CAPÍTULO 15
LA MUERTE

Toda la tarde y el anochecer del jueves transcurrieron como si fueran un ovillo de hilo brillante que se desenrollaba sin un solo nudo: reinaba una temperatura agradable y no ese calor abrasador tan propio de la época, la humedad era baja y soplaba una suave brisa que refrescaba el ambiente y que no llegó a causar problemas con las tiendas. Había miles de personas deseosas de gastar dinero. Y no se veía ningún duende.

Pero las cosas cambiaron al caer la noche.

Primero comencé a ver duendes en la avenida principal de la feria. No eran muchos, apenas media docena; el aspecto que tenían, debajo de los disfraces, era peor que el habitual. Los hocicos exhibían un temblor más obsceno y los ojos de ascuas resplandecían con más intensidad que nunca, con odio febril que superaba en intensidad la malevolencia con la que solían contemplarnos. Percibí que habían pasado el punto de ebullición y que se habían embarcado en una correría que permitiese aliviar parte de la presión acumulada en ellos.

Entonces mi atención fue atraída por la noria, donde habían comenzado a registrarse cambios que eran visibles solamente para mis ojos. En un principio, la enorme máquina comenzó a perfilarse más grande de lo que realmente era, a erguirse lentamente como si se tratase de una criatura viva que hasta ese momento hubiese permanecido agachada para dar una falsa impresión de su tamaño. La criatura se levantó y creció hasta convertirse no sólo en el objeto dominante de la feria (lo cual siempre había sido), sino también en un mecanismo verdaderamente monumental, una construcción elevada que aplastaría a todo el público que había en la feria si llegaba a venirse abajo. A eso de las diez, pareció que los centenares de luces que perfilaban la noria perdían intensidad y se apagaban minuto a minuto, hasta que, a las once, el gigante estaba completamente a oscuras. Una parte de mí veía las luces encendidas como antes; cuando las miré por el rabillo del ojo, pude confirmar que los adornos no se habían apagado, pero, al mirarla directamente, no vi más que una inmensa noria envuelta en una siniestra oscuridad que giraba con pesadez contra un cielo oscuro, como si fuera una de las ruedas de molino del cielo, la que muele implacablemente la harina del sufrimiento y de la cruel desgracia.

Sabía el significado de esa visión. El desastre de la noria no se registraría aquella noche, aunque pronto se echarían las bases de la tragedia, en las horas muertas posteriores al cierre de la feria. La media docena de duendes que había visto eran una especie de comando que había acudido a la feria con el propósito de permanecer en ella después de la hora de cierre. Lo sentí, lo percibí, lo supe. Cuando todos los feriantes se hubiesen acostado, los seres demoníacos saldrían reptando de sus diversos escondites y, una vez todos juntos, sabotearían la noria, como habían planeado hacer la noche del domingo, cuando fueron interrumpidos por Gelatina Jordan. Entonces, al día siguiente, la muerte visitaría a personas inocentes que solamente aguardaban con ilusión dar una vuelta en la enorme rueda.

Hacia la medianoche, la mastodóntica máquina, no sólo estaba a oscuras, sino que parecía además un enorme motor silencioso que producía una oscuridad propia aún más intensa. Ésa fue más o menos la misma imagen fría e inquietante que había tenido de la noria la primera noche que llegué a la feria Hermanos Sombra, la semana anterior, en otra ciudad, si bien ahora sentía esa extraña impresión con más intensidad y era mucho más inquietante.

Poco antes de la una, la feria comenzó a vaciarse de público. Contrariamente a mi diligencia y laboriosidad habituales, fui uno de los primeros en bajar la cortina. Ya había cerrado la atracción y tenía reunidas las ganancias del día cuando vi pasar a Marco por la avenida principal. Lo llamé y lo convencí de que llevara el dinero a la caravana de Rya, junto con el mensaje de que tenía algo importante que hacer y que volvería tarde.

Mientras las líneas, las baterías y los tableros de luces se apagaban de un lado a otro de la feria, mientras que eran cerradas las entradas de las tiendas y las sujetaban firmemente en previsión de mal tiempo, mientras que los feriantes se alejaban unos solos y otros en pequeños grupos, yo deambulé lo más tranquilo que pude hacía el centro del terreno hasta que, cuando nadie me observaba, me eché a tierra y me deslicé en las sombras debajo de un camión. Allí, donde el sol no había conseguido hincar sus dedos secantes durante los dos últimos días, permanecí por espacio de diez minutos. La humedad penetró a través de mis ropas, agravando el frío que se había adueñado de mí antes, cuando comencé a darme cuenta de los cambios que experimentaba la noria.

Se apagaron las últimas luces.

Un traqueteo y un ruido metálico indicó que también habían dejado de funcionar los últimos generadores.

Las últimas voces fueron apagándose hasta desaparecer.

Aguardé uno o dos minutos más antes de salir de debajo del camión. Me puse de pie, escuché, respiré y escuché de nuevo.

Tras la cacofonía que producía la feria en movimiento, el silencio de la feria en descanso parecía sobrenatural. Nada. Ni un tictac, ni una rozadura, ni un susurro.

