CAPÍTULO 20
RUMBO AL NORTE

Joel Tuck se opuso. Se opuso a nuestra noble actitud. «Idealismo tonto», la llamó. Se opuso a la idea de ir a Yontsdown. «Más que un acto de coraje es una temeridad». Y se opuso también a los planes de intensificar la guerra que habíamos trazado. «Están condenados al fracaso», sentenció.

Aquella noche cenamos con Joel y con Laura, su esposa, en la caravana-hogar de grandes dimensiones que tenían instalada de forma permanente en uno de los solares más extensos de Gibtown. El paisaje del terreno era exuberante. Había palmeras, media docena de coloridas variedades de helechos, buganvillas y hasta algún que otro jazmín estrella. Todo ello, sumado a los primorosos macizos de arbustos y de flores, permitía esperar que el interior del hogar de los Tuck estuviera amueblado y decorado de forma excesiva, quizás en algún recargado estilo europeo. Sin embargo, no era así. La vivienda era de líneas claramente modernas, sencillas, limpias, y el mobiliario casi por completo contemporáneo. Había dos audaces cuadros abstractos, algunos objetos de cristal, pero nada de chucherías y de amontonamiento. Imperaban los tonos tierra (beige, blanco arena y marrón), con un único toque de turquesa.

Tuve la sospecha de que detrás de esa decoración mínima se ocultaba el propósito consciente de evitar que resultasen acentuadas las deformidades faciales de Joel. Después de todo, si se tenía en cuenta el enorme tamaño del hombre y su rostro de pesadilla, era casi seguro que, si ese hogar hubiese sido totalmente amueblado con piezas de mobiliario europeo hermosamente talladas y con adornos lustrados como espejos (ya fuesen de estilo francés, italiano, inglés o de cualquier periodo), la presencia de Joel lo habría transformado y habría parecido menos elegante que un estilo gótico, al traer al recuerdo las antiguas casonas lúgubres y los castillos encantados de las películas de terror. Por el contrario, esa decoración contemporánea producía un curioso efecto que suavizaba el rostro de mutante de Joel, como si él mismo fuera una pieza de escultura surrealista y ultramoderna que efectivamente «perteneciera» a esas limpias y sobrias habitaciones de huéspedes.

Sin embargo, el hogar de los Tuck no era frío ni en absoluto inhóspito. En la amplia sala de estar, contra una pared, había dispuesta una extensa estantería hecha de madera de color blancuzco, abarrotada de libros de tapa dura, que prestaba gran calidez al ambiente, aunque la atmósfera agradable y acogedora que de inmediato envolvía a los huéspedes era, en lo fundamental, obra de Joel y de Laura en persona. Si bien casi todos los feriantes que conocí me habían acogido sin reserva alguna y me habían aceptado igual que si fuera uno de los suyos, no cabía duda de que Joel y Laura estaban especialmente dotados para la amistad.

El anterior mes de agosto, aquella noche sangrienta en que Joel y yo matamos seis duendes que, previa decapitación, enterramos en el oscuro recinto de la feria de Yontsdown, me había quedado sorprendido al oír que hacía mención a su esposa, pues no sabía que estuviera casado. Posteriormente, hasta que la conocí, me había picado la curiosidad por saber cómo podía ser la clase de mujer que se había casado con un hombre como Joel. Me había imaginado toda clase de parejas para él, pero nunca pensé que podría ser una como Laura.

Ante todo, Laura era muy hermosa, delgada y llena de gracia. No se trataba de una mujer imponente (como Rya), de esas que dejan a los hombres mareados con sólo verla, pero no cabía duda de que era guapa y atractiva. Tenía cabellos castaños, ojos de color gris claro, rostro de rasgos bien proporcionados y una sonrisa deliciosa. Tenía igualmente esa confianza en sí misma propia de las mujeres que han llegado a la cuarentena, aunque no aparentaba más de treinta años, por lo cual supuse que debería de andar entre una y otra edad. Por otro lado, no tenía para nada aspecto de pajarillo herido, no era ni introvertida ni tampoco tímida, lo que podría explicar que le costase conocer y gustar a hombres de físico más atractivo que el de Joel y con mejor aceptación social. Tampoco se apreciaba en ella ningún aire de frigidez, nada que indicara que se había casado sólo para que él le quedara agradecido y, por tanto, le solicitara mantener relaciones carnales con menos frecuencia que otros hombres. En efecto, se veía que Laura era una mujer tremendamente afectuosa por naturaleza; le gustaba tocar a la gente, abrazarla, dar besos en las mejillas. Y, en virtud de todo ello, podía pensarse con facilidad que esas maneras tan afectivas que tenía con las personas amigas eran apenas una sombra pálida de la profunda pasión que ella llevó al lecho matrimonial.

