CAPÍTULO 14
SIEMPRE RESPLANDECE EL CIELO ANTES DEL ANOCHECER

El martes por la mañana el cielo amaneció sin sol; continuaba la tormenta, pero sin rayos, y el viento ya no empujaba la lluvia. Esta caía directamente al suelo, como si estuviera agotada; una enorme masa, kilos, quintales, toneladas de agua; aplastaba la hierba, suspiraba de manera fatigosa sobre los techos de las caravanas, caía sobre los techos inclinados de las tiendas, se deslizaba lánguidamente hacia el suelo, donde reposaba en forma de charcos, goteaba de la noria y caía, ruidosa, del bombardeo en picado.

Hubo que suspender el espectáculo otra vez. La inauguración de la feria de Yontsdown se aplazó veinticuatro horas más.

Rya no lamentó las revelaciones que me había hecho la noche anterior tanto como yo me lo esperaba. Durante el desayuno, la vi sonreír con más soltura que la Rya a quien yo había conocido la semana anterior. Se prodigó tanto en pequeñas muestras de afecto que, si alguien hubiese estado allí para vernos, su reputación de altiva y rígida cabrona habría quedado dañada para siempre.

Más tarde, cuando fuimos a visitar a otra pareja de feriantes para ver cómo estaban, volvió a ser la Rya que ellos conocían: fría y distante. Sin embargo, aunque en compañía de ellos hubiese experimentado los mismos cambios que cuando estaba sola conmigo, no creo que se hubieran dado cuenta. Una mortaja había caído sobre Gibtown sobre ruedas, un manto monótono y sofocante de desánimo, que en parte había tejido la monotonía de la lluvia, en parte la pérdida de ganancias acarreada por el mal tiempo, pero que fundamentalmente tenía su origen en que hacía apenas un día que había muerto Gelatina Jordan. La tragedia de su muerte seguía muy presente en el ánimo de los feriantes.

Tras detenernos en la caravana de los Lorus, en la de los Frazelli y en la de los Catshank, pensamos que, para acabar, lo mejor sería que pasásemos el resto del día juntos nosotros dos solos. Camino del Airstream de Rya, adoptamos una decisión aún más importante. Rya se detuvo súbitamente y, con sus manos enfriadas por la lluvia, me cogió el brazo en el que llevaba el paraguas.

—¡Slim! —me dijo con un brillo en los ojos que nunca había visto.

—¿Qué? —le pregunté yo.

—Vamos a la caravana donde te asignaron la cama, empaquetamos tus cosas y las llevamos a la mía —respondió.

—No lo dirás en serio —le dije, a la vez que rogaba a Dios que sí, que lo dijera en serio.

—No me digas que no quieres —me respondió.

—Vale, vale, no te diré que no quiero.

—Oye, no es tu jefe el que te habla, ¿sabes? —añadió con el ceño fruncido.

—Ya sé que no —le respondí.

—Estás hablando con tu novia.

—Solamente quería estar seguro de que te lo habías pensado bien.

—Sí, me lo he pensado bien —me contestó.

—Me ha parecido que era una cosa que me habías dicho sin pensarlo.

—Bobo, lo he hecho expresamente para que no pensaras que era una mujer calculadora —me reprochó ella.

—Mira, lo único que quiero es estar seguro de que esto no es algo precipitado.

—Oye, mira una cosa. Quiero que sepas que Rya Raines nunca hace nada precipitado —me aseguró.

—Bueno, espero que sea verdad, ¿eh?

Fue así de fácil. Quince minutos después, ya vivíamos juntos.

El resto de esa tarde lo pasamos en la diminuta cocina de su caravana. Hicimos galletas: cuatro docenas de galletas de manteca de cacahuete y seis docenas de galletas de chocolate. Fue uno de los mejores días de mi vida. Los apetitosos aromas, la ceremonial lamida a la cuchara sucia de masa cuando teníamos llena una bandeja antes de meterla en el horno, las bromas, las tomaduras de pelo, las tareas compartidas, todo ello me trajo a la memoria tardes similares que había pasado, allá en Oregon, en la casa de los Stanfeuss, con mis hermanas y mi madre. Pero esto de ahora era mucho mejor. Había disfrutado aquellas tardes de hogar de Oregon, pero nunca llegué a apreciarlas plenamente, pues era muy joven y no podía darme cuenta de que vivía unos momentos de oro, era muy joven para comprender que todas las cosas tienen final. Porque ya nunca más sería víctima de las ilusiones infantiles acerca del equilibrio y la inmortalidad y porque había comenzado a pensar que ya nunca podría probar las sencillas delicias de la vida hogareña, esas horas que pasé en la cocina con Rya revistieron un patetismo tan agudo, fueron una especie de dulce punzada en el pecho.

La cena también la cocinamos juntos. Después encendimos la radio. Sintonizamos la WBZ de Boston, la KDKA de Pittsburgh y Dick Biondi de Chicago, que hacía el pavo. Pasaron las canciones de aquella época: He’s So Fine, de los Chiffons; Surfin’ USA, de los Beach Boys; Rhythm of the Rain, de los Cascades; Up on the Roof, de los Drifters; Blowin’ in the Wind, de Peter, Paul and Mary, y Puff (the Magic Dragon), de los mismos; Limbo Rock, SugarShack, Rock Around the Clock y My Boyfriend’s Back; canciones de Leslie Gore, los Four Seasons, Bobby Darin, los Chantays, Ray Charles, Little Eva, Dion, Chubby Checker, los Shirelles, Roy Orbison, Sam Cooke, Bobby Lewis y Elvis, siempre Elvis. Y el que piense que aquél no fue buen año para la música, que mencione otro igual.

Aquella noche (nuestra primera noche conyugal) no hicimos el amor, aunque si lo hubiésemos hecho no lo habríamos pasado mejor. Nada habría podido hacer de aquella una noche más perfecta. Nunca habíamos estado tan juntos, ni siquiera cuando la carne se funde con la carne. Aunque Rya no me reveló más secretos y yo fingí que no era más que un simple vagabundo sorprendido y agradecido por haber encontrado un hogar y alguien a quien amar, nos sentimos, no obstante, de lo más a gusto el uno con el otro; posiblemente porque los secretos los albergábamos en la mente, pero no en el corazón.

La lluvia cesó a las once. De pronto, el estruendo del agua que caía se convirtió en un tamborileo, éste en un ocasional plop-plop de gruesas gotas, que era como había comenzado dos días atrás, hasta cesar por completo, con lo cual la noche quedó silenciosa y envuelta en vapores. De pie junto a la ventana de la habitación, me puse a mirar la brumosa oscuridad; me pareció, en ese momento, que la tormenta no solamente había limpiado el mundo, sino que también me había lavado por dentro y me había liberado de algo. Pero, en realidad, fue Rya Raines quien, con un vigoroso lavado, me había liberado de mi soledad.

Estábamos en la ciudad de los muertos en la ladera de una colina, en medio de losas de alabastro. La cogí y la giré hacia mí. Sus ojos parecían enloquecidos por el terror. Aunque me sentía embargado por el dolor y la pena, como tenía la garganta expuesta a mí, y me dirigí a ella a pesar de la pena, sentí la suave piel contra mis dientes desnudos…

Me lancé de cabeza antes de sentir el gusto de la sangre en la boca. Y me encontré sentado en la cama, con la cara oculta entre las manos, temeroso de que ella pudiera despertarse y que, a pesar de la oscuridad, pudiera leer mi rostro y saber, por tanto, la violencia que en sueños había estado a punto de descargar sobre ella.

