba patente la red de poder que habían tejido los duendes y, como yo había sospechado, parecía que el centro de esa red se encontraba en la Compañía Minera Rayo.
Cuando finalmente concluimos las pesquisas en la biblioteca, decidimos arriesgarnos a efectuar una visita al registro notarial que estaba en el sótano del edificio de los juzgados. El lugar estaba atestado de duendes, aunque los empleados que no detentaban cargos de jerarquía eran seres humanos corrientes. Allí inspeccionamos los grandes libros de transacciones inmobiliarias y, más para satisfacer la curiosidad que por otros motivos, confirmamos lo que habíamos sospechado: la casa de Apple Lane, en la que habían muerto los Penfield y en la que nosotros nos ocultábamos entonces, pertenecía a Klaus Orkenwold, el nuevo jefe de policía de Yontsdown. Él había heredado la propiedad de Dora Penfield… después de matarla a ella y a sus hijos.
Nuestro arrendador, en cuya casa íbamos a tramar la revolución contra la especie de los demonios, era uno de ellos.
Otra vez vislumbramos la presencia de una idea misteriosa, como si existiese eso que se llama destino y como si, en consecuencia, nuestro destino ineludible comprendiese una relación profunda —y quizá mortífera— con Yontsdown y con la élite de duendes que dirigía la ciudad.
Cenamos temprano en la ciudad, compramos algunos comestibles y nos dirigimos a Apple Lane poco antes de que cayera la noche. Rya condujo.
Durante la cena habíamos considerado la conveniencia de buscar otra residencia que no fuera propiedad de un duende, pero decidimos que llamaríamos más la atención sobre nosotros si abandonábamos la casa después de pagar el alquiler por anticipado que si permanecíamos en ella. Vivir en un lugar tan contaminado exigiría que obrásemos con más diligencia y precaución, pero entendimos que allí estaríamos seguros; al menos, tan seguros como podríamos estarlo en cualquier otra parte de esa ciudad.
Todavía recuerdo la intranquilidad que se había apoderado de mí en la reciente visita a la casa, pero atribuí las náuseas que sentí al desgaste nervioso y al cansancio provocado por la adrenalina. Aunque el lugar me intranquilizaba, no tuve premoniciones de que el vivir allí fuese a representar peligro para nosotros.
Nos encontrábamos en la calle East Duncannon, a unos tres kilómetros del cruce que conducía a Apple Lane, cuando pasamos por un semáforo verde y vimos a nuestra derecha un coche patrulla de la policía de Yontsdown que estaba detenido por el semáforo rojo. Una lámpara de gas de mercurio del alumbrado público emitía rayos de un tenue color púrpura que nos llegaban a través del sucio parabrisas del vehículo. Esta luz bastaba para ver que el poli que estaba al volante era un duende. Debajo del disfraz de ser humano pude ver vagamente el odioso rostro demoníaco del monstruo.
Sin embargo, merced a mi visión especial, vi algo más, que me dejó durante un momento sin respiración. Rya había recorrido cerca de media manzana antes de que yo pudiera hablar.
—¡Para!
—¿Qué?
—Rápido. Acércate al bordillo. Para el coche y apaga las luces.
—¿Qué pasa? —me preguntó, después de haber hecho lo que le ordené.
Tuve la impresión de que a mí corazón le habían salido alas, que las había desplegado y que éstas se agitaban frenéticamente dentro de mi pecho.
—Ese poli que está en el cruce —le dije.
—Ya lo he visto —me señaló Rya—. Es un duende.
Giré el espejo retrovisor y vi que el semáforo no había cambiado todavía y que el coche patrulla seguía esperando en la esquina.
—Tenemos que detenerlo.
—¿Al poli?
—Sí.
—Pero… ¿para que no haga qué?
—Hay que impedir que mate —le expliqué—. Va a matar a alguien.
—Todos ellos van a matar a alguien. Eso es lo que hacen.
—No. Quiero decir… esta noche. Él va a matar a alguien esta noche.
—¿Estás seguro?
—Pronto. Muy pronto.
—¿A quién?
—No sé. No me parece que él lo sepa todavía. Pero dentro de no mucho, dentro de una hora, encontrará… una oportunidad y la aprovechará.
A nuestras espaldas, el semáforo se tornó amarillo y luego rojo. Al mismo tiempo se puso verde en el otro sentido, con lo que el coche de la policía dobló la esquina y se dirigió hacia nosotros.
—Síguelo —le indiqué a Rya—. Pero, por el amor de Dios, no demasiado cerca. No debe darse cuenta de que lo observan.
—Slim, vinimos aquí por una misión más importante que la de salvar una sola vida. No podemos arriesgarlo todo simplemente porque…
—Tenemos que hacerlo. Si dejamos que siga, sabiendo que va a matar a una persona inocente esta noche…
El coche patrulla pasó a nuestro lado en dirección a Duncannon.
Rya se negó a seguir al coche y me dijo:
—Oye, impedir un asesinato es igual que tratar de tapar un agujero enorme en una presa con un pedazo de chicle. Es mejor que nos quedemos quietos y hagamos la investigación que tenemos que hacer para descubrir cómo podemos golpear a toda la madriguera de duendes que hay aquí…
—Kitty Genovese —exclamé. Rya me miró fijamente—. Acuérdate de Kitty Genovese —le repetí.
Rya pestañeó, se agitó a causa de escalofrío y suspiró. Puso el coche en marcha y de mala gana siguió al poli.