John Kennedy murió y fue enterrado, pero tardó mucho tiempo en desvanecerse el eco de los compases de la marcha fúnebre que tocaron en su sepelio. A lo largo de aquel gris invierno, fue como si el mundo no escuchara más música que un canto fúnebre. Nunca pareció el cielo tan bajo y tan gris. Incluso en el estado de Florida, donde los días son soleados, pudimos sentirlo, pese a que no lo veíamos. A pesar de la felicidad que nos llenaba por nuestro flamante matrimonio, Rya y yo no podíamos sustraernos por completo a la tristeza que sentía el resto del mundo ni tampoco al recuerdo de los horrores que habíamos vivido pocos meses antes.
El día 29 de diciembre de 1963, una emisora de radio norteamericana difundió por vez primera el registro de la canción de los Beatles I Want to Hold Your Hand. El uno de febrero del año siguiente, dicha canción era la más escuchada en todo el país. Necesitábamos esa música. Gracias a esa melodía y a las otras que la siguieron con profusión, volvimos a aprender el significado de la alegría. El fabuloso cuarteto de Liverpool no eran simplemente músicos, sino que se convirtieron en símbolos de vida, de esperanza, de cambio y de supervivencia. Ese mismo año, a I Want to Hold Your Hand le siguieron She Loves You, Can’t Buy Me Love, Please Please Me, I Saw Her Standing There, I Feel Fine y otras veinte canciones más, un torrente de estimulante música que no ha sido igualada desde entonces.
Precisábamos sentirnos bien, no simplemente para olvidar aquella muerte ocurrida en Dallas el anterior mes de noviembre, sino para apartar la atención de las señales y los augurios de muerte y destrucción que, día tras día, crecían en número. Aquél fue asimismo el año de la resolución sobre el golfo de Tonkín, cuando el conflicto de Vietnam se transformó en guerra abierta, aunque por ese entonces nadie se imaginó las proporciones que llegaría a alcanzar posteriormente. Y seguramente ése fue el año en que penetró profundamente en la conciencia nacional la convicción de que era posible que la Tierra fuera arrasada por las armas atómicas; lo que se expresó en todas las artes con intensidad nunca antes vista, especialmente en la cinematografía, con películas como Teléfono rojo: Volamos hacia Moscú y Siete días de mayo. Percibimos que nos aproximábamos al borde de un terrible abismo. La música de los Beatles nos proporcionaba alivio, del mismo modo que el simple hecho de silbar cuando uno va por un cementerio puede evitar los horrendos pensamientos de los cadáveres que se pudren.
El lunes dieciséis de marzo por la tarde, dos semanas después de nuestra boda, Rya y yo estábamos echados en la playa sobre sendas toallas de color verde lima, mientras hablábamos en voz baja y escuchábamos un transistor en el que al menos la tercera parte de la programación era música de los Beatles o de quienes los imitaban. El día anterior, domingo, la playa había estado atestada de gente, pero en ese momento la teníamos para nosotros solos. El mar era mecido por olas perezosas y los rayos del sol de Florida herían el agua y creaban la ilusión de que estaba lleno de millones de monedas de oro, como sí de pronto la marea hubiese sacado a flote el tesoro de un galeón español hundido hace muchísimo tiempo. El fuerte sol subtropical blanqueaba aún más la ya blanca arena de la playa y el bronceado de nuestros cuerpos se tornaba más intenso, según pasaban los días e incluso de hora en hora. El mío era de color marrón cacao; el de Rya presentaba tonalidades más ricas, era más dorado; su piel tenía un brillo caliente y meloso, con una carga erótica tan fuerte que no podía resistir la tentación de estirarme para tocarla de vez en cuando. Si bien tenía el cabello de color azabache —en vez de rubio, como antes—, no por ello había dejado de ser una chica rubia, la hija del sol, como me había parecido la primera vez que la vi en la feria Hermanos Sombra.
Un aire ligeramente melancólico, como los tonos distantes de una canción triste que se oye sólo a medias, coloreaba nuestros días de aquella época; esto no quiere decir que nos sintiéramos tristes (no lo estábamos) ni tampoco que no pudiéramos ser felices a causa de toda la tristeza que habíamos visto y asimilado. Experimentábamos frecuentemente la felicidad; casi podría decirse que por regla general. En dosis moderada, la melancolía puede resultar extrañamente reconfortante y hasta puede tener una triste dulzura. Por contraste, puede conferir un sabor exquisitamente agridulce a la felicidad, en especial a los placeres de la carne. Aquella balsámica tarde del lunes nos bronceábamos al sol en un estado de ánimo algo melancólico y sabíamos que, al regresar al remolque, haríamos el amor y que nuestra cópula adquiriría una intensidad casi insoportable.
