Cuando llegué a la avenida central de la feria había un centenar de feriantes apiñados alrededor de los caballitos, la mayoría de los cuales me eran desconocidos. Algunos llevaban impermeables de color amarillo con deformes sombreros que hacían juego; otros iban con abrigos de vinilo negro; los menos, se protegían con pañoletas de nailon; había quienes calzaban botas, sandalias chanclos o calzado de calle, mientras que los demás simplemente iban descalzos; algunos feriantes se habían puesto un abrigo encima del pijama; casi la mitad de la concurrencia llevaba paraguas; aunque los había de todos los colores, no lograban sin embargo imprimir una nota de alegría al ambiente. Algunos habían salido desprotegidos por completo de la tormenta, presurosos e incrédulos ante la horrible noticia, sin hacer caso del tiempo, y se apiñaban entre dos clases de infortunio —la humedad y la pena—, empapados hasta los huesos, manchados de barro, como las columnas de refugiados que aguardan en un paso fronterizo, huyendo de una guerra atroz.
Yo me presenté en camiseta, vaqueros y zapatos, que aún estaban mojados a raíz de la experiencia de la noche pasada. Cuando llegué al tiovivo, lo primero que me impresionó —y me hizo estremecer— fue el silencio que reinaba en la multitud allí reunida. Nadie hablaba. Absolutamente nadie. No se oía una sola palabra. Doblemente bañados, por la lluvia y por el llanto, se apreciaba la pena que sentían los presentes en sus rostros pálidos y en los ojos hundidos, pero lloraban sin emitir sonido alguno. Ese silencio era signo del profundo cariño que experimentaban por Gelatina Jordan e indicaba que les parecía inconcebible que estuviera muerto. Se encontraban tan estupefactos que no atinaban más que a contemplar mudos un mundo en el que él ya no estaba.
Más tarde, una vez desaparecida la conmoción, se oirían fuertes lamentaciones, sollozos incontenibles, estados de histeria, lamentos fúnebres, oraciones y, quizá, preguntas dirigidas con rabia a Dios; pero en aquel momento la intensa pena que todos ellos sentían era una especie de vacío perfecto por el cual no podían desplazarse las ondas sonoras.
Aunque ellos conocían a Gelatina mejor que yo, de todos modos, no podía permanecer discretamente en la periferia de la multitud. Así que me abrí paso poco a poco entre los dolientes a empujones de hombro y con susurros de «Perdone» y «Lo siento», hasta que llegué a la plataforma elevada de los caballitos. La lluvia caía oblicua, penetraba debajo del techo pintado a bandas rojas y azules y se transformaba en gotas, que luego chorreaban por las barras de latón y enfriaban la carne de los caballos de madera. Dejé atrás las pezuñas alzadas y los desnudos dientes esmaltados de los acalorados equinos, los flancos pintados en que la montura y los estribos eran una sola pieza en su galopar sin fin y llegué al lugar donde había concluido de forma brutal el viaje de Gelatina Jordan en medio de esa multitud que ejecutaba eternas cabriolas.
Gelatina yacía boca arriba en el suelo de la atracción, entre un macho de pelo negro y una yegua blanca, con los ojos abiertos por el asombro que le causó el encontrarse en posición yacente en medio de esa manada que lo pisoteaba, como si hubiese perecido a causa de esos mismos cascos. Tenía también la boca abierta, los labios partidos y al menos un diente roto. Daba la impresión de que un pañuelo rojo de vaquero le cubría la mitad inferior del rostro, pero el pañuelo era en realidad un velo de sangre.
Llevaba un impermeable desabrochado, camisa blanca y pantalones de color gris oscuro. La pierna derecha del pantalón estaba arremangada hasta la altura de la rodilla y dejaba expuesta parte de la blanca y robusta pantorrilla. El pie derecho estaba descalzo, y el mocasín que una vez lo había calzado estaba encajado en el estribo rígidamente fijo a la montura de madera del caballo negro.
Había tres personas alrededor del cadáver. Luke Bendingo, el que nos había llevado en coche a Yontsdown el viernes anterior, estaba de pie junto a de los cuartos traseros de la yegua blanca; su cara tenía el mismo color que el animal. Al mirarme, vi sus ojos parpadeantes y su boca contraída. Quiso farfullar algo, pero la pena y la rabia estaban de momento reprimidas por la emoción que lo embargaba. De rodillas en el suelo había un hombre a quien no había visto nunca antes. Era una persona muy apuesta, de unos sesenta años, cabello gris y bigote cano cuidadosamente cortado. Estaba situado detrás del cuerpo de Gelatina y sostenía la cabeza del muerto, como si fuera uno de esos curadores por la fe que están resueltos a devolver la salud a los enfermos.
Su cuerpo se sacudía por efecto de mudos sollozos, y a cada espasmo de sufrimiento le saltaban más lágrimas. El tercero era Joel Tuck, que estaba con la espalda recostada contra un pinto, mientras con una enorme mano se sujetaba a una barra de latón. En su cara de mutante, que era una especie de cruce entre un cuadro del período cubista de Picasso y algo salido de las pesadillas de Mary Shelley, la expresión, por una vez, no llamaba a engaño: Joel se sentía desconsolado por la pérdida de Gelatina Jordan.
En la distancia se oyó el ulular de sirenas, que aumentó de intensidad hasta apagarse con una especie de gemido. Momentos después aparecieron por la avenida de la feria dos coches de la policía, cuyas luces parpadeaban a través de la cortina de luz gris plomiza, de niebla y lluvia. Cuando los vehículos se detuvieron junto a la atracción, cuando oí el ruido de las puertas que se abrían y luego se cerraban, miré en dirección a ellos y vi que tres de los cuatro policías llegados de Yontsdown eran duendes.
Sentí que Joel había fijado sus ojos en mí. Cuando decidí mirarlo, me sobresalté porque vi, en su cara desencajada y en el halo psíquico que lo envolvía, manifestaciones de una sospecha que no me esperaba. Pensaba que él tenía el mismo interés que yo en los duendes policías, y así ocurría efectivamente, porque era obvio que los miraba con cautela, pero yo no dejaba de ser el centro de su atención y sospechas. Esa mirada de Joel, sumada a la llegada de los duendes y a la furia ciclónica de las terribles emanaciones psíquicas que emitía el cadáver, se me hicieron insoportables y opté por marcharme de allí.
