CAPÍTULO 17
SE CUMPLE LA PESADILLA

Kelsko empuñaba un revólver Smith & Wesson calibre 45, aunque no me encañonaba con él, pues, habida cuenta de la doble ventaja que representaba su aparición sorpresiva y la autoridad policial que detentaba, pensó que no tendría necesidad de emplear el arma. Llevaba el arma a un costado con el cañón apuntando al suelo. No obstante, a la menor señal de problemas, podría alzarla y abrir fuego.

El duende me miraba de reojo maliciosamente desde atrás del rostro humano de aspecto grosero, duro y de líneas rectangulares que le servía de disfraz. Pude ver bajo las espesas cejas los demoníacos ojos fundidos que estaban circunvalados por una piel gruesa y agrietada. Tras el grosero tajo que el hombre tenía por boca, se encontraba la del duende, provista de dientes terriblemente afilados y colmillos en forma de garfio. La primera vez que vi al duende Kelsko en su oficina de la comisaría de Yontsdown, me impresioné porque parecía mucho más malévolo y feroz que la mayor parte de los de su especie y, además mucho más feo. La carne cuarteada y arrugada, la piel con barba, los labios callosos, las ampollas, las verrugas y toda una colección de cicatrices parecían indicar que el monstruo era muy anciano. Rya me había dicho que algunos llegaban a vivir mil quinientos años y hasta más, por lo que no era difícil creer que la cosa que se llamaba Lisle Kelsko tuviese esa edad. Era probable que hubiese vivido treinta o cuarenta vidas como las de los seres humanos, a lo largo de las cuales habría cambiado una identidad por otra y matado a miles de personas en el transcurso de los siglos, además de torturar directa o indirectamente a decenas de miles más. Todas esas vidas y todos esos años lo habían traído allí esa noche para acabar conmigo.

—Slim Mackenzie —me dijo, conservando su identidad humana sin otro propósito que el sarcasmo—, quedas arrestado a raíz de las indagaciones que estamos efectuando sobre diversos homicidios ocurridos últimamente…

Yo no iba a permitir que el monstruo me llevara en el coche patrulla a una de sus cámaras de tortura particulares. La muerte instantánea en ese preciso momento, me atraía mucho más que la idea del sometimiento. Así que, antes de que la criatura pudiera terminar su discursillo, alargué la mano hasta la bota y la coloqué sobre el cuchillo. Como estaba de espaldas al duende y me había girado para mirarlo, la bestia no podía ver la bota ni mi mano. Por algún motivo (ahora pienso que yo «sabía» el motivo), nunca le había hablado a Rya acerca del cuchillo. Ella no se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que extraje la hoja de la vaina y, con un rápido movimiento, me puse de pie, me di la vuelta y lo arrojé.

Actué con tanta velocidad que Kelsko no tuvo oportunidad de alzar el arma y dispararme. Sólo logró hacer un disparo al suelo en el preciso momento en que caía hacia atrás con la hoja que sobresalía de su garganta. La detonación sonó como el bramido de Dios en la pequeña habitación Rya gritó, no a modo de advertencia, sino por efecto de la impresión, pero el demonio Kelsko estaba muerto antes de que el sonido escapara de la garganta de ella.

Justo cuando Kelsko caía al suelo y cuando aún resonaba en el vehículo el eco del estampido del disparo, me precipité sobre la bestia, cogí el cuchillo y lo hice girar en la herida para rematar el trabajo; luego lo extraje de la carne, de donde salió la sangre a borbotones, me puse de pie y me giré en el preciso momento en que Rya había abierto la puerta por donde se disponía a entrar un policía de Yontsdown. Era el mismo funcionario que había permanecido de pie en un ángulo de la oficina de Kelsko el día en que Gelatina, Luke y yo fuimos a entregar el «soborno»; era duende igual que su jefe. El policía acababa de pisar el último peldaño, justo a este lado de la puerta. Vi que sus ojos se dirigían rápidamente al cuerpo de Kelsko; vi también que se había quedado electrizado al tomar conciencia de súbito del peligro de muerte que había; pero para ese momento yo ya tenía el cuchillo en la mano derecha en posición de lanzamiento. Lo arrojé. La hoja partió la nuez del demonio en el mismo momento en que éste apretaba el gatillo del Smith & Wesson. Como no había podido apuntar bien, la bala destrozó una lámpara que quedaba a mi izquierda. El duende cayó de espaldas, por la puerta abierta, escaleras abajo, hacia la noche.

El rostro de Rya era la definición misma del terror. Pensó que ahora la iba a matar a ella también.

Se precipitó fuera de la caravana y huyó para salvar la vida.