A todas las horas en punto, el noticiero de la radio hablaba de Kitty Genovese, que había sido asesinada en Nueva York dos días atrás. Treinta y ocho vecinos del barrio de Kew Gardens oyeron sus aterrorizados gritos de socorro y, desde las ventanas de sus viviendas, vieron al agresor, que la acuchilló varias veces, que se alejó a rastras y que retornó para acuchillarla de nuevo hasta dejarla muerta en el mismo umbral de su casa. Ninguno de esos treinta y ocho vecinos había acudido a ayudarla. Ninguno llamó a la policía hasta media hora después de que Kitty hubiera muerto. Dos días después, la noticia aún ocupaba el primer plano. Todo el país procuraba comprender la relación que había entre esos sucesos de pesadilla registrados en Kew Gardens y lo que suele hablarse acerca de la inhumanidad, la insensibilidad y el aislamiento del hombre y la mujer en la ciudad moderna. «No quisimos meternos», afirmaron los treinta y ocho mirones, como si el hecho de pertenecer a la misma especie, la misma era y la misma sociedad que Kitty Genovese no fuera motivo suficiente para meterse y para sentir piedad y compasión. Por supuesto, como Rya y yo sabíamos, era casi seguro que algunos de esos treinta y ocho no eran humanos, sino duendes que gozaban con el dolor de aquella mujer agonizante y con el desgarro y el sentimiento de culpa que experimentaban los demás pusilánimes mirones.
Acabado el espacio de noticias, Rya apagó la radio y me comentó:
—No todo el mal del mundo procede de los duendes.
—No —le respondí yo.
—Nosotros somos capaces de realizar nuestras propias atrocidades.
—Sí, somos muy capaces —convine con ella.
Permaneció en silencio durante un instante, escuchando los lejanos gritos de las gaviotas y el suave romper de las olas en la costa.
—Año tras año —dijo al cabo de un rato—, con las muertes, el sufrimiento y la crueldad que causan, los duendes obligan a que la bondad, la honestidad y la verdad se vean arrinconadas en un lugar cada vez más pequeño. Vivimos en un mundo que se vuelve cada vez más frío y más ruin, principalmente, aunque no del todo, por causa de ellos, un mundo en que casi todos los ejemplos de conducta que reciben las jóvenes generaciones van de mal en peor, lo cual garantiza que las nuevas generaciones serán menos compasivas que las anteriores. Cada nueva generación será más tolerante con la mentira, el crimen y la crueldad. Nos separan apenas veinte años de los asesinatos colectivos de Hitler, pero ¿se acuerda la gente realmente, o le importa lo que pasó? Stalin mató, al menos, tres veces más personas que Hitler, pero nadie habla de ello. Ahora, en la China, Mao Tse Tung mata a millones y deja a otros millones más hechos polvo en los campos de trabajos forzados. ¿Y oyes tú que protesten muchos por ese ultraje? Este fenómeno no se invertirá hasta que…
—¿Hasta qué?
—Hasta que hagamos algo con los duendes.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros.
—¿Tú y yo?
—Al principio, solo tú y yo.
Permanecí tumbado de espaldas, con los ojos cerrados.
Hasta que Rya habló de nuevo, sentí como si el sol me atravesara y penetrara en la tierra, como si yo me hubiese vuelto completamente transparente. En esa transparencia imaginada, encontré una medida de alivio, de liberación de la responsabilidad y de las inexorables consecuencias de las noticias que acabábamos de oír en la radio.
Sin embargo, de pronto, mientras reflexionaba sobre lo que había opinado Rya, me sentí como si estuviera sujeto por los rayos del sol, inmóvil, atrapado.
—No podemos hacer nada —le dije, intranquilo—. Al menos, nada que cambie radicalmente las cosas. Podemos tratar de aislar y matar a los duendes que encontremos, pero es probable que sean millones. Matar a unas docenas o a algunos centenares no tendrá efecto real.
—Podemos hacer algo más que matar a los que nos encontremos —me replicó—. Hay algo más que podemos hacer.
No respondí.
Unos doscientos metros hacia el norte, las gaviotas recorrían la playa en busca de los restos de alimento que había dejado el gentío del día anterior: pequeños peces muertos, migajas de bocadillos. Los gritos distantes de las aves, que me habían parecido estridentes y ávidos, los percibí en ese momento fríos, fúnebres y melancólicos.
—Podemos ir a enfrentarlos —me propuso.
Deseé que Rya no siguiera hablando, le supliqué en silencio que no continuara, pero su voluntad era más fuerte que la mía, y mis ruegos mudos no tuvieron efecto alguno.
—Están concentrados en Yontsdown —me explicó—. Tienen una especie de madriguera, una repelente y apestosa madriguera. Debe de haber otros lugares como Yontsdown. Están en guerra con nosotros, pero libran todas las batallas según sus propias condiciones. Slim, eso lo podemos cambiar. Podemos presentar batalla en donde ellos se concentran.
Abrí los ojos.
Rya estaba sentada, inclinada sobre mí, y me miraba. La vi increíblemente hermosa y sensual, pero bajo su radiante feminidad vi también una feroz determinación y una voluntad de acero, como si fuera la encarnación de una antigua diosa de la guerra.
El ruido de las olas que rompían suavemente contra la costa parecía el de cañonazos en la distancia, los ecos de un combate lejano. La tibia brisa producía un sonido pesaroso en las plumosas frondas de las palmeras.
—Podemos presentar batalla donde se concentran —repitió.