Me alejé lo más que pude de los caballitos y anduve un rato deambulando por la parte posterior de la feria, bajo la lluvia que a ratos era una fuerte llovizna y a ratos un chaparrón de campeonato que anegaba todo el recinto; pero la sensación de ahogo que experimentaba no provenía de toda esa agua que caía, sino del sentimiento de culpa que despertó en mí la mirada de Joel. Él me vio matar al hombre en los autos de choque y pensó que había cometido ese asesinato porque yo igual que él había visto al duende tras el barniz humano. Pero ahora Gelatina estaba muerto. Y como no había duende alguno en el pobre Timothy Jordan, entonces Joel se preguntaba si no se habría equivocado acerca de mí. Es probable que se hubiera puesto a pensar que quizá yo no tenía conocimiento del duende que moraba en mi primera víctima, que yo no era más que un puro y simple asesino y que ahora me había cobrado una segunda víctima, un inocente esta vez. Pero yo no había hecho daño alguno a Gelatina; la culpa que me agobiaba no tenía nada que ver con las sospechas de Joel sobre mi persona. Por el contrario, me sentía culpable porque supe que Gelatina estaba en peligro (había tenido la visión de su rostro ensangrentado) y no había hecho nada para alertarlo.
Tendría que haber sido capaz de prever el momento preciso de la crisis, tendría que haber sido capaz de pronosticar con exactitud el lugar, la ocasión y el modo en que encontraría la muerte y haber estado allí para impedirla. No importaba que mis facultades psíquicas fueran limitadas, que las imágenes y las impresiones clarividentes que esas facultades me brindaban fueran con frecuencia vagas o confusas y que apenas pudiera dominar ese poder, si es que conseguía dominarlo. No importaba que él no me hubiese creído aunque hubiese intentado advertirle del peligro anónimo que yo había percibido. Tampoco importaba que yo no fuera (y que no pueda ser) el salvador de todo este maldito mundo y de todas las malditas almas que lo pueblan. No importaba.
Porque, de todos modos, yo tendría que haber sido capaz de impedirlo.
Tendría que haberlo salvado.
Tendría, tendría, tendría.
Los corros de jugadores de cartas, los corros de hacer punto y demás reuniones de Gibtown sobre ruedas se habían convertido en grupos de dolientes. Los feriantes procuraban ayudarse los unos a los otros para aceptar la muerte de Gelatina. Algunos no habían dejado de llorar. Unos pocos rezaban. Pero casi todos ellos se dedicaban a intercambiar relatos acerca de Gelatina, porque los recuerdos eran una manera de mantenerlo vivo. Sentados en círculos en las salas de estar de las caravanas, cuando uno concluía una anécdota relativa a su negociador, ese gordinflón que adoraba los juguetes, el siguiente hacía su contribución y luego el que le seguía y el de más allá y el otro; y las carcajadas eran cada vez más estruendosas, porque Gelatina Jordan había sido un hombre divertido y excepcional. Así, paulatinamente, la terrible desolación cedió paso a una tristeza agridulce que resultó más llevadera.
La sutil formalidad de tales procederes y el ritual casi inconsciente por el cual se regían presentaban notable similitud con los velatorios judíos. Por tanto, no me habría sorprendido en absoluto que, para ser admitido en esos círculos, hubiese tenido que someterme a la ceremonia de colocar las manos sobre una palangana para que vertieran agua sobre ellas, ni tampoco que me hubiesen entregado el típico gorro de color negro para cubrirme la cabeza, y menos aún ver que todos los presentes se sentaban en taburetes especiales en vez de hacerlo en sillas y en sofás.
Caminé por espacio de algunas horas bajo la lluvia; a cada tanto me detenía en una caravana o en otra para asistir a las ceremonias fúnebres que en ellas se celebraban. Así, poco a poco, me enteré de más noticias sobre Gelatina Jordan. Supe primero que el apuesto hombre de cabellos grises al que había visto llorando sobre el cuerpo del difunto era Arturo, el único superviviente de los hermanos Sombra y propietario de la feria. Gelatina Jordan había sido su hijo adoptivo y era uno de los candidatos a sucederle cuando él pasara a mejor vida. La policía daba por supuesto que el asesinato de Gelatina tenía que ver con algún asunto turbio y que había algún feriante implicado en ello, por lo cual al señor Sombra la situación resultaba aún más difícil de lo que era. Para asombro general, los polis llegaron a insinuar que Gelatina podría haber sido eliminado porque la posición que detentaba en la compañía le daba amplias oportunidades de meter la mano en el tarro y que posiblemente él había aprovechado esas oportunidades. Por si fuera poco, dejaron entrever que el asesino podría ser el señor Sombra en persona, aunque no había buenos motivos para alentar esa sospecha y, en cambio, abundaban las razones para rechazarla de plano. Además, comenzaron a indagar si Gelatina no estaría metido en algún asunto de evasión de impuestos y, en consecuencia, sometieron a un severo interrogatorio al viejo, a Cash Dooley y a todo aquel que pudiera saber algo sobre el particular, con esos métodos tan brutos y groseros que ellos dominan a la perfección.
A pesar de que la conducta de los polis fue un atropello para todos los feriantes, a mí no me sorprendió. Tenía la certeza de que las acusaciones de asesinato que habían formulado carecían de fundamentos serios. Pero ocurría que tres de esos policías que habían llegado a la feria eran duendes y habían visto la profunda tristeza que embargaba a los cientos de dolientes congregados en torno a los caballitos. Esa angustia humana que ellos habían percibido no solamente les causó deleite, sino que les abrió el apetito; querían más sufrimiento. No podían resistirse a la tentación de aumentar la pena que todos sentíamos, de exprimirla más y más hasta sacar la última gota de aflicción de Arturo Sombra y de todos nosotros.
