CAPÍTULO 18
PRIMER EPÍLOGO

Conseguimos marcharnos de Yontsdown gracias a que todos los feriantes corrieron grandes riesgos para protegernos. Muchos de ellos no supieron por qué dos policías habían sido asesinados en la caravana de Rya ni tenían por qué saberlo, ni tampoco les interesaba mucho el asunto. Joel Tuck se inventó una historia. Y, si bien nadie se la creyó ni siquiera un minuto, todos quedaron satisfechos. Cerraron filas en torno de nosotros con admirable camaradería, dichosamente inconscientes de que tenían ante sí un enemigo mucho más formidable que la gente normal y la comisaría de policía de Yontsdown.

Joel cargó el cuerpo de esa cosa que se llamaba Kelsko y de su ayudante en el coche patrulla, los llevó a un lugar tranquilo, decapitó ambos cuerpos y enterró las cabezas. Después llevó el vehículo (con los dos cuerpos decapitados) a la ciudad de Yontsdown y lo dejó estacionado, justo antes del amanecer, en un callejón al que daban los fondos de un almacén. Luke Bendingo lo recogió y lo condujo de regreso a la feria, sin saber que los dos polis muertos habían sido decapitados.

Los demás duendes de Yontsdown habrían creído que Kelsko había sido asesinado por un psicópata antes de dirigirse al recinto ferial. Pero, incluso en caso de que sospecharan de nosotros, no podían probar nada.

Yo me oculté en la caravana de Gloria Neames, la mujer gorda, que se mostró amable como nunca nadie lo había sido conmigo. Ella también poseía determinados poderes psíquicos. Podía hacer que levitaran objetos pequeños si se concentraba en ellos, y era capaz de encontrar objetos perdidos valiéndose de una vara de adivina. No podía ver a los duendes, a pesar de que sabía que Joel Tuck, Rya y yo los veíamos. En razón de los talentos que poseía (de los cuales Joel se había percatado) y de que de alguna manera ella era como nosotros, le fue más fácil creer lo que le contamos acerca de la especie demoníaca.

—A veces, Dios aprieta pero no ahoga —comentó—. Supongo que un elevado porcentaje de los monstruos de feria como nosotros tiene poderes psíquicos, más que el resto de la población en general; supongo también que nacimos para estar juntos. Pero cariño, entre tú y yo, te puedo asegurar que daría de inmediato mis poderes psíquicos a cambio de ser delgada y guapa.

El médico de la feria, un antiguo alcohólico que se llamaba Wínston Pennington, acudió a la caravana de Gloria dos o tres veces diarias para tratarme la herida. Ni los órganos vitales ni las arterias habían sido afectados. Pero me vino fiebre, un fuerte ataque de vómitos que me dejó deshidratado y, a raíz de todo ello, caí en estado de delirio. Por lo cual, no recuerdo gran cosa de lo que ocurrió en los seis días posteriores al enfrentamiento que mantuve con Rya en el cementerio.

Rya.

Era preciso que ella desapareciera. Después de todo, muchos demonios sabían que era colaboradora y seguirían acosándola, pidiéndole que les señalara a aquellas personas que eran capaces de verlos detrás de sus máscaras. Rya no quería hacer eso más. Estaba bastante segura de que solamente Kelsko y su ayudante sabían de mí. Ahora que ellos habían muerto, yo me encontraba a salvo. Pero ella tuvo que desaparecer. Arturo Sombra presentó una denuncia de desaparición en la comisaría de Yontsdown, aunque, como era de suponer, no se encontró pista alguna. Durante los dos meses siguientes, la feria Hermanos Sombra explotó las concesiones en nombre de ella, pero al cabo de ese tiempo hizo ejercicio de sus derechos contractuales y recuperó la posesión de las atracciones, las cuales me fueron vendidas gracias a los fondos aportados por Joel Tuck.

Al final de la temporada, conduje la caravana de Rya a la ciudad de Gibsonton (Florida) y la estacioné junto a la otra caravana más grande que ella tenía allí permanentemente. Gracias a unos inteligentes trámites, me convertí asimismo en el propietario de las atracciones de Gibsonton, donde viví solo desde mediados del mes de octubre hasta la semana anterior a la de Navidad, cuando se unió a mí una mujer de asombrosa hermosura que tenía unos ojos azules como los de Rya Raines, un cuerpo perfectamente esculpido como el de ella, pero cuyos rasgos faciales eran ligeramente distintos y cuyo cabello era color de alas de cuervo. Dijo que se llamaba Cara MacKenzie, que era una prima de Detroit a quien hacía mucho tiempo que no veía y que teníamos un montón de cosas de que hablar.

En realidad, a pesar de mi determinación de obrar de forma comprensiva y humana, y de que estaba dispuesto a perdonar, aún tenía que resolver parte del resentimiento y de la desaprobación por lo que ella había hecho; de modo que la conversación entre los dos resultó en extremo embarazosa hasta el día de Navidad. Entonces no pudimos permanecer callados. Dedicamos mucho tiempo a sondearnos mutuamente, a restablecer los vínculos. Debido a todo ello, no nos acostamos hasta el quince de enero. La cosa no fue tan bien como había ido en otras ocasiones. Pero, para principios de febrero, habíamos decidido que, después de todo, Cara MacKenzie no iba a ser mi prima de Detroit, sino mi esposa. Y aquel invierno Gibsonton tuvo una de las bodas más grandes que conoció en toda su historia.

Quizá Rya no estaba tan hermosa como cuando era rubia y quizá las escasas modificaciones quirúrgicas que se había hecho en el rostro le habían quitado un poquito de su belleza; no obstante, era aún la mujer más hermosa del mundo, y, lo que es más importante, había comenzado a expulsar a la otra Rya, la que estaba afectada por una parálisis emotiva, una especie de duende diferente que había anidado dentro de ella.

El mundo siguió su marcha, como suele ocurrir.

Aquél fue el año en que mataron a nuestro presidente en la ciudad de Dallas. Fue el fin de la inocencia, el fin de una determinada manera de pensar y de ser. Algunos, presa del desánimo, dijeron que era también la muerte de la esperanza. Pero del mismo modo que el otoño quita las hojas a los árboles y deja al desnudo sus ramas esqueléticas, éstas vuelven a revestirse de ellas con la venida de la primavera.

Ése también fue el año en que los Beatles lanzaron su primer disco en Estados Unidos; el año en que The End of the World, de Skeeter Davis, ocupó el primer puesto en la lista de canciones del mercado norteamericano; el año en que las Ronettes grabaron Be My Baby. Y ese mismo invierno, en el mes de marzo Rya y yo regresamos a Yontsdown (Pensilvania) por espacio de varios días para llevar la guerra contra el enemigo.

Pero ésa es otra historia.

La que ahora sigue.