Solté una palabrota en voz alta porque, si bien superaba el límite de velocidad en apenas tres o cinco kilómetros por hora, estaba seguro de que incluso una infracción menor bastaría para provocar la ira oficial de esa ciudad gobernada por los demonios. Miré con preocupación por el espejo retrovisor. En el techo del vehículo de color blanco y negro, los focos rojos comenzaron a parpadear, como si fuera el palpitar de una luz sangrienta que ondulaba por el paisaje nevado de un blanco como el de los tanatorios. El duende se disponía a perseguirnos, hecho que no era nada prometedor, sobre todo en el mismo comienzo de nuestra misión clandestina.
—¡Diablos! —exclamó Rya, girándose para mirar por la ventanilla trasera.
Pero antes de que el coche patrulla pudiera entrar en la carretera, otro coche, un Buick amarillo salpicado de barro, dobló la curva a mayor velocidad de la que yo iba, y la atención del duende policía se dirigió entonces a ese infractor más flagrante. Seguimos el camino sin ser molestados, ya que el poli detuvo al Buick.
Una súbita ráfaga de viento levantó del suelo millones de hebras de nieve, que en un instante tejieron una cortina de color gris plata que cayó sobre la carretera detrás de nosotros, con lo cual el Buick, el desgraciado conductor y el duende policía quedaron ocultos a mi vista.
—Por poco —dije.
Rya no comentó nada. Ante nosotros, a una altura ligeramente inferior, se extendía Yontsdown. Rya miró hacia adelante de nuevo y se mordió el labio inferior mientras estudiaba la ciudad hacia la cual descendíamos.
El verano anterior, Yontsdown me había parecido una ciudad de aspecto triste y medieval. Ahora, en las gélidas garras del invierno, era todavía menos atractiva que aquel día de agosto en que la vi por vez primera. En la lóbrega distancia, el humo y los vapores vomitivos que ascendían de las chimeneas de la mugrienta acería me resultaban, aún más que antes, oscuros y cargados de sustancias contaminantes, como si fueran las columnas de humo y fuego que arroja un volcán en actividad. Aunque algunos centenares de metros más arriba el vapor gris se disipaba y era desgarrado en jirones por el viento del invierno el humo sulfuroso se extendía entre las cimas de las montañas. La combinación de nubes grisáceas y humos amarillo acre imprimía al cielo un aspecto amoratado, como si estuviera a punto de llover. Si el mismo cielo parecía así, la ciudad que quedaba debajo estaba golpeada, lacerada, herida de muerte. Daba la impresión de que no se trataba sólo de una colectividad agonizante, sino que era precisamente la colectividad de los agonizantes, un cementerio del tamaño de una ciudad. En la ocasión anterior, las hileras de casas (muchas de las cuales tenían aspecto lastimoso, y todas ellas cubiertas de una película de polvo gris) y los edificios más importantes, hechos de granito y de ladrillo, me habían hecho pensar en estructuras medievales. Todavía poseían esa calidad anacrónica, aunque en la presente ocasión, por algún motivo, también me parecieron una serie de hileras de lápidas de un cementerio de gigantes, a causa de los techos cubiertos de nieve en los que se apreciaban partes cubiertas de hollín, sucios carámbanos que pendían de los aleros y la escarcha amarillenta que jaspeaba numerosas ventanas, como si ésas fueran los ojos de una persona atacada de ictericia. En la distancia, los vagones que había en la estación de ferrocarril parecían enormes ataúdes.
Sentí como si estuviera flotando en emanaciones psíquicas y todas las corrientes que circulaban en aquella laguna estigia fueran oscuras, frías y espantosas.
Cruzamos el puente de cuya superficie congelada emergían inmensos bloques dentados de hielo en desordenada profusión debajo de la calzada metálica y al otro lado de las pesadas barandas de hierro. En esta oportunidad, las ruedas del coche no cantaron como había ocurrido la vez anterior, sino que emitieron algo parecido a un estridente chillido monocorde.
Al llegar al extremo del puente, giré la furgoneta bruscamente hacia la curva y la detuve.
—¿Qué haces? —me preguntó Rya, mirando al sórdido bar restaurante delante del cual había estacionado el vehículo. Se trataba de un edificio construido con bloques de cemento y pintado de un verde del color de la bilis. El descolorido esmalte rojo de la puerta estaba descascarillado y las ventanas, aunque estaban libres de escarcha, presentaban gruesos chorretes de grasa y mugre—. ¿Qué quieres hacer aquí? —repitió.