Más tarde, se corrió la voz de que había llegado a la feria el forense del condado, quien, tras formular un par de preguntas a Arturo Sombra, había desechado la posibilidad de que se tratase de un asunto de juego sucio. Para alivio general, el dictamen oficial indicó que se trataba de una «muerte accidental». Al parecer, todos sabían que, cuando Gelatina no podía dormir, a veces iba a los caballitos, los ponía en marcha (aunque con la música apagada) y daba vueltas y vueltas él solo. Adoraba los caballitos. Para él, era el juguete de cuerda más grande de todos, demasiado grande para tenerlo guardado en un cajón de su oficina. A causa de su tamaño, Gelatina solía sentarse en uno de esos bancos laboriosamente esculpidos y adornados con complicados motivos pintados y que alardeaban de tener brazos en forma de sirenas o de caballos de mar. Pero le gustaban más los caballitos, por lo que, de vez en cuando, montaba en uno de ellos. Y seguramente fue eso lo que hizo la última noche. Esa noche, quizás estaba preocupado por las ganancias que se perderían por culpa del mal tiempo o quizá le inquietaban los problemas que podría causar Lisle Kelsko, el jefe de policía. Como no podía conciliar el sueño, pensó en algo que le calmara los nervios y se le ocurrió montarse en el macho negro, con la atracción en marcha. Se sentó en la montura de madera y con una mano se aferró al poste de latón; el viento veraniego le desgreñaba los cabellos; comenzó a deslizarse en la oscuridad, en silencio, salvo el ruido de los truenos y de la lluvia que caía; casi seguro con una sonrisa de esa alegría inconsciente propia de los niños; quizá silbaba, cómodamente ubicado a bordo de una mágica centrifugadora que al girar aventaba los años y las preocupaciones, al tiempo que recogía sueños. Al cabo de un rato, comenzó a sentirse mejor y decidió volver a la cama; pero al desmontar del animal, el pie derecho se le quedó atrancado en el estribo y, aunque logró desprenderse del mocasín, se cayó. La distancia al suelo no era excesiva, pero bastó para que acabara con los labios partidos, dos dientes rotos y desnucado.
Muerte accidental.
Ése fue el dictamen oficial.
Un accidente.
Una forma de morir estúpida, inútil y ridícula, pero, al fin y al cabo, nada más que un accidente.
¡Gilipolleces!
No sabía con exactitud lo que le había ocurrido a Gelatina Jordan, pero de lo que no me cabía duda era que un duende lo había matado a sangre fría. Cuando me había aproximado para ver el cadáver, había tenido la oportunidad de descifrar tres hechos del calidoscopio de imágenes y sensaciones fragmentadas que me habían asaltado. Primero, que no había muerto en los caballitos, sino a la sombra de la noria; segundo, que un duende le había dado al menos tres golpes y, tras desnucarlo, lo había llevado a los caballitos ayudado por otros duendes. El accidente había sido preparado.
Sin mucho temor a equivocarme, podía poner ciertas cosas en claro. Era evidente que esa noche Gelatina no podía conciliar el sueño y, en consecuencia, decidió salir a dar un paseo por la avenida central de la feria, en plena oscuridad y mientras rugía la tormenta. Allí vio algo que no debía haber visto. ¿Qué vio? Seguramente se apercibió que en la noria había gente ajena a la feria y que estaban realizando algún trabajo sospechoso en la atracción. Entonces, seguramente les gritó para ver qué hacían, inconsciente de que no se trataba de individuos corrientes, y éstos, en vez de huir, lo atacaron.
He dicho que había experimentado tres sensaciones claramente nítidas cuando estaba en los caballitos mirando la vacía y mortal coraza del hombre gordo. La tercera de ellas fue la que más me costó, porque surgió de un momento de intensa relación personal con Gelatina, una visión momentánea de su mente que volvía aún más intensa la pena que sufría por su pérdida. En efecto, mi clarividencia me había permitido ver su pensamiento agonizante, que no se daba prisas en abandonar el cadáver, que permanecía a la espera de que alguien lo leyera —alguien como yo—; eran restos de energía psíquica, como los harapos que penden de una alambrada de púas y que marcan la frontera entre el aquí y la eternidad. Al extinguirse la vida de Gelatina, su último pensamiento consistió en unos ositos de cuerda forrados de cuero (papá, mamá y el nene) que su madre la había regalado cuando cumplió siete años. ¡Cómo había amado esos juguetes! Sobre todo porque se los dieron en un momento especial; el regalo perfecto en el momento perfecto. En efecto, a su madre se le ocurrió la idea exactamente dos meses después de que en la ciudad de Baltimore falleciera el padre delante de sus propios ojos, atropellado por un autobús cuyo conductor había perdido el control. Fueron esos ositos de cuerda los que, al final, le brindaron la fantasía que tanto necesitaba y un refugio temporal en el que soportar un mundo que, de improviso, se había vuelto muy frío, muy cruel y muy arbitrario. Y en el momento de morir, Gelatina había pensado si él mismo no sería el nene oso y si en el lugar adonde iba no se reuniría con mamá y con papá. Y tuvo miedo de ir a parar a algún lugar oscuro y vacío, donde estaría solo.
No soy capaz de dominar mis facultades psíquicas. No puedo cerrar mis ojos crepusculares a imágenes como esas que vi. Porque, Dios santo, si pudiera, nunca habría sintonizado ese terror a la soledad que destroza el alma que había sobrecogido a Gelatina en el momento de precipitarse al abismo. Esa idea siguió atormentándome todo el día, mientras bajo la lluvia iba de una caravana a otra para oír lo que decían los feriantes que velaban a nuestro negociador y contaban historias acerca de él y también cuando me detuve frente a la noria y maldije a la especie de los demonios. Me siguió atormentando años después; en realidad, hasta el día de hoy, cuando no puedo conciliar el sueño y me embarga una tristeza especial; a veces recuerdo sin quererlo las emociones que Gelatina experimentó en el momento de morir, y siento esos recuerdos tan vividos que me parecen los de mi propia muerte. Ahora ya no me preocupan. Ahora puedo hacer frente a lo que venga, a casi todo lo que venga, después de todo lo que he pasado y de todo lo que tuve que ver. Pero aquel día en la feria de Yonstdown… tenía apenas diecisiete años de edad.