Pero entonces, para mi sorpresa, percibí en la penumbra que había alguien de pie junto a la cama. Aún bajo el influjo del miasma de terrores encontrados que me había causado la pesadilla, aparté con un grito las manos con que me ocultaba el rostro y las extendí hacia adelante en gesto defensivo, a la vez que me recostaba contra la cabecera de la cama.

—¿Slim?

Era Rya que me miraba de pie junto a la cama, aunque en ese manto de oscuridad yo no podía ser más visible para ella de lo que ella lo era para mí. Me había estado observando mientras yo la perseguía en mi sueño análogo al suyo por los paisajes del cementerio, del mismo modo que yo la había observado a ella la noche anterior.

—Oh, Rya, eres tú —exclamé con un sobresalto y con voz poco clara. Al hablar liberé el aliento contenido que me oprimía dolorosamente el pecho.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

—He tenido un sueño.

—¿Qué clase de sueño?

—Malo.

—¿Has soñado con los duendes?

—No.

—¿Qué ha sido entonces? ¿Has soñado con mi cementerio? —No le dije nada. Rya se sentó en el borde de la cama e insistió—. Ha sido eso, ¿no?

—Sí. ¿Cómo te has dado cuenta?

—Por cosas que has dicho durante el sueño. —Miré la esfera brillante del reloj. Eran las tres y media—. ¿Estaba yo en el sueño?

—Sí.

Ella emitió un sonido que no fui capaz de interpretar.

—Perseguía… —comencé a explicar.

—¡No! —me interrumpió rápidamente—. No me lo digas. No importa. No quiero que me cuentes más de eso. No importa. De verdad, no importa.

Pero resultaba evidente que sí le importaba, que ella comprendía mejor que yo esa pesadilla compartida y que sabía a ciencia cierta el significado que tenía el extraño hecho de que los dos compartiéramos un sueño.

Ahora bien, era posible que yo hubiera interpretado mal el estado de ánimo de Rya y que viese un misterio donde no lo había, pues aún no se habían descorrido los velos del sueño que acababa de tener y los restos de ese sueño todavía me embotaban el pensamiento y la percepción. Quizás el problema no consistía en que ella estuviese aterrorizada porque conocía el significado del sueño, sino que sencillamente no quería hablar del asunto porque le causaba temor.

Cuando comencé a hablar de nuevo, Rya me hizo callar y se echó en mis brazos. Nunca se había mostrado tan apasionada, tan suave, ni nunca había buscado con tanta dulzura y maestría una respuesta a sus avances amorosos. Pero me pareció entonces que había detectado algo nuevo, una cualidad inquietante en su conducta erótica, una desesperación tranquila, como si en el acto, además de placer e intimidad, buscara una forma de olvido, un refugio de siniestros conocimientos que no podía soportar, un lugar donde borrar la memoria.

El miércoles por la mañana el viento aventó las nubes, el cielo azul se llenó de cuervos, petirrojos y azulejos, y la tierra aún humeaba como si debajo de la delgada corteza del planeta estuviera en funcionamiento una poderosa maquinaria y la fricción de sus múltiples engranajes desprendiese calor. El ardiente sol de agosto secaba el serrín y las virutas de madera esparcidas por la avenida principal de la feria. Los feriantes habían salido en masa a inspeccionar los daños causados por la tormenta y se habían dado a la tarea de sacar brillo a las piezas de cromo y de latón, a tensar de nuevo las cuerdas de las tiendas aflojadas por el viento, mientras hablaban del buen tiempo necesario para ganar dinero, que sin duda era el que hacía.

Una hora antes de sonar la llamada de comienzo de la feria, localicé a Joel Tuck detrás de la tienda que albergaba La Ciudad de los Horrores. Vestía pantalones de faena, que llevaba metidos en unas botas de leñador, y una camisa escocesa de color rojo cuyas mangas subidas dejaban al desnudo los inmensos brazos. A golpes de una almádena de mango largo, hundía profundamente en la tierra húmeda los tacos de la tienda; su imagen hacía pensar en la de un monstruoso mutante con un mazo en la mano.

—Tengo que hablarte —le dije.

—Me he enterado que te has mudado —me respondió, dejando reposar en el suelo la enorme herramienta.

—¿Tan pronto se ha corrido la voz? —comenté asombrado con un parpadeo de ojos.

—¿De qué tienes que hablarme? —me preguntó, no de forma manifiestamente hostil, aunque sí con una frialdad que me resultó desconocida.

—De autos de choque, para empezar.

—¿Qué pasa con eso?

—Sé que tú viste lo que pasó allí.

—No te entiendo.

—Tú me seguiste aquella noche.

Me resultó extraña la expresión confusa e inescrutable de su rostro. Parecía, en efecto, que en lugar de cara, llevara una máscara de cerámica que, tras romperse, hubiese sido compuesta por las manos de un borracho en lo más fuerte de la borrachera.

Como no decía palabra, insistí:

—Lo enterraste en el suelo de la tienda.

—¿A quién?

—Al duende.

—¿Al duende? —me preguntó con gesto de extrañeza.

—Sí, al duende. Así los llamo yo, aunque podría emplearse otra palabra. El diccionario dice que duende es «un ser imaginario, un demonio según algunas mitologías, grotesco, malévolo con los hombres». Eso a mí me basta. Tú puedes llamarlos como diablos se te ocurra, pero sé positivamente que tú puedes verlos.

—¿Ah, sí? ¿Yo? ¿A los duendes?

—Mira, hay tres cosas que quiero que entiendas. Una: yo los odio y, siempre que tenga oportunidad de matarlos, lo haré; y, cuando me lo propongo, lo consigo. Dos: fueron precisamente ellos quienes mataron a Gelatina Jordan, porque él se los encontró por casualidad cuando pretendían sabotear la noria. Tres: ellos no piensan darse por vencidos y volverán para acabar el trabajo que estaban haciendo en la noria. Así que, si no los detenemos, esta semana va a pasar algo terrible aquí.

—¿Es cierto eso?

—Sabes bien que sí. Fuiste tú quien dejó el ticket de la noria en mi habitación.

—¿Fui yo?

—¡Oye, por el amor de Dios, no tienes que ser tan precavido conmigo! —exclamé con impaciencia—. Los dos tenemos el poder de verlos. ¡Debemos aliarnos!

Joel Tuck arqueó una ceja y el ojo de color naranja que tenía sobre ése tuvo que cerrarse para que pudiera manifestarse la mirada de asombro que se reflejó en las órbitas inferiores.

—De todos los adivinos, médium y gente que lee las manos que he conocido en otras ferias, eres la primera persona que de verdad tiene percepción extrasensorial.

—No me digas.

—Y también eres el único que he conocido que ve a los duendes como yo.

—¿Sí?

—Seguro.

—¿Seguro que sí?

—¡Por Dios, basta, eres capaz de enfurecerle a uno!

—¿Sí? ¿Soy capaz?

—He estado pensando en esto. Sé perfectamente que viste lo que ocurrió en los autos de choque y que te encargaste del cuerpo…

—¿Qué cuerpo?