—Nada —le respondí—. Sólo…, sólo quiero que cambiemos de asiento. Las emanaciones… me rodean por todas partes…, salen de todos lados… Mire donde mire, veo… sombras extrañas y terribles que no son reales, sombras de muerte y de destrucción que se avecinan… Me parece que no es conveniente que siga al volante en este momento.
—La ciudad no te afectó así la otra vez.
—Sí, me afectó. La primera vez que vine con Luke y con Gelatina. Aunque no tanto. Me acostumbraré de nuevo, también, dentro de un rato. Pero ahora mismo… me siento… como si me hubieran molido a palos.
Rya se deslizó hacia el asiento del volante. Bajé del vehículo y con paso vacilante di la vuelta. El aire estaba terriblemente frío. Olía a petróleo, a polvo de carbón, a vapores de gasolina, a la carne frita de la cocina del restaurante cercano y…, podría haberlo jurado…, a azufre. Me senté en el asiento del acompañante y cerré la puerta de un golpe. Rya arrancó y se dirigió con marcha suave hacia la carretera.
—¿Adonde vamos? —me preguntó.
—Vamos a las afueras.
—¿Para qué?
—A ver si encontramos un motel tranquilo.
No podía explicar el espectacular agravamiento de los efectos que la ciudad surtía en mí, aunque tenía alguna idea que otra. Quizá, por motivos que desconozco, mis poderes psíquicos se habían robustecido, a la vez que aumentaba la sensibilidad de mis percepciones paranormales. Quizá la carga de pena y de terror de la ciudad había experimentado un aumento inconmensurable desde mi última visita. Quizás ocurría que yo tenía más miedo de lo que me había dado cuenta de volver a ese lugar demoníaco, en cuyo caso mis nervios se habían refinado y, por tanto, se habían tornado extraordinariamente receptivos a la siniestra energía y las imágenes amorfas aunque espantosas que emanaban de los edificios, los coches, la gente y los objetos de las más variadas especies. Podría ser también que, por medio de la visión especial que me brindaban mis ojos crepusculares, hubiera sentido que Rya o yo, o quizás ambos, moriríamos allí a manos de los duendes. No obstante todo ello, si tal mensaje clarividente trataba de llegar a mí, resultaba evidente que, por el estado emotivo en que me encontraba, era incapaz de leerlo y de aceptarlo. De todos modos, podía imaginarlo, pero no me sentía capaz de ver los detalles reales de ese destino tan horripilante y sin sentido.
Nos acercamos a la escuela, un edificio de ladrillos de dos pisos de altura donde habían muerto quemados siete niños en el incendio causado por el estallido de la caldera de calefacción. El ala que había resultado carbonizada por las llamas había sido reconstruida desde el verano pasado y el techo de pizarra estaba reparado. La escuela había recuperado su actividad habitual y se veían niños en algunas ventanas.
Igual que antes, de las paredes de la estructura surgió una enorme y pavorosa ola de impresiones clarividentes que se precipitó sobre mí con tremenda fuerza, una sustancia oculta pero mortífera de todos modos, que me pareció tan real como uno de esos maremotos asesinos. Allí, en esa escuela, era posible medir el sufrimiento, la angustia y el terror de los seres humanos, con la misma medida empleada para sondear los fondos de los mares: en decenas, centenas y hasta millares de metros. Una espuma delgada y fría precedió a la ola asesina: imágenes augúrales inconexas que salpicaron la superficie de mi mente. Vi paredes y techos incendiados… ventanas que estallaban y se deshacían en diez mil mortíferos trozos…, lenguas de fuego que recorrían las aulas montadas en veloces corrientes de aire…, niños aterrorizados con la ropa encendida… una maestra que gritaba con los cabellos en llamas…, el cadáver ennegrecido y despellejado de otra maestra desplomado en un rincón, la grasa de cuyo cuerpo chisporroteaba y burbujeaba como si se tratara de un trozo de panceta que se cuece en la parrilla…
La última vez que vi la escuela había recibido visiones tanto del incendio anterior como de otro incendio, el peor, que estaba por acaecer. Pero esta vez sólo vi el incendio futuro, quizá porque el fuego que se avecinaba distaba menos en el tiempo que el que ya había hecho su obra. Cayó sobre mí una lluvia de imágenes sensoriales muchísimo más horripilantes y más vividas de las que había visto hasta ese momento, como si cada una de ellas fuera una gota no de agua sino de ácido sulfúrico que trabajosamente me recorría la memoria y el alma abrasándolo todo al pasar: la agonía mortal de los niños, la carne llena de ampollas y de burbujas que se quemaba igual que el sebo, las calaveras sonrientes que aparecían a través de los tejidos que antes las habían ocultado y que ahora, humeantes, al fundirse, revelaban su presencia, las cuencas de los ojos ennegrecidas y vaciadas por las voraces llamas.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Rya preocupada. Me di cuenta entonces de que estaba jadeando y con escalofríos—. ¿Slim?