Hacia las tres de la tarde del lunes, en la ciudad de las caravanas se corrió la voz de que el cuerpo de Gelatina había sido llevado al tanatorio de Yonstdown, donde sería incinerado. El día siguiente o el miércoles, Arturo Sombra recibiría una urna con cenizas, y el miércoles por la noche, después de que cerrase la feria, se realizaría el funeral. El servicio fúnebre se efectuaría en los caballitos, la atracción que Gelatina tanto amaba, y porque allí, al parecer, había encontrado la forma de marcharse de este mundo.
Esa noche, Rya Raines y yo cenamos juntos en la caravana. Yo preparé patatas fritas y ella cocinó unas excelentes tortillas de queso que comimos sin demasiada hambre.
Pasamos la noche en la cama, pero no hicimos el amor. Nos quedamos sentados, entre las almohadas y con las manos entrelazadas, bebimos algunos tragos, nos dimos algún beso que otro y charlamos a ratos.
En más de una ocasión, Rya lloró por Gelatina Jordan. Sus lágrimas me sorprendieron. Aunque no me cabía duda alguna de que Rya era capaz de sentir pena, hasta ese momento solamente la había visto llorar a causa de su propia misteriosa carga o aflicción; e incluso en tales ocasiones soltaba las lágrimas a regañadientes, según me parecía, como si una tremenda presión interna hiciera que brotase el llanto pese a su voluntad. Pero por regla general (salvo, por supuesto, cuando era presa del desnudo abrazo de la pasión). Rya se refugiaba en su fachada de persona fría, dura y de labios apretados, con la cual fingía que el mundo no podía tocarla. Había percibido que el afecto que sentía por otros feriantes era mucho más fuerte y profundo de lo que ella estaba dispuesta a reconocer, incluso para sus adentros. Pero en aquel momento, la pena que le había causado la muerte del negociador venía a confirmar esas percepciones mías.
Yo había derramado lágrimas antes; ahora, con los ojos secos, superada la pena, estaba inmerso en una fría rabia. Aún penaba por Gelatina, pero más que eso, quería vengarlo. Lo haría sin duda. Tarde o temprano mataría a unos cuantos duendes, sin más motivo que el de empatar el marcador, y, si tenía suerte, podría poner las manos sobre las mismísimas criaturas que habían desnucado a Gelatina.
Asimismo el objeto de mi preocupación se había desplazado de los muertos a los vivos, pues tenía profunda conciencia de que era posible que mi visión de la muerte de Rya se cumpliera de forma tan inesperada como se había cumplido la profecía acerca del fallecimiento de Gelatina. Pero esa posibilidad me parecía intolerable. No podía, no debía, no permitiría ni me atrevía a pensar que ella sufriera daño alguno. Con una circunspección que era decididamente extraña para una pareja de amantes, estábamos formando una unión diferente a cuanto había conocido antes; por otra parte, me parecía imposible imaginar otra relación como ésa en el futuro. Si Rya Raines moría, también moriría una parte de mí y en el interior de mi ser quedarían habitaciones quemadas en las cuales nunca podría volver a entrar.
Había que adoptar medidas preventivas. En consecuencia, decidí que aquellas noches no dormiría en la caravana de Rya. Sin que ella lo supiera, me apostaría fuera del vehículo. Allí podía sufrir de insomnio como en cualquier otro lugar. Por otra parte, mi sexto sentido me permitiría buscar nuevos detalles sobre la amenaza que aguardaba a Rya en el futuro y que, de momento, yo veía apenas con perfiles vagos. Si pudiera predecir el momento exacto en que iba a estallar la crisis y si, además de ello, pudiera señalar la fuente del peligro, seguramente la protegería. No podía fallarle a ella como le había fallado a Gelatina Jordan.
Quizá Rya tenía un conocimiento instintivo de que necesitaba protección y quizá sabía también que yo había decidido estar allí cuando ella lo necesitara, pues a lo largo de la noche comenzó a compartir parte de los secretos que guardaba acerca de ella. Percibí que lo que me contaba no lo había revelado a nadie más de la feria Hermanos Sombra. Esa noche bebió más de lo habitual. Aunque desde ningún punto de vista puede decirse que hubiera llegado a emborracharse, sospeché que pretendía establecer una coartada de estado de embriaguez, la cual, a la mañana siguiente, le sería útil para defenderse de sus propios reproches y para no lamentar el hecho de haberme contado tantas cosas acerca de su pasado.
—Mis padres no eran feriantes —me dijo de una manera que evidentemente era una invitación a que yo estimulara sus revelaciones.
—¿De dónde eres? —le pregunté.
—De Virginia Occidental. Mi familia vivía en las colinas de Virginia Occidental, en una destartalada casucha en el fondo de una hondonada, probablemente a kilómetro y medio de la destartalada casucha que quedaba más cerca. ¿Sabes cómo es esa gente de las colinas?
—No, la verdad, no lo sé.
—Pobre —me explicó con tono mordaz.
—Eso no es para sentir vergüenza.
—Pobres, incultos y sin ganas de dejar de serlo, ignorantes. Gente reservada, desconfiada. De costumbres fijas, tercos, de mentalidad estrecha. Y algunos…, muchos, quizá, se casan entre ellos mismos. En esas tierras es muy común que los primos se casen entre sí. Y peor que eso. Peor que eso.
De forma paulatina, con actitud cada vez menos zalamera, Rya me contó acerca de su madre, que se llamaba Maralee Sween. Maralee era la cuarta de los siete hijos que había tenido un matrimonio entre primos carnales, el cual no se había celebrado ni en la iglesia ni en el registro civil, sino que simplemente existía en virtud del derecho natural. Los siete hijos de los Sween eran niños guapos; uno de ellos era retardado y, de los restantes, cinco eran estúpidos. Maralee no era el hijo inteligente, aunque sí la más bonita de todos: una rubia radiante de luminosos ojos verdes y una figura exuberante que hacía que, ya a los trece, tuviera detrás de ella a todos los chicos de los alrededores. Mucho antes de que maduraran sus abundantes encantos, Maralee había adquirido una experiencia sexual considerable, aunque realmente no podría decirse que hubiera ganado en experiencia romántica. A una edad en que la mayoría de las chicas están en las primeras citas con chicos y todavía no saben muy bien qué quiere decir eso de «hacerlo todo», Maralee ya había perdido la cuenta de los muchachos que le habían abierto las piernas en una diversidad de lechos de hierba, en cañadas alfombradas de hojas secas, en los heniles de viejos graneros abandonados, en un colchón tirado en el borde del improvisado basurero que los lugareños habían comenzado en Harmon’s Hollow y también en los enmohecidos asientos traseros de diversos automóviles pertenecientes a una de las tantas colecciones de coches usados a las que eran tan aficionados los palurdos de esos parajes. Unas veces lo hacía a gusto, otras no, pero nunca le preocupaba ni un extremo ni el otro. En las tierras de las colinas, no era desacostumbrado que las niñas perdieran la inocencia a su edad. La única sorpresa fue que ella consiguió evitar el embarazo hasta bien cumplidos los catorce años.