Una noche de la semana previa a la de Navidad, mientras Rya y Laura habían ido de compras, Joel y yo nos quedamos bebiendo cerveza y comiendo palomitas de maíz con gusto a queso, mientras jugábamos una partida de cartas. Joel había ingerido un número suficiente de botellas de Pabst Blue Ribbon, lo cual le provocó un estado sentimental tan espeso y tan dulce que, de haber sido diabético, habría corrido el riesgo de sufrir un coma. En ese estado, de lo único que pudo hablar fue de su muy amada esposa. Laura era tan bondadosa, decía él tan amable, y tan cariñosa y generosa y, asimismo, tan despierta e ingeniosa que era capaz de encender una vela sin necesidad de emplear un fósforo. Quizá no se tratase de una santa, dijo también, pero, si había alguien más próximo a la santidad que anduviese por la Tierra en los tiempos que corren, que le dijesen quién era ése. Me aseguró que la clave para comprender a Laura (y para comprender por qué lo había elegido a él) consistía en darse cuenta de que ella era una de esas raras personas que nunca se impresionan por las cosas superficiales (la apariencia, la reputación) ni tampoco por las primeras impresiones. Ella tenía un don para ver en la profundidad de las personas, aunque no se trataba de una facultad psíquica, como la mía o la de Joel que nos permitían penetrar detrás del disfraz de los duendes, sino simplemente de perspicacia a la vieja usanza. En Joel había visto a un hombre que le profesaba un amor y un respeto casi ilimitados y que, a pesar de su cara monstruosa, era más bondadoso y más capaz de comprometerse en serio que la mayor parte de los hombres.

Fuera como fuese, aquel lunes dieciséis de marzo por la noche, cuando Rya y yo revelamos nuestra intención de emprender la guerra contra los duendes, Laura y Joel respondieron como habíamos esperado. Laura frunció el ceño y los ojos grises se le ensombrecieron de preocupación; luego nos acarició y nos abrazó más que de costumbre, como si cada contacto físico añadiese otro filamento más a esa red de afecto que podría atarnos a Gibtown e impedir, por tanto, que emprendiésemos la peligrosa misión que nos habíamos propuesto. Joel iba y venía por la habitación con paso nervioso, con la deforme cabeza gacha y los inmensos hombros caídos, se sentaba en el sofá y, víctima de los nervios, se ponía de pie de un salto para continuar con paso nervioso arriba y abajo. No paraba de refutar nuestro plan y trataba de convencernos de que desistiéramos de él. Pero ni el afecto de Laura ni la lógica de Joel lograrían convencernos, pues ambos éramos jóvenes y audaces y teníamos un elevado sentido de la justicia.

A mitad de la cena, cuando la conversación derivó hacia otros asuntos y cuando parecía que los Tuck habían aceptado por fin, aunque de mala gana, que nuestra cruzada era inevitable, Joel de pronto golpeó con el cuchillo y el tenedor contra el plato, meneó la encanecida cabeza y abrió de nuevo el debate.

—Es un pacto tremendamente suicida, ¡eso es lo que es! Ir a Yontsdown con la idea de destruir una madriguera de duendes es una manera de suicidaros los dos juntos —exclamó Joel. Acto seguido, torció la accidentada mandíbula en forma de pala mecánica, como si en ese imperfecto mecanismo óseo hubieran quedado atrapadas un centenar de palabras importantes. Cuando volvió a hablar no hizo más que repetir—: Un suicidio.

—Ahora que os habéis encontrado el uno al otro —agregó Laura, y estiró el brazo para acariciar suavemente la mano de Rya—, tenéis motivos de sobra para vivir.

—No vamos a ir a la ciudad y anunciar a todo el mundo que hemos llegado —dijo Rya para dejarla tranquila—. No va a ser como la matanza de OK Corral. Procederemos con todo cuidado. Primero, tenemos que aprender todo lo que podamos acerca de ellos y por qué hay tantos juntos en un mismo lugar.

—Además iremos bien armados —añadí yo.

—Recuerda que tenemos una enorme ventaja —recalcó Rya—. Nosotros podemos verlos, pero ellos no lo saben. Seremos como fantasmas que hacen una guerra de guerrillas.

—Pero ellos te conocen —le recordó Joel a Rya.

—No —replicó ella con una sacudida de la ondulada melena negra que presentaba destellos de azul de medianoche—. Ellos conocen a la otra que yo era antes, rubia y con un rostro ligeramente diferente. Ellos creen que esa mujer está muerta. Y en cierto modo… lo está.

Joel nos miró a los dos con expresión de frustración. El tercer ojo de su frente, semejante a una cornisa de granito, había adquirido un místico color naranja oscuro y daba la impresión de que estaba lleno de visiones secretas de naturaleza apocalíptica. Sus labios permanecían apretados con fuerza. Cerró los otros dos ojos y aspiró profundamente, con un suspiro de resignación y de profunda tristeza.

—¿Por qué? ¿Por qué diablos? ¿Por qué tenéis que hacer esta locura?

—Por los años que pasé en el orfanato, pisoteada por ellos —le respondió Rya—. Quiero vengarme por eso.

—Y por mi primo Kerry —agregué yo.

—Por Gelatina Jordan —dijo Rya a su vez.

Joel no abrió los ojos. Cruzó las enormes manos sobre la mesa. Parecía que estaba rezando.

—Y por mi padre —añadí—. Uno de ellos mató a mi padre. Y a mi abuela. Y a mi tía Paula.

—Por los crios que murieron en la escuela de Yontsdown —susurró Rya.

—Y por todos los que morirán si no hacemos algo —afirmé yo.

—Para desquitarme por todos los años que trabajé del lado de ellos —concluyó Rya.

—Porque, si no lo hacemos, no nos sentiremos mejor que esa gente que se quedó quieta mirando desde la ventana mientras a Kitty Genovese la cosían a puñaladas.

Permanecimos sentados reflexionando sobre eso durante un momento.

El aire de la noche que se colaba a través de las rejas de las ventanas producía un silbido suave como el que se registra al pasar el aliento a través de los dientes apretados.