Rya había soltado el acelerador y la furgoneta aminoraba la marcha.
—Sigue —le dije, y entonces solté un grito como si el dolor de los niños muertos, en pequeña medida, también se hubiese convertido en mi propio dolor.
—Estás sufriendo —replicó.
—Tengo visiones.
—¿De qué?
—Por el amor de Dios…, sigue… conduciendo.
—Pero…
—¡Pasa de largo! ¡Aléjate de la escuela!
Para expeler esas palabras, tuve que asomarme con gran esfuerzo a la superficie de la mezcla acida formada por las emanaciones psíquicas. Fue tan difícil como atravesar una nube verdadera de humos densos y sofocantes. Caí de nuevo en ese oscuro reino interior de vistas nigrománticas que no deseaba ver, donde el trágico e indeciblemente espantoso futuro de la escuela primaria de Yontsdown no cesaba de oprimirme con sus terribles detalles empapados en sangre.
Cerré los ojos porque cuando miraba a la escuela era como si pidiera que se liberasen las imágenes de la destrucción venidera que estaban encerradas en las paredes del edificio, un depósito infinito de imágenes ocultas semejante a una enorme carga de energía que se encontrase en el punto crítico de su transformación cinética. Sin embargo, al cerrar los ojos apenas logré reducir el número de visiones y la potencia de éstas no varió en lo más mínimo. La ola principal de radiaciones psíquicas se alzó delante de mí y comenzó a desplomarse con gran estrépito. Yo estaba en la costa hacia donde se dirigía ese tsunami. Cuando se retirase después de abatirse sobre ella, la línea costera habría quedado desfigurada y absolutamente irreconocible para siempre. Tenía un miedo terrible de que pudiese afectarme de gravedad la inmersión en esas visiones de pesadilla, tanto en lo emotivo como en lo psíquico; temí incluso enloquecer. Por ello, decidí defenderme de la misma manera que lo había hecho el verano anterior. Cerré las manos en forma de puño, hice rechinar los dientes, agaché la cabeza y, con un esfuerzo de voluntad monumental, alejé la mente de esas escenas de muerte ardiente y me concentré en los buenos recuerdos de Rya: el amor que vi en sus ojos claros y directos, las encantadoras líneas de su rostro, la perfección de su cuerpo, los momentos de amor físico que habíamos pasado juntos, el dulce placer que me producía el simple hecho de cogerle la mano, de estar sentado con ella mirando la televisión durante una larga noche juntos.
La enorme ola se precipitó sobre mí, cada vez más cerca, más cerca…
Me aferré a los recuerdos de Rya.
La ola golpeó…
¡Joder!
… con un tremendo impacto.
Dejé escapar un grito.
—¡Slim! —una voz lejana me llamaba con urgencia.
Me encontraba sujeto contra el asiento. Sentí que era atacado, golpeado a martillazos.
—¡¡Slim!!
Rya…, Rya…, mi única salvación.