—… y después trataste de prevenirme del peligro en la noria en caso de que yo no hubiera percibido el peligro que se aproximaba. Tuviste tus dudas cuando encontraron muerto a Gelatina; como sabías que él no era duende, te preguntaste si quizá yo no sería más que un psicópata. Y, sin embargo, no me acusaste; decidiste esperar a ver qué pasaba. Por eso decidí hablar contigo, para dejar las cosas en claro entre nosotros y discutirlo todo abiertamente. Así tendrás la seguridad de que yo puedo verlos y que los odio. Entonces podremos trabajar juntos para detenerlos. Tenemos que impedir que lleven a cabo lo que planean hacer en la noria. Estuve allí esta mañana, para percibir las emanaciones que proceden de ella, y estoy seguro de que hoy no pasará nada. Pero mañana o el viernes… —Joel Tuck se quedó mirándome fijamente—. ¡Diablos! —exclamé—, ¿por qué sigues con esa maldita actitud enigmática?

—No soy enigmático —me respondió.

—Sí, sí que lo eres.

—No. Lo que pasa es que me has dejado pasmado.

—¿Qué?

—Que me has dejado pasmado. Vamos, Carl Slim, ésta es la conversación más asombrosa que he tenido en toda mi vida. No he comprendido ni jota de lo que me has dicho.

Percibí que el hombre se encontraba muy desequilibrado, confuso sobre todo, pero no podía creer que mi relato lo hubiese dejado desconcertado por completo.

Me puse a mirarlo fijamente.

Él me sostuvo la mirada.

—Me haces enfurecer —le dije.

—Sí, ya veo.

—¿Qué?

—Esta especie de broma.

—¡Hostia!

—Sí, una broma bien preparada.

—Si no querías que supiera que estuviste allí, si no querías que supiera que yo no estaba solo, ¿por qué me ayudaste a deshacerme del cuerpo?

—Bueno, mira, me imagino que es una especie de pasatiempo.

—¿De qué hablas?

—Lo de deshacerse de cuerpos —me respondió—. Es una diversión. Algunas personas coleccionan sellos, otros se dedican al aeromodelismo y, mira, a mí me gusta deshacerme de los cuerpos que encuentro. —Meneé la cabeza con gesto de desesperación—. Y, además —continuó—, es porque soy una persona muy limpia. No puedo soportar la mugre, y no hay mugre peor que un cuerpo en descomposición. Especialmente, si es el cuerpo de un duende. Así que, cuando encuentro uno, limpio toda la porquería y…

—¿Qué? ¿Estás bromeando? —exclamé, perdida la paciencia.

Los tres ojos de Joel Tuck pestañearon al mismo tiempo.

—Bueno, mira, o yo estoy de bromas o tú, Carl Slim, eres un joven que está muy trastornado. Hasta ahora me has caído bien, demasiado bien como para pensar que estás loco; así que, si de verdad no pasa nada, mejor quedamos en que esto es una broma.

Me di la vuelta y me alejé en silencio en dirección a la esquina de la tienda, giré allí y me encaminé hacia la avenida central de la feria.

¿A qué diablos jugaba?

La tormenta se había llevado lejos lo peor de la humedad que flotaba en el aire; el pegajoso calor de agosto no volvió con el cielo azul. El día se presentó cálido y seco y trajo el dulce y limpio frescor de las montañas que circundaban la feria. Cuando llegó la tarde y se abrieron las puertas, el público acudió en un número que no esperábamos ver hasta el fin de semana.

La feria semejaba una aparición fantástica: con exóticas vistas, aromas y sonidos había formado un tejido deslumbrante que extasiaba a los visitantes, un tejido familiar y cómodo a más no poder con el que los feriantes nos movíamos con alegría y alivio después de dos días de lluvia, después de la muerte de nuestro negociador. Los hilos sonoros de ese tejido eran, entre otros, la música del organillero; The Stripper, de David Rose, que emitían a pleno volumen los altavoces del espectáculo de la danza del vientre; el rugido que hacía el motor de la motocicleta de la muerte; los silbatos y chillidos de las carreras; el silbido del aire comprimido que hacía girar las cestas metálicas del Tip Top; los motores diesel que trabajaban a toda pastilla; el vocero del díezenuno; las risas de hombres y mujeres; los gritos y la risa tonta de los niños; y, por todas partes, los voceros que exclamaban: «¡Pasad, entrad, ya os diré lo que veréis!». Filamentos de aromas, hilos de olores, grasa de cocina, palomitas de maíz calientes, cacahuetes también calientes, combustibles de motores, serrín, algodón de azúcar.

Los sonidos y los olores constituían la textura del tejido de la feria, pero las vistas eran las tintas que le daban su brillante colorido: el acero bruñido y sin pintar de la cápsulas en forma de huevo del bombardeo en picado, donde parecía que la luz del sol se fundía y se desparramaba en relucientes películas de plateado mercurio; las cestas de color rojo del Tip Top, que giraban a gran velocidad; las brillantes lentejuelas, el resplandor de los collares y el brillo tenue de las lentejuelas de los vestidos de las chicas del espectáculo erótico que se exhibían en la plataforma situada a la entrada de la tienda, apenas una seductora promesa de los encantos que el público podría contemplar dentro; los banderines de color rojo, azul, naranja, amarillo, blanco y verde agitados por la brisa como las alas de mil loros colocados sobre cuerdas; la cara gigante y sonriente del payaso de La Casa de las Risas, con la nariz aún amarilla; el latón de los vástagos del tiovivo que subían y giraban sin cesar. Este mágico manto de feria era como un vestido de arco iris de corte y líneas vistosas, provisto de numerosos bolsillos misteriosos; cuando uno se lo ponía, era como enfundar los brazos en una sensación de inmortalidad, haciendo que se desvanecieran las preocupaciones del mundo real.

A diferencia del público y de otros muchos feriantes, yo no pude sustraerme a mis preocupaciones en el bullicio del espectáculo, sino que permanecí a la espera de que se presentaran los primeros duendes en el lugar. Pero la tarde se fundió en el atardecer, éste dejó paso a la noche y no apareció ningún ejemplar de la especie demoníaca; ausencia que no me agradó y tampoco me dejó tranquilo. La ciudad de Yontsdown era un nido, un criadero de esos seres y, por lógica, tendrían que estar en la feria en número superior al habitual. Yo sabía por qué no habían venido: esperaban la diversión de verdad que se llevaría a cabo más adelante. Como esa noche no había prevista ninguna tragedia, ningún espectáculo de sangre y muerte, esperaban que ocurriera mañana o pasado mañana. Entonces sí, se presentarían a montones, todo un rebaño de demonios, ansiosos de conseguir un lugar desde el cual poder ver la noria. Si lo conseguían, seguramente la atracción sufriría un «desperfecto mecánico» que haría que se tambalease o que se viniese abajo. Cuando ese acontecimiento fuese inminente, ellos vendrían a pasar el día en la feria.

Esa noche, una vez se hubo marchado el público, apagaron las luces de la avenida central de la feria, salvo las lámparas que iluminaban el tiovivo, donde se reunieron los feriantes para presentar sus últimos respetos a Gelatina Jordan. Éramos centenares los que nos congregamos en torno a la atracción. Los que estaban en las primeras filas se veían pintados de luces de color ámbar y rojo que, en tales circunstancias, hacían recordar la luminosidad que reina en las catedrales por efecto del resplandor de las velas y de la luz que se filtra a través de los vitrales. Los que estaban en las filas de atrás de esa improvisada nave al aire libre permanecían en sombras reverentes o en una oscuridad luctuosa. Algunos se encontraban en las avenidas laterales, mientras que otros se habían subido a los techos de los camiones estacionados en el centro de la feria. Todos guardaban silencio, igual que el lunes por la mañana, cuando se encontró el cuerpo.