Fuera, el viento, más fuerte, recorría la noche como si fuera una criatura de enormes dimensiones que estuviese acechando a una presa en la oscuridad.

—Joder —rompió el silencio Joel—, pero sois solamente vosotros dos contra ellos, que son muchos…

—Será mejor si somos dos nada más —le contesté—. Dos forasteros que se muevan con discreción pasarán desapercibidos. Podremos explorar todo sin atraer la atención. Así sabremos por qué hay tantos duendes en ese lugar. Y, entonces…, si decidimos aniquilar a unos cuantos, podremos hacerlo sigilosamente.

Los ojos marrones de Joel se abrieron en las profundas cuencas que se extendían debajo de la enorme y deforme frente. Vi una mirada infinitamente expresiva, llena de comprensión, preocupación, pena y quizá piedad.

Laura Tuck extendió un brazo para coger la mano de Rya y el otro en diagonal para posar su mano sobre mi brazo.

—Si decidís ir allí y os encontráis con problemas demasiado complicados para los dos —nos dijo—, nosotros acudiremos.

—Sí —añadió Joel con una nota de repugnancia que no me pareció que fuese totalmente verdadera—, me temo que somos lo bastante tontos y sentimentales como para ir allí con vosotros.

—Y además iremos con otros feriantes —aseguró Laura.

—Bueno, eso no lo sé —replicó Joel, meneando la cabeza—. Los feriantes son gente que no funciona bien fuera de la feria, pero eso no quiere decir que tengan la cabeza de piedra. No les gustan las cosas raras.

—No importa —les aseguró Rya—. No vamos a meter la pata.

—Vamos a tener tanto cuidado como un ratón que tuviera que vérselas con un montón de gatos —los tranquilicé yo.

—No nos pasará nada.

—No tenéis que preocuparos por nosotros —insistí.

Ahora creo que pensaba verdaderamente lo que les dije. Creo que, en realidad, yo sentía esa seguridad en mí mismo. No era posible recurrir al hecho de estar borracho para explicar y justificar esa confianza carente de justificación, pues yo me encontraba sobrio por completo.

En las horas solitarias de la madrugada del martes, me despertó el ruido de truenos lejanos que procedían del golfo. Permanecí un rato medio dormido, escuchando la respiración pausada de Rya y el refunfuñar de los cielos.

A medida que se iban disipando las nubes del sueño y se me despejaba la mente, recordé, de forma paulatina, que había tenido una pesadilla espantosa justo antes de despertarme y que en esa pesadilla también había truenos. Considerando que sueños anteriores habían resultado igualmente proféticos, procuré recordar este último, pero el sueño se me escapaba. Las difusas imágenes de Morfeo ascendían como sinuosas volutas de humo en mi memoria y se alejaban de mí igual que el humo verdadero asciende en columnas retorcidas por el tiro de una chimenea y se disipa a una velocidad que guardaba relación directa con mi determinación de que esas volutas constituyesen imágenes sólidas y dotadas de sentido. Aunque me concentré durante un buen rato, lo más que pude recordar fue un lugar extraño y recóndito, un largo, estrecho y misterioso pasillo (quizá fuera un túnel), cuyas paredes rezumaban una negra oscuridad. Las únicas partes iluminadas —una luz escasa de color amarillo mostaza— se situaban a gran distancia unas de las otras y estaban separadas por sombras amenazadoras. No pude recordar dónde estaba ese lugar ni tampoco lo que había acontecido allí en la pesadilla, pero incluso esos recuerdos vagos e informes me provocaron un frío que me heló los huesos y un miedo que me hizo latir el corazón con violencia.

Los truenos retumbaban más cerca.

Con el tiempo, empezaron a caer gruesas gotas de lluvia.

La pesadilla se hizo más y más inaccesible y el miedo que me había causado también desapareció de forma paulatina.

El golpeteo rítmico de la lluvia sobre el techo de la caravana fue como un arrullo que pronto me dejó dormido.

A mi lado, Rya murmuraba algo en sueños.

Faltaban apenas dos días y medio para que estuviésemos en la ciudad de Yonstdown. Era una calurosa noche de verano de Florida, aunque yo ya preveía el norte glacial que me llamaba. Busqué el sueño de nuevo, como el bebé que busca el pecho de la madre, pero, en vez de la leche materna, encontré otra vez el siniestro elixir del sueño.

A la mañana siguiente, me desperté boquiabierto y con un escalofrío e igual que antes, no me fue posible recordar lo que pasaba en esa extraña pesadilla, que me había preocupado aunque sin llegar a alarmarme todavía.

Gibtown es el hogar de invierno al que acuden no sólo los feriantes que trabajan en la empresa Hermanos Sombra, sino prácticamente todos los que lo hacen en los espectáculos de la zona occidental del país. Para empezar, los feriantes son parias e inadaptados que no encuentran un lugar en la sociedad moralista. Por ello, en numerosas ferias (a diferencia de lo que ocurre en Hermanos Sombra) no hacen ningún tipo de preguntas a la hora de contratar personal ni cuando tratan con nuevos concesionarios; además, junto a los inadaptados honestos suele haber algunos —muy pocos— elementos difíciles, delincuentes. Por tanto, en Gibtown, si uno sabe dónde buscar y si las personas de esa colectividad le han dado muestras de confianza, es posible conseguir casi todo lo que se quiera.