Estaba en medio del fuego, con los niños moribundos, abrumado por visiones de rostros quemados y devorados por las llamas, miembros consumidos y ennegrecidos, un millar de ojos aterrados que reflejaban las llamas vacilantes y retorcidas… Humo, un humo enceguecedor que ascendía a través del suelo caliente y crujiente… Olí el cabello que ardía y la carne de los niños que se asaba. Esquivé techos que se desplomaban y otros restos… Oí los quejidos lastimeros y los gritos, tan numerosos y sonoros que su mezcla formaba una horripilante música que me congeló hasta el tuétano a pesar del fuego que me rodeaba… Aquellas pobres almas condenadas que se tropezaban conmigo, maestras y niños desesperados que buscaban la salida, pero que al llegar encontraban las puertas inexplicablemente cerradas y trabadas. Y entonces de repente, Dios santo, todos los niños que tenía a la vista —había docenas de ellos— se incendiaban. Yo corría hasta el que estaba más cerca y procuraba sofocarle las llamas con mi cuerpo, pero entonces me daba cuenta de que yo era como un fantasma en ese lugar: el fuego no me afectaba y tampoco podía cambiar lo que ocurría. Mis manos fantasmagóricas pasaron de un lado a otro del chico cubierto de llamas, atravesaron también a la pequeña cría hacia la que me volví luego y, a medida que aumentaban los gritos de dolor y de terror de la niña, yo también me puse a gritar, bramé y grité a voz en cuello de rabia y de frustración, me puse a llorar y a decir palabrotas y, finalmente, caí fuera de las llamas, hacia la oscuridad, el silencio, la profundidad, la quietud… como sí estuviera dentro de un sudario de mármol.
Ascendí.
Ascendí lentamente.
Hacia la luz.
Formas misteriosas.
Formas grises, desdibujadas.
Entonces todo se aclaró.
Yacía en el asiento de la furgoneta, mojado y helado de sudor. El vehículo se había detenido, estaba estacionado.
Rya estaba inclinada sobre mí y tenía una mano fría sobre mi frente. En sus ojos luminosos pude ver las emociones que iban y venían rápidamente como peces amaestrados: el miedo, la curiosidad, la comprensión, la compasión, el amor.
Cuando me enderecé un poco ella se echó hacia atrás. Me sentía débil y todavía algo desorientado.
Estábamos en la zona de estacionamiento de un supermercado de la cadena Acme. Las filas de coches, vestidas con el sucio barro del invierno, estaban separadas por bajos montículos de nieve que presentaban estrías de hollín. La nieve que había sido amontonada allí por las cuadrillas de mantenimiento durante la última tormenta. Unos pocos clientes pasaban corriendo por el pavimento del lugar, con el cabello las bufandas y los cuellos de los abrigos agitados por un viento cuya intensidad había aumentado durante el tiempo que estuve desmayado. Algunos empujaban carros de la compra que les servían no sólo para transportar los comestibles, sino también para tener donde apoyarse cuando resbalaban en el traicionero hielo que cubría el pavimento.
—Cuéntame lo que ha pasado —me pidió Rya.
Tenía la boca seca. Conservaba aún el gusto amargo de las cenizas del desastre presagiado, que todavía no se había cumplido. Sentía gruesa la lengua, aún pegada al paladar, pero de todos modos, pronunciando lentamente las palabras y con una voz achatada por el inmenso peso del cansancio, le informé acerca del holocausto que un día acabaría con la vida de un atroz número de escolares de Yontsdown.
Rya estaba pálida de preocupación por lo que me ocurría; y, a medida que yo hablaba, su palidez fue en aumento. Cuando concluí el relato, se la veía más blanca que la nieve contaminada que cubría la ciudad de Yontsdown; alrededor de sus ojos habían aparecido manchas oscuras. El intenso horror que había experimentado me hizo recordar que ella también sufrió en persona las torturas que los duendes infligían a los niños en aquellos días en que se había aferrado a una precaria existencia en un orfanato dirigido por ellos.
—¿Qué podemos hacer? —me preguntó.
—No lo sé.
—¿No podemos impedir que ocurra?
—No lo creo. La energía mortal que emana de ese edificio es tan fuerte… Me abruma. El incendio parece inevitable. No creo que podamos hacer nada para impedirlo.
—Podemos intentarlo —me dijo con voz ardiente. Asentí sin entusiasmo—. Es más: debemos intentarlo —insistió.
—Sí, de acuerdo. Pero primero… un motel, algún lugar donde podamos meternos, cerrar la puerta y no tener que soportar la vista de esta odiosa ciudad durante un buen rato.
