Rya estaba sentada en un sillón de la sala de estar de la caravana. Aún vestía los pantalones color marrón y la blusa verde esmeralda que llevaba cuando me despedí de ella. Tenía un vaso de whisky en una mano y, cuando le miré la cara, empecé a decirle dos o tres palabras de la mentira que había pensado en el camino de regreso a casa, pero me corté enseguida. Había ocurrido algo terrible; pude verlo en sus ojos, en el temblor que suavizaba su boca, en los aros negros como el hollín que habían aparecido alrededor de sus ojos y en la palidez que la avejentaba.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Me señaló el sillón que quedaba enfrente del suyo. Cuando le indiqué las manchas que llevaba en los pantalones (que no eran tan evidentes ahora que las veía a la luz), me dijo que no importaba y me señaló otra vez el sillón, aunque esta vez pude percibir una nota de impaciencia. Me senté y entonces, de repente, me di cuenta de la sangre y el barro que llevaba en las manos y comprendí que posiblemente en la cara también tendría una o dos gotas de sangre. Parecía, sin embargo, que a Rya ni le impresionaba mi aspecto ni tampoco sentía curiosidad por él, que no tenía interés en mi paradero durante las tres horas anteriores; todo ello debía indicar la gravedad de las noticias que tenía que transmitirme.
Cuando me senté en el borde del sillón, ella bebió un largo trago de whisky; el cristal del vaso le tamborileó contra los dientes.
Tras experimentar un escalofrío, comenzó a hablar:
—Cuando tenía once años, maté a Abner Kady y me apartaron de mi madre. Eso ya te lo conté. Entonces me llevaron a un orfanato para huérfanos. Eso también te lo conté. Pero lo que no te conté es que…, cuando fui al orfanato…, allí fue la primera vez que los vi. —Me quedé mirándola, sin comprender—. Ellos —me dijo—. Ellos dirigían el orfanato. Ellos eran los que mandaban. El director, el subdirector, la jefa de enfermeras, el doctor que no vivía allí pero que estaba en hilo directo las veinticuatro horas del día, el abogado, la mayoría de los profesores, casi todo el personal era de ellos. Yo era la única cría que podía verlos.
Me quedé estupefacto y comencé a levantarme.
Con un gesto me indicó que permaneciese donde estaba y añadió:
—Hay más todavía.
—¡Tú también los ves! ¡Esto es increíble!
—No tan increíble —me replicó—. La feria es el mejor hogar del mundo que pueden encontrar los desplazados de la sociedad. ¿Y qué mayor desplazado que aquel que puede ver a… los otros?
—Duendes —le dije—. Yo los llamo duendes.
—Ya lo sé. Pero ¿no es lógico que los que son como nosotros tengan que ir a parar a la feria… o a un manicomio… más que a cualquier otro lugar?
—Joel Tuck —le confesé.
Rya pestañeó de la sorpresa y me preguntó:
—¿Él también los ve?
—Sí. Y sospecho que sabe que tú ves a los duendes.
—Pero nunca me lo ha dicho.
—Porque dice que detecta algo siniestro en ti, y es hombre muy precavido.
Rya terminó el whisky y se quedó un largo rato mirando los cubitos de hielo que había en el vaso, pálida como nunca la había visto antes.
—No. Quédate —dijo cuando levantó la vista—. Slim, no te acerques. No quiero que trates de consolarme. No quiero que me abracen. No ahora. Tengo que terminar esto.
—De acuerdo. Continúa.
—Nunca vi a… los duendes en las colinas de Virginia. No había mucha gente por aquellos lugares y nosotros nunca nos alejábamos mucho de casa, nunca veíamos forasteros. Así que no había posibilidades de que me los encontrara. Cuando los vi en el asilo por vez primera, me quedé aterrada, pero sentí que me… eliminarían… si dejaba que se enteraran de que yo era capaz de ver a través de su falsa conducta. Mediante un ¡hábil interrogatorio y un montón de indirectas, pronto me di cuenta! de que, de los demás niños, ninguno se daba cuenta de las bestias que había dentro de nuestros guardianes.
Alzó el vaso de whisky, recordó que lo había terminado y lo colocó en el regazo, donde lo sostuvo con ambas manos para impedir que temblara. Luego continuó:
—¿Puedes comprender lo que es para un niño indefenso estar a merced de esas criaturas? Oh, no nos hacían mucho daño físico, porque habrían abierto una investigación si hubieran aparecido muchos niños muertos o con fuertes palizas. Pero el código de disciplina daba amplia libertad para un montón de azotes y una extensa variedad de castigos. Además, eran maestros de la tortura psicológica; nos mantenían constantemente en estado de miedo y de desesperación; parecía que ellos se «alimentaban» de nuestras aflicciones, de la energía psíquica que producía la angustia que sentíamos.
Tuve la impresión de que se me habían formado agujas de hielo en la sangre.
Tuve deseos de abrazarla, de acariciarle el pelo, de asegurarle de que ellos nunca volverían a posar sus sucias manos en ella, pero percibí que aún no había concluido y que no le gustaría en absoluto que la interrumpiesen.
—Pero había un destino peor que tener que estar en el asilo: la adopción —continuó Rya. Su voz se había convertido en un susurro—. Verás, pronto me di cuenta de que, con frecuencia, las parejas que iban para conocer a los niños que querían adoptar eran duendes; además, jamás daban un niño a una familia, si al menos uno de los dos no era… de su especie. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿Te das cuenta? ¿Sabes qué les pasaba a esos niños que eran adoptados? En la intimidad de las nuevas familias, fuera del alcance de la vista del Estado, que podría haber visto las evidentes infracciones que se cometían en el orfanato, en la «santidad» de la familia donde es más fácil esconder los oscuros secretos, los torturaban y los usaban de juguetes para placer de los duendes que los habían tomado en custodia. Si estar en el asilo era el infierno, todavía era peor que a uno lo mandaran a la casa de una pareja de ellos.
El hielo que se me había formado en la sangre se propagó hasta los huesos; pareció que tenía solidificado hasta el tuétano.
—Me hice la estúpida para evitar que me adoptaran; fingí que tenía un coeficiente intelectual tan bajo que, si me torturaban, iba a ser tan divertido como torturar a un animal tonto. Lo que ellos querían era una reacción, ¿sabes? Eso es lo que los emociona. No se trata solamente de la reacción física al daño que ellos causan; eso es totalmente secundario. Lo que ellos quieren es la angustia de la persona, el miedo. Por eso es difícil suscitar un estado de terror complejo que les resulte satisfactorio en un animal. Así que logré evitar que me adoptaran y, cuando tuve la edad y la dureza suficientes para saber que podía arreglármelas por mí sola, me escapé y me vine a la feria.