Me quedé allí durante un momento, jadeando, abrumado, incapaz de moverme. No habían sido esas muertes lo que me había dejado estupefacto, pues ya había matado anteriormente, y más de una vez. No fue en absoluto ésa la causa de que tuviera las piernas débiles y entumecidas; también antes había pasado por montones de experiencias como ésa. Lo que me había dejado clavado allí, inmóvil, fue la conmoción que experimenté al darme cuenta del cambio radical que se había registrado entre ella y yo, de lo que había perdido y nunca podría recuperar. Me pareció que el amor no era más que una cruz en la cual ella me había crucificado.

Pero entonces desapareció la parálisis.

Me dirigí a trompicones hacia la puerta.

Descendí los peldaños de metal.

Pasé al lado del policía muerto.

Vi a otros feriantes que habían acudido al oír las detonaciones. Uno de ellos era Joel Tuck.

Rya estaba a unos treinta metros de distancia; corría por la calle que quedaba entre las hileras de remolques, en dirección a la parte posterior del prado. Al atravesar los charcos de oscuridad que alternaban con las corrientes de luz procedentes de las ventanas y de las puertas de los remolques, el efecto estroboscópico que ello producía le daba un aspecto irreal, como si se tratase de una figura espectral que huía en un paisaje de sueños.

No quería perseguirla.

Si la alcanzaba, podría tener que matarla.

No quería matarla.

Debería marcharme. Irme. Sin volver nunca la vista atrás. Olvidar.

Fui tras ella.

Como en una pesadilla, corríamos sin ir a ninguna parte, con infinitas hileras de remolques que nos encorsetaban, durante unos diez o veinte minutos, según me pareció. Seguimos corriendo y corriendo, pero yo sabía que Gibtown sobre ruedas no era tan grande, sabía que la histeria me había distorsionado el sentido del tiempo, y que en realidad habría pasado menos de un minuto desde que los dos salimos corriendo de la caravana en dirección al campo abierto. Los altos tallos de la hierba me herían las piernas, las ranas saltaban a mi paso y alguna que otra luciérnaga se golpeaba contra mi cara. Corrí a más no poder. Estiraba las piernas, trataba de dar las zancadas más largas posibles, Pese a que sufría terriblemente por la paliza que había recibido poco antes. Si bien Rya tenía la velocidad del terror, fui acortando sin remisión la distancia que mediaba entre ambos. En el momento en que alcanzó el linde del bosque, yo ya estaba a poco menos de quince metros de ella.

Rya no se volvía para mirar en ningún momento.

Sabía que yo estaba allí.

Aunque faltaba poco para el alba, la noche era aún muy oscura y en el bosque reinaba una oscuridad aún mayor. Sin embargo, a pesar de que corríamos casi a ciegas bajo esa bóveda hecha de agujas de pino y ramas frondosas, ninguno de los dos aminoró el paso. Rebosantes de adrenalina como estábamos, parecía que les exigíamos a nuestras facultades psíquicas y recibíamos de ellas más de lo que nunca habíamos conseguido anteriormente, pues de manera intuitiva encontrábamos el camino más fácil en nuestra carrera por el bosque, ya que, en cuanto se terminaba uno de los estrechos senderos de venados, de inmediato pasábamos a otro; atravesábamos los obstáculos formados por los arbustos en los lugares más accesibles; saltábamos de una mesa de piedra caliza a un tronco caído, a través de un pequeño arroyo; cogíamos otro sendero de venados, como si nos hubiéramos convertido en criaturas de la noche dotadas de aptitudes innatas para la caza nocturna. Aunque continuaba aproximándome a Rya, aún me llevaba unos siete metros de ventaja cuando salimos de los límites del bosque en lo alto de una larga colina y comenzamos a descender…

… en dirección a un cementerio.

Di un patinazo y fui a parar contra un alto monumento, donde me quedé, horrorizado, con la mirada fija en el camposanto que se extendía abajo. Era grande, aunque no interminable, como el que aparecía en el sueño que Rya me había pasado. Había centenares y centenares de bloques de granito y de mármol de formas rectangulares, cuadradas y de aguja, que emergían de la falda de la colina; muchos de ellos eran visibles en un grado u otro porque, al pie de la elevación, corría una calle bordeada de lámparas de gas de mercurio, que iluminaban por completo el sector más bajo del cementerio y creaban un brillante telón de fondo donde se reflejaban las siluetas de las lápidas que había en los tramos superiores de la ladera. A diferencia de lo que ocurría en el sueño, no veía la nieve, pero los globos de las lámparas de mercurio emitían una luz blancuzca con tonos difuminados de azul, por efecto de la cual me parecía que la hierba del cementerio estaba cubierta de escarcha. Tuve también la impresión de que las lápidas vestían chaquetas de hielo. De los árboles agitados por la brisa se desprendían montones de semillas provistas de borrosas membranas de color blanco que eran dispersadas con rapidez por el viento y que se arremolinaban en el aire y luego caían al suelo como si fueran copos de nieve. Todo ello causaba un efecto sorprendentemente similar al paraje glacial que había visto en la pesadilla.