Rya encontró un lugar conveniente a unos tres kilómetros del supermercado, en la esquina de un cruce de calles con poco tránsito. Se llamaba Traveler’s Rest Motel. Estacionó el vehículo delante de la recepción. Se trataba de una construcción en forma de U y de una sola planta. Tenía unas veinte habitaciones y una zona de estacionamiento en el medio. La penumbra del atardecer era tan oscura que ya habían encendido el letrero de neón de colores naranja y verde. Las tres últimas letras de la palabra «Motel» estaban apagadas y le faltaba la nariz al perfil de una cara que bostezaba, parecida a las de los dibujos animados. El aspecto del Traveler’s Rest era menos lastimoso que el que predominaba en Yontsdown. Pero no habíamos acudido allí en busca de barrios elegantes y de lujo. Queríamos tan sólo anonimato, que era nuestra necesidad primaria y aún más importante que encontrar un lugar caldeado y limpio. El Traveler’s Rest daba la impresión de brindarnos precisamente lo que buscábamos.
Me costó bajarme del coche. Aún me encontraba agotado a causa de la durísima prueba que acababa de soportar por el simple hecho de pasar delante de la escuela primaria. Me sentía abrasado y débil cada vez más débil, por efecto del calor emanado de las llamas que había previsto. El viento ártico me pareció más frío de lo que realmente era. Ofrecía un agudo contraste con el recuerdo del incendio, cuyas llamas vacilantes y silbantes sentía aún dentro de mí y me levantaban ampollas en el corazón y en el alma. Me incliné hacia la puerta abierta y aspiré con fuerza unas bocanadas del refrescante y húmedo aire de marzo que, en contra de lo esperado, no sirvieron de nada. Cerré la puerta de un golpe y me caí hacia atrás, jadeante y tambaleándome. Recuperé el equilibrio y me recliné contra el vehículo, mareado, con una extraña neblina que rezumaba de los bordes de mi visión.
Rya se acercó a ayudarme.
—¿Tienes más imágenes psíquicas?
—No. Solamente… son las consecuencias de las que te he contado.
—¿Consecuencias? Nunca te había visto así antes.
—Nunca me había sentido así —le expliqué.
—¿Tan malas eran?
—Malísimas. Me siento… aplastado…, como si hubiera dejado una parte de mí en la escuela incendiada.
Rya me rodeó con un brazo para que me apoyara en ella y deslizó la otra mano bajo mi brazo. Como de costumbre, percibí la inmensa fuerza que tenía.
Me sentí tonto, melodramático; pero el agotamiento que me llegaba hasta la médula y las piernas que tenía hechas harapos eran reales.
Para no acabar destruido, tanto emotiva como psicológicamente, pieza a pieza, tendría que haberme alejado de la escuela, tomar otros itinerarios en los que no estuvieran al alcance de mi vista esas paredes de ladrillo. En este caso, como en ningún otro, las visiones clarividentes resultaron más fuertes que mi capacidad de soportar el dolor que percibía en los demás. Si alguna vez fuese necesario entrar en dicho edificio para impedir la tragedia futura que había vislumbrado, Rya tendría que hacerlo sola.
Esa posibilidad no merecía ser considerada.
Paso a paso, mientras ella me ayudaba a recorrer la distancia que mediaba entre el vehículo y la recepción del motel, mis piernas recuperaron la firmeza. La fuerza retornó a mí lentamente.
El letrero de neón, que pendía de pernos metálicos colocados entre dos barras, chirriaba al ser agitado por el viento polar. En un breve momento de relativo silencio que se registró en la calle, pude oír las ramas sin hojas de los arbustos cubiertas de hielo que se golpeaban las unas contra las otras y rozaban las paredes del edificio.
Cuando faltaban pocos metros para la puerta de la recepción, cuando casi me encontraba en condiciones de continuar por mis propias fuerzas, oímos a nuestras espaldas un rugido como el de un dragón que procedía de la calle. En la esquina más próxima, vimos que giraba un camión grande y potente, cuya cabina de la marca Peterbilt, de color marrón barro, arrastraba un largo remolque descubierto lleno de montones de carbón. Ambos lo seguimos con la vista. Aunque Rya evidentemente observó algo extraño en el vehículo, yo fijé de forma instantánea la vista en el nombre y en la insignia de la compañía, ambos pintados en la puerta: un círculo de color blanco que rodeaba un rayo negro sobre un fondo también negro y las palabras «Compañía Minera Rayo».