Los palurdos que habitan esa región de los Apalaches tienen por costumbre despreciar y hacer caso omiso de las normas del derecho y de la moralidad que imperan en la sociedad educada. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con los feriantes, los habitantes de esos remotos valles no crearon normas y códigos propios en sustitución de los que rechazaban. Hay en la literatura norteamericana una tradición de relatos acerca del «buen salvaje» y en la cultura actual se pretende que una vida en relación estrecha con la naturaleza y lejos de los males de la civilización es mucho más sana e inteligente que la que lleva el común de la gente. En realidad, lo contrario es con frecuencia la verdad. A medida que los hombres se apartan de la civilización, se desprenden rápidamente de los atavíos prescindibles de la sociedad moderna, los coches de lujo, las casas de película, la ropa de confección, el teatro, los conciertos. Quizá puedan defenderse las virtudes de la vida sencilla, pero un determinado grado y duración del alejamiento de la civilización hacen que el individuo pierda demasiadas inhibiciones. Las inhibiciones que han instaurado la religión y la sociedad no suelen ser tontas, inútiles o estrechas, según opiniones que hace poco se han puesto de moda, sino que, por el contrario, muchas de tales inhibiciones son elementos de salvación muy provechosos que a la larga contribuyen a que la población sea más educada, mejore la alimentación y aumente la prosperidad. Lo salvaje es salvaje y nada más, y estimula la conducta salvaje, además de ser campo de cultivo de la violencia.
Así las cosas, con catorce años, Maralee estaba embarazada, era analfabeta, inculta y virtualmente no había manera de educarla, carecía de perspectivas, su escasa imaginación le impedía sentir horror por ella misma y era demasiado corta de entendederas para apreciar en toda su magnitud el hecho de que el resto de su vida estaba destinado a ser un largo y cruel deslizamiento hacia un terrible abismo. Maralee tenía la seguridad de que aparecería alguien que cuidaría de ella y del bebé y, en consecuencia, esperaba ese acontecimiento con tranquilidad bovina. El bebé era Rya e, incluso antes de que naciera, efectivamente, alguien se ofreció a hacer de Maralee Sween una mujer honesta, lo cual venía a demostrar, quizás, el hecho de que Dios cuida de las chicas embarazadas igual que lo hace con los borrachos. El caballeroso gentilhombre que pretendía la mano de Maralee se llamaba Abner Kady. Tenía treinta y ocho años —veintiséis más que ella—, medía uno noventa y cinco, pesaba unos ciento diez kilos y tenía el pescuezo casi tan ancho como la cabeza. Era el hombre más temido en tierras donde precisamente no solían escasear los rústicos peligrosos.
Abner Kady se ganaba la vida con la destilación ilícita de alcohol y la crianza de mapaches. Se dedicaba asimismo a los robos de poca monta y a estafas de consideración de vez en cuando. Además de eso, una o dos veces al año, reunía un grupo de matones, se dirigían a la autopista estatal y allí secuestraban un camión, de preferencia uno que llevara cigarrillos, whisky u otra carga susceptible de ser cambiada por dinero contante y sonante, y luego llevaban el botín a un escondite que conocían en Clarksburg. De esa manera, o se hacían medio ricos o iban a dar a la cárcel, si habían hecho méritos suficientes, pero su ambición no era mayor que sus escrúpulos. Además de la destilación clandestina, el robo y las reyertas, Kady se dedicaba de forma ocasional a la violación: poseía a una mujer por la fuerza, cuando tenía ganas de sazonar el acto con una pizca de peligro. Sin embargo, nunca tuvo que ir a la prisión porque nadie tenía agallas para testificar en su contra.
A Maralee Sween, Abner Kady le pareció un verdadero príncipe azul. Tenía una casa de cuatro habitaciones, poco más que una choza, pero con tuberías, y en su familia nunca faltaría el whisky, la comida ni la ropa. Si Abner no podía robar lo que necesitaba de una manera, lo haría de otra; lo cual en los parajes de las colinas era señal de persona bien abastecida.
Abner era bueno con Maralee; al menos, tan bueno como era con los demás. Es decir, no la amaba, porque no era capaz de amar, pero, aunque solía intimidarla, nunca llegó a ponerle una mano encima. El motivo fundamental que le impedía hacerlo era que estaba orgulloso de la belleza de la chica, cuyo cuerpo lo tenía permanentemente excitado, y si estropeaba la mercancía ya no podría sentirse orgulloso de ella ni tampoco habría nada que lo excitara.
—Además —añadió Rya con voz que se había transformado en un susurro obsesionado—, no quería dañar a su cosita juguetona. Así la llamaba: su «cosita juguetona».
Con lo de «cosita juguetona» me dio la impresión de que Abner no quería decir que Maralee fuera una fuente de intensa satisfacción sexual, sino otra cosa, algo siniestro. Fuera lo que fuese, Rya no podía hablar de ello si yo no la incitaba. Sabía que estaba desesperada por confiarme todo y, por tanto, le serví otra copa, le cogí la mano y, con suaves palabras, la ayudé a que atravesara ese campo minado de la memoria.