Lo que yo quería era un par de buenos revólveres, de esos que disparan un potente balazo, dos pistolas provistas de silenciador (lo cual está prohibido), una escopeta de cañones recortados, un rifle automático, al menos treinta kilogramos de explosivo plástico, detonadores con mecanismo de relojería, una docena de ampollas de pentotal sódico, un paquete de jeringas hipodérmicas y, finalmente, algunos otros artículos de esos que no es fácil comprar en la tienda de la esquina. Ese martes por la mañana, tras media hora de discretas averiguaciones llegué ante Norland Beckwurt, alias Eddy el Flaco, un concesionario que viajaba con una gran empresa y que dedicaba la mayor parte de la temporada a recorrer la región del Medio Oeste.

Eddy el Flaco no tenía en absoluto aspecto de listo. En realidad, parecía disecado. Su cabello era frágil, del color de la arena y, a pesar del sol de Florida, se lo veía más pálido que el polvo de una tumba antigua. Tenía la piel reseca, llena de delgadas arrugas y los labios parecían llenos de escamas de lo secos que estaban. Los ojos eran de una extraña tonalidad de ámbar pálido, como el que adquiere el papel tras una larga exposición al sol. Vestía pantalones de color caqui y una camisa también caqui que emitía un suave crujido, como el de un suspiro, cuando caminaba. Su voz baja y rasposa me hizo pensar en el ruido que produce el caliente viento del desierto al agitar los arbustos muertos. Fumador empedernido (había un paquete de Camel al alcance de la mano en todas las sillas que se veían en el local), parecía casi una porción de cordero ahumado.

La sala de estar de la caravana de Eddy el Flaco estaba poco iluminada y apestaba a aire viciado de cigarrillo. Los muebles estaban tapizados de vinilo de color marrón oscuro que imitaba el cuero. Había mesas de acero y vidrio y una mesa de café que hacía juego, sobre la que podían verse ejemplares del National Enquirer y de varias revistas sobre armas. Estaba encendida solamente una de las tres lámparas. El aire era frío y seco. Pesadas cortinas de una tela muy espesa cubrían todas las ventanas. Si no fuera por el hedor a cigarrillo, habría pensado que me encontraba en una cámara de seguridad cuya temperatura, luz y humedad eran objeto de cuidadosa vigilancia para preservar los delicados objetos de arte y los frágiles documentos en ella depositados.

La lluvia había cesado poco antes del alba, pero se reanudó cuando llegué a la casa de Eddy el Flaco. El sonido de la llovizna llegaba amortiguado; efecto curioso, como si todo el vehículo estuviese envuelto en pesadas cortinas como las que cubrían las ventanas.

Eddy el Flaco estaba sentado hacia atrás en una silla de vinilo marrón y, mientras yo le recitaba la larga y extravagante lista de la compra, escuchó impasible y sin interrumpirme al tiempo que daba profundas chupadas a un cigarrillo que sostenía con una mano de dedos delgados en la que se apreciaban manchas de nicotina permanentes. Cuando terminé de leer la lista, no me hizo ni una sola pregunta, ni siquiera con sus ojos de color amarillo pergamino; se limitó a informarme del precio. Cuando le entregué la mitad de la suma en concepto de depósito, me dijo solamente:

—Vuelva a las tres en punto.

—¿Hoy mismo?

—Sí.

—¿Puede conseguir todo eso en apenas unas horas?

—Sí.

—Quiero que sean de buena calidad.

—Por supuesto.

—El explosivo plástico tiene que ser muy estable; nada peligroso de manejar.

—Yo no comercio con porquerías.

—Y el pentotal…

—Cuanto más hablemos acerca de esto, más difícil me será tenerlo aquí a las tres en punto —me interrumpió, exhalando una bocanada de humo ocre.

Asentí, me puse de pie y me dirigí hacia la puerta. Antes de abrirla, me di la vuelta, lo miré una vez más y le pregunté:

—¿No siente curiosidad?

—¿De qué?

—De lo que pienso hacer con todo eso —le respondí.

—No.

—Pero seguramente se preguntará…

—No.

—Si fuera usted, me picaría la curiosidad cuando la gente viene pedirme cosas como éstas. En su lugar, querría saber en qué estoy metido.

—Eso es porque usted no es yo —me contestó.

Cuando cesó la lluvia, el agua de los charcos penetró rápidamente en la tierra y las hojas de los árboles se fueron secando a medida que perdían las últimas gotas, las menudas hierbas poco a poco dejaron la postura humilde a la que las había reducido la lluvia y se fueron irguiendo, pero el cielo no se despejó: seguía el techo bajo sobre la costa de Florida. Las masas de nubes oscuras que se dirigían hacia el este parecían pústulas podridas a punto de reventar. El aire pesado no olía a limpio como suele ocurrir después de que ha caído una lluvia fuerte; la humedad del día tenía adherido un extraño olor a moho, como si alguna sustancia contaminante hubiese sido arrastrada por la tormenta desde el golfo.

Preparamos tres maletas y las cargamos en nuestra furgoneta de color beige, cuyos costados exhibían placas de metal cubiertas de una pintura que imitaba a la madera. Ya en aquellos días, Detroit había dejado de producir las verdaderas furgonetas rurales con partes de madera auténtica, lo cual era quizás una señal temprana de que la era de la calidad, la artesanía y la autenticidad estaba irremediablemente destinada a dejar paso a la era de la mala calidad, las prisas y las imitaciones inteligentes.