Con mis ojos crepusculares percibí emanaciones de naturaleza extraña e inquietante: no eran ni tan específicas ni tan horrorosas como las macabras imágenes clarividentes de muerte que habían emanado del edificio de la escuela primaria, pero, a pesar de la falta de especificidad y de efectos explosivos, tenían un preocupante poder propio. Me provocaron tales escalofríos que sentí como si en la sangre se me hubiesen formado espículas de hielo delgadas como una aguja que estaban adheridas a las arterias y las venas. La insignia y el nombre de esa compañía minera irradiaban un frío psíquico y profético, infinitamente peor que el gélido aire invernal de marzo.
Percibí que allí radicaba una clave que permitiría desentrañar el misterio de la madriguera de duendes que se había establecido en Yontsdown.
—¿Slim? —me llamó Rya.
—Espera…
—¿Qué pasa?
—No sé.
—Estás temblando.
—Hay algo…, hay algo…
Vi que el camión brillaba y se volvía traslúcido, casi transparente. A través de él pude ver un extraño y vasto vacío, oscuro y terrible. Veía a la perfección el camión, pero al mismo tiempo me pareció que, a través de ese vehículo, miraba directamente a una oscuridad infinita, más intensa que la noche y más vacía que los parajes sin aire en las lejanas estrellas del espacio.
Sentí más frío.
Desde el incendio de la escuela hasta el brusco frío ártico que provenía del camión, Yontsdown me daba una bienvenida equivalente a la que suelen dar las bandas de música, aunque esa banda tocaba únicamente una música tenebrosa, decadente e inquietante.
Pese a que no podía entender por qué me afectaba de forma tan poderosa la Compañía Minera Rayo, me embargó un horror enormemente rico y puro. Quedé inmovilizado. Apenas podía respirar. La misma parálisis total del cuerpo que provocan aquellas dosis de curare que no son mortales.
Dos duendes, disfrazados de hombres, conducían el vehículo. Uno de ellos notó mi presencia y se volvió para mirarme, como si hubiera percibido algo extraño en el modo intenso con que yo lo estudiaba a él y al camión. Cuando el vehículo pasó delante del motel, ese mismo duende se giró de nuevo y posó en mí sus odiosos ojos de color carmesí. Al llegar al final de la manzana, el inmenso remolque de carbón atravesó el cruce cuando cambió la luz; y después comenzó a aminorar la marcha y se acercó al costado de la acera.
Me sacudí para quitarme el miedo paralizante que me agarrotaba el cuerpo.
—Rápido. Vamonos de aquí —le dije a Rya.
—¿Por qué?
—Son ellos —le contesté, indicándole el camión, que ahora se encontraba estacionado en el bordillo de la acera a una manzana y media de distancia—. No corras…, que no vean que nos hemos dado cuenta de que nos han calado, pero… ¡date prisa!
Sin más preguntas, Rya volvió a la furgoneta conmigo y se deslizó detrás del volante, mientras yo me ubicaba en el asiento del acompañante.
En esos momentos, el camión ejecutaba una complicada vuelta en U, pese a que estaban prohibidas las maniobras de esa clase, pues impedían el tránsito en ambos sentidos.
—¡Diablos, van a dar la vuelta para mirarnos más de cerca! —exclamé.
Rya encendió el motor, pisó el embrague y con una rápida marcha atrás salió del lugar de estacionamiento.
—Mientras estemos al alcance de su vista, no vayas demasiado rápido —le recomendé y procuré no demostrar todo el miedo que sentía—. Si es posible, vamos a tratar de no mirar mientras nos alejamos.
Rya rodeó el motel Traveler’s Rest en dirección a la salida que daba a la calle lateral.
Al pasar la esquina, vi que el camión de carbón había completado la vuelta en U, y lo perdimos de vista.
En el instante en que dejé de ver al camión, se desvaneció ese frío terrible y especial que había sentido hasta entonces y también dejó de preocuparme la impresión de vacío infinito.
Pero ¿qué querría decir? ¿Qué era esa oscuridad informe y perfecta que había visto cuando miré el camión?
En el nombre de Dios, ¿qué andarían haciendo los demonios en la Compañía Minera Rayo?
—De acuerdo —le indiqué a Rya con voz temblorosa—. Da un montón de vueltas, una esquina tras otra. Así no podrán vernos de nuevo. No es probable que hayan podido ver bien el coche, y estoy seguro de que no han apuntado el número de la matrícula.