De nuevo brillaron las lágrimas en sus ojos, pero esta vez no era por Gelatina, sino por ella misma. Con nadie era tan dura como consigo misma; no se permitía las debilidades que sentían el común de los humanos, como la compasión de sí mismo; así que pestañeó para ocultar las lágrimas, sin pensar en que, con sólo dejar que fluyeran libremente, toda la tensión y el trastorno emotivo que la agitaban desaparecerían junto con ellas. Con voz vacilante, que se quebraba cada pocas palabras, me dijo:
—Lo que quería decir… era que ella… era su máquina de hacer bebés… y que… los bebés… eran divertidos. Especialmente…, especialmente… si eran hembras.
Sabía que el relato de Rya no era simplemente una especie de paseo como el de Hansel y Gretel a través de los bosques encantados habitados por brujas y duendes, sino que me llevaba a un lugar mucho más terrorífico, a un monstruoso recuerdo de su infancia acosada, y yo no estaba seguro de que quisiera acompañarla. La amaba. Sabía que la muerte de Gelatina, además de apenarla, la había asustado, le había recordado su propia mortalidad, había hecho nacer en ella una necesidad de tener una íntima relación humana, un contacto que no alcanzaría plenamente hasta que hubiese roto la barrera que ella misma había erigido entre ella y el resto del mundo. Necesitaba que yo la escuchara, que le hiciera soltar la lengua. Quería llegar hasta lo más hondo por ella. Pero me asustaba la idea de que sus secretos estuvieran…, por así decirlo, vivos y hambrientos, y que exigieran para revelarse un trozo de mi propia alma.
—Oh…, Dios…, no: ¡qué horrible! —exclamé.
—Hembras —repitió. Su mirada no se fijaba en mí ni se dirigía a objeto alguno de la habitación; con ojos entornados recorría hacia atrás la espiral del tiempo, con un temor y un aborrecimiento manifiestos—. No era que pasara por alto a mis medio hermanos. A ellos también les reservaba algo. Pero prefería a las niñas. Mi madre le dio cuatro niños para cuando yo tenía once años, dos mujeres y dos varones. Por lo que puedo recordar… me parece que desde que yo tenía tres años… él…
—¿Qué? ¿Te tocaba? —le pregunté con voz poco clara.
—Me usaba —respondió Rya.
Con voz muerta hizo el recuento de aquellos años de miedo, de violencia y de los ultrajes más asquerosos que uno pueda imaginar. Lo que me contó me dejó helado y sombrío por dentro.
—Desde que era una niña no supe otra cosa que… estar con él…, hacer lo que él quería…, tocarlo… y estar en la cama con los dos…, mi madre y él…, cuando lo hacían. Tendría que haber pensado que era normal. Tendría que haber pensado que todas las familias eran así…, pero no. Sabía que estaba mal…, que era algo enfermizo… y lo odiaba. ¡Lo odiaba!
La cogí entre mis brazos y comencé a mecerla.
Rya aún no quería echarse a llorar por ella misma.
—Odiaba a Abner. ¡Oh…, Dios…, no puedes imaginarte cómo lo odiaba, con cada respiro, en cada momento, sin pausa! No te imaginas lo que es sentir un odio tan intenso.
Pensé en lo que yo mismo sentía por los duendes y me pregunté si incluso eso podía asemejarse al odio engendrado y alimentado en el pozo infernal de esa casucha de cuatro habitaciones de los Apalaches. Sospechaba que ella tenía razón. Yo no podía conocer un odio tan puro como el del que ella me hablaba, pues entonces ella no era más que una niña pequeña incapaz de defenderse y su odio había tenido más años que el mío para crecer y aumentar de intensidad.
—Pero entonces…, cuando salí de allí…, cuando había pasado bastante tiempo… empecé a odiar a mi madre más que a él. ¡Ella era mi madre! ¿Cómo es que yo no era s-sagrada para ella? ¿Cómo… podía dejar… que m-me usara así?
No supe qué responder.
Esta vez no podía echarse la culpa a Dios. Muchas veces no es necesario echar mano de Él ni de los duendes. Muchísimas gracias, pero los humanos somos capaces de herirnos y destruirnos los unos a los otros sin necesidad de la ayuda divina ni demoníaca.
—¡Ella era tan hermosa! Y no era una belleza descarada, no; era muy dulce. Me acuerdo que pensaba que debía de ser un ángel, porque los ángeles debían de tener ese aspecto y ella tenía ese… resplandor… Pero al final me di cuenta de lo malvada que era. Sí, parte de eso era por ignorancia y por poca inteligencia. Slim, era estúpida, estúpida. Una palurda estúpida, la consecuencia del matrimonio entre dos primos carnales que, probablemente, también eran producto de otros dos primos. El milagro es que yo no naciera retrasada o como un monstruo de tres brazos para la atracción de Joel Tuck. Pero no fue así. Y tampoco terminé teniendo más hijos para que Abner… abusara de ellos. Porque, en primer lugar, por…, por las cosas que me hizo…, nunca podré tener hijos. Y, además, cuando tenía once años, por fin conseguí salir de allí.
—¿A los once? ¿Cómo lo hiciste?
—Lo maté.
—Bueno —dije quedamente.
—Mientras dormía.
—Bueno.
—Le clavé un cuchillo de carnicero en la garganta.
Pasaron unos diez minutos durante los que permanecimos en silencio, sin beber; yo la tenía en los brazos, y nos quedamos así, sin decir palabra, quietos, el uno junto al otro.
—Lo siento mucho —atiné a decir.
—No tienes por qué.
—Me siento tan impotente.
—No se puede cambiar el pasado —sentenció Rya.
No, pensé yo, pero a veces puedo cambiar el futuro, prever los peligros y evitarlos, y espero, Dios mediante, que pueda estar allí cuando tú me necesites, como nunca nadie lo hizo por ti.
—Nunca… —comenzó Rya.
—¿Nunca se lo habías contado a nadie?
—Nunca.
—Conmigo puedes sentirte tranquila.
—Ya lo sé. Pero… ¿por qué he decidido contártelo precisamente a ti?
—Ha sido una cuestión de oportunidad —le respondí.
—No. Es algo más que eso.
—¿Qué?
—No sé —me contestó, y se apartó de mí, alzó la mirada y fijó sus ojos en los míos—. Tú tienes algo diferente, algo especial.
—No lo creo —le repliqué, incómodo.