—¿Cuando tenías catorce?
—Sí.
—La edad y la dureza suficientes —repetí yo con un tono de amarga ironía.
—Después de once años de aguantar a Abner Kady y de tres años bajo el pie de los duendes —agregó—, tenía toda la dureza que uno puede necesitar.
Si hasta ese entonces me habían parecido impresionantes el aguante, la perseverancia, la fuerza y el coraje que había visto en ella, las novedades que acababa de revelarme me permitieron vislumbrar una especie de valentía tan inmensa que no era capaz de comprenderla. Había encontrado una mujer especial, de acuerdo, una mujer cuya determinación de sobrevivir suscitó en mí una suerte de admiración reverente.
Me desplomé en el sillón, como si de pronto me hubiese quedado tullido por el horror de lo que acababa de enterarme. Tenía la boca seca y con un sabor amargo, me ardía el estómago y sentía un inmenso vacío dentro de mí.
—Maldita sea, ¿qué es lo que son? ¿De dónde vienen? ¿Por qué atormentan a la raza humana? —le pregunté.
—Yo lo sé.
Por espacio de un momento, no comprendí del todo el significado de esas tres palabras. Pero luego, cuando me di cuenta de que literalmente quiso decir que ella sabía la respuesta a las tres preguntas que le había formulado, me incliné hacia adelante en el sillón, con el aliento cortado y como si estuviera electrizado.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo averiguaste? —quise saber. Ella permaneció con la mirada fija en las manos, sin hablar—. ¿Rya?
—Ellos son nuestra creación —me respondió.
Me quedé sobresaltado y quise saber más:
—¿Cómo es posible que eso sea verdad?
—Bueno, verás… La humanidad habita este mundo desde mucho antes de lo que creen las ideas de moda. Hubo una civilización muchos miles de años antes que la nuestra…, antes de la historia escrita, que fue incluso mucho más adelantada que la nuestra.
—¿De qué hablas? ¿Una civilización perdida?
—Perdida…, destruida —asintió Rya—. La guerra y la amenaza de guerra fue el mismo problema para la gente de esa civilización anterior que para nosotros ahora. Esas naciones llegaron a inventar armas atómicas y alcanzaron una situación de empate que no era diferente a la que nos aproximamos actualmente. Pero ese empate no condujo a que se hiciera una paz incómoda o a la paz por necesidad. Diablos, no fue así. No. En vez de ello, como estaban empatados, buscaron otros medios de hacer la guerra.
Una parte de mí se preguntó cómo era posible que ella supiese todo lo que me contaba, pero ni por un instante dudé de que eso fuese verdad, pues a través de mi sexto sentido (y quizá también gracias a un vestigio de memoria colectiva que estaba profundamente hundido en mi subconsciente) pude percibir una realidad siniestra que a otras personas les habría parecido un cuento de hadas o la fantasía de un loco. No soportaba tener que interrumpirla de nuevo para preguntarle dónde había encontrado la fuente de esos datos. En primer lugar, parecía que Rya no estaba preparada para revelármela. Por otro lado, yo estaba hechizado, me sentía obligado a escuchar ese relato fantástico, y ella parecía igualmente obsesionada. No hubo nunca un niño que quedara más cautivado por una fábula maravillosa, ni tampoco nunca escuchó un condenado la lectura de su sentencia con más pavor que el que yo sentí esa noche al escuchar el relato de Rya Raines.
—Con el tiempo —continuó— fueron capaces de… alterar la estructura genética de los animales y de las plantas. No sólo de alterarla, sino que también supieron la manera de corregirla, de dividir los genes, suprimir características o añadirlas a gusto.
—Eso es fantasía científica.
—Para nosotros, sí. Pero para ellos era una realidad. Ese adelanto permitió mejorar enormemente la vida de las gentes, pues se logró que fueran mejores las cosechas…, el suministro de alimentos más estable… y se creó un montón de medicinas nuevas. Pero al mismo tiempo había muchas posibilidades de que fuera usado para hacer el mal.
—Y no pasó mucho tiempo antes de que exploraran esas posibilidades —señalé yo, no porque hubiera tenido una idea clarividente del asunto, sino porque tenía la cínica seguridad de que la humanidad no había sido muy diferente ni mejor decenas de miles de años atrás de lo que era en la actualidad.
—El primer duende que crearon fue con fines puramente militares; el mejor guerrero de un ejército de esclavos —dijo Rya.
—Pero ¿cuál fue el animal que modificaron para crear esa… esa cosa? —le pregunté a la vez que trataba de imaginarme cómo sería el grotesco demonio.
—No lo sé con exactitud, pero me parece que no es una versión modificada de algo, sino… una especie totalmente nueva que apareció en la faz de la Tierra, una raza creada por el hombre y que tiene una inteligencia igual a la nuestra. Según lo veo yo, el duende es un ser que posee dos modelos genéticos a los que corresponden todos los detalles de su aspecto físico: un modelo que es humano y otro que no lo es, además de un gen fundamental que posee la facultad de metamorfosearse, de modo que la criatura es capaz de elegir libremente entre sus dos identidades; es decir, que puede ser un ser humano o duende, al menos desde el punto de vista del aspecto externo, según sea la oportunidad.
—Pero no es un ser humano de verdad ni cuando se parece a nosotros —repliqué. Y entonces pensé en Abner Kady y se me ocurrió que incluso hay seres humanos verdaderos que no son seres humanos.
—No —prosiguió Rya—. Incluso aunque puedan pasar el examen médico más riguroso de los tejidos del cuerpo, siempre serán duendes. Esa es la realidad fundamental, prescindiendo del aspecto físico que elijan en un momento determinado. Después de todo, el punto de vista inhumano, la forma de pensar, sus métodos de razonamiento, todo eso es ajeno en una medida que escapa a nuestra comprensión. Los duendes fueron concebidos de modo que pudieran introducirse en otro país, mezclarse con la gente, pasar por seres humanos… y luego, en el momento más propicio, pudieran cambiar y adoptar su otra realidad, la aterradora. Por ejemplo, supongamos que cinco mil duendes se infiltraran en territorio enemigo. Allí podrían realizar actos terroristas al azar, subvertir el comercio y la vida social, creando una atmósfera de paranoia…
Podía imaginar ese caos: el vecino sospecharía del otro vecino y nadie confiaría en nadie, salvo en los parientes más próximos. La sociedad que conocemos no podría existir en tal atmósfera de sospecha paranoica. Con el transcurrir del tiempo, la nación asediada sería sometida a la servidumbre.