Rya hizo lo que le indiqué. Tomó un trayecto al azar por los barrios que quedaban en los alrededores al noreste de la ciudad, doblando de tanto en tanto y dirigiendo frecuentes miradas al espejo retrovisor.
—Slim, ¿no crees que… se habrán dado cuenta de que tú podías verlos debajo de su disfraz humano?
—No. Ellos simplemente… Bueno, no sé… Pienso que lo que ha pasado ha sido nada más que han visto que yo los miraba muy fijo y… que estaba muy asustado. Entonces han sospechado y han querido verme más de cerca. Los duendes son desconfiados por naturaleza. Desconfiados y paranoicos.
Esperaba que eso fuera verdad. Nunca había encontrado a un duende que pudiera reconocer mis poderes psíquicos. Si alguno de ellos tenía la capacidad de detectar a quienes éramos capaces de reconocerlos, eso significaba que nos meteríamos en un problema más grave de lo que nunca me había imaginado, pues entonces perderíamos la única ventaja secreta que poseíamos.
—¿Qué has visto esta vez? —me preguntó.
Le informé acerca del vacío, la imagen de un inmenso y oscuro vacío que había surgido en mi mente cuando miré el camión.
—Slim, ¿qué quiere decir?
Estaba muy preocupado y cansado y tardé un minuto en responderle. Me di tiempo para pensar, aunque ello no fue de gran ayuda. Por fin, dejé escapar un suspiro y le expliqué:
—No sé. Las emanaciones que salían del camión… no me dejaron hecho polvo, pero, a su manera, eran aún más horribles que el incendio futuro que percibí en la escuela. Pero no estoy seguro de qué querían decir, qué era exactamente lo que vi. Excepto que, por algún motivo…, a través de la Compañía Minera Rayo me parece que podremos saber por qué hay tantos duendes concentrados en esta maldita ciudad.
—¿Aquí está el centro de todo?
—Sí —asentí con la cabeza.
Por supuesto, no estaba en condiciones de comenzar una investigación sobre la Compañía Minera Rayo hasta el día siguiente por la mañana. Me sentí casi tan gris como el cielo invernal y no más sólido que las barbas de niebla que pendían de los ominosos rostros —guerreros y monstruos— que un ojo imaginativo podría haber discernido en las nubes de la tormenta. Necesitaba tiempo para descansar, para recuperar fuerzas y para aprender a desconectar mi mente de la sintonía de al menos algunas de las continuas imágenes clarividentes de fondo que crepitaban y centelleaban en los edificios, las calles y la gente de Yontsdown.
Veinte minutos después, el día dejó paso a la oscuridad. Podría haberse pensado que la noche ocultaría con una capa la maldad de esa espantosa y fétida ciudad y traería una pequeña medida de respetabilidad, pero no ocurrió así. En Yontsdown, la noche no era un maquillaje para poder salir a escena, como sucede en los demás lugares. Por alguna razón, allí la noche recalcaba los detalles sucios, embarrados, humeantes, asquerosos e hipócritas de las calles y atraía la atención sobre las líneas frías y medievales de buena parte de la arquitectura.
Teníamos la seguridad de que habíamos perdido a los duendes del camión. De modo que fuimos a otro motel, el Van Winkle Motor Inn, que no era ni la mitad de bonito de lo que su nombre indicaba. Era unas cuatro veces más grande que el Traveler’s Rest. Tenía dos plantas. Algunas habitaciones daban al patio y otras a un paseo que rodeaba la parte posterior de las cuatro alas del edificio y que consistía en un toldo de aluminio sobre postes de hierro pintados de color negro, que estaban descascarillados y picados por la herrumbre. Explicamos que estábamos agotados después de un largo viaje y solicitamos habitaciones tranquilas en la parte posterior del motel, lo más lejos posible del ruido del tránsito, a lo cual accedió el empleado de la recepción. Así, además de gozar de la quietud, pudimos estacionar la furgoneta fuera de la vista de la calle. Lo cual era una garantía en previsión de que el vehículo fuera avistado accidentalmente por alguno de los duendes que iban en el camión de la compañía minera, de quienes habíamos huido. Esos dos duendes constituían un peligro improbable, aunque no imposible.