—Tus ojos son tan hermosos y extraños. Hacen que me sienta… segura. Hay tanta… tranquilidad en ti… No, no es exactamente tranquilidad…, porque tú tampoco te sientes tranquilo. No, es fuerza. Hay una fuerza tremenda en ti. Y eres tan comprensivo. Pero no es solamente esa fuerza y la comprensión y la compasión. Es… algo especial…, algo que no puedo definir.
—Me dejas desconcertado —le confesé.
—Oye, Slim MacKenzie, ¿qué edad tienes?
—Ya te lo dije. Diecisiete.
—No.
—¿Cómo que no?
—Tienes más.
—Diecisiete, te digo.
—Dime la verdad.
—Vale, está bien. Diecisiete y medio.
—No se trata de medio año más o menos. Así nos pasaríamos toda la noche. Mira, yo te diré la edad que tienes. Yo lo sé. A juzgar por tu fuerza, tu tranquilidad, tus ojos…, diría que tienes cien años…, cien años de experiencia.
—Cumplo ciento uno en septiembre —añadí sonriendo.
—Cuéntame tu secreto —me pidió.
—No tengo ningún secreto —le respondí.
—Vamos, en serio, cuéntamelo.
—Mira, yo no soy más que un vagabundo. Tú quieres que sea más que eso, porque siempre queremos que las cosas parezcan mejores, más nobles e interesantes de lo que son en realidad. Pero yo no soy más que eso.
—S-l-i-m.
—De acuerdo —le repliqué. Le había mentido y no sabía a ciencia cierta por qué no quería abrirme a ella de la misma forma que ella lo había hecho conmigo. Me sentía desconcertado, como ya le había dicho, pero no por algo que me hubiera contado. Me sonrojé, pero fue porque me di cuenta de que muy rápidamente había decidido engañarla—. Slim MacKenzie. No hay ningún secreto profundo, siniestro. Una historia aburrida como tantas. Pero tú no has terminado aún. ¿Qué pasó después de que lo mataste?
Silencio. Rya no quería volver a los recuerdos de aquellos días.
—Apenas tenía once años. Por eso no me mandaron a la cárcel —confesó—. En realidad, cuando las autoridades se enteraron de lo que pasaba en esa casucha, dijeron que yo era la víctima.
—Y así era.
—Le quitaron todos los hijos a mi madre. Nos separaron. Nunca los he vuelto a ver. Yo terminé en un orfanato del Estado.
Percibí, de repente, que había otro terrible secreto dentro de ella y supe con certeza clarividente que en el orfanato había ocurrido algo que era, al menos, casi igual al terror que había vivido con Abner Kady.
—¿Y? —le pregunté.
Miró a lo lejos, extendió el brazo hasta la mesita de noche para coger el vaso y me dijo:
—Me escapé de allí cuando tenía catorce. Parecía mucho mayor. Maduré rápidamente, igual que mi madre; no fue muy difícil conseguir que me admitieran en la feria. Me cambié el apellido por el de Raines, porque…, bueno, siempre me gustó la lluvia, mirar como cae, escucharla… De todos modos, he estado aquí desde siempre.
—¿Construyendo un imperio?
—Sí. Para demostrarme a mí misma que valgo algo.
—Tú vales algo —le dije para confortarla.
—No me refiero al dinero.
—Yo tampoco.
—Aunque el dinero es parte de eso. Porque desde que estoy sola en el mundo, decidí que nunca seria… basura…, que nunca volvería a caer bajo de nuevo… Voy a construir mi propio imperio, como dices tú, y siempre seré alguien.
Era fácil darse cuenta de que una niña que había tenido que soportar tantos abusos podía crecer con la idea de que no valía nada y que, por tanto, era fácil que estuviera obsesionada por el triunfo y los logros. Yo podía comprender eso y no podía culparla por haberse convertido en una comerciante ruda y decidida. Si no hubiese encauzado la rabia hacia esos quehaceres, más tarde o más pronto la presión acumulada dentro de ella la habría hecho estallar en pedazos.
Me quedé espantado por la fortaleza de Rya. Todavía no se había permitido llorar por sí misma. Seguía escondiendo la verdad acerca de lo vivido en el orfanato, con la excusa de que los años que allí pasó no eran dignos de mención.
Sin embargo, no quise presionarla para que me contara el resto de la historia. En primer lugar, sabía que, tarde o temprano, me lo contaría. La puerta se había abierto y no volvería a cerrarse. Por otra parte, ya había oído suficiente para tratarse de un solo día, demasiado. El peso de esas novedades me había dejado débil y enfermo.
Tomamos otra copa.
Hablamos de otros asuntos.
Tomamos unas copas más.
Después apagamos las luces y nos quedamos en la cama, pero sin dormirnos.
Entonces, al cabo de un rato, nos dormimos y con ello nos vino el sueño.
Soñamos.
El cementerio…
En mitad de la noche, Rya me despertó para que hiciéramos el amor. Disfrutamos igual que siempre. Cuando hubimos quedado saciados, no pude dejar de preguntarme cómo era posible que ella encontrase placer en el acto después de todos los abusos que había sufrido.
—Algunas podrían haber terminado frígidas… o podrían haberse dado a la promiscuidad. No sé por qué yo no he terminado así. Excepto que…, bueno…, si hubiese pasado una de esas cosas habría querido decir que Abner Kady había ganado, que había conseguido quebrarme. ¿Te das cuenta? Pero yo nunca me quebraré. Nunca. En vez de quebrarme, me doblaré, pero sobreviviré. Voy a seguir adelante. Tendré la concesión más próspera de esta empresa y algún día seré la dueña de la feria entera. ¡Por Dios que lo conseguiré! Ya verás si no. Esa es mi meta, pero ni se te ocurra contárselo a nadie. Haré todo lo que sea necesario; trabajaré todo lo que tenga que trabajar; afrontaré todos los riesgos que se presenten, y seré la dueña de todo. Entonces yo seré alguien y no importará de dónde vengo o qué me pasó cuando era una chiquilla ni importará que nunca conociese a mi padre y que mi madre no me haya querido, porque habré perdido todo eso; lo habré perdido y lo habré olvidado del mismo modo que perdí el acento de palurda. Ya verás cómo lo hago. Ya verás. Espera y verás.