—También sería posible que esos cinco mil duendes fueran preparados para golpear al mismo tiempo —agregó Rya—; una erupción de violencia asesina que en una sola noche podría cobrarse doscientas mil vidas.
El duende era una cosa hecha de garras y de colmillos, una máquina de pelea cuidadosamente construida con un aspecto que mata del susto; había sido concebido no sólo con el propósito de que sirviera para matar sino también para desmoralizar.
Al reflexionar sobre la efectividad que podría tener un ejército de terroristas-duendes, me quedé temporalmente sin habla. Tema los músculos tensos, agarrotados, y no podía relajarlos. Mi garganta estaba tiesa y me dolía el pecho.
Mientras escuchaba el relato de Rya, un acceso de miedo me atenazó el estómago y me lo estrujó.
Pero no fue simplemente la historia de los duendes lo que me afectó.
Había algo más.
Una presciencia difusa.
Algo que se avecinaba…
Algo malo.
Tenía la sensación de que, cuando hubiese oído los últimos pormenores acerca de los orígenes de los duendes, me encontraría en medio de un horror que, de momento, era incapaz de imaginar siquiera.
Rya seguía sentada en el sillón, con los hombros hundidos, la cabeza gacha y la mirada triste y abatida.
—Ese guerrero… duende fue creado expresamente para que fuera incapaz de sentir piedad, culpa, vergüenza, amor, misericordia y las demás emociones que sienten los humanos, aunque sí podía imitarlos cuando deseaba pasar por hombre o mujer. No tenía remordimiento alguno por cometer actos de violencia extrema. De hecho…, si he comprendido los datos que he acumulado al cabo de los años…, si he interpretado correctamente lo que he visto…, el duende fue construido de manera que pudiera sentir placer cuando mataba. Diablos, las únicas tres emociones que tenía eran una capacidad limitada de sentir miedo (un mecanismo de supervivencia que se les ocurrió a los especialistas en genética y en psicogenética), el odio y la sed de sangre. Así las cosas…, la bestia, que se veía condenada a ese espectro de experiencias tan limitado, trataba naturalmente de aprovechar al máximo todas las emociones que se le habían permitido.
Ningún asesino de su civilización o de la nuestra, en los miles de años de la historia escrita —o de la perdida— podría haber demostrado una conducta homicida, psicopática, compulsiva y obsesiva que fuese la centésima parte de intensa que la que tenían esos soldados de laboratorio. Ninguno de esos asesinos fanáticos que matan en nombre de la religión, a quienes se garantiza un lugar en el cielo por alzar un arma en el nombre de Dios, puso nunca tanto ardor en la matanza como ese guerrero-duende.
Mis manos sucias de lodo y de sangre estaban firmemente cerradas en un puño, pese al dolor que me causaban las uñas clavadas en las palmas, no podía abrirlas. Parecía que era uno de esos resueltos penitentes que busca la absolución a través del dolor. Pero la absolución, ¿para quién? ¿Los pecados de quién se suponía que debía expiar?
—Pero, joder, la creación de ese guerrero… fue…, ¡fue una locura! ¡Una cosa así nunca sería posible dominarla! —exclamé.
—Al parecer, pensaron que sería posible hacerlo —me respondió Rya—. Por lo que sé, a todos los duendes que salían de ese laboratorio les implantaban un mecanismo de dirección en el cerebro, con la finalidad de provocar sacudidas de dolor que dejaban temporalmente aturdida a la criatura y, en consecuencia, la atemorizaban. Dicho dispositivo permitía castigar a los guerreros que desobedecían, aunque estuvieran escondidos en cualquier parte del mundo.
—Pero hubo algo que salió mal —le comenté.
—Siempre hay algo que sale mal —dijo Rya.
—¿Cómo es que sabes todo esto? —le pregunté de nuevo.
—Dame tiempo. Con el tiempo te lo explicaré.
—Volveré a insistir.
La voz de Rya sonaba débil y triste y se iba entristeciendo más mientras me contaba acerca de los otros dispositivos de seguridad de que habían dotado a los duendes para impedir que se rebelasen y desencadenaran matanzas imprevistas. Por supuesto, se trataba de criaturas estériles. No podían engendrar y sólo podían ser producidas en los laboratorios. Además, cada duende era sometido a intensas pruebas con el fin de que el odio y los impulsos asesinos fueran dirigidos hacia una colectividad étnica o racial definida con precisión; así era posible dirigirlos hacia un enemigo muy específico, sin temor de que, por imprudencia, pudieran matar a los aliados de su dueño.
—Entonces, ¿qué fue lo que salió mal? —le pregunté.
—Necesito otro whisky —me dijo.
Se puso de pie y se fue a la cocina.
—Dame un poco a mí —le pedí.
Me dolía el cuerpo entero y tenía las manos ardiendo y doloridas porque aún no me había extraído todas las espinas que me había clavado. El whisky surtiría efecto anestésico.
Sin embargo, no sería capaz de anestesiarme contra la sensación de peligro en ciernes. Ese presentimiento era cada vez más fuerte, y sabía que persistiría a pesar de las cantidades de alcohol que consumiese.
Eché una mirada a la puerta.
No había puesto la llave al regresar. Nadie cerraba las puertas en Gibtown (Florida) ni tampoco en Gibtown sobre ruedas. Los feriantes nunca —o casi nunca— se roban entre sí.
Me puse de pie, fui hasta la puerta, acaricié el pomo de la cerradura y eché el cerrojo.
Tendría que haberme sentido mejor después de eso, pero no fue así.
Rya volvió de la cocina y me alcanzó un vaso de whisky con hielo.
Resistí el vivo deseo de tocarla porque percibí que ella no deseaba tenerme cerca. Al menos hasta que me lo hubiera contado todo.
Volví a mi sillón, me senté y bebí la mitad del whisky de un solo trago.
Rya reanudó el relato. El tono triste de su voz no se animó, pese a que se había servido otro vaso entero de licor. Percibí que su estado de ánimo era causado no solamente por las terribles cosas que tenía que decirme, sino también por algún fuerte conflicto de orden personal. Había algo que la comía por dentro, pero no lograba percibirlo con claridad.
Me contó entonces que pronto se había divulgado el secreto de la creación de los duendes (como ocurre siempre con los secretos) y que, al cabo de muy poco tiempo, media docena de países ya poseían sus propios soldados de laboratorio, similares a los primeros duendes, pero que habían sido objeto de modificaciones que los habían perfeccionado de forma considerable. Los criaban en cubas, por miles, y las consecuencias de esa especie de guerra resultó ser casi tan terrible como el enfrentamiento generalizado con armas atómicas.