Con gesto solemne, y con alguna que otra lágrima, nos despedimos de Joel y de Laura Tuck, de Gloria Neames, de Bob Morton, de Bob Weyland, de Madame Zena y también de Irma y Paulie Lorus, así como de otros feriantes, a algunos de los cuales dijimos que emprendíamos un breve viaje de placer, mientras que a otros les contamos la verdad. Aunque nos desearon buena suerte y procuraron alentarnos lo mejor que pudieron, en los ojos de quienes sabían nuestro verdadero propósito vimos reflejados la duda, el temor, la piedad y la consternación. No creían que fuésemos a volver ni tampoco que llegáramos a vivir en Yontsdown el tiempo suficiente para aprender algo importante acerca de los duendes o para causar daños de consideración al enemigo. En la mente de todos ellos (aunque ninguno quiso expresarlo) estaba el mismo pensamiento: «Nunca volveremos a veros».

A las tres en punto, cuando llegamos a la caravana de Eddy el Flaco, que quedaba en un extremo alejado de Gibtown, nos esperaba con todas las armas, los explosivos, el pentotal y los otros artículos que le había pedido. Guardamos todo en varios sacos de lona descolorida, que cargamos en la furgoneta con la misma tranquilidad que si cargásemos bolsas de ropa sucia para llevarlas a la lavandería.

Rya convino en que ella conduciría la primera etapa del trayecto hacia el norte. Mi obligación consistía en mantener sintonizada en todo momento una emisora en la que pusiesen rock-and-roll.

Antes de que hubiésemos salido del camino que conducía a la vivienda de Eddy el Flaco, éste se acercó e inclinó su cara de papel de papiro hasta la altura de la ventana que estaba abierta de mi lado. Exhaló un aliento con un olor acre a cigarrillo que produjo un sonido al salir de la garganta y me dijo:

—Si tenéis problemas con la ley por allí, y si quieren saber de dónde habéis sacado eso que está prohibido, espero que os comportéis como lo hacen los feriantes de honor y que no me mezcléis en el asunto.

—Por supuesto —le cortó Rya. Era evidente que Eddy el Flaco no le caía bien—. ¿Por qué nos ofende con esto? ¿Cómo se le ocurrió preguntarlo? ¡Ni siquiera debería haberlo pensado! ¿O es que se cree que somos un par de traidores que vendemos a los nuestros para salvarnos? ¡Somos gente recta, por si no lo sabe!

—Sí, ya sé que lo sois —dijo Eddy.

—Eso está mejor —le respondió Rya, cuya excitación aún no se había aplacado.

Eddy el Flaco no quedó satisfecho y seguía mirándonos de reojo a través de la ventana abierta. Daba la impresión de que percibía que, tiempo atrás, Rya había traicionado a los de su propia especie. Pero la reacción de Rya ante tal sospecha se debía más al desagrado que experimentaba por ese individuo que a una sensación de culpa que aún no hubiese expiado totalmente.

Eddy insistió:

—No me importa adonde vais ni en qué andáis metidos —insistió Eddy—, pero si las cosas marchan bien y si algún día tenéis que hacer otra compra, no dudéis en llamarme. Por el contrario, si algo sale mal, no quiero volver a veros.

—Si las cosas salen mal —le replicó Rya con aspereza— no volverá a vernos.

Eddy el Flaco miró primero a Rya y luego a mí, con sus ojos pestañeantes de color ámbar. Podría jurar que oí sus labios que se abrían y cerraban con un suave y chirriante sonido metálico como el que hacen las piezas oxidadas de una máquina al rozar entre sí. Dejó escapar un suspiro jadeante, y casi esperé que de sus labios escamados saliera una bocanada, pero lo único que bañó mi rostro fue otro vaho de rancio aliento a cigarrillo.

—Sí, sí… —asintió—. Más o menos tenía la sospecha de que nunca os volvería a ver.

Rya arrancó el vehículo y se dirigió hacia la carretera mientras Eddy el Flaco nos miraba partir.

—¿Qué te parece? —me preguntó.

—Una rata del desierto.

—No.

—¿No?

—No —me respondió—. La Muerte.

Miré entonces a la figura de Eddy el Flaco que se iba alejando.

De repente, quizás arrepentido de haber hecho enfadar a Rya y con la idea de que la despedida se condujese en buenos términos, esbozó una sonrisa y nos saludó con la mano. Fue lo peor que podría haber hecho, pues su enjuto rostro de asceta, seco como los huesos y pálido como los gusanos de las tumbas, no estaba hecho precisamente para sonreír. En esa mueca esquelética no vi ni cordialidad, ni placer ni una señal de amistad, sino el hambre infernal de la Parca.