La habitación que nos dieron era una caja de paredes de color beige amueblada con muebles robustos y baratos, y dos grabados también baratos de clípers, que hendían con la proa el mar picado, con todas las velas desplegadas e hinchadas por un vigoroso viento. El tocador y las mesitas de noche presentaban las cicatrices de antiguas quemaduras de cigarrillo. En el espejo del cuarto de baño se apreciaban las manchas propias del paso del tiempo. El agua de la ducha no estaba todo lo caliente que hubiéramos deseado, pero no importaba demasiado porque teníamos previsto permanecer allí solamente una noche. Por la mañana, alquilaríamos una pequeña casa, donde, con más intimidad, podríamos urdir nuestros planes contra los duendes.
Después de ducharme, me sentí más relajado y pude aventurarme de nuevo en la ciudad, siempre que Rya permaneciera a mi lado y sólo hasta el bar más próximo. Tomamos una buena cena, aunque sin nada de particular. Vimos nueve duendes entre los comensales durante el tiempo que estuvimos cenando. Tuve que mantener la atención firmemente fija en Rya, pues la vista de esos hocicos de cerdo, de los ojos inyectados en sangre y de las oscilantes lenguas de reptil, me habrían estropeado el apetito.
Aunque no los miré, pude sentir la maldad de las bestias, tan palpable como el vapor que emana de un bloque de hielo seco. Por el hecho de tener que soportar esas glaciales emanaciones de odio y rabia inhumanos, pude filtrar lentamente el zumbido y el silbido de fondo de las radiaciones psíquicas que formaban parte de Yontsdown, de modo que cuando llegó la hora de marcharnos me sentía mejor que cuando habíamos entrado a esa ciudad de los malditos.
Al regresar al Van Winkle’s Motor Inn, trasladamos a la habitación las bolsas de lona que contenían las armas, los explosivos y los demás artículos ilegales por miedo de que las robaran de la furgoneta durante la noche.
En la cama y a oscuras, permanecimos un buen rato abrazados el uno al otro, sin hablar ni hacer el amor, solamente abrazados muy fuerte. La intimidad era una especie de antídoto contra el miedo, una medicina para la desesperación.
Al final, Rya se durmió.
Yo permanecí despierto mientras escuchaba la noche.
En ese lugar, el sonido del viento era totalmente distinto al viento de otras partes: era un sonido como el de las aves de rapiña. De tanto en tanto, podía escuchar el jadeo distante de grandes camiones que transportaban pesadas cargas. Se me ocurrió que la compañía minera debía acarrear la producción de las minas cercanas a todas horas del día. Si así era, ¿por qué? Me pareció también que aquella noche Yontsdown se veía más perturbada por el ulular de las sirenas de los coches de la policía y de las ambulancias que todas las demás ciudades que había conocido.
Al final, me dormí y soñé. Otra vez el espantoso túnel. Luces de color ámbar, inconstantes. Aceitosos tramos de sombras separaban una lámpara de la siguiente. Un techo bajo, irregular en determinados tramos. Olores extraños. Los ecos de pasos de alguien que corre. Un grito, un chillido. Un misterioso lamento fúnebre. De repente, el potente ruido de una alarma que rompe los tímpanos. La intensa certidumbre de que alguien me perseguía…
Me desperté, con un grito humedecido por la mucosa atrapado en la garganta. Rya se despertó simultáneamente jadeando y arrojó las mantas como si tratara de liberarse de las manos enemigas que la asían.
—¡Slim!
—Estoy aquí.
—¡Oh, Dios!
—Ha sido sólo un sueño.
Nos abrazamos.
—El túnel —me dijo.
—Yo también.
—Ahora sé lo que era.
—Yo también.
—Una mina.
—Sí.
—Una mina de carbón.
—Sí.
—La Compañía Minera Rayo.
—Sí.
—Estábamos allí.
—A mucha profundidad —agregué.
—Y ellos sabían que estábamos allí.
—Nos perseguían.
—Y nosotros no teníamos manera de escapar —concluyó ella con un temblor.
Los dos nos quedamos en silencio.
A la distancia se oía el aullido de un perro. De vez en cuando nos llegaban restos de otro sonido rasgado por el viento que podría haber sido el llanto desesperado de una mujer.
—Tengo miedo —me confesó Rya al cabo de un rato.
—Ya lo sé —le dije con voz suave, y la abracé aún más fuerte—. Ya lo sé. Ya lo sé.