Rya no se había detenido, sino que había tomado un sendero tortuoso que corría entre las lápidas y había aumentado otra vez la distancia que nos separaba.

Me pregunté si ella sabría que el cementerio estaba allí o si habría quedado tan sorprendida como yo. Como había acudido con la feria otros años a Yontsdown, era posible que alguna vez, al dar un paseo, hubiese llegado hasta el linde del prado y que, tras internarse en el bosque, hubiese subido a la cima de esa colina. Pero si sabía que el cementerio estaba allí, ¿por qué había huido precisamente en esa dirección? ¿Por qué no había tomado otra dirección o, al menos, por qué no había hecho un pequeño esfuerzo para desbaratar el destino que los dos habíamos visto en el sueño?

Sabía que la respuesta era una sola: aunque ella no quería morir…, sin embargo, lo deseaba.

Tenía miedo de dejar que yo la alcanzara.

Pero quería que la alcanzara.

No sabía qué pasaría cuando pusiera mis manos sobre ella. Pero sí sabía que no era fácil dar la vuelta y que no podía permanecer en el cementerio hasta que terminara osificado y convertido en un monumento como los otros que había allí. Decidí seguirla.

Durante la persecución por el prado y el bosque, Rya no se había girado para mirarme; ahora lo hizo para ver si aún la seguía; luego siguió corriendo, se giró de nuevo y continuó corriendo, pero a menos velocidad. En la última ladera me di cuenta de que Rya cantaba un canto fúnebre, un espantoso gemido de pena y de angustia. Entonces acorté definitivamente la distancia que nos separaba y la detuve. Ella se volvió hacia mí.

Estaba sollozando. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, percibí una mirada de conejo cazado. Por espacio de un segundo o dos buscó mi mirada y luego se dejó caer sobre mí. Durante un instante pensé que ella había visto algo que necesitaba ver en mis ojos, aunque en realidad había visto exactamente lo contrario, algo que la aterrorizó aun más. Se había reclinado en mí, no como la amante que busca compasión, sino como aquel enemigo que, en su desesperación, se aferra al contrario para asestar la estocada mortal con toda precisión. No sentí dolor al principio, sino una calidez que se propagaba por mi cuerpo, pero cuando bajé la vista y vi el cuchillo que ella me había clavado, tuve la certeza momentánea de que, después de todo, eso no era la realidad sino otra pesadilla más.

¡Mi propio cuchillo! Rya lo había cogido de la garganta del policía muerto. Le agarré la mano con que empuñaba el cuchillo e impedí que lo hiciera girar y que pudiera retirarlo para apuñalarme otra vez. La hoja había penetrado en la carne por suerte a unos ocho centímetros a la izquierda del ombligo; si lo hubiese hecho en el centro del abdomen, me habría atravesado el estómago y el colon, y mi muerte habría sido segura. Todavía era malo, joder, y a pesar de la gravedad de la herida y de que su calidez se había transformado en un ardor que me quemaba, todavía no sentía dolor alguno. Rya hizo un esfuerzo para arrancar el cuchillo de mi cuerpo. Yo hice otro esfuerzo igual para que permaneciésemos rígidamente unidos. Entonces, mi mente, que trabajaba a la velocidad de la luz, vio que sólo había una solución. Igual que en el sueño, incliné la cabeza y acerqué la boca a su garganta…

… y no pude hacerlo.

No pude atacarla con los dientes como lo habría hecho un animal salvaje, no pude abrirle la yugular, no pude soportar siquiera la idea de sentir en la boca el chorro de sangre de Rya. Ella no era un duende. Era un ser humano. Uno de mi propia especie. Uno de nuestra pobre y enferma raza, triste y tan sufrida. Había conocido el sufrimiento y lo había vencido; y si había cometido errores (incluso monstruosos errores), había sido porque tenía motivos para ello. Si no era posible perdonarla, al menos se la podía comprender; y en la comprensión hay perdón, y en el perdón, esperanza.

Una prueba de la verdadera humanidad es la incapacidad de matar a los de la propia especie. De eso no cabe duda. Pues si ello no constituye prueba, no existe eso que denominamos «verdadera humanidad» y, en consecuencia, todos nosotros somos duendes en esencia.

Alcé la cabeza.

Le solté la mano, la mano con la que empuñaba el cuchillo.

Rya extrajo la hoja de mi carne.

Me quedé con los brazos caídos a los costados, indefenso.

Ella retiró el brazo.

Cerré los ojos.

Pasó un segundo, luego otro y otro.

Abrí los ojos.

Rya dejó caer el cuchillo.

Era la prueba.