Esa imagen macabra fue el último recuerdo memorable que tuvimos de Gibtown, con lo cual durante todo el trayecto hacia el este y el norte a través de Florida permanecimos en estado melancólico, triste incluso, que ni siquiera fue capaz de levantar la música de los Beach Boys, los Beatles, los Dixie Cups o los Four Seasons. El cielo parecía hecho de pizarra, como si aprisionara al mundo y fuera a caer encima de nosotros. Encontramos varias rachas de viento a lo largo del camino. A veces, la lluvia, reluciente como la plata, hendía el aire gris, pero sin llegar a iluminarlo. Luego reflejaba el pavimento de la carretera, aunque por alguna razón le imprimía un aspecto aún más oscuro; finalmente, corría por el arcén de macadán en forma de arroyuelos de metal líquido o bien iba a dar en las cunetas y a las bocas de los canales de drenaje, donde desaparecía formando encrespados torbellinos llenos de espuma. En los momentos en que no llovía, se levantaba con frecuencia una fina neblina cenicienta que rodeaba con una especie de barba los cipreses y los pinos e imprimía a las tierras pantanosas y de montes bajos de Florida aspecto similar al de los páramos de Inglaterra. Después del anochecer, apareció la niebla, espesa en algunos tramos. Durante esa primera etapa del trayecto hablamos más bien poco, como si tuviéramos miedo de que cualquier cosa que dijerais no sirviera sino para deprimirnos aún más. Prueba de la tristeza que nos embargaba fue lo que ocurrió al escuchar When the Love Light Starts Shining Through His Eyes, la primera canción con la que las Supremes conquistaron la fama. Llevaba seis semanas en la lista de éxitos y era el súmmun de la música pegadiza. En efecto en vez de parecernos un himno a la alegría, como debía haber ocurrido, surtió por el contrario en nuestros oídos un efecto siniestro, como si fuera un canto fúnebre; y lo mismo sucedió con las demás melodías que pasaron por la radio.

Cenamos en una gris cafetería de la carretera, en una de las mesas situadas al lado de una ventana que estaba salpicada de insectos y de gotas de lluvia. Todos los platos del menú eran fritos, y nadaban en aceite; o bien empanados y fritos.

Uno de los camioneros que estaba sentado en un taburete del mostrador era un duende. Gracias a mis ojos crepusculares y a las imágenes psíquicas que emanaban de la bestia, pude ver que solía emplear su camión cisterna de la marca Mack, sólido como un carro de combate, para atropellar a automovilistas incautos en los tramos solitarios de las autopistas de Florida. Por efecto del choque, los vehículos o eran arrojados a los canales que corrían paralelos a la carretera, donde los conductores morían ahogados dentro del coche, o a las ciénagas, cuyas pestilentes arenas movedizas los engullían. Percibí asimismo que esa bestia mataría a muchos más inocentes en las noches venideras —esa misma noche, quizás—, aunque no sentí que constituyera riesgo alguno para Rya y para mí. Tuve ganas de extraer el cuchillo que guardaba en la bota, deslizarme detrás de él y abrirle la garganta, pero me contuve, en atención a la importante misión que nos esperaba.

Pasamos la noche en un destartalado motel situado en alguna parte del estado de Georgia, al costado de la autovía nacional, no porque se tratase de una atractiva posada, sino porque el agotamiento se adueñó repentinamente de nosotros en un paraje solitario donde no era posible encontrar otra clase de alojamiento. El colchón estaba lleno de bultos y los gastados muelles de la cama cedían bajo nuestro peso. Segundos después de apagar las luces, pudimos oír cucarachas de un tamaño increíblemente grande que caminaban por el cuarteado linóleo que cubría el suelo. Pero no nos importó: estábamos muy cansados y, quizá, también con mucho miedo del futuro que nos aguardaba. En un par de minutos, tras darnos un dulce beso, nos quedamos dormidos.

Volví a soñar con un largo y oscuro túnel, mal iluminado por focos de color ámbar situados a gran distancia los unos de los otros. El cielo era bajo, las paredes ásperas —detalle curioso—, aunque no pude discernir el material de que habían sido construidas. Otra vez me desperté temblando de terror, con un grito reprimido en la garganta. Por más que lo intenté, no me fue posible recordar nada de lo ocurrido en esa pesadilla, nada que permitiese explicar el frenético latir de mi corazón.

La esfera brillante del reloj indicaba que eran las tres y diez de la madrugada. Aunque había dormido apenas dos horas y media, supe que ya no podría descansar más esa noche.

A mi lado, en la habitación a oscuras, Rya, que seguía dormida en un profundo sopor, gemía y jadeaba temblorosa.

Pensé si ella no estaría corriendo por el mismo túnel tenebroso que había visto en la pesadilla.

Recordé el otro sueño de mal agüero que habíamos tenido juntos el verano pasado: el cementerio ubicado en la falda de una colina, poblado de lápidas mortuorias. Ese sueño había resultado un presagio. Por lo que, si llegábamos a tener otra pesadilla compartida, podíamos estar seguros de que ésa también constituiría una premonición del peligro.

Por la mañana le preguntaría acerca de la causa de los jadeos y temblores que había tenido durante la noche. Con suerte, la fuente de ese mal sueño de Rya sería algo más prosaico que del mío: la cena grasienta que nos habían dado en el bar de la carretera.

En el ínterin, permanecí echado de espaldas en la oscuridad, mientras escuchaba mi propia respiración suave, los murmullos de Rya durante el sueño, acompañados de ocasionales movimientos de las piernas, y las continuas y ajetreadas exploraciones que realizaban las cucarachas.

La mañana del miércoles dieciocho de marzo abandonamos el motel y reemprendimos el viaje en busca de un lugar donde desayunar. Encontramos uno de la cadena Stuckey en un cruce de carreteras. Aproveché el desayuno, que resultó razonablemente bueno y que constó de panceta, huevos, cereales, waffles y café, para preguntarle a Rya por el sueño que había tenido.