La urna que contenía las cenizas de Gelatina fue depositada en uno de los bancos, con sirenas a ambos lados, que hacían de guardia de honor, y con un cortejo de caballos que, en orgullosa pose, estaban dispuestos delante y detrás del féretro. Arturo Sombra encendió el motor y el tiovivo comenzó a moverse, aunque no puso en marcha la música.

Mientras la máquina daba vueltas en silencio, Cash Dooley leyó unos párrafos escogidos de El gaitero ante las puertas del alba y un capítulo de El viento entre los sauces, de Kenneth Grahame. Esa era la voluntad que Gelatina había manifestado en el testamento.

Después, apagaron el motor del tiovivo.

Los caballos fueron girando cada vez más lentamente hasta que se detuvieron por completo.

Apagaron las luces.

Y todos nos marchamos a casa. Gelatina Jordan hizo otro tanto.

Rya se durmió al instante. Yo no pude hacerlo y permanecí despierto y reflexionando acerca de Joel Tuck, preocupado por lo que pudiera pasar con la noria, y también acerca de la visión que había tenido de Rya, con la cara bañada en sangre, y tratando de descifrar los planes que los duendes estarían tramando.

A medida que avanzaba la noche, maldije mis ojos crepusculares. Hay momentos en que deseo con toda el alma no haber nacido con esas facultades mentales, sobre todo la capacidad de ver a los duendes. A veces nada parece tan dulce como la perfecta ignorancia con que otras personas se mezclan con los demonios. Quizá sería mejor no saber que las bestias están entre nosotros. Mejor que verlas… Porque entonces uno se siente impotente, atormentado y superado. Al menos la ignorancia sería buen remedio para el insomnio.

Salvo, por supuesto, que si yo no fuese capaz de ver a los duendes, ya estaría muerto, víctima de los sádicos juegos de mi tío Denton.

Tío Denton.

Llegó la hora de hablar de la traición, de un duende que se deslizó dentro de mi propia familia, con un disfraz de ser humano tan perfecto que ni siquiera la cortante hoja de un hacha pudo atravesarlo y poner de manifiesto el monstruo que se ocultaba tras él.

La hermana de mi padre, la tía Paula, se había casado en primeras nupcias con Charlie Foster y juntos habían traído al mundo a un hijo, Kerry, el mismo año y mes en que mis padres me habían tenido a mí. Pero Charlie murió de cáncer, una especie de duende propio que lo había devorado por dentro, y fue a yacer en la tierra cuando Kerry y yo teníamos tres años de edad. La tía Paula permaneció soltera por espacio de diez años, durante los cuales se ocupó de criar a Kerry ella sola. Pero entonces apareció en su vida Denton Harkenfield, y ella decidió que no quería seguir como viuda el resto de sus días.

Denton era de fuera del valle, ni siquiera del mismo estado de Oregon. Aunque venía de Oklahoma (o, al menos, eso era lo que él decía), ello no fue obstáculo para que todos lo aceptasen con notable prontitud, habida cuenta de que las personas que llevaban ya tres generaciones en el valle eran llamadas «gente de fuera» por los demás, esto es, aquellos que tenían sus orígenes en la época de la colonización del Noroeste. Denton era bien parecido, de verbo fluido, amable, modesto, de risa fácil y un narrador nato que poseía un acopio aparentemente ilimitado de anécdotas divertidas y de interesantes experiencias. Asimismo era hombre de gustos sencillos y carente de pretensiones, pues, aunque parecía que poseía recursos, nunca hacía alarde de ello ni tampoco se conducía como si el dinero lo hiciese mejor que al vecino de al lado. En fin, Denton caía bien a todo el mundo.

A todo el mundo menos a mí.

De niño no era capaz de ver a los duendes con toda claridad, aunque me daba cuenta de que ellos eran diferentes del resto de las personas. Alguna que otra vez me encontraba con alguien que tenía algo raro, alguien en cuyo interior veía una oscura forma humeante y de líneas rizadas; entonces sentía que debía pisar con mucho cuidado cerca de dicha persona, aunque no comprendía el motivo. Sin embargo, cuando por efecto de la pubertad comenzaron a cambiar mi metabolismo y mi equilibrio hormonal, me di cuenta de que era capaz de ver a los duendes con más claridad: primero eran demonios de formas vagas; luego, ya los vi con todos sus malévolos detalles.

Cuando Denton Harkenfield llegó de Oklahoma (o del infierno), yo empezaba a discernir que ese espíritu humeante que veía dentro de ellos no era simplemente una nueva forma de energía psíquica, sino un ser real, un demonio, un titiritero extraño o bien una criatura desconocida. Durante los meses que Denton cortejó a la tía Paula, las facultades que me permitían ver al duende oculto registraron un perfeccionamiento continuo, hasta que la semana de la boda sentí pánico cuando pensé en la posibilidad de que ella se casara con una bestia de tal naturaleza. Sin embargo, no hubo nada que yo pudiera hacer.

Todos los demás pensaron que Paula era una mujer sumamente afortunada por haber encontrado a un hombre como Denton Harkenfield, que gustaba y era admirado por todos. Hasta Kerry, mi primo predilecto y mi mejor amigo, no quería oír nada en contra del nuevo aspirante a padre, que se había ganado la confianza del niño, incluso antes de que conquistase el corazón de Paula, y le había prometido que lo adoptaría.

Mi familia sabía que yo era clarividente, por lo cual se tomaban en serio mis premoniciones y las visiones que tenía. Una vez, mamá tenía que volar a Indiana para acudir al funeral de su hermana; del billete de avión me llegaron angustiosas emanaciones, que me convencieron de que la aeronave se estrellaría. Hice tanto alboroto que, al final, anuló el viaje en el último minuto y reservó otro vuelo. En realidad, la aeronave no se estrelló, aunque sí se registró un incendio de escasa importancia a bordo durante el vuelo; el humo afectó a numerosos pasajeros, tres de los cuales resultaron asfixiados antes de que el piloto consiguiera aterrizar. No podría decir con seguridad que mi madre habría sido la cuarta víctima si hubiese viajado en ese vuelo, pero cuando toqué el billete lo que sentí no fue el papel, sino el latón duro y frío del asa de un féretro.

No obstante, nunca le había contado a nadie que veía formas rizadas y humeantes en el interior de algunas personas. En primer lugar, yo ni sabía qué era lo que veía ni qué significado tenía. Por otra parte, desde el principio había tenido la sensación de que me encontraría en peligro terrible si una de esas personas que llevaban una sombra dentro llegaba a descubrir que yo podía percibir la diferencia. Era mi secreto.

La semana de la boda de la tía Paula, cuando finalmente pude ver todos los nauseabundos detalles del duende en forma de perro-cerdo que había dentro del señor Denton Harkenfield, no era posible que, de pronto, comenzase a hablar acerca de monstruos ocultos bajo forma humana, pues nadie me habría creído. Aunque había quedado demostrada la exactitud y la validez de mis ocasionales visiones clarividentes, en opinión de muchas personas mis desacostumbrados talentos no eran precisamente una bendición. Mis facultades, aunque rara vez hablaba de ellas y menos aún las empleaba, hacían que fuese señalado como un «raro», y en el valle había quienes pensaban que, sin lugar a dudas, los videntes eran personas psíquicamente inestables. Más de una vez habían dicho a mis padres que deberían vigilarme de cerca para ver si no presentaba síntomas de alucinaciones o de autismo incipiente. Y, aunque mis padres no tenían paciencia para soportar tales afirmaciones, yo estaba seguro de que a veces les preocupaba el que, con el tiempo, mi don pudiese resultar una maldición. El vínculo que une las facultades mentales con la inestabilidad psíquica es tan fuerte en la creencia popular que hasta mi abuela, que creía que mis ojos crepusculares eran una pura y feliz bendición, estaba preocupada de que yo pudiera perder el dominio de dicha facultad, de que ésta se volviera en mi contra y acabara por destruirme. En consecuencia, temía que, si comenzaba a desvariar acerca de que había duendes ocultos bajo la forma de seres humanos, reforzaría con ello los temores de quienes tenían la seguridad de que un día yo iba a terminar en un manicomio.