—Recuerda —me dijo Rya— que los duendes habían sido pensados para que permitieran evitar el enfrentamiento atómico, como un medio sustitutivo mucho menos destructivo para alcanzar el dominio del mundo.
—¡Vaya un cambio!
—Bueno, si la nación que los inventó hubiese podido conservar la exclusividad del invento, sin duda habría conquistado el mundo al cabo de pocos años, sin necesidad de emplear las armas atómicas. No obstante, cuando todos tuvieron soldados-duendes, cuando al terror se contestaba con el contraterror, todas las partes se dieron cuenta rápidamente de que la destrucción mutua era tan segura mediante los nuevos soldados como mediante el holocausto atómico. Entonces, llegaron a un acuerdo por el cual debían ordenar el regreso de los ejércitos de duendes para destruirlos.
—Pero algunos renegaron —aventuré yo.
—No sé —me respondió—. Quizá me equivoco acerca de esto, posiblemente no lo haya entendido bien…, pero me parece que algunos soldados se las ingeniaron para no volver cuando fueron llamados de regreso.
—¡Joder!
—Por motivos nunca descubiertos o al menos por motivos que yo no alcanzo a comprender, algunos duendes habían experimentado cambios fundamentales después de salir del laboratorio.
Como durante la niñez y la adolescencia había sido un entusiasta de la ciencia, tenía alguna que otra idea acerca de esa cuestión, opiné lo siguiente:
—Quizá los cambios se debieron a que las cadenas de cromosomas artificiales y los genes modificados eran de construcción muy frágil.
—De todos modos —me respondió, encogiéndose de hombros—, parece que un resultado de esa mutación fue que los duendes adquirieron el ego, un sentimiento de independencia.
—Lo cual es una cosa increíblemente peligrosa en un asesino psicópata creado a través de una modificación biológica —le dije, sacudido por un escalofrío.
Para meterlos en vereda se trató de activar los mecanismos causantes de dolor que les habían implantado en el cerebro. Algunos se rindieron. A otros los encontraron chillando retorcidos en una agonía inexplicable que los desenmascaraba sin piedad. Pero, al parecer, otros experimentaron otra clase de mutación, bien adquirieron una tolerancia increíble al dolor…, bien aprendieron a que les gustara, o incluso a alimentarse de él.
Ya podía imaginar el curso que habían seguido las cosas desde ese momento.
—Con sus perfectos disfraces humanos —continué yo—, con una inteligencia igual que la nuestra, impulsados tan sólo por el odio, el miedo y la sed de sangre, era imposible que nunca llegaran a dar con ellos…, a menos que todos los hombres y mujeres del mundo fuesen sometidos a una radiografía del cerebro para buscar el mecanismo de dirección que se había fundido. Pero había mil trucos para evitar los reconocimientos médicos. Tal vez algunas criaturas falsificaron certificados de exámenes que nunca llegaron a realizarse. Otras simplemente habrían ido a refugiarse en zonas boscosas, desde donde efectuaban correrías a las ciudades y aldeas vecinas cada vez que necesitaban robar para aprovisionarse… o cuando las ansias de matar se convertían en una presión intolerable. Al final, la mayoría habría evitado que los detectaran. ¿No es así? ¿No fue así como ocurrió?
—No lo sé. Pienso que sí. Algo parecido. Y en algún momento, después de que hubiera comenzado… esa campaña mundial de reconocimiento del cerebro… las autoridades descubrieron que algunos duendes rebeldes habían sufrido otra mutación fundamental…
—Habían dejado de ser estériles.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Rya pestañeando.
Le hablé acerca de la duende embarazada que había visto en Yontsdown. Entonces ella me dijo:
—Si no he entendido mal, aunque la mayor parte de ellos permaneció estéril, hubo un montón que fueron fértiles. La leyenda dice…
—¿Qué leyenda? —le pregunté, pues cada vez me era más difícil contener la curiosidad—. ¿Dónde oíste esas cosas? ¿De qué leyendas me hablas?
Rya no hizo caso de la pregunta, pues aún no estaba preparada para divulgar sus secretos, y siguió hablando:
—Según las leyendas, una mujer fue capturada en esa campaña de exámenes del cerebro y, cuando se descubrió que era duende, la incitaron a que se transformase en su forma verdadera. Cuando la mataron, en el momento en que moría, expulsó una carnada de bebés duendes que se retorcían como gusanos. Una vez muerta recuperó su forma humana, pues sus genes habían sido preparados para que así ocurriera, con el fin de desbaratar las autopsias y los estudios patológicos. Cuando las crías fueron ejecutadas, sufrieron asimismo una metamorfosis y se convirtieron en bebés humanos durante los espasmos de la muerte.
—Y entonces la humanidad supo que había perdido la guerra contra los duendes.
Rya asintió.
Habían perdido la guerra porque los niños duendes, formados en ese útero extraño en vez de en el laboratorio, carecían de mecanismos de dirección susceptibles de detectarse mediante un examen del cerebro; no había por tanto método alguno que permitiera desarmar sus disfraces. Desde ese momento en adelante, el hombre compartió la tierra con una especie que era su par intelectual y que no tenía otro propósito que el de destruir todas sus obras.
Rya acabó el whisky.
Yo necesitaba urgentemente otro trago, pero tenía miedo de que, en el estado psíquico en que me encontraba, a ése le siguiera otro y luego otro y así sucesivamente hasta terminar borracho por completo. La siniestra premonición de la inminencia del desastre pendía sobre mí de una forma más opresiva que nunca, por lo que no podía permitirme el lujo de sentir encima de mí el equivalente psíquico de una enorme formación siniestra de relámpagos en un día de verano.
Miré la puerta.
Seguía cerrada.
Miré las ventanas.
Estaban abiertas.
Pero como tenían celosías, para que un duende penetrara por ellas tendría que hacer un considerable esfuerzo.
—Por tanto —dijo Rya con voz suave—, no estábamos contentos con la tierra que Dios nos había dado. Es evidente que habíamos oído hablar acerca del infierno en esa edad perdida y que el concepto nos pareció interesante. Nos pareció tan interesante, tan atrayente, que dimos vida a demonios de factura propia y recreamos el infierno en la Tierra.