—¿Anoche? —me preguntó y frunció el ceño a la vez que mojaba un trozo de tostada en la yema de huevo—. Dormí como un tronco. No soñé nada.

—Soñaste —le aseguré.

—¿De verdad?

—Todo el tiempo.

—No me acuerdo.

—No parabas de gemir y de patear las sábanas. No solamente anoche, sino anteanoche también.

Rya pestañeó, y el trozo de tostada que iba a llevarse a la boca se detuvo a medio camino.

—¡Ah! Ya entiendo. O sea… que tú te despertaste de tu propia pesadilla y viste que yo también tenía una. Es eso, ¿no?

—Así es.

—Y estás pensando…

—Si es que de nuevo estamos teniendo el mismo sueño. —Le hablé acerca del extraño túnel, de las lámparas de luz débil y parpadeante—. Me desperté con la sensación de que algo me perseguía.

—¿Qué?

—Algo…, algo…, no sé qué.

—Bueno —me dijo—, si soñé algo así, no lo recuerdo. —Se metió el trozo de tostada mojada en huevo en la boca, lo masticó y se lo tragó—. Así que los dos tenemos malos sueños. No tienen por qué ser… proféticos. Dios sabrá, pero tenemos motivos suficientes para no dormir bien. La tensión, la ansiedad. Sí pensamos adonde nos dirigimos, es obligado que tengamos malos sueños. Eso no quiere decir nada.

Después de desayunar, reemprendimos el viaje y recorrimos un largo trayecto. No nos detuvimos ni siquiera para almorzar, sino que cogimos galletitas y caramelos en una estación de servicio de Mobile cuando echamos gasolina.

Poco a poco, fuimos dejando atrás la zona de calores subtropicales. El tiempo mejoró. Cuando habíamos atravesado la mitad de Carolina del Sur, el cielo estaba completamente despejado.

El cielo estaba de un azul intenso, pero, aunque parezca curioso, a mí al menos me pareció que no era más radiante que la tarde de tormenta que hacía cuando nos marchamos del golfo. La oscuridad aguardaba en el pinar que durante un determinado trayecto flanqueaba los costados de la autopista; pensé que esa penumbra tenía vida y nos observaba, como si estuviera esperando la oportunidad de precipitarse velozmente sobre nosotros y envolvernos para alimentarse luego de nuestros huesos. Incluso en aquellos tramos donde el resplandor metálico de los rayos solares entraba de lleno, yo veía las sombras que se aproximaban, veía la inevitabilidad del anochecer. Era evidente que no estaba de muy buen ánimo.

A última hora de la noche de ese miércoles, nos detuvimos en Maryland para pasar la noche en un motel mejor que el de Georgia: buena cama, alfombra en el suelo y, sobre todo, sin cucarachas.

Pese a que nos sentíamos aún más cansados que la noche anterior, no tratamos de dormirnos de inmediato, sino que, para nuestra sorpresa, hicimos el amor. Pero lo que resultó más sorprendente aún es que estuvimos insaciables. Comenzamos con dulces y lánguidas flexiones de nuestros cuerpos, seguidas de prolongados y fáciles empujones, suaves contracciones y perezosos estiramientos de los músculos; una sucesión de cuerpos que se alzaban, descendían y se embestían a cámara lenta como sí fuésemos una pareja de amantes de una película de arte y ensayo; lo hacíamos todo con dulzura y curiosa timidez, como si fuese la primera vez que estuviésemos unidos. Pero al cabo de un rato pusimos una pasión y una energía en el acto que resultó inesperada y, en un principio, inexplicable a la luz de las largas horas de viaje que habíamos soportado. El cuerpo exquisito de Rya nunca me había parecido esculpido con tanta elegancia y sensualidad, tan maduro y pleno, nunca tan cálido ni complaciente, nunca tan sedoso; en fin, nunca lo había visto tan precioso. El ritmo acelerado de su respiración, los suaves gritos de placer, los bruscos jadeos, los breves gemidos y la urgencia con que sus manos exploraban mi cuerpo y me arrastraban luego hacia ella. Todas esas expresiones que indicaban el aumento de su excitación alimentaban mi propia excitación. Comencé literalmente a estremecerme de placer, y cada uno de esos deliciosos temblores pasaba de mi cuerpo al de Rya como si fuese una corriente eléctrica. Rya ascendió por una escalera de sucesivas culminaciones que la llevaron hasta un final jadeante. A pesar de la poderosa erupción de semen que pareció vaciarme también de sangre y de médula ósea, no experimenté la más mínima pérdida de tumescencia, sino que permanecí dentro de ella y fui ascendiendo hacia una cumbre de placer erótico y sentimental que nunca había conocido.

Igual que otras veces (aunque nunca con tanta intensidad y poder), hicimos el amor con verdadero ardor, para olvidar, para negar, para escaparnos de la misma existencia de la Muerte, vestida con capucha y con una guadaña en la mano. Procurábamos así despreciar y abjurar de los peligros reales que nos esperaban y también de los miedos reales que ya llevábamos con nosotros. En el compartir la carne buscábamos solaz, unos momentos de paz y fuerza. Quizá teníamos también la esperanza de que eso nos sirviera para quedar en tal estado de agotamiento que ninguno de los dos pudiese soñar nada.

Pese a ello soñamos.

Yo me encontré de nuevo en el túnel mal iluminado. Huía aterrorizado de algo que no podía ver. El pánico se expresaba en el eco seco y apagado de mis pasos en un suelo de piedra.