Ocurría, en efecto, que yo mismo tenía dudas acerca de mi propia cordura. Conocía todas esas creencias populares y había oído por casualidad los consejos que la gente daba a mis padres. Por dicho motivo, cuando empecé a ver a los duendes, me pregunté si no habría comenzado a fallarme la cabeza.

Amén de ello, si bien tenía miedo del duende que había dentro de Denton Harkenfield y experimentaba el intenso odio que suscitaba la criatura, carecía de pruebas concretas en el sentido de que el monstruo tuviera pensado hacer algún daño a la tía Paula, a Kerry o a alguna otra persona. Hasta entonces, la conducta de Denton Harkenfield había sido ejemplar.

Y, por último, vacilé en dar la alarma porque, si no me creían (como era inevitable que ocurriese), lo único que habría conseguido habría sido poner sobre aviso al tío Denton del peligro que yo suponía para los de su especie. Si realmente no sufría de alucinaciones, si era cierto que él era en efecto una bestia maldita, lo último que debía hacer era atraer la atención sobre mí, ponerme en una posición en la que quedase solo e indefenso, y que él pudiese matarme como le diera la gana.

Se celebró la boda. Denton adoptó a Kerry y, por espacio de meses, Paula y Kerry fueron felices como nunca. El duende seguía dentro de Denton. Entonces comencé a pensar si se trataba en esencia de una criatura malvada, u ocurría simplemente que… era «diferente» de nosotros.

Mientras la familia Harkenfield prosperaba, tragedias y desastres en número desacostumbrado fueron infligidos a numerosos vecinos del valle de las Siskiyou, pero tardé bastante en darme cuenta de que el tío Denton era la fuente de esa misteriosa racha de mala suerte. A la familia Whitborn, por ejemplo, que vivía a un kilómetro de nosotros y a dos de casa de los Harkenfield, les estalló la estufa de petróleo y, de los seis niños que tenían, tres murieron en el incendio. Pocos meses después, en Goshawkan Lane, de las cinco personas que formaban la familia Jenerette, todas salvo una fallecieron a causa de envenenamiento por anhídrido carbónico; en medio de la noche y de manera inexplicable se atascó el tubo de la estufa y la casa se llenó de humos ponzoñosos. Por si fuera poco, Rebecca, de trece años de edad, hija de Miles Norfron y de su esposa Hannah, desapareció cuando había ido a dar un paseo con Hoppy, su perrito. Al cabo de una semana, apareció en una casa abandonada, cerca de la capital del condado, a unos treinta kilómetros de distancia; no solamente estaba muerta, sino que la habían torturado con crueldad. Hoppy nunca fue encontrado.

Entonces, los problemas fueron acercándose a casa. Mi abuela se cayó por la escalera del sótano de su casa y se desnucó: pasó casi un día antes de que la encontraran. No quise ir a casa de la abuela después de que murió y probablemente a causa de ello tardé en descubrir que Denton Harkenfield era la fuente de tantos sufrimientos como había en el valle. Si hubiese ido hasta esa escalera del sótano, hubiese bajado por los escalones y me hubiese arrodillado en el lugar donde hallaron el cuerpo, habría percibido la contribución del tío Denton al fallecimiento de la abuela y quizá podría haberlo detenido antes de que ocasionara más sufrimientos. En el funeral, pese a que llevaba tres días muerta y que, en consecuencia, su traje invisible de energía psíquica estaba algo agotado, me sentí de todos modos tan afligido por las visiones clarividentes que me revelaban algo acerca de una violencia sin especificar que me desmayé y tuvieron que llevarme a casa. Pensaron que fue por causa de la pena que sentía, pero en realidad se debió a la horrorosa conmoción que sufrí al saber que, de una manera u otra, mi abuela había sido asesinada y que tuvo una muerte aterradora. No obstante, yo no sabía quién la había matado; ni siquiera tenía la menor prueba que indicase que se había tratado de un asesinato. Por ese entonces apenas tenía catorce años, edad en que a uno nadie lo escucha; como además ya me tenían por raro, decidí mantener la boca cerrada.

Aunque ya sabía que el tío Denton era algo más —o menos— que un ser humano, no sospeché de inmediato que él tuviese algo que ver con el asesinato. Todavía me sentía confundido respecto a él, ya que la tía Paula y Kerry lo adoraban y él era bueno conmigo: siempre me hacía bromas y demostraba un interés al parecer verdadero por los progresos que hacía en la escuela y en el equipo de lucha del colegio. Él y tía Paula me hicieron estupendos regalos de Navidad y, para mi cumpleaños, él me regaló varias novelas de Robert Heinlein y de A. E. van Vogt, además de un flamante billete de cinco dólares. Como hasta entonces no había visto nada más que bondad, aunque sentía que él prácticamente «hervía» de odio, pensé si no serían imaginaciones mías la rabia y la aversión que percibía dentro de él. Si fuese un ser humano el autor de esa serie de matanzas se le pegaría algún residuo psíquico de esa vileza y, tarde o temprano, yo lo habría detectado. Pero lo único que los duendes irradiaban era odio. Y al no percibir ninguna culpa específica en la aureola del tío Denton, no sospeché que él fuese el asesino de mi abuela.

Lo que sí notaba cuando moría alguien era que Denton se quedaba en el velatorio más tiempo que los demás amigos o parientes del fallecido. Siempre se mostraba solícito y compasivo, y el suyo era el hombro más dispuesto para descargar en él el llanto. Hacía encargos para los desconsolados deudos, los ayudaba en todo cuanto podía y los visitaba con frecuencia después del entierro de los seres queridos, solamente para saber cómo estaban y para preguntar si podía hacerles algún favor. La compasión, la humanidad y la caridad de Denton Harkenfield eran objeto de amplios elogios, pero él siempre rechazaba con modestia tales alabanzas, lo cual no hacía sino aumentar mi confusión. Sobre todo cuando podía ver al duende que llevaba dentro, que invariablemente mostraba una sonrisa de lo más malvada en aquellas ocasiones de dolor y hasta parecía que se alimentaba con la aflicción de los dolientes. Quién era el verdadero tío Denton: ¿la gozosa bestia que llevaba dentro o el buen vecino y amigo verdadero?

Todavía no había logrado responder esa pregunta cuando, ocho meses después, mi padre murió aplastado por el tractor, uno de la marca John Deere. Papá había estado trabajando en la retirada de unas piedras de grandes dimensiones que había en el nuevo terreno que preparaba para el cultivo, una parcela de unas ocho hectáreas que no se veía desde nuestra casa y granero, pues la ocultaba un brazo del bosque que descendía desde las Siskiyou. Mis hermanas lo encontraron cuando fueron a ver por qué no había venido a cenar a casa; yo no lo supe hasta que regresé de un encuentro de lucha en el colegio, un par de horas más tarde. («¡Oh, Carl —me había dicho mi hermana Jenny, fuertemente abrazada a mí—, pobre cara, la tenía toda negra y muerta, pobre cara!»). Para entonces, la tía Paula y el tío Denton ya estaban en casa; él fue la roca a la que se aferraron mi madre y mis hermanas. Quiso confortarme a mí también (su dolor y sus muestras de condolencia parecían sinceros), pero vi al duende que fijaba en mí sus ojos rojos, lascivos y calientes. Aunque me creía a medias que el demonio escondido era una figura de mi imaginación, o incluso prueba del agravamiento de mi locura, no obstante me aparté de Denton y lo evité todo lo que pude.

