CAPÍTULO 12
RECUERDOS DE OCTUBRE

La feria surgió de las puertas de los camiones abiertas de par en par y de los cajones destapados con ruido seco y se erigió de nuevo en el real de la ciudad de Yontsdown, como si la impulsara un maravilloso mecanismo de resorte creado por los famosos artesanos suizos que construyen los gigantescos relojes de campanario dotados de figuras humanas móviles a escala natural. Cuando fueron las siete de la tarde del domingo, parecía que el viaje de mudanza de la noche anterior nunca se hubiera realizado; era como si hubiésemos permanecido toda la temporada en el mismo lugar, mientras veíamos pasar delante de nosotros una ciudad tras otra. Los feriantes afirman que les encanta viajar y que no podrían vivir sin cambiar de lugar, al menos una vez a la semana. Defienden también la filosofía de los vagabundos, de los gitanos, de los parias. En esto, ¡caramba!, no cabe duda de que nadie les gana. Los feriantes son unos crédulos sentimentaloides que se creen todas las leyendas y los cuentos de vidas vividas en los márgenes —por lo general, peligrosos— de la sociedad. Pero vayan donde vayan, los feriantes cargan su pueblo en el equipaje. Los camiones, las caravanas, los coches, las papeletas y también los bolsillos los llevan repletos de las cosas cómodas y cotidianas de sus vidas. El respeto que les inspira la tradición supera con creces el que puede apreciarse incluso en esas pequeñas localidades de Kansas, apiñadas contra el inmenso e intimidador vacío de las llanuras, en las que, generación tras generación, nunca cambia absolutamente nada. Los feriantes anhelan que llegue la noche de la mudanza porque constituye una manifestación de la libertad de la que gozan, en contraste con la monotonía que aprisiona la vida del común de los mortales que forma el público de la feria, que siempre debe quedarse cuando ellos se marchan a otro lugar. Pero después de un día en la carretera, los feriantes caen en el nerviosismo y en la inseguridad; en efecto, aunque el romanticismo de los caminos pertenece al espíritu gitano, la carretera en sí es obra y propiedad de la sociedad moralista, y, en consecuencia, las gentes errantes pueden ir solamente adonde esa sociedad les permite ir. Movidos por un conocimiento inconsciente del carácter vulnerable propio de la movilidad, los feriantes saludan cada nuevo compromiso con una felicidad mayor que la que experimentan la noche de la partida cuando llevan a cabo la ordenada destrucción de la feria. Y al llegar a destino vuelven a armarla con mucha más rapidez de la que emplearon en desmontarla. No hay noche de la semana más dulce que esa primera noche que pasan en el nuevo lugar, pues simultáneamente queda satisfecho por otros seis días el anhelo de viajar y se restablece el sentimiento de colectividad. Una vez que han armado las tiendas y que, con golpes de martillo, han unido los tabiques decorados de las distintas atracciones, después de erigir con materiales de latón, cromo y plástico las fortificaciones de fantasía que los protegerán de los ataques de la realidad, una vez llegado ese momento los feriantes conocen, como en ninguna otra ocasión, una profunda paz.

El domingo por la noche, Rya y yo fuimos a la caravana que poseen Paulie Lorus e Irma, su señora, que nos habían invitado a cenar una comida casera. El buen humor reinante logró que casi olvidara que la cartera de compromisos nos había llevado a una ciudad dirigida por los duendes, a un nido donde se criaban los demonios. Paulie era de baja estatura, pero no enano como su esposa que tenía un cabello tan negro como el azabache. El hombre tenía grandes dotes de mimo; representó para nosotros personajes del cine y del mundo de la política, como John Kennedy y Nikita Kruschev. Paulie también tenía el cabello negro y causaba asombro el modo en que conseguía transformar los rasgos de su elástico rostro, que hacían recordar de inmediato a cualquier persona que él desease imitar, fuera de la raza que fuera.

Asimismo Paulie era un estupendo prestidigitador y trabajaba en el espectáculo de Tom Catshank. Tenía