Rya también soñó y, cuando faltaba poco para que amaneciera, se despertó con un grito, después de que yo hubiese permanecido varias horas despierto. La cogí en mis brazos. Estaba temblando de nuevo, aunque no de placer como antes. Recordó fragmentos de la pesadilla: lámparas de color ámbar, débiles y parpadeantes; partes de oscuridad negra como el hollín; un túnel…

Algo terrible nos ocurriría en un túnel. El momento, el lugar, el que y el motivo eran cosas que todavía no éramos capaces de prever.

El jueves yo me hice cargo del volante y seguimos camino hacia el norte, en dirección a Pensilvania; Rya se ocupó de la radio. El cielo se ocultó de nuevo detrás de nubes de un gris acerado con partes chamuscadas de negro en los bordes; parecían las huellas de la guerra en las puertas de un arsenal celestial.

Dejamos la autopista nacional y seguimos camino por una carretera más estrecha.

Según el almanaque oficial, faltaban pocos días para la llegada de la primavera, pero en esas montañas del noreste la naturaleza hacía poco caso al almanaque. El invierno seguía siendo dueño y señor indiscutido y permanecería en el trono hasta finales de mes, si no se quedaba más tiempo.

Las tierras cubiertas de nieve comenzaron a elevarse, suavemente primero y luego con más determinación, y los bancos de nieve fueron ganando en altura a medida que discurríamos por la autopista. Kilómetro tras kilómetro, la carretera presentaba cada vez más curvas. Mientras seguía su curso serpenteante, mis recuerdos también retrocedieron sinuosamente hasta el día en que Gelatina Jordan, Luke Bendingo y yo habíamos ido a la ciudad de Yontsdown a entregar los pases gratuitos y el dinero a las autoridades del condado, con la esperanza de que eso serviría para facilitar las cosas a la feria Hermanos Sombra.

La calidad de la tierra no era menos ominosa que el verano anterior. Aunque pareciera irracional, las montañas presentaban un aspecto innegablemente malvado, como si la tierra, las piedras y los bosques fueran capaces de adquirir, nutrir y contener actitudes e intenciones malévolas. Aquí y allí afloraban formaciones de rocas desgastadas por las inclemencias del tiempo a través del manto de nieve y de tierra. Pensé que se trataba de los dientes medio cariados de un leviatán que emergía de la tierra en vez del mar. En otras partes, las formaciones eran más largas y se asemejaban a las espinas dorsales de forma dentada de los reptiles gigantes. La luz del día, triste y gris, no creaba sombras definidas, sino que imprimía un matiz ceniciento a todos los objetos; de modo que nos pareció que habíamos entrado en otro mundo en el que no existían más colores que el gris, el negro y el blanco. Los altos árboles de hojas perennes se erguían como las puntas de la armadura que cubre el puño de un caballero malvado. Los abedules y los arces sin hojas no parecían exactamente árboles, sino esqueletos fosilizados de una antigua raza anterior a los seres humanos. Un extraño número de robles desnudados por el invierno estaban llenos de nudos y deformados a causa de los hongos.

—Todavía podemos volvernos atrás —dijo Rya en voz baja.

—¿Quieres hacerlo?

—No —contestó, tras un suspiro.

—¿Y te parece que de verdad… podemos hacerlo?

—No.

Ni siquiera la nieve conseguía arrancar destellos a esas montañas malignas; parecía diferente a la nieve que hay en regiones más benignas. No era la nieve que cae por Navidad, ni tampoco la nieve que sirve para esquiar, para los trineos, para hacer muñecos y batallas de nieve. Formaba una costra en los troncos y en las ramas de los árboles desnudos, lo cual resaltaba aún más el aspecto esquelético y negro que ofrecían. Por encima de todo, esa nieve me hizo pensar en los azulejos blancos de los tanatorios, donde se diseccionan los cuerpos muertos y fríos para averiguar la causa y el significado de la muerte.

Pasamos por lugares que nos resultaron conocidos por el verano pasado: la boca de una mina abandonada, el basurero medio derruido, las carrocerías oxidadas de automóviles encaramadas encima de bloques de hormigón. La nieve cubría algunas partes de esos objetos, pero no menguaba en absoluto la contribución que ellos hacían a la atmósfera omnipresente de desesperación, melancolía y senectud.

La autopista estatal estaba llena de cenizas y arena, con manchas blancas aquí y allá de la sal desparramada por el personal de mantenimiento después de la última tormenta fuerte. La calzada estaba limpia a más no poder de hielo y de nieve, por lo que las condiciones de conducción eran buenas.

Al pasar delante del cartel que señalaba los límites de la ciudad de Yontsdown, Rya me dijo:

—Slim, es mejor que disminuyas la velocidad.

Eché una mirada al velocímetro y descubrí que corría a unos veinticinco kilómetros por hora por encima del límite legalmente establecido, como si de manera inconsciente quisiera entrar en la ciudad y salir de ella a la velocidad de un cohete.

Solté el acelerador, tomé una curva y vi entonces un coche de policía estacionado al borde de la carretera, justo en el extremo ciego de la curva. La ventana del lado del conductor estaba abierta una rendija, el espacio suficiente para que asomara el aparato de radar.

Cuando pasamos a la altura del coche de policía, aún llevábamos algunos kilómetros de exceso de velocidad. Pude ver que el poli que había al volante era un duende.