En un principio, el comisario tuvo sospechas sobre la muerte de mi padre, pues había heridas que no se explicaban por el vuelco del tractor. Pero como nadie tenía motivos para matar a papá y como, además, no había absolutamente prueba alguna de que alguien le hubiera hecho una jugarreta, el comisario llegó finalmente a la conclusión de que papá no había muerto de inmediato cuando el tractor le cayó encima, sino que durante un tiempo había forcejeado por liberarse, y que esas otras heridas eran consecuencia de dicho forcejeo. Me desmayé en el funeral, igual que había ocurrido el año anterior en el de mi abuela y por el mismo motivo: una ola de energía mental, una ola encrespada y amorfa de violencia se abatió sobre mí, y supe que también mi padre había sido asesinado, aunque no logré saber ni el motivo ni el autor.

Dos meses después conseguí por fin reunir el coraje para ir al campo donde papá había sufrido el accidente. Al llegar allí, como si fuese atraído por fuerzas ocultas, me dirigí inexorablemente al lugar exacto donde papá había perecido y, cuando me arrodillé en la tierra que había recibido su sangre, tuve una visión en la que tío Denton lo golpeaba en el costado de la cabeza con un trozo de tubería y, tras dejarlo inconsciente, le pasaba con el tractor por encima. Mí padre había vuelto en sí y por espacio de cinco minutos, antes de morir, había luchado por liberarse del peso del tractor, mientras Denton Harkenfield, encima de él, lo miraba y gozaba del espectáculo. Quedé sobrecogido por la horripilante escena y sufrí un desvanecimiento; al cabo de algunos minutos, me desperté con fuerte dolor de cabeza; mis manos aferraban con fuerza terrones de tierra húmeda.

Durante los dos meses siguientes me dediqué a realizar pesquisas secretas. Poco después del fallecimiento de mi abuela vendieron la casa, pero un día que los nuevos dueños estaban fuera regresé a ella y penetré por una ventana de la planta baja que sabía que no tenía pestillo. Al llegar a la escalera del sótano, recibí impresiones psíquicas —vagas, pero de todos modos inconfundibles— que me convencieron de que Denton había empujado a la abuela por las escaleras y que luego había bajado para desnucarla, ya que la caída, por sí sola, no había surtido los efectos previstos. Me puse a pensar entonces en la racha de desgracias extraordinariamente larga que habían experimentado los vecinos del valle en los dos años últimos. En consecuencia, decidí visitar la casa de los Whitborn, que había quedado reducida a escombros y donde habían sucumbido tres niños a raíz del estallido de la estufa y del posterior incendio. Fui también (cuando los nuevos dueños no se encontraban allí) a la casa que había sido de los Jenerette y posé las manos en la estufa que había arrojado aquellos humos asesinos. Tanto en un lugar como en el otro, percibí intensas visiones clarividentes de que Denton Harkenfield estaba envuelto en el asunto. Un sábado en que mamá fue de compras a la capital del condado la acompañé y, mientras ella entraba en varias tiendas, me dirigí a la casa abandonada donde había sido hallado el cuerpo torturado y mutilado de Rebecca Norfron. Allí también mi ojo psíquico pudo percibir la mancha dejada por Denton Harkenfield.

Pero de todo ello no tenía absolutamente ninguna prueba. Mi cuento acerca de los duendes no tenía más posibilidades de ser creído ahora que dos años atrás cuando me había dado cuenta de lo que era Denton Harkenfield. Si lo acusaba públicamente sin tener los medios para asegurar que terminara en la cárcel, era casi seguro que yo sería la próxima víctima de un «accidente». Tenía que conseguir pruebas y esperaba hacerlo si un chispazo precognitivo acerca del nuevo crimen que preparaba me permitía ganarle de mano. Si supiese dónde pensaba golpear, si pudiese estar presente allí para interrumpirlo de forma espectacular, la víctima elegida (salvada únicamente gracias a mi intervención) testificaría en su contra después del suceso y él iría a la cárcel. Tenía miedo de llegar a un enfrentamiento de tales características, temía meter la pata y terminar muerto junto con la víctima que me había propuesto salvar, pero no se me ocurría otra idea que permitiese albergar esperanzas de triunfo.

Decidí que debía estar más tiempo en compañía del tío Denton, pese a que su doble identidad me resultara terrorífica y repelente, pues se me ocurrió que era más posible que recibiera ese chispazo precognitivo si estaba en su compañía que si estaba lejos de él. Sin embargo, para mi sorpresa, transcurrió todo un año sin que se registraran los acontecimientos que yo esperaba. No obstante, en varias ocasiones percibí claramente la violencia que se acumulaba en el interior de Denton; pero no tuve visión alguna de que estuviese preparando una matanza. Cada vez que esa rabia y ese odio parecían adquirir una intensidad desacostumbrada, cada vez que parecía que él tenía la necesidad imperativa de golpear para aliviar la presión que sentía, entonces se marchaba por cuestiones de negocios o emprendía unas cortas vacaciones con la tía Paula. Y cuando volvía siempre se encontraba en condición más estable, pues la rabia y el odio seguían presentes en él, pero temporalmente atemperados. Sospeché entonces que Denton causaba sufrimientos en los lugares adonde iba, pues le parecía arriesgado originar tantos padecimientos en las cercanías de su hogar. No fui capaz de obtener una visión clarividente de dichos crímenes cuando estaba en su compañía, ya que, hasta que llegaba al destino y estudiaba las oportunidades de causar destrucción, él mismo no sabía dónde iba a descargar el golpe.

Fue en ese momento, cuando el valle ya llevaba un año en paz, cuando empecé a percibir que Denton tenía pensado reanudar el combate en el campo de batalla original. Peor aún, percibí que tenía la intención de matar a Kerry, mi primo, su propio hijo adoptivo, a quien él le había dado su apellido. Si el duende que había dentro de Denton se alimentaba de la angustia de los seres humanos, como yo comenzaba a sospechar, las secuelas de la muerte de Kerry constituirían para él un banquete de abundancia incomparable. La tía Paula, que había perdido un marido años atrás y que sentía un profundo apego por su hijo, quedaría destruida por la pérdida de Kerry, y el duende, que estaría a su lado no solamente durante el velatorio sino durante las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, bebería el padecimiento y la desesperación de la mujer. A medida que el odio del duende se volvía más y más amargo día tras día y que los augurios de violencia inminente se hacían más evidentes para mi sexto sentido, me puse como loco porque no podía percibir el lugar ni la fecha del asesinato ni tampoco el método que emplearía para cometerlo.

La noche antes del suceso, a finales del pasado mes de abril, me desperté a causa de una pesadilla en la que Kerry yacía en los bosques de Siskiyou, a la sombra de píceas y pinos de elevada altura. En el sueño, Kerry vagaba en círculos, perdido, y se moría víctima de abandono, mientras yo corría detrás de él, con una manta y un termo de chocolate caliente, pero, por algún motivo, él no podía verme ni oírme y yo, a pesar de su débil estado, no conseguía alcanzarlo; y así continuó hasta que me desperté, no con sentimiento de terror sino de frustración.