Pensé en mi madre y en mis hermanas, a quienes había perdido por mi incapacidad de agachar la cabeza y de permanecer completamente al margen de la guerra, porque había presentado batalla al tío Denton, en vez de dejarlo que hiciera la guerra conforme a sus propias condiciones.
Me estiré y toqué la suave frente de Rya, las sienes y las mejillas elegantemente esculpidas, los labios.
Me besó la mano.
—Nosotros —dijo clavando su mirada en la mía— hemos encontrado uno en el otro una alegría y un motivo para vivir como nunca siquiera nos imaginamos que lo tendríamos. Ahora tenemos la tentación de hacer como el avestruz, de meter la cabeza en el pozo y de desentendernos de lo que pasa con el resto del mundo. Tenemos la tentación de gozar de lo que poseemos juntos y mandar al diablo todo lo demás. Durante un tiempo…, quizá seríamos felices con eso. Pero solamente durante un tiempo, porque, más tarde o más temprano, esa cobardía y ese egoísmo nos harían sentir una vergüenza tremenda, la culpa nos agobiaría. Mira, Slim, sé de lo que te hablo. Recuerda que hasta hace poco yo viví todo eso, así, interesada solamente en mí, en mi propia supervivencia. Un día tras otro, en esa tristeza, la culpa me consumía viva. Tú nunca has sido así; tú siempre has tenido sentido de la responsabilidad y, pienses lo que pienses, nunca serás capaz de desprenderte de él. Pero ahora que yo también he adquirido sentido de la responsabilidad tampoco podré abandonarlo. Mira, nosotros no somos como esa gente de Nueva York, que decía la radio que miraba cómo mataban a puñaladas a Kitty Genovese y no hacían nada. No, Slim, nosotros no somos así. Si nos proponemos ser así, terminaremos odiándonos a nosotros mismos y empezaremos a echarnos la culpa el uno al otro por nuestra cobardía; nos volveremos unos amargados y con el tiempo dejaremos de amarnos como nos amamos ahora. Todo lo que tenemos juntos y todo lo que esperamos tener depende de que sigamos comprometidos con esto, de que hagamos buen uso de la capacidad que nos permite ver a los duendes y de que hagamos frente a nuestras responsabilidades.
Bajé la mano hasta la rodilla de Rya. Qué tibia…, qué tibia la tenía.
—¿Y si morimos? —le pregunté por fin.
—Al menos, no habrá sido una muerte inútil.
—¿Y si sólo muere uno de los dos?
—El otro vivirá para vengarse.
—Valiente consuelo —observé.
—Pero nosotros no vamos a morir —me aseguró.
—Pareces muy convencida de eso —le repliqué.
—Lo estoy. Sin duda alguna.
—Ojalá yo también pudiera estar tan seguro como tú.
—Puedes estarlo.
—¿Cómo?
—Tienes que creer.
—¿Así de fácil?
—Sí. Tienes que creer en el triunfo del bien sobre el mal.
—Sí, es como creer en Santa Claus —le dije.
—No —me respondió—. Eso es una fantasía que se sostiene solamente por la fe. Pero ahora estamos hablando de la bondad, la misericordia y la justicia, que no son fantasías y que van a existir creas tú o no en ellas. No obstante, si crees, pondrás en práctica tus creencias y, si actúas, ayudarás a que el mal no triunfe. Pero para eso tienes que actuar. No queda otro remedio.
—Eso suena muy convincente —repliqué. No respondió—. Tú eres capaz de vender neveras a los esquimales. —Me miró fijamente—. Abrigos de piel a los hawaianos. —Esperó—. Lámparas de lectura a los ciegos. —No quiso mostrar su sonrisa—. Y hasta coches usados —terminé.
Sus ojos eran más profundos que el mar.
Más tarde, al volver a la caravana, hicimos el amor.
A la luz ámbar de la lámpara de noche, parecía que el cuerpo de Rya, bronceado por el sol, estaba hecho de un terciopelo de color de miel y canela, salvo en aquellas partes protegidas por el bañador de dos piezas, donde la textura de su piel perfecta era más pálida y más suave si cabe.
Cuando estuve en lo más hondo de ella y mí semen sedoso se deshizo de pronto en un montón de veloces hebras líquidas, pensé que esos filamentos nos cosían el uno al otro, cuerpo con cuerpo y alma con alma.
Cuando finalmente me ablandé y, encogido, me retiré de ella, le pregunté:
—¿Cuándo salimos para Yontsdown?
—¿Mañana? —me propuso en un susurro.
—De acuerdo —convine.
Fuera el crepúsculo había traído consigo un viento caluroso procedente del oeste, del otro lado del golfo, que azotaba las palmeras, golpeteaba las cañas de bambú y provocaba un murmullo entre los pinos de Australia.
El viento hizo chirriar el metal de las paredes y el techo del vehículo. Rya apagó la luz, y permanecimos juntos en la penumbra, ella de espaldas sobre mi vientre, escuchando el viento; quizá nos sentíamos satisfechos por la decisión que habíamos tomado y por el coraje que demostrábamos; quizá nos sentíamos orgullosos de nosotros mismos; pero también teníamos miedo, realmente mucho miedo.