Me deslicé, siguiendo con grandes precauciones un camino distinto que conducía a través de aquellos lugares en que montones de sombras volvían la noche aún más oscura; hice un alto en la rampa que conducía al látigo y escuché de nuevo atentamente. Tampoco esta vez oí nada.

Crucé con cuidado la cadena que cerraba la parte inferior de la rampa y me dirigí agachado hasta la plataforma, de manera que no pudiera ofrecer una silueta que llamase la atención. La rampa se había construido con sólidas tablas, y como yo calzaba zapatos de lona, apenas hice ruido mientras subía por ella. Pero una vez que llegué a la plataforma, vi que allí no sería tan fácil desplazarme sigilosamente: hora tras hora, día tras día, las vibraciones de las ruedas de acero transmitidas a la madera a través de los rieles habían ido creando montones de crujidos y chirridos que anidaban como termitas en todas las uniones de la estructura. La plataforma de la atracción tenía forma de pendiente que ascendía hacia la parte trasera. Recorrí todo el camino hasta esa parte pegado a la barandilla externa, donde las uniones del suelo de tablas de madera eran más firmes y protestaban menos. No obstante, mi avance fue acompañado de varios débiles sonidos agudos que resonaban con fuerza sorprendente en la misteriosa tranquilidad de la feria desierta. Me dije que los duendes, si habían escuchado esos ruidos, habrían interpretado que los causaban objetos inanimados al asentarse. Ello no impidió que pusiese mala cara y me quedase congelado cada vez que la madera chillaba bajo mis pies.

En apenas unos minutos, había dejado atrás los vehículos del látigo, semejantes a gusanos gigantes que dormitaban en la oscuridad y había llegado a la parte superior de la plataforma, que se alzaba a unos tres metros del suelo. Allí me agaché al lado de la barandilla y miré la feria cubierta por la noche. Había escogido ese puesto de observación porque desde él podía ver la base de la noria y una extensión mayor del conjunto de la feria mucho mejor que desde cualquier otro punto del recinto y también porque allí era prácticamente invisible.

Desde la semana anterior, la noche le había arrancado algunos mordiscos a la Luna, de modo que ésta no era útil como lo había sido cuando perseguí al duende hasta los autos de choque. Por otra parte, las sombras de la Luna me garantizaban el mismo cómodo escondite que me hacía sentirme seguro frente a los duendes; lo que había perdido por un lado lo había ganado por otro.

Pero además tenía una ventaja invalorable: yo sabía que ellos estaban allí, pero era casi totalmente seguro que ellos no sabían de mi presencia ni de que yo les seguía los pasos.

Transcurrieron cuarenta tediosos minutos antes de que oyera el ruido que hizo uno de los intrusos al abandonar su escondite. La suerte me acompañaba, pues el sonido (un chirriar de un metal contra otro y un suave chillido de goznes sin aceitar) provenía directamente del lugar que quedaba delante de donde me encontraba, de la parte de atrás del látigo, donde los camiones, las lámparas de arco apagadas, los generadores y otras máquinas estaban alineados a lo largo de la parte central de la feria, con caminos a ambos lados. La protesta de los goznes fue seguida al instante por un movimiento que me llamó la atención. A unos siete metros de mí, se abrió una losa de oscuridad, una parte de la puerta trasera de un camión, y surgió un hombre con extremo sigilo. Para cualquier otra persona, sería un hombre, pero para mí era un duende; sentí un hormigueo en la piel de la nuca. Aunque la escasa luz reinante no me permitía distinguir el demonio que se ocultaba bajo esa forma humana, no tuve dificultad alguna para ver el vivo carmesí de sus ojos.

Cuando la criatura hubo estudiado la noche y se convenció de que nadie la observaba y de que no había peligro alguno, se dio la vuelta hacia el camión abierto. Dudé un instante. Pensé si no iría a llamar a otros de los suyos que aguardaban dentro. Pero, en vez de eso, comenzó a empujar la puerta del camión para cerrarla.

Me puse de pie, pasé una pierna por encima de la barandilla, luego la otra, quedando durante un instante encaramado en la balaustrada del látigo, en posición que no me habría permitido pasar inadvertido a los ojos de la bestia si ésta se hubiese girado de repente. Pero no lo hizo. Aunque cerró la puerta y pasó el cerrojo tan silenciosamente como pudo, el ruido bastó para ocultar el producido por el salto de gato con que me arrojé al suelo.

Sin girarse hacia las densas sombras donde yo estaba agachado, el duende emprendió camino hacia la noria, que distaba unos doscientos metros del lugar donde estábamos.

Extraje el cuchillo de la bota y seguí al demonio.

El demonio se movía con cautela extrema.

Yo, también.

Apenas hacía ruido.

Yo, ninguno.

Lo alcancé cuando pasaba junto a otro camión. La bestia no se dio cuenta de mi presencia hasta que salté sobre ella, le rodeé el cuello con un brazo, le tiré con fuerza la cabeza hacia atrás y con la hoja del cuchillo le abrí la garganta. Cuando sentí que la sangre brotaba a chorros, la solté y me aparté. La bestia cayó al suelo igual que una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos de repente. Durante unos segundos fue presa de espasmos y se llevó las manos a la garganta abierta, de la cual brotaban chorros de sangre negra como petróleo en la oscuridad de la noche. No pudo emitir sonido alguno, pues no le llegaba el aliento de la destrozada tráquea ni tampoco su laringe seccionada estaba en condiciones de producir la más mínima vibración. De todos modos, vivió menos de medio minuto y renunció a la vida con una serie de débiles agitaciones. Como los radiantes ojos rojos estaban fijos en mí, pude ver cómo la luz iba apagándose en ellos.

Ahora parecía nada más que un hombre maduro, barrigón y de patillas pobladas.

Empujé el cadáver debajo del camión para impedir que una de las otras bestias tropezara con él y se corriera la voz acerca del peligro que reinaba. Después tendría que volver para decapitarlo y enterrar los restos en dos tumbas separadas. En ese momento tenía otras cosas de que ocuparme.

Las posibilidades habían mejorado algo: cinco contra uno no era lo mismo que seis contra uno. Pero la situación no era alentadora.

Traté de hacerme la ilusión de que los seis que había visto no se habían quedado en la feria después de la hora de cierre, pero no dio resultado. Sabía, sin la menor duda, que ellos estaban cerca, de la forma en que solamente yo soy capaz de saber esas cosas.

El corazón comenzó a palpitarme deprisa. El consiguiente aluvión de sangre sobrecargó las venas y las arterias y me provocó un estado de lucidez excepcional. No era locura ni frenesí, sino un estado que me tornó especialmente sensible a todos los matices de la noche, igual que debe sentirse el zorro cuando persigue a la presa en la selva, sin dejar de permanecer en guardia ante aquellos seres para los cuales él mismo es presa.

Me puse a rondar por el recinto de la feria, a la luz de la luna medio devorada. Llevaba en la mano un cuchillo que goteaba, cuya hoja relucía como si estuviese recubierta de una película de líquido aceitoso mágicamente uniforme.

Las mariposas nocturnas danzaban alrededor de las piezas de metal cromado y revoloteaban alrededor de otras superficies de metal pulido, toda vez que veían un pálido reflejo de la luna menguante.

Me fui deslizando de un escondrijo a otro, escuchando, observando.

Corrí agazapado y sin hacer ruido.

Bordeé esquinas.

Me arrastré.

Anduve a cuatro patas.

Me deslicé.

Al final, me relajé.

Un mosquito de patas largas y frágiles alas caminó por mi garganta, y estuve a punto de matarlo de un golpe, pero me di cuenta de que el ruido podría delatar mi presencia. En vez de ello, lo cubrí con una mano justo en el momento en que comenzaba a alimentarse de mi sangre y lo aplasté entre la palma y el cuello.

Pensé que había oído algo que provenía de La Casa de las Risas, pero lo más probable es que mi sexto sentido me condujera en esa dirección. La enorme cara del payaso me hacía un guiño en la penumbra, aunque no era un gesto de humor. Se trataba, más bien, de la especie de guiño que puede hacer la Muerte cuando viene a reclamarlo a uno, un triste guiño que, en realidad, eran gusanos que se retorcían en una órbita ocular vacía.

Uno de los duendes había tomado una góndola de la atracción antes de la hora de cierre y, una vez dentro, la había dejado. En ese momento, lo vi salir de la enorme boca abierta del payaso y dirigirse al encuentro de los otros cinco duendes en la noria. Iba vestido a lo Elvis, con corte de pelo de forma de cola de pato, y tendría unos veinticinco años. Lo observé oculto en la taquilla y, cuando pasó a mi lado, lo ataqué.

Esta vez no actué con la rapidez ni tuve la misma fuerza que en la ocasión anterior, debido a lo cual la bestia logró alzar un brazo y desviar la hoja cuando se dirigía hacia su garganta. El acero afilado le abrió la carne de la frente y se deslizó por el dorso de la mano hasta que quedó retenida entre los primeros nudillos de dos dedos. El demonio emitió un grito suave, delgado, apenas audible, pero lo ahogó cuando se dio cuenta de que un grito no solamente atraería a los otros duendes, sino que también podría despertar la curiosidad de los feriantes.

Manó la sangre del brazo del demonio, pero con todo logró desasirse con una sacudida, tropezó y se giró hacia mí. Vi en los ojos luminosos de la bestia el brillo de sus asesinas intenciones.

Antes de que pudiera recobrar el equilibrio, le asesté una patada en la entrepierna. Atrapado en la forma de ser humano, el monstruo se vio rehén de las debilidades de la fisiología humana y hubo de doblarse, presa del dolor que estalló de sus testículos destrozados. Lo pateé de nuevo, más alto esta vez, y la bestia agachó la cabeza, como para complacerme; entonces mi zapato lo alcanzó justo debajo del mentón. Cayó de espaldas sobre el terreno cubierto de serrín. Yo le salté encima y le hundí el cuchillo profundamente en la garganta, con tanta fuerza que doblé la hoja. Recibí tres o cuatro golpes en la cabeza y en los hombros, en su inútil intento de librarse de mí, pero conseguí quitar la vida a la criatura igual que el aire se escapa de una pelota pinchada.

Me levanté jadeando, pero sin olvidar la necesidad de guardar silencio. En ese preciso momento, recibí un golpe desde atrás, que me alcanzó en la base del cráneo y la parte posterior de la nuca. El dolor se extendió igual que si se hubiera abierto una flor de muchos pétalos, pero logré conservar la consciencia. Caí y rodé por el suelo. Entonces vi a otro duende que venía corriendo hacía mí, con un trozo de madera en las manos.

Me di cuenta de que había perdido el cuchillo por efecto del atontamiento que me había causado el primer golpe. Lo divisé a unos tres metros; despedía un brillo opaco; pero no pude alcanzarlo a tiempo.

Con los labios negros apretados y gruñendo de maldad bajo su barniz humano, mi tercer adversario cayó sobre mí en un abrir y cerrar de sus ojos incendiados. Blandía el trozo de madera como si fuera un hacha y me apuntaba a la cara igual que yo había hecho con Denton Harkenfield. Crucé los brazos por encima de la cabeza para evitar un golpe que me fracturara el cráneo. La bestia descargó tres veces el pesado palo sobre ellos produciendo ardientes estallidos de dolor en mis huesos de la misma forma que el martillo de un herrero saca chispas de un yunque. Luego cambió de táctica y me golpeó en las desprotegidas costillas. Encogí las rodillas, me hice un ovillo y traté de rodar hasta encontrar un objeto que pudiera poner entre ambos, pero el duende me siguió con júbilo perverso mientras descargaba una lluvia de golpes en mis piernas, nalgas, espalda, costados y brazos. Los golpes no consiguieron romper ningún hueso porque yo no paraba de moverme para alejarme del palo. No podría soportar ese castigo por mucho más tiempo sin perder la capacidad de seguir moviéndome. Comencé a pensar que era hombre muerto. En la desesperación, traté de coger el palo para protegerme la cabeza, pero el demonio me lo quitó con facilidad. Lo único que logré fue clavarme media docena de astillas en las palmas y los dedos. La criatura alzó la maza bien alto encima de la cabeza y la descargó con la furia de un loco o de un samurai en el fragor de la batalla. El palo bajaba directamente hacia mí, tan grande como si me cayera un árbol encima. Supe que esta vez me dejaría sin sentido o muerto… Pero, de repente, el arma se deslizó de las manos del duende, salió volando hacia mi derecha y golpeó con una punta y luego con la otra en el serrín que cubría el suelo. Con un gruñido de sorpresa y de dolor, el atacante cayó hacia mí, derribado como por puro arte de magia. Me aparté a gatas para no quedar atrapado debajo de la bestia y, cuando, desconcertado, me volví para mirarlo, vi cómo me había salvado. Joel Tuck estaba encima del duende, con la misma almádena en sus manos que tenía el miércoles por la mañana cuando se dedicaba a clavar las estacas de la tienda en La Casa de los Horrores. Joel descargó otro golpe más, y el cráneo del duende emitió un repugnante sonido sordo y húmedo al abrirse.

Toda la batalla había transcurrido prácticamente en total silencio. El ruido más fuerte había sido el sonido sordo de la estaca de madera al golpear en una u otra parte de mí anatomía, y no habría podido recorrer una distancia mayor de treinta metros.

Aún bajo los efectos de los atroces dolores de los golpes y pensando con lentitud sobre este particular, contemplé paralizado lo que hacía Joel: dejó la herramienta, cogió al duende muerto por los pies y lo arrastró lejos de la avenida principal hasta el hueco formado por la plataforma del vocero de La Casa de las Risas y la taquilla de las entradas, donde lo escondió. Cuando comenzó a arrastrar el otro cuerpo, el del duende que se parecía a Elvis, hacia el mismo escondite, yo ya había conseguido ponerme de rodillas y comenzaba a frotarme los brazos y los costados para aliviar el dolor.

Mientras observaba cómo Joel arrastraba el segundo cuerpo hasta la parte trasera de la taquilla y lo amontonaba sobre el primero, tuve un momento de triste frivolidad: imaginé una escena en la que aparecía Joel sentado en una mecedora, al lado de una enorme estufa de piedra, con un buen libro y bebiendo sorbitos de coñac, y que de tanto en tanto se levantaba e iba a buscar otro cadáver a una enorme pila que había y lo metía en la chimenea, donde se encontraban otros hombres y mujeres muertos ya medio consumidos por las llamas. Si no fuera por el hecho de que los cadáveres ocupaban el lugar de los leños de chimenea, se trataría de una cálida escena hogareña. Joel hasta silbaba alegremente cuando, con un atizador de hierro, pinchaba el montón de carne quemada. Sentí que me venía una risita incontenible, pero sabía que no debía permitir que estallase, porque de hacerlo se convertiría en una risotada interminable. Me quedé sorprendido y asustado al darme cuenta de que estaba al borde de la histeria. Meneé la cabeza y borré de la mente la extraña escena de la chimenea.

Una vez que me encontré recuperado y en condiciones de ponerme de pie, Joel ya había acudido a ayudarme. A la luz de la luna medio oculta, su cara contrahecha no parecía más monstruosa de lo habitual, como cabría esperar, sino que sus contornos aparecían suavizados, menos amenazadores, como podría ser el dibujo de un niño, casi más divertida que atemorizadora. Me incliné hacia él durante un momento y me acordé de cuan inmensamente grande era Joel. Cuando finalmente pude hablar, tuve la presencia de ánimo para decir en un susurro:

—Estoy bien.

Ninguno de los dos hizo comentario alguno acerca de su fortuita aparición, ni tampoco se mencionó su disposición al asesinato pese a su afirmación de que nunca había visto un duende. Habría tiempo para ello después. Si sobrevivíamos.

Fui cojeando hasta el lugar donde había caído el cuchillo. Al agacharme para recogerlo sufrí un momento de vértigo, pero me sobrepuse, cogí el cuchillo, me enderecé y volví a donde estaba Joel, con la lengua entre los dientes, el cuello duro, los hombros rectos, la actitud de ay-de-mí y el paso del borracho que está convencido de que puede superar el test de alcoholemia.

Joel no quedó decepcionado por mi gallardo fingimiento. Me cogió del brazo y me ofreció su apoyo para abandonar a la carrera la avenida central de la feria, donde estábamos al descubierto, y buscar refugio a la sombra de la oruga.

—¿Algún hueso roto? —me preguntó en un susurro.

—Creo que no.

—¿Algún corte?

—No —le respondí mientras me quitaba un par de astillas grandes de la palma de la mano. Me había salvado de sufrir lesiones graves, pero a la mañana siguiente me encontraría hecho una pena, si es que llegaba a la mañana siguiente—. Hay más duendes.

Joel permaneció en silencio durante un instante.

Escuchamos.

En la distancia se oía el melancólico silbato de un tren.

Más cerca, podíamos escuchar la vibración rápida y suave de las alas de las mariposas nocturnas.

Y una respiración. La nuestra.

Finalmente, Joel me preguntó en voz muy baja:

—¿Cuántos crees que hay?

—Quizá seis.

—Maté dos —me dijo.

—¿Contando este último?

—No. Con ése, son tres.

Igual que yo, él había sabido que los duendes pensaban sabotear la noria esa noche. Igual que yo, él se había puesto en campaña para impedirlo. Me vinieron deseos de darle un fuerte abrazo.

—Yo también he matado dos —le expliqué en un susurro.

—¿Tú?

—Sí. Yo.

—Entonces… ¿queda uno?

—Me parece que sí.

—¿Quieres que vayamos a buscarlo?

—No.

—¿Qué?

—No, no quiero. T-e-n-e-m-o-s que ir a buscarlo.

—Vale.

—La noria —le susurré.

Nos deslizamos por la maraña de objetos que había en esa parte de la feria hasta que llegamos a un lugar próximo a la enorme rueda. A pesar de su tamaño, Joel se desplazaba con gracia de atleta y en absoluto silencio. Nos detuvimos en una acumulación de sombras amontonadas contra un pequeño remolque que contenía un generador. Al recorrer con vista atenta los alrededores, divisé al sexto duende que se encontraba de pie al lado de la noria.

El ser se ocultaba bajo el disfraz de un hombre de treinta y cinco años, bastante musculoso, alto y de cabello rubio rizado. A pesar de que me separaban unos diez metros de él, podía ver al duende que llevaba dentro, porque estaba en un espacio abierto bañado por la anémica y pálida luz de la Luna, que lo cubría como si fuese talco y lo dejaba expuesto de la misma manera que un hombre invisible cubierto de polvo vería revelada su presencia.

—Está inquieto —me susurró Joel—. Se preguntará dónde están los demás. Hay que cogerlo rápido…, antes de que se asuste y se vaya pitando.

Nos acercamos dos metros al demonio, hasta que quedamos los dos apiñados en el último trozo de sombra. Para llegar a donde estaba tendríamos que dar un salto, con lo cual quedaríamos expuestos, cruzar como un rayo los cuatro metros que nos separaban de la cerca, saltarla y todavía nos quedarían por atravesar otros cuatro o cinco metros de un suelo que estaba lleno de cables.

Por supuesto, en el momento en que franqueásemos la cerca nuestro enemigo tendría que huir para salvar la vida. Y si no conseguíamos cogerlo, la bestia llegaría a Yontsdown y daría la señal: «¡En la feria hay personas que pueden reconocernos a pesar del disfraz!». Entonces, el jefe de policía, Lisle Kelsko, encontraría un pretexto para hacer una incursión en nuestra feria. Vendría provisto de un montón de órdenes de registro y de armas y metería la nariz no solamente en las atracciones secundarias, en las tiendas del baile del vientre y de los ilusionistas, sino también en las caravanas. No quedaría satisfecho hasta que los asesinos de los duendes hubiesen sido identificados entre los feriantes y hasta que, por un medio u otro, lograse eliminarlos.

No obstante, si fuese posible acabar con el sexto duende y enterrarlo en secreto junto con sus compañeros, Kelsko podría tener fuertes sospechas de que alguien de la feria era culpable de su desaparición, pero no podría disponer de prueba alguna. Además, no se daría cuenta de que la destrucción de los saboteadores se debía a que los habían reconocido a través de los disfraces humanos. Si ese sexto duende no volvía a Yontsdown a dar la alarma y no llevaba una descripción explícita de Joel y de mí, todavía podíamos albergar esperanzas.

Tenía la mano derecha humedecida por la transpiración. Me la restregué con fuerza en los pantalones y luego cogí el cuchillo por la punta. Me dolían los brazos de la paliza que había recibido, pero estaba completamente seguro de que aún podía colocar la hoja donde quería. Le comuniqué el plan a Joel y, cuando el duende se puso de espaldas con la intención de examinar las sombras en la otra dirección para ver si encontraba a sus demoníacos compañeros, me puse de pie, di varios pasos rápidos y me quedé helado al ver que se volvía de nuevo para mirar en mi dirección. Entonces solté el cuchillo con toda la fuerza, rapidez y cálculo de que era capaz.

Pero, por cuestión de un segundo, lo había arrojado antes de tiempo y a baja altura. Antes de que la criatura terminase de girarse hacia mí, la hoja se hundió profundamente en su hombro en vez de atravesarle en mitad de la garganta. El demonio se tambaleó hacia atrás y chocó con la taquilla. Corrí hacia él, di un traspié al tropezar con un cable y me golpee con fuerza en el suelo.

En el momento en que Joel llegó donde estaba la bestia, ésta se había quitado el cuchillo y estaba tambaleándose, aunque todavía se tenía de pie.

Con un gruñido y un silbido de serpiente, que indudablemente no podían ser emitidos por un ser humano, le asestó un cuchillazo a Joel, pero éste, muy ágil pese a su tamaño, le arrebató el cuchillo mediante un golpe en la mano, lo empujó con fuerza y se tiró encima de él cuando cayó al suelo, donde lo estranguló.

Recuperé el cuchillo, sequé la hoja en la pernera de mi pantalón, y lo guardé de nuevo en la vaina que estaba dentro de la bota.

Aunque yo hubiese sido capaz de despachar a los seis duendes sin la ayuda de Joel, solo no habría tenido fuerzas para enterrarlos. Con el tamaño y los músculos que tenía, Joel podía arrastrar dos cuerpos por vez, mientras que yo podía encargarme solamente de uno. Si hubiese estado solo, habría tenido que hacer seis viajes hasta el bosque que quedaba detrás de los terrenos de la feria; al ser los dos, tuvimos que efectuar la caminata dos veces nada más.

Por otra parte, gracias a Joel, no fue menester que caváramos tumbas. Arrastramos los cuerpos hasta un lugar que distaba apenas unos siete metros del perímetro del bosque. Allí, en un pequeño claro rodeado de árboles que parecían los monjes de alguna religión pagana vestidos de hábitos negros, esperaba una cantera de piedra caliza para recibir a los muertos.

Me arrodillé al lado del pozo y dirigí la luz de la linterna de Joel hacia su interior, en apariencia sin fondo, y le pregunté a Joel:

—¿Cómo sabías que esto estaba aquí?

—Siempre exploro el territorio cuando nos instalamos en un lugar nuevo. Si puedo encontrar algo así, uno se queda más tranquilo al saber que está para cuando lo necesite.

—Tú también estás en guerra —le dije.

—No. No de la forma en que estás tú. Yo los mato solamente cuando no me queda más remedio, cuando van a matar a feriantes o cuando tienen planes de causar heridas a gente del público dentro de la feria para que nosotros carguemos con la culpa. Mira, no me importa el daño que causen a la gente del mundo de ahí fuera. Pero soy yo solo, y esto es lo más que puedo hacer; a lo más que puedo aspirar es a protegerme yo mismo.

Los árboles de los alrededores agitaban sus sotanas de hojas.

En el aire flotaba un olor sepulcral procedente de la cantera.

—¿Has tirado a otros duendes aquí? —le pregunté.

—A dos, nada más. Por lo general, en Yontsdown nos dejan tranquilos, porque están muy atareados haciendo planes para quemar escuelas y envenenar a gente en excursiones de la parroquia y cosas por el estilo.

—¡Entonces sabes el nido que es Yontsdown!

—Sí.

—¿Cuándo enterraste a los otros aquí? —quise saber y eché otra mirada hacia el pozo sin fondo.

—Hace dos años. Vinieron un par de ellos aquí la noche siguiente después de terminada la feria. Querían provocar un incendio que habría acabado con toda la feria y con todos nosotros. Para su gran sorpresa, yo interferí en sus planes.

Jorobado, con el cabello revuelto y el rostro malformado que parecía aún más raro que lo habitual al resplandor de la linterna, el monstruo arrastró el primer cuerpo hasta el borde del pozo, como si fuera Grendel dedicado a almacenar carne en previsión del invierno.

—No —le advertí—. Primero… tenemos que cortarles las cabezas. Los cuerpos pueden ir al pozo, pero las cabezas tenemos que enterrarlas aparte… por si acaso.

—¿Por si acaso? ¿Por qué?

Le relaté la experiencia que había tenido con el duende que él había enterrado en el suelo de La Ciudad de los Horrores la semana anterior.

—Yo nunca les había cortado la cabeza —me comentó.

—Entonces, hay la posibilidad de que quizás un par de ellos puedan volver.

Joel soltó el cuerpo y permaneció en silencio durante un momento, pensando en la inquietante noticia de que acababa de enterarse. Era fácil que Joel infundiera terror, si se considera el tamaño que tenía y sus terribles facciones, pero resultaba difícil de aceptar la idea de que él mismo supiera lo que era el miedo. Sin embargo, pese a la escasa luz que llegaba, pude ver la ansiedad en su rostro y en los dos ojos, la misma que noté en su voz cuando habló.

—¿Quieres decir que podría haber un par de ellos por ahí, en alguna parte, que supiesen lo que yo sé acerca de ellos… y que quizá me estén buscando… o que me han estado buscando hace mucho tiempo y ahora se acercan?

—Podría ser —le dije—. Sospecho que la mayor parte de ellos permanecen muertos después de que los matas. Probablemente unos pocos conservan la chispa vital suficiente para reconstruir el cuerpo y reanimarse con el tiempo.

—Hasta unos pocos es demasiado —me confesó con inquietud.

El haz de luz de la linterna se desparramaba por sobre el borde de la cantera, en dirección paralela al suelo, y pintaba los troncos de unos árboles que quedaban en el otro extremo del claro. Joel Tuck bajó la vista a través del amplio abanico de luz en dirección a la bostezante boca del pozo, como si esperara ver las manos de algún duende surgiendo de las tinieblas, como si pensase que sus víctimas, tras regresar a la vida tiempo atrás, hubiesen permanecido en ese pozo donde las había metido, a la espera de que él volviera.

—No creo que los dos que eché aquí hayan regresado —me confesó Joel—. No los decapité, pero les hice un buen trabajito. Incluso, si cuando los traje aquí les quedaba una chispa de vida, seguro que la caída los habría acabado para siempre. Además, si hubiesen vuelto habrían advertido a los demás en Yontsdown, y el grupo que ha venido a sabotear la noria habría tomado muchas más precauciones de las que han tomado éstos.

Aunque la cantera parecía muy profunda, si bien era muy probable que Joel tuviera razón acerca de la imposibilidad de que ningún duende regresase de esa fría tumba sin fondo, procedimos a decapitar a los seis demonios que habíamos matado esa noche. Enviamos los cuerpos al pozo, pero las cabezas las enterramos en una tumba común en una parte bastante alejada del bosque.

De regreso a la feria, por el sendero del bosque, entre las zarzas y la maleza, me sentí tan cansado que parecía que mis huesos estaban a punto de descuajeringarse. Joel Tuck también daba la impresión de encontrarse agotado. Ninguno de los dos tenía ni la energía ni la mente despejada como para formular al otro todas las preguntas que deseábamos aclarar. Sin embargo, yo quise saber por qué se había hecho el tonto el miércoles por la mañana, cuando lo interrumpí mientras se dedicaba a clavar las estacas de la tienda y lo enfrenté con el hecho de que, en el trabajo anterior, él había enterrado al duende por mí.

Parafraseando la pregunta acerca de Rya que él me había hecho casi una semana atrás y exponiéndola a modo de respuesta, Joel me confesó:

—Bueno, Carl Slim. En ese momento no tenía la seguridad de que hubiese visto el fondo de tu fondo. Sí sabía que había un asesino de duendes en ti, pero no sabía si ése era tu secreto más oculto. Parecías amigo. Parecerá que todo asesino de duendes es de fiar. Sí, señor. Pero yo soy cauteloso. Mira, de niño no era cauteloso con la gente, pero aprendí a serlo. ¡Y vaya si aprendí! Entonces buscaba desesperadamente el amor de los demás, angustiado por esta cara de pesadilla que tengo. Estaba tan necesitado de afecto y de aceptación que me pegaba a cualquiera que tuviera unas palabras atentas conmigo. Pero, uno tras otro, todos me traicionaron. Oí que algunos de ellos se reían de mí a mis espaldas; en otros llegué a detectar una piedad repugnante. Aunque algunos amigos y tutores en quienes creía se ganaron mi confianza, al final resultaron indignos de ella cuando trataron de que me internaran permanentemente «¡por mi propio bien!». Tenía entonces once años y aprendí que la gente tiene tantas capas como las cebollas y que, antes de hacerse amigo de alguien, es mejor asegurarse de que todas las capas de esas personas son tan limpias y buenas como la primera. ¿Te das cuenta?

—Ya veo. Pero ¿qué secreto pensaste que podía esconderse debajo de mi aspecto de asesino de duendes?

—No lo sabía. Como podía haber sido cualquier cosa, decidí que no te perdería de vista. Y esta noche, cuando pareció que ese cabrón iba a liquidarte con el leño, todavía no estaba seguro de qué pensar de ti.

—¡Dios mío!

—Pero me di cuenta de que si no actuaba, podría perder a un amigo y aliado. Y en este mundo no es fácil adquirir amigos y aliados de tu especie.

La Luna se había ido y los brazos negros de la noche nos cubrían las espaldas como la capa de un conspirador. Atravesamos con dificultad el prado que quedaba entre el bosque y la feria, con la hierba alta que susurraba alrededor de nuestras piernas. Las luciérnagas aleteaban por todas partes y revoloteaban en misiones alumbradas por linternas que escapaban a nuestra comprensión. Al pasar nosotros, se interrumpía temporalmente el canto de los grillos y los gorjeos de los sapos, que volvían a levantarse a nuestras espaldas.

Cuando nos íbamos acercando a la parte posterior de la tienda que albergaba «Los misterios del Nilo de Sabrina», un espectáculo erótico en el que había un truco egipcio, Joel se detuvo y colocó una enorme mano sobre mi hombro, que me hizo detenerme.

—Podría haber problemas esta noche, cuando esos seis no aparezcan en Yontsdown, donde los esperan. Quizá sería mejor que durmieses en mi caravana. A mi mujer no le importará. Hay otro dormitorio.

Así supe por vez primera que Joel estaba casado. Aunque me enorgullecía de tener esa actitud de hastiado de todo propia de los feriantes con relación a los ejemplares anormales y cosas por el estilo, me quedé mortificado al darme cuenta de que me había sobresaltado al pensar en la idea de que alguien pudiese casarse con Joel Tuck.

—¿Qué te parece? —me preguntó.

—Dudo que vaya a haber más problemas esta noche. Además, si pasa algo, mi sitio está junto a Rya.

Joel permaneció un instante en silencio y luego me preguntó:

—Tenía razón, ¿no?

—¿Razón sobre qué?

—Del apasionamiento que sientes por ella.

—Es más que eso.

—¿Qué? ¿La amas?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Y estás seguro de que sabes la diferencia que hay entre la pasión y el amor?

—¿A qué diablos viene esa pregunta? —protesté. No estaba enfadado de verdad con él, sino solamente frustrado, pues había detectado la reaparición de la vena enigmática que tenía Joel Tuck.

—Disculpa —me respondió—. Tú no eres un muchacho de diecisiete años como los demás. Tú no eres un muchacho. Ningún muchacho ha aprendido y ha visto las cosas que tú has visto y aprendido. Eso no deberías olvidarlo. Tú sabes lo que es el amor. Vaya, me imagino. Tú eres un hombre.

—Soy antiguo —le dije con un gesto de cansancio.

—¿Ella te ama?

—Sí.

Joel permaneció en silencio durante un buen rato, pero no retiró la mano de mi hombro, para retenerme, como si estuviera buscando con diligencia las palabras para transmitir un mensaje importante que resultaba imposible incluso para su formidable vocabulario.

—¿Qué pasa? ¿Qué te preocupa? —le pregunté.

—Pienso que, cuando dices que ella te ama…, es algo que sabes no sólo por lo que ella te dice, sino…, sino también porque empleas esos talentos y percepciones especiales que tú posees.

—Así es —le dije. Me pregunté por qué mi relación con Rya le causaría tanta preocupación. Aunque las preguntas que Joel me hacía sobre un terreno tan delicado parecían casi cotilleo normal, tuve la ligera impresión de que había algo más. Por otra parte, él me había salvado la vida. Así que contuve el primer resquicio de irritación y le contesté—: Siento que me ama, tanto por la clarividencia como por mis facultades psíquicas. ¿Te quedas satisfecho? Pero incluso aunque no tuviera la ventaja de mi sexto sentido, sabría qué es lo que ella siente.

—Si estás seguro…

—Te he dicho que lo estoy.

—Lo siento —dejó escapar, tras un suspiro—. Pero ocurre que… yo siempre he sido consciente de que… en Rya Raines hay algo diferente. He tenido la sensación de que en el fondo del fondo de ella hay algo… que no es bueno.

—Tiene un secreto —le comenté—. No se trata de algo que ella haya hecho, sino de algo que le hicieron a ella.

—¿Te lo contó todo?

—Sí.

Joel asintió con su desgreñada cabeza e hizo un movimiento con su enorme mandíbula semejante a una pala de máquina excavadora.

—Bueno. Me alegra oír eso. Siempre he sentido la parte buena y valiosa de Rya, pero ha habido otra cosa, esa cosa desconocida, que me ha hecho sospechar…

—Como te he dicho, su secreto es que ella fue una víctima, no una delincuente.

Joel me dio una palmada en la espalda y reemprendimos el camino. Pasamos por la parte posterior del espectáculo, rodeamos el espectáculo de Animales Raros y, entre una tienda y otra, llegamos a la avenida central de la feria, desde donde nos dirigimos a Gibtown sobre ruedas. Conforme nos acercábamos al lugar donde se encontraban las caravanas, aceleré el paso. La conversación acerca de Rya me hizo recordar que ella estaba en peligro. Aunque le había advertido que tuviese cuidado, aunque sabía que probablemente ella podría cuidarse por sí sola si era consciente de que había problemas en ciernes y que no la cogerían por sorpresa, si bien no me llegaban percepciones de que estuviese en peligro, en el fondo del estómago tenía enrollada una serpiente de aprehensiones y estaba ansioso de llegar para comprobar que todo estaba en orden.

Joel y yo nos despedimos con el acuerdo de encontrarnos el día siguiente para satisfacer la mutua curiosidad acerca de las facultades psíquicas de cada uno y compartir lo que sabíamos sobre la raza de los duendes.

Acto seguido, me dirigí hacia la caravana de Rya. Pensaba en la carnicería que habíamos hecho esa noche; esperaba que no me enconase demasiado sucio de sangre y, mientras tanto, urdía una historia con la que explicar las manchas del pantalón, en caso de que Rya estuviese despierta y tuviese la oportunidad de verlas. Con suerte, ya estaría dormida. Así yo podría ducharme y desprenderme de la ropa mientras ella soñaba.

Me sentí casi como si fuera la Parca en persona, que regresaba a casa después de cumplir su trabajo.

No sabía que antes de la aurora esta Parca tendría que emplear nuevamente su guadaña.