Aunque no pude emplear el sexto sentido para obtener más detalles del éter, a la mañana siguiente fui a casa de los Harkenfield con la idea de alertar a Kerry del peligro que corría. No sabía cómo hacer para exponer el asunto y transmitirle lo que sabía de forma convincente, pero no me cabía duda alguna de que tenía que avisarle inmediatamente. De camino a su casa, debí de considerar y descartar un centenar de tácticas. Sin embargo, cuando llegué no había nadie. Esperé un par de horas y finalmente decidí volver a casa con la idea de regresar más tarde, hacia la hora de la cena. Nunca volví a ver a Kerry vivo.

Al caer la tarde de aquel día, nos llegó la noticia de que el tío Denton y la tía Paula estaban preocupados por Kerry. Esa mañana, después de que la tía Paula se hubiera marchado a la capital del condado para atender diversos asuntos, Kerry había dicho a Denton que se iba de caza a las montañas, a los bosques que quedaban detrás de la casa, y que volvería, como muy tarde, a las dos. Al menos eso fue lo que explicó Denton. Cuando dieron las cinco todavía no había señales de Kerry. Yo esperé lo peor porque no era costumbre de mi primo ir de caza por esas fechas. No creí que él le hubiera dicho a Denton algo así ni tampoco que se hubiera ido solo a los montes Siskiyou. Seguramente Denton lo había atraído allí con uno u otro pretexto y entonces… se había deshecho de él.

Se reunieron partidas de búsqueda que registraron a fondo las estribaciones de los montes casi toda la noche, pero sin ningún resultado. Al aclarar el día siguiente, las partidas salieron de nuevo, más numerosas esta vez y con un montón de sabuesos y conmigo. Nunca había utilizado mi clarividencia en una búsqueda de esa clase. En razón de que no podía dominar mis facultades, no pensé que sería capaz de percibir algo que resultase útil; y ni siquiera les dije que pensaba utilizar mis dones especiales. Para mi sorpresa, al cabo de dos horas, antes que los sabuesos, experimenté una serie de chispazos psíquicos y encontré el cadáver en el nacimiento de una profunda y estrecha hondonada que se abría a los pies de una vertiente rocosa.

Kerry tenía tantos golpes que resultaba difícil creer que se hubiera hecho todas esas heridas al caer por la pared de la hondonada. En otras circunstancias el forense del condado habría encontrado pruebas de sobra para determinar que el chico había muerto a manos de otra persona, pero el estado del cadáver era tal que no admitiría los sutiles análisis que prescribe la patología forense, especialmente sí de dichos análisis debía encargarse un simple médico rural. Durante la noche, los animales (mapaches quizás o zorros o comadrejas) habían encontrado el cuerpo. Alguno se había comido los ojos y alguno había escarbado en los intestinos de Kerry; la cara estaba llena de tajos y las puntas de algunos dedos habían sido mordisqueadas.

Pocos días después fui a buscar al tío Denton con un hacha. Recuerdo que peleó como una fiera y recuerdo también las atormentadoras dudas que experimenté. Pero a pesar de todas mis reservas, blandí el hacha impulsado por una conciencia instintiva de que, si mostraba la más mínima duda o vacilación, él me mataría sin mediar palabra y lo haría con gran alegría. Lo que recuerdo con toda nitidez es la sensación que me causó el arma en las manos cuando la usé contra él: fue una sensación de justicia.

Lo que no recuerdo es cómo regresé de la casa de los Harkenfield a la mía. En un momento estaba con el cuerpo de Denton a mis pies, y de pronto me encontraba a la sombra de la pícea que había en la granja de los Stanfeuss y limpiando la hoja ensangrentada del hacha con unos harapos viejos. Al salir del trance, dejé caer el hacha y los harapos y paulatinamente fui cobrando conciencia de que dentro de poco empezaría la labranza, de que las estribaciones de las montañas se vestirían con el hermoso verde de la primavera, de que las Siskiyou se veían más majestuosas que de costumbre. También me di cuenta de que el cielo tenía un tono de azul dolorido y claro que hería la retina, salvo hacia el oeste, desde donde se acercaban con rapidez oscuras nubes de tormenta que traían malos presagios. Allí, de pie a la luz del sol, con esas extrañas nubes sombrías que se aproximaban velozmente hacia mí, supe sin necesidad de recurrir a mis facultades clarividentes que, con toda probabilidad, era la última vez que miraría ese paisaje tan querido. Las nubes que se aproximaban constituían un presagio del futuro tormentoso y sombrío que me había labrado al ir en busca de Denton Harkenfield con esa hoja bien afilada.

Y ahora, cuando cuatro meses y miles de kilómetros me separaban de aquellos acontecimientos, ahora que me encontraba echado junto a Rya Raines en la oscuridad del dormitorio mientras escuchaba su pausada respiración durante el sueño, me vi obligado a recorrer todo el trayecto del tren de la memoria antes de que pudiera bajarme. Preso de escalofríos que no podía dominar y con un sudor frío y delgado, reviví toda la última hora que pasé en mi casa de Oregon: la mochila que hice con prisas, las preguntas asustadas de mi madre, mi negativa a contarle en qué lío me había metido, la mezcla de miedo y de amor en los ojos de mis hermanas, la manera en que quisieron abrazarme para que me sosegara y cómo se apartaron al ver que tenía la ropa y las manos manchadas de sangre. Todo eso. Sabía que no tenía sentido alguno el que les hablara acerca de los duendes, porque, incluso si me hubieran creído, ellas no podrían haber hecho nada, y, por otra parte, no quería pasarles el bulto de mi cruzada contra la especie demoníaca. En esos momentos ya había comenzado a sospechar que era inevitable que se convirtiese en eso: una cruzada. Así las cosas, me marché horas antes de que fuese descubierto el cuerpo de Denton Harkenfield. Más tarde envié a mi madre y hermanas una carta en la que exponía vagas afirmaciones acerca de la participación de Denton en las muertes de mi padre y de Kerry. La última parada del trayecto es, en ciertos aspectos, la peor: mamá, Jenny y Sarah, de pie en el porche de casa, miraban cómo me marchaba, todas llorando, confundidas, asustadas, temiendo por mí y también temiéndome a mí, abandonadas a sus propias fuerzas en un mundo que se había tornado frío y triste. Fin del trayecto. Gracias a Dios. Me sentía agotado por el viaje, pero a la vez curiosamente purificado; me puse de costado, mirando a Rya, y caí profundamente dormido. Por vez primera en muchos días, el sueño transcurrió sin ninguna clase de pesadilla.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, me sentí culpable de todos los secretos que ocultaba a Rya y decidí contarle lo de mis ojos crepusculares, con la idea de que la conversación sirviera asimismo para prevenirla de la desconocida amenaza que pendía sobre ella. No mencioné la facultad que me permitía ver a los duendes, pero sí le hablé de mis otros talentos psíquicos, sobre todo de mis dotes de clarividencia para detectar el peligro inminente. Le relaté la experiencia con el billete de avión de mi madre, el cual, al tocarlo, no me había parecido que era papel, sino el asa de latón de un féretro, y le conté otros ejemplos menos espectaculares de premoniciones precisas. Eso bastó de entrada; si hubiera añadido historias de duendes que se disfrazaban de seres humanos, el confite habría sido demasiado sabroso y no habría inspirado confianza.