Si de verdad había un Dios, me resultaba difícilmente comprensible (como nunca antes) por qué Él iba a infligirnos dolor y sufrimiento. Al observar con repugnancia el uso que hacíamos del mundo y de la vida que Él nos diera, bien podría decir: «¡De acuerdo, miserables desagradecidos, de acuerdo! ¿Os gusta fastidiarlo todo? ¿Os gusta heriros los unos a los otros? ¿Os gusta tanto que creáis vuestros propios demonios y los soltáis sobre vosotros mismos? ¡De acuerdo! ¡Que así sea! ¡Esperad y dejad que el Señor os complazca! Pequeñines, mirad mi humo. ¡Aquí! Tomad estos regalos: ¡aquí va el cáncer de cerebro, la polio y la esclerosis múltiple! ¡Que haya terremotos y maremotos! ¡Que haya problemas glandulares también! ¿Os gusta?».
—Los duendes se las ingeniaron para destruir esa civilización más antigua, la borraron de la faz de la Tierra —afirmé.
—Llevó tiempo —asintió Rya—. Un par de decenios. Pero, según la leyenda…, con el transcurrir del tiempo, algunos de ellos, haciéndose pasar por seres humanos, llegaron a ocupar posiciones en los estratos sociales superiores, hasta que obtuvieron la fuerza política suficiente como para estar en condiciones de lanzar una guerra atómica.
Y lo habían hecho según la misteriosa «leyenda» sin especificar que Rya citaba. No les importó que la mayoría de los de su especie fueran aniquilados junto con los seres humanos. El motivo único de su existencia era el de acosarnos y destruirnos. Y si la culminación última de su propósito los llevaba a su propia y rápida defunción, ellos, no obstante, eran impotentes para cambiar su destino. Se lanzaron los cohetes. Las ciudades se evaporaron. No quedó un solo cohete sin lanzar y a ningún bombardero se le impidió que emprendiera el vuelo. Se detonaron tantos miles y miles de artefactos atómicos de enorme poder, que algo aconteció en la corteza terrestre; quizá se vio alterado el campo magnético y trajo la modificación de los polos. Por algún motivo, las líneas de falla experimentaron movimientos a escala mundial, lo que provocó terremotos de magnitud inimaginable. Se hundieron en el mar miles de kilómetros de extensiones de tierras bajas, los maremotos barrieron los continentes y entraron en erupción los volcanes en todas partes. Ese holocausto, la edad glaciar que sobrevino y los miles de años transcurridos luego borraron todo vestigio de la civilización que una vez había alumbrado los numerosos continentes con tanta fuerza como las luces de nuestra feria lo hacen cada noche. Sobrevivieron más duendes que seres humanos, pues eran más fuertes, guerreros natos. Los pocos seres humanos que sobrevivieron retornaron a las cavernas, regresaron al salvajismo y con el paso de numerosas y crueles estaciones su herencia se perdió. Aunque los duendes no olvidaron y nunca lo harán, nosotros sí nos olvidamos de ellos y también de todo lo demás. Así, en las eras venideras, los raros encuentros que mantuvimos con ellos revestidos de su forma demoníaca fueron la fuente de muchas supersticiones (y de innumerables películas de terror baratas), en las que se hablaba de entidades sobrenaturales que cambian de forma.
—Ahora estamos de nuevo en la cima del estiércol —dijo Rya con voz deprimida—. Hemos reconstruido la civilización y hemos adquirido los medios para destruir el mundo de nuevo…
—… y, si tienen la oportunidad, los duendes apretarán un día el botón de nuevo —concluí yo.
—Pienso que así lo harán —reflexionó—. Es cierto que ellos no tienen las mismas dotes guerreras que tenían en la civilización anterior… Es más fácil vencerlos en el combate cuerpo a cuerpo… y también engañarlos. Han cambiado, han experimentado algún tipo de evolución, debido al paso de tanto tiempo y a causa de la lluvia atómica. Muchos quedaron esterilizados por la radiación, les robó la fertilidad que las mutaciones originales les habían dado, por lo cual no consiguieron dominar por completo la Tierra y superarnos en número. Y, además, hubo un…, un ligero aplacamiento de su manía de destrucción. Por lo que sé, muchos de ellos aborrecen la idea de otra guerra atómica… Al menos a escala mundial. Verás. Son seres longevos; algunos tienen mil quinientos años de edad; o sea, que no los separan tantas generaciones del holocausto anterior. Tienen muy frescos y muy próximos en la memoria los relatos acerca del fin del mundo que les fueron transmitidos por sus antepasados. Pero aunque en su mayoría estén satisfechos con el arreglo actual, que les permite acechar y matar a los seres humanos como si no fueran más que animales de su coto privado de caza, hay unos pocos…, unos pocos que anhelan causar nuevos sufrimientos a los seres humanos a escala de otra guerra atómica…; que piensan que su destino consiste en hacernos desaparecer de la faz de la Tierra para siempre. Dentro de diez, veinte o cuarenta años, es seguro que uno de ésos tendrá la oportunidad, ¿no te parece?
La casi certidumbre de la batalla de día del Juicio Final que Rya acababa de describir resultaba aterradora y deprimente de una forma que no es posible expresar con palabras. Sin embargo, mis miedos eran motivados por una muerte más inmediata. La conciencia de peligro inminente que me daban mis facultades precognitivas se había transformado en una desagradable presión constante que me oprimía el cráneo, aunque no era capaz de decir de dónde vendría el problema ni tampoco la forma en que se presentaría.
El temor me provocó una leve sensación de náuseas.
Sentía escalofríos. Estaba bañado en sudor. Me temblaba todo el cuerpo.
Rya fue a la cocina a servirse otro whisky.
Me puse de pie, fui hasta una ventana y miré hacia fuera: no vi nada. Regresé al sillón y me senté en su borde con deseos de llorar.
Algo se aproximaba…
Cuando Rya regresó de la cocina con la bebida y se dejó caer de nuevo en el sillón, seguía alejada de mí y con la misma expresión de tristeza en el rostro.
—¿Cómo supiste todo esto? —le pregunté—. Tienes que decírmelo. ¿Eres capaz de leer la mente de las personas o qué?
—Sí.
—¿De verdad?
—Un poco.
—Yo no puedo entender nada; sólo… la furia, el odio.
—Yo puedo ver… un poco dentro de ellos. No exactamente lo que piensan. Pero cuando los investigo, obtengo imágenes…, visiones. Se me ocurre que mucho de lo que veo es más… la memoria racial…, cosas de las que algunos de ellos no son enteramente conscientes. Pero, para ser honesta, es algo más que eso.
—¿Qué? ¿Qué es eso de «más»? ¿Y qué me cuentas de esas leyendas de las que hablas? —le pregunté.
En vez de responder a mi pregunta, Rya me dijo:
—Sé lo que has ido a hacer esta noche.
—¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Cómo puedes saberlo?
—Lo sé.
—Pero…
—Slim, es inútil.
—¿Te parece?
—No es posible vencerlos.
—Yo vencí a mi tío Denton. Lo maté antes de que pudiera causar más sufrimientos a mi familia. Joel y yo hemos detenido a seis de ellos esta noche. Si no lo hubiésemos hecho, habrían preparado la noria para que tuviera un accidente. Hemos salvado la vida de no sé cuánta gente.
—¿Y qué importa eso? —me preguntó. Percibí en su voz una nueva nota, esta vez de sinceridad, de siniestro entusiasmo—. Otros duendes matarán a otra gente. Tú no puedes salvar al mundo. Arriesgas tu vida, la felicidad, la salud, y, con mucha suerte, lo que consigues es retardar lo que tiene que venir. No conseguirás ganar la guerra. A la larga, los demonios tienen que vencernos. Es inevitable. Es nuestro destino, el que nosotros mismos planeamos hace mucho, mucho tiempo.
No podía ver adonde quería llegar Rya.
—¿Qué solución nos queda? Si no luchamos, si no nos protegemos nosotros mismos, la vida no tiene sentido. ¡Podrían terminar con nosotros en cualquier momento, a su capricho! —le reproché.
Ella dejó a un lado el vaso de whisky, se deslizó hasta el borde del asiento y dijo:
—Hay otro camino.
—¿De qué me hablas?
Los hermosos ojos de Rya se fijaron en los míos con una mirada intensa.
—Slim, la mayoría de la gente no vale un gargajo.
La miré asombrado.
—La mayoría de la gente —continuó— son mentirosos, tramposos, adúlteros, ladrones, fanáticos, como quieras llamarlos. Utilizan y se aprovechan los unos de los otros de la misma forma que lo hacen los duendes con nosotros. No vale la pena salvarlos.
—¡No, no, no y no! —exclamé—. No la mayor parte de la gente. Rya, es cierto que hay muchos que no valen un gargajo, pero no todos son así.
—Por mi experiencia, te puedo decir que la mayor parte no son mejores que los duendes —me replicó.
—¡Por el amor de Dios, Rya! ¡Tu experiencia no fue común! Los Abner Kady y las Maralee Sween de este mundo son una minoría, te lo aseguro. Puedo entender que te sientas diferente, pero tú nunca conociste a papá o a mamá, ni a mis hermanas o a mi abuela. En el mundo hay más decencia que crueldad. Quizá no te habría dicho esto que te digo ahora la semana pasada o incluso ayer; pero ahora que te oigo hablar así, ahora que oigo que lo que me dices no tiene sentido, no me cabe duda de que hay más gente buena que mala. Porque…, porque…, bueno, porque tiene que haberla.
—Escucha —me dijo, con los ojos aún fijos en los míos, unos ojos de un azul suplicante, un azul implorante, un azul violento y casi doloroso—. Todo lo que podemos esperar es un poco de felicidad en un pequeño círculo de amigos, con un par de personas a quienes amamos. El resto del mundo que se vaya al diablo. ¡Slim, por favor, por favor, piensa en esto! Es asombroso que nosotros nos hayamos encontrado. Es un milagro. Nunca pensé que llegaría a tener lo que hemos encontrado juntos. Congeniamos tanto…, somos tan parecidos… que hasta parece que hay una imbricación de determinadas ondas cerebrales cuando dormimos; compartimos fenómenos psíquicos cuando hacemos el amor y cuando dormimos, por eso el sexo nos gusta tanto, ¡y por eso compartimos hasta los mismos sueños! Nacimos el uno para el otro y lo más importante, lo más importante que hay en el mundo es que estaremos juntos toda la vida.
—Sí —repliqué—. Ya lo sé. Yo también siento lo mismo.
—Mira, entonces tienes que abandonar esa cruzada tuya. No trates más de salvar al mundo. No corras más esos riesgos que son una locura. Deja que los duendes hagan lo que tengan que hacer, y vivamos la vida en paz.
—¡Pero, Rya, precisamente se trata de eso! ¡No podemos vivir en paz! Cerrar los ojos ante ellos no nos salvará. Más tarde o más temprano nos seguirán el rastro, ansiosos de sentir nuestras heridas, de beber nuestro dolor…
—¡Slim, espera, espera, escúchame! —Vi que estaba agitada, erizada por una energía nerviosa. Se levantó de un salto y se dirigió a la ventana; aspiró una profunda bocanada del aire que entraba, se volvió hacia mí y me dijo—: Estás de acuerdo en que lo que hay entre nosotros es lo más importante, por encima de todo lo demás, cueste lo que cueste, ¿no? Bueno, entonces, ¿qué te parece si…, qué te parece si te digo una manera de coexistir con los duendes, una manera de que abandones tu cruzada y no tengas que preocuparte de que alguno de ellos nos cause problemas a ti o a mí?
—¿Cómo? —Rya vaciló—. Rya, ¿cómo?
—Slim, es la única manera.
—¿Q-u-é, qué manera?
Es la única manera de tratar con ellos.
—Oye, Rya, por el amor de Dios, ¿quieres decirme de qué se trata?
Frunció el ceño, apartó la mirada, comenzó a hablar, pero entonces dudó de nuevo, exclamó «¡mierda!» y arrojó bruscamente el vaso de whisky contra la pared. Los cubitos de hielo salieron volando del vaso y se hicieron añicos al golpear contra los muebles y al rebotar en la alfombra y el vaso se deshizo contra la pared.
Me puse de pie de un salto, sobresaltado, y me quedé allí, estúpidamente, mientras ella me hizo una señal y regresó a su asiento.
Se sentó.
Respiró profundamente.
—Quiero que me escuches; simplemente escucha y no me interrumpas, no lo hagas hasta que haya terminado; y procura entender. Yo encontré una manera de coexistir con ellos, de hacer que me dejen en paz. Mira, cuando estuve en el orfanato y después de salir de allí, me di cuenta de que no había forma de vencerlos. Tienen todas las ventajas. Yo me escapé, pero hay duendes por todas partes, no solamente en el orfanato, y no es posible escapar de ellos vayas donde vayas; no tiene sentido. Así que decidí arriesgarme, fue un riesgo calculado, me acerqué a ellos y les conté lo que podía ver…
—¿Qué fue lo que hiciste?
—No me interrumpas —me respondió con aspereza—. Esto es…, esto es difícil. Va a ser muy, muy difícil… y lo único que quiero es terminar. Así que cállate y déjame hablar. Le conté a un duende acerca de los poderes psíquicos que tengo, los cuales, como sabes, son una mutación que experimentó la propia especie humana a raíz de aquella guerra atómica, pues según cuentan los duendes, entonces, en la civilización anterior, no había personas que tuvieran facultades psíquicas, clarividencia, telekinesis, ni nada de eso. Ahora tampoco hay muchos, pero entonces no había ninguno. Me imagino que…, de una manera deformada…, puesto que los duendes empezaron aquella guerra, con las bombas y la radiación que arrojaron sobre nosotros…, bueno, podría ser que, de alguna manera, crearan gente con dotes como tú y yo. Es algo que parece espantoso, pero, en cierto modo, a ellos les debemos las facultades especiales que tenemos. Bueno, de todos modos, les conté que, a través de su forma humana, podía ver…, no sé…, los duendes que había dentro de ellos…
—¡Tú hablaste con ellos y ellos te contaron sus… leyendas! ¿Así fue cómo te enteraste de lo que son?
—No exactamente así. No me contaron gran cosa. Pero todo lo que tienen que hacer es contarme un poquito, yo rápidamente tengo una visión del resto. Es como… como si ellos abrieran la puerta, apenas una rendija; entonces yo puedo abrirla toda entera y ver incluso lo que tratan de ocultarme. Pero ahora mismo eso no es importante, y te ruego por Dios que no me interrumpas. Lo que es importante es que les puse en claro que ellos no me importaban, que no me importaba lo que hacían ni a quién dañaban, mientras no me dañaran a mí. Y llegamos a un… arreglo.
Del asombro, me dejé caer en el respaldo del asiento y, a pesar de que me había advertido que no la interrumpiera, le pregunté:
—¿Un arreglo? ¿Así de fácil? Pero ¿por qué ellos querrían llegar a un arreglo contigo? ¿Por qué no te iban a matar sin más? Les dijeras lo que les dijeses, aunque creyeran que tú ibas a mantener el secreto, de todos modos representabas una amenaza para ellos. No entiendo. Ellos no tenían nada que ganar con ese…, ese arreglo.
Su humor oscilante había variado de nuevo; recuperó los tonos sombríos y de quieta desesperación. Se hundió en la silla. Cuando me respondió, su voz apenas era audible.
—Ellos tenían algo que ganar. Había algo que yo podía ofrecerles. Mira, yo tengo otra facultad psíquica de la que tú careces… o no tienes en la misma medida que yo. Lo que yo tengo es… la capacidad de detectar percepciones extrasensoriales en otras personas, especialmente en las que pueden ver a los duendes. Puedo detectar sus poderes por más esfuerzos que ellos hagan para ocultarlos. No siempre los reconozco al instante; a veces, me lleva un tiempo. Es una especie de consciencia que va creciendo lentamente. Pero soy capaz de percibir las dotes psíquicas ocultas de otras personas del mismo modo que puedo ver a los duendes a través de sus disfraces. Hasta esta noche pensé que ese poder era…, bueno, infalible… Pero ahora tú me dices que Joel Tuck ve a los duendes, y yo nunca había sospechado de él. Sin embargo, pienso que casi siempre percibo esas cosas rápidamente. Sabía que tú tenías algo especial, desde el mismo principio, aunque tú resultaste ser… más especial, mucho más especial, de muchas más formas de lo que me di cuenta al principio. —Y Rya agregó con un susurro de voz—: Quiero abrazarte. Nunca pensé que encontraría a alguien… alguien que yo necesitara… que yo amara. Pero llegaste tú, y ahora quiero aferrarse a ti. Y la única manera de conseguirlo es que tú hagas el mismo arreglo con ellos que yo hice.
Me había quedado de piedra, inmóvil como una roca. Me senté en el sillón, mientras oía el ruido sordo de mi corazón de piedra, un ruido pesado, duro y frío, un ruido hueco y lúgubre, como si cada latido fuese el golpe de un mazo contra un bloque de mármol. Mi amor, la necesidad que sentía de ella, mis anhelos, todo estaba aún en mi corazón petrificado, aunque inaccesible, del mismo modo que en un trozo de piedra en bruto hay hermosas esculturas en potencia, pero que son inaccesibles e irrealizables para el hombre que carece del talento artístico y que no es diestro con el cincel. No quería creer lo que Rya me había dicho y se me hacía insoportable el pensar en lo que venía después. De todos modos, me sentía obligado a escuchar, a saber lo peor.
—Cuando encontraba a alguien que podía ver a los duendes —prosiguió Rya, con lágrimas en los ojos—, se… se, lo contaba. Advertía a uno de ellos acerca del vidente. Mira, ellos no quieren que haya una guerra total, como la que hubo la última vez. Prefieren la discreción. No quieren que nos organicemos contra ellos, aunque, de cualquier manera, eso sería inútil. Entonces, lo que hago es señalar a las personas que los conocen, que podrían matarlos o correr la voz. Y los duendes… simplemente… acaban con la amenaza. A cambio, me garantizan mi seguridad. Inmunidad. Me dejan en paz. Slim, eso es lo que siempre quise. Que me dejaran en paz. Si tú haces el mismo arreglo con ellos, nos dejarán en paz a los dos… y podremos ser…, podremos estar… juntos…, felices…
—¡¿F-e-l-i-c-e-s?! —Fue como si vomitara esa palabra, en vez de pronunciarla—. ¿Felices? ¿Te parece que podemos ser felices, sabiendo que para sobrevivir… tenemos que delatar a otros?
—Los duendes cogerían a algunos, de todos modos.
Con gran esfuerzo me llevé las manos de piedra al rostro y me oculté en la caverna de los dedos, como si pudiese escaparme de esas espantosas revelaciones. Aunque no era más que una fantasía infantil, pues la verdad no me abandonaba.
—¡Joder!
Rya estalló en llanto al percibir el espanto que yo sentía y al comprender que era imposible que yo llegase nunca al mismo arreglo espantoso que había negociado para ella misma.
—Podríamos tener una vida… —me dijo—, una vida juntos, igual que esta última semana…, incluso mejor…, mucho mejor… Nosotros contra el mundo, seguros, perfectamente seguros. Los duendes no sólo garantizan mi seguridad a cambio de la información que les doy, sino que también garantizan mi buena suerte. ¿Ves? Soy muy valiosa para ellos. Porque, como te dije, un montón de gente que ve a los duendes termina en un asilo o en una feria. Así que…, así que yo estoy en posición perfecta para…, bueno, para encontrar más que algún que otro vidente como tú y como yo. Entonces, los duendes me ayudan a triunfar, a pasarlo bien. Por eso… prepararon el accidente en los autos de choque…
—Y yo impedí que ocurriera —la corté fríamente.
—Oh, sí —continuó Rya, sorprendida—. Tendría que haberme imaginado que fuiste tú. Pero, verás… La idea consistía en que, después de que hubiera un accidente, las personas que resultaran heridas le pondrían un pleito a Hal Dorsey, el dueño de los coches; entonces él se vería en apuros económicos, por los gastos del juicio y todo lo demás, y yo podría comprarle la atracción a un buen precio; tendría otra concesión más a un precio atractivo. ¡Mierda! Por favor. Por favor, te pido que me escuches. Ya veo lo que estás pensando. Te parezco muy… fría, ¿no?
En realidad, estaba bañada en lágrimas. Y si bien nunca había visto a una persona en estado más penoso que el de Rya en ese momento, en efecto, parecía fría, amargamente fría.
—Pero Slim —me dijo—, tienes que entender lo de Hal Dorsey. Él es un cabrón, un cabrón de verdad, un mezquino hijo de puta. Nadie lo quiere porque es un aprovechado. Tendría que ser idiota para sentir lástima por dejarlo arruinado.
Pese a que no quería mirarla, la miré y, aunque no quería hablarle, le hablé.
—¿Cuál es la diferencia entre la tortura que los duendes practican y la que tú les propones?
—Ya te lo he dicho, Hal Dorsey es un…
—¿Cuál es la diferencia —la interrumpí gritando— entre la conducta de un hombre como Abner Kady y el modo en que tú traicionas a los tuyos?
—Lo único que quería —respondió entre sollozos— era sentirme… segura. Por una vez en mi vida, solamente una vez, quería sentirme segura.
La amaba y la odiaba, sentía piedad por ella y la despreciaba. Quería que compartiera mi vida, lo deseaba con tanta intensidad como nunca, pero sabía que no podía vender mi conciencia ni mi patrimonio por ella. Cuando pensé en lo que me había contado acerca de Abner Kady y de su madre de pocas luces; cuando reflexioné sobre la horrorosa niñez que había pasado; cuando me di cuenta de hasta qué extremo eran legítimas sus quejas contra la raza humana y de lo poco que ella debía a la sociedad, entonces pude comprender por qué había decidido colaborar con los duendes. Sí, era cierto: podía comprender y casi hasta perdonar, pero lo que no podía hacer era convenir en que ella hubiera hecho lo correcto. En ese momento atroz, los sentimientos que experimentaba por ella eran tan complejos, una maraña de emociones fuertemente anudadas, que experimenté un deseo suicida inexplicable en mí, tan vivido y dulce que me puse a llorar; entonces supe que debía ser como el deseo de muerte que la atormentaba todos los días de su vida. Pude ver por qué ella me había hablado de la guerra atómica con tanto entusiasmo y de forma tan poética la noche del sábado cuando habíamos estado juntos en la noria. Con esa carga de siniestros conocimientos que ella soportaba, el aniquilamiento total de los Abner Kady y los duendes y de toda la sucia porquería de la civilización humana debía parecerle, en ocasiones, una maravillosa posibilidad purificadora y liberadora.
—Hiciste un pacto con el diablo —le dije.
—Si ellos son diablos, entonces nosotros somos dioses, porque nosotros los creamos —me respondió.
—Eso es un juego de palabras —le repliqué—. Y aquí no estamos en un debate.
Por toda respuesta, Rya se hizo un ovillo y comenzó a llorar inconteniblemente.
Tuve ganas de levantarme, abrir la puerta, lanzarme al aire limpio de la noche y echarme a correr y correr y correr para siempre. Pero fue como si el alma se me hubiese transformado en piedra, en consonancia con la petrificación de mi carne, y ese peso añadido impidió el que me levantara del sillón.
Al cabo de un minuto, más o menos, durante el cual ninguno de los dos fue capaz de pensar en nada que decir, yo rompí el silencio:
—¿Dónde diablos iremos ahora?
—¿No quieres hacer ese… arreglo? —me preguntó. Ni siquiera me molesté en contestar la pregunta—. Entonces… te he perdido —añadió.
Yo también lloraba. Ella me había perdido a mí, pero yo la había perdido a ella.
—Por el bien de otros como yo… —dije al fin—, de otros que vendrán…, debería partirte la cabeza ahora mismo. Pero…, que Dios me ayude…, no puedo. No puedo. No puedo hacerlo. Así que, bueno…, recogeré mis cosas y me iré. A otra feria. A comenzar de nuevo. Nos… olvidaremos.
—No —me replicó—. Es muy tarde para eso.
Con el dorso de la mano me enjugué las lágrimas que me brotaban de los ojos.
—¿Muy tarde? ¿Por qué muy tarde?
—Has matado a muchas personas aquí. Esos asesinatos y la relación especial que tienes conmigo han atraído la atención.
No pareció solamente que alguien estuviera caminando sobre mi tumba: sentía que alguien estaba bailando sobre ella con un ritmo frenético. Pese al calor que sentía, más parecía que estuviéramos en una noche del mes de febrero que en pleno agosto.
—La única esperanza que tenías era la de ver las cosas del mismo modo que yo lo hago, hacer con ellos los mismos arreglos que yo hice.
—¿Quéeee…? ¿Me vas a entregar de verdad, entonces? —le pregunté.
—No quise hablarles de ti… hasta después de que te conociera.
—Entonces, no lo hagas.
—Todavía no me has comprendido. —La sacudió un escalofrío y agregó—: El día que te conocí, antes de que me diera cuenta de lo que significarías para mí, le envié una pista a uno de ellos…, una leve idea de que había visto a otro adivino. Así que ése está esperando que le cuente lo que sé.
—¿Quién? ¿Cuál es?
—El que manda aquí… en Yontsdown.
—¿El que manda a los duendes, quieres decir?
—Siempre está especialmente despierto, incluso con los suyos. Él vio que había algo especial entre tú y yo y percibió que tú eras alguien extraordinario, la persona acerca de quien yo les había enviado la pista; por tanto, me reclamó que confirmara esa pista. No quise hacerlo. Traté de mentirle. Pero él no es estúpido, no es fácil engañarlo, y siguió apremiándome. «Cuéntame algo de él —me decía—. Háblame acerca de él, o las cosas cambiarán entre nosotros. Dejarás de tener inmunidad». Slim, ¿no te das cuentas? No…, no tenía otra elección.
Oí algo que se movía a mis espaldas.
Giré la cabeza.
Por el estrecho vestíbulo que conducía a la parte posterior del remolque, el comisario Lisle Kelsko había entrado en la sala de estar.