Según dije al comienzo del presente relato, la esperanza es una compañía constante en esta vida. Es lo único que ni la cruel naturaleza ni Dios ni otros hombres pueden arrancarnos. La salud, la riqueza, los padres, los queridos hermanos y hermanas, los hijos, los amigos, el pasado, el futuro, todo eso pueden robárnoslo con la misma facilidad con que un descuidero nos quita el bolso. Pero el mayor tesoro que tenemos, la esperanza, permanece con nosotros. Es como si fuera un motorcito que tenemos dentro, un motorcito robusto que, con ronroneos, marchas y contramarchas, nos impulsa a seguir, cuando la razón diría que lo mejor es rendirse. La esperanza es a la vez lo más patético y lo más noble que tiene el ser humano, la cualidad más absurda y más admirable que poseemos, pues mientras haya esperanza también habrá la capacidad de amar, de pensar en los demás, de ser decente.
Al cabo de un rato, Rya se durmió de nuevo.
Yo no pude hacerlo.
Gelatina estaba muerto. Mi padre estaba muerto. Pronto, Rya podría estar muerta si yo no era capaz de prever la naturaleza exacta del peligro que se avecinaba y apartarlo de ella.
Me levanté en la oscuridad, me dirigí a la ventana y retiré la cortina justo en el momento en que varios rayos (igual de brillantes, aunque menos violentos que los que habían surcado el cielo antes) ocultaron la vista que se veía desde la ventana y convirtieron al cristal de ésta en un espejo parpadeante. Vi el pálido reflejo de mi figura que ondulaba como una llama. Me acordé entonces de la técnica cinematográfica que solía emplearse antiguamente para indicar el transcurrir del tiempo. A medida que esa imagen se oscurecía y luego recuperaba su nitidez, sentí que me arrancaban los años, como si una fuerza me desprendiese del pasado o del futuro, aunque no sabía cuál de ellos era el que perdía.
Durante la descarga de rayos, mientras veía reflejada mi imagen fantasmal, sentí una sacudida de temor solipsísta, motivada por el cansancio y la tristeza, y pensé que solamente yo existía, que yo abarcaba toda la creación y que todas las cosas y todas las demás personas no eran más que invención de mi propia imaginación. Pero entonces, al desvanecerse el último rayo, cuando el cristal de la ventana recuperó la transparencia, me sobresaltó algo que se había adherido al otro lado del cristal bañado por la lluvia, y la vista de eso hizo desaparecer la fantasía solipsísta que experimentaba. Se trataba de un pequeño lagarto, un camaleón, que estaba fijado como si tuviera ventosas a la ventana, con el vientre vuelto hacia mí y cuya cola larga, delgada y curvada adoptaba la forma de un signo de interrogación. El lagarto había estado allí todo el tiempo que mi figura permaneció reflejada en el cristal. Al percatarme súbitamente de su presencia, recordé que, como vemos tan poco de aquello en que posamos la mirada, nos quedamos satisfechos con la superficialidad de las cosas, quizá por miedo de ver el terror que puede esconderse en su profunda complejidad. Entonces, más allá del camaleón, vi la lluvia torrencial, el chisporroteo de innumerables cortinas de cuentas de plata que reflejaban trémulamente la luz de relámpagos distantes en millones de gotitas de agua de lluvia; más allá del chaparrón, había otra caravana, la que quedaba al lado de la de Rya; y más allá de ésta, otras caravanas; y más allá, oculta de la vista, la avenida central de la feria; y luego, la ciudad de Yontsdown; y más allá de Yontsdown…, la eternidad.
Rya murmuró algo en sueños.
Regresé a la cama en la penumbra.
Rya era una forma oscura sobre las sábanas.
Me eché a su lado y me quedé mirándola.
Recordé lo que Joel Tuck me había preguntado en La Ciudad de los Horrores el viernes anterior, mientras charlábamos acerca de Rya: «Estamos de acuerdo en que tiene una superficie sorprendentemente bella y que debajo también hay belleza…, pero ¿no es posible que haya otro “debajo” del “debajo” que se ve?».
Hasta esa noche, en que ella me había dado muestras de confianza y había compartido conmigo la pesadilla de su infancia, yo había visto una Rya que era el equivalente de mi reflejo pintado en el cristal de la ventana a la luz del rayo. Entonces vi más hondo en ella y tuve la tentación de pensar que por fin había llegado a conocer a la mujer completa y real, en todas sus dimensiones; pero en realidad, la Rya que yo pude conocer era apenas una sombra un poco más nítida de la realidad en toda su plenitud. Había logrado atravesar su superficie, había visto la capa siguiente, hasta llegar al lagarto de la ventana, pero más abajo había innumerables capas. Percibí que no podría salvarla hasta que hubiera ahondado mucho más en ese misterio que había dentro de ella, un misterio recóndito, acorazado, como el caparazón de un nautilo, que se extendía insondablemente casi hasta el infinito.
—Tumbas. Muchas… tumbas… —murmuró de nuevo Rya—. Slim…, oh… Slim, no… —añadió con un lloriqueo. Sus piernas se abrieron en tijera, como si estuviera corriendo bajo las sábanas—. No… no…
Su sueño, mi sueño.
¿Cómo era posible que tuviésemos exactamente el mismo sueño?
¿Y por qué? ¿Qué significaba eso?
Me eché a su lado y, al cerrar los ojos, vi el cementerio, viví la pesadilla aunque era ella quien la sufría. Pasaron unos minutos de tensa espera; quería ver si se despertaba con un grito sofocado. Quería saber si en su sueño yo la cogía y le abría la garganta como había hecho en mi propia versión de la pesadilla. Pues si este detalle coincidía, quería decir que era más que una simple casualidad; debía significar algo más; si en el sueño de ella y en el mío al final yo le clavaba los dientes en la carne y la sangre le brotaba a chorros, en dicho caso lo mejor que podía hacer era abandonarla en el acto, marcharme lejos y no verla nunca más.
Pero no gritó. Su sueño de terror se calmó y dejó de dar pataditas; la respiración recuperó el ritmo pausado, suave.
Fuera de la caravana, el viento y la lluvia cantaban una elegía por los muertos y por los vivos que se aferran a la esperanza en un mundo lleno de tumbas.