Para mi sorpresa y gratificación, a Rya le costó mucho menos de lo que yo había previsto aceptar mi relato. Al principio, no paraba de llevarse una y otra vez el tazón de café a los labios y bebía la infusión a sorbos nerviosos, como si el calor y la ligera amargura de ésta fuese una especie de piedra de toque, cuyo repetido contacto le sirviera para determinar si soñaba o estaba despierta. Pero no pasó mucho tiempo antes de que quedara cautivada por mi relato, y pronto fue evidente que se lo creía.

—Sabía que tenías algo especial —me confesó—. ¿No te lo dije la otra noche? No fueron solamente palabritas de amor, ¿sabes? Lo que quiero decirte es que de verdad sentí algo especial…, algo único y desacostumbrado en ti. ¡Y vaya si tenía razón!

Me hizo montones de preguntas a las que respondí lo mejor que pude, pero, por miedo de que no me creyera, evité toda mención a los duendes y al reguero de asesinatos que había llevado a cabo Denton Harkenfield en Oregon. En la reacción de Rya ante mis revelaciones pude percibir, además de asombro, algo que me pareció un temor siniestro, aunque esta segunda emoción era menos clara que la primera. Manifestaba el asombro sin tapujos, pero al mismo tiempo procuraba que yo no me percatara del espanto que sentía. Y lo logró tan bien que, a pesar de mis percepciones psíquicas, no supe a ciencia cierta si eran o no imaginaciones mías.

Finalmente, me estiré, cogí sus manos en las mías y le dije:

—Tengo un motivo para contarte todo esto.

—¿Cuál?

—Pero primero tengo que saber si de verdad quieres…

—¿Si quiero qué?

—Vivir —susurré—. La semana pasada… hablaste del océano en Florida, de que te ibas a ir nadando, hacia adentro hasta que los brazos te pesasen como si fueran de plomo.

—Fueron fruslerías, nada más —respondió sin demasiada convicción.

—Y hace cuatro noches, cuando nos subimos a la noria, daba la impresión de que querías que te cayese un rayo encima.

Rya apartó los ojos de los míos y se quedó sin decir nada, con la mirada fija en las manchas amarillas de la yema del huevo y los restos de tostada que había en su plato.

Con un amor en la voz que debe haber sido tan evidente como el tartamudeo en la voz de Luke Bendingo, le dije:

—Rya, hay algo… extraño en ti.

—Bien —me contestó sin alzar la mirada.

—Desde que me contaste lo que pasó con Abner Kady y tu madre, comencé a comprender por qué te pones triste a veces. Pero el hecho de que lo comprenda no hace que me preocupe menos por ti.

—No tienes por qué preocuparte —me dijo en voz baja.

—Mírame a los ojos y dímelo.

Pasó un buen rato antes de que levantara la mirada de los restos del desayuno. Cuando lo hizo, me miró directamente a los ojos:

—Tengo estos… ataques…, estas depresiones… y, a veces, me parece que se hace muy difícil seguir adelante. Pero nunca me dejaré vencer por completo. Oh, no, nunca… me quitaré la vida. No tienes que preocuparte por eso. Lograré quitarme este malhumor y seguir adelante, porque tengo dos buenos motivos, ¡diablos que si los tengo! para no darme por vencida. Si lo hiciera, eso significaría que Abner Kady triunfó, ¿no? Eso es algo que nunca permitiré. Tengo que seguir adelante, construir mi pequeño imperio y llegar a ser alguien, porque cada día que salgo adelante y cada éxito que consigo es un pequeño triunfo sobre él, ¿no te parece?

—Sí. ¿Y cuál es el otro motivo?

—Tú. —Esperaba que ésa fuese su respuesta. Acto seguido añadió—: Desde que llegaste a mi vida, tengo un segundo motivo para seguir adelante.

Le levanté las manos y se las besé.

Rya daba la impresión, en la superficie, de hallarse en estado de relativa tranquilidad, pese al llanto, pero en realidad sufría un fuerte desequilibrio emotivo del que pude percibir poca cosa.

—De acuerdo. Los dos tenemos algo juntos por lo que vale la pena vivir. Lo peor que podría ocurrir ahora es que, por alguna razón, uno de los dos perdiese al otro. Así que… no quiero asustarte…, pero tengo… una especie de premonición… que me preocupa.

—¿Sobre mí? —me preguntó.

—Sí.

El adorable rostro de Rya se ensombreció.

—¿Es… mala de verdad?

—No, no —tuve que mentirle—. Mira, es… como… una percepción vaga de que vas a tener problemas. Por eso quiero que te cuides mucho, cuando no esté contigo. No corras el mínimo riesgo.

—¿Qué tipo de riesgos?

—No sé, no sé —le respondí—. No te subas a ninguna parte; y sobre todo no lo hagas de nuevo a la noria, hasta que haya percibido que la crisis ha pasado. No conduzcas a gran velocidad. Ten cuidado. Mantente vigilante. Es probable que no sea nada. Quizá me porto como una chiquilla nerviosa porque vales tanto para mí. Pero no te causaría ningún daño que estuvieses más en guardia durante algunos días, hasta que yo tenga una premonición más clara o hasta que sienta que el peligro ya ha pasado. ¿Vale?

—Vale.

Como no quería aterrorizarla, decidí no contarle nada acerca de la espantosa visión en que ella aparecía toda cubierta de sangre. Con eso no conseguiría nada e, incluso, podría contribuir a acrecentar el peligro que la acechaba, pues era posible que, cuando llegase el desenlace, ella no fuera capaz de pensar instintivamente ni con la cabeza fría a causa del agotamiento producido por el estado de terror prolongado y constante. Quería que adoptase precauciones, pero que no estuviese asustada todo el tiempo. Al cabo de un rato, cuando nos dirigimos a la feria y nos despedimos con un beso, percibí que Rya se encontraba casi en el estado de ánimo deseado.

El sol de agosto dejaba caer una lluvia de luz dorada sobre la feria y las aves surcaban el sereno cielo azul. Comencé a preparar el medidor de fuerza para cuando llegara el público y paulatinamente me fui poniendo de mejor ánimo hasta que llegó un momento en que tuve la impresión de que yo también podría levantar el vuelo y volar junto con las aves, si así me lo proponía. Rya me había revelado su vergüenza secreta y los horrores de la infancia transcurrida en los montes Apalaches. Yo, por mi parte, le había contado el secreto de mis ojos crepusculares. Con ese compartir de confidencias durante tanto tiempo guardadas habíamos creado un lazo importante: ya ninguno de los dos estaría solo. Estaba seguro de que, con el tiempo, ella me revelaría el otro secreto, el del orfelinato. Y, cuando lo hiciera, yo podría darle indicios del asunto de los duendes para poner a prueba su confianza que sentía. Asimismo tenía la fuerte sospecha de que, si estaba más tiempo conmigo, algún día estaría en condiciones de aceptar que la historia de los duendes era cierta, aunque no tuviese la facultad de ver a esas criaturas para confirmar mi testimonio. Resultaba evidente que aún aguardaban problemas: el enigmático Joel Tuck, el plan de los duendes respecto a la noria, que podría ser —o no— el mismo peligro que se cernía sobre Rya y el hecho de nuestra misma presencia en Yontsdown, con el abundante número de seres demoníacos que ocupaban cargos de autoridad desde los cuales podían causarnos sufrimientos insospechables. No obstante, por vez primera sentí la confianza de que iba a triunfar, que podría alejar el desastre previsto para la noria, que sería capaz de salvar a Rya y que por fin mi vida había encontrado una senda ascendente.

Siempre resplandece el cielo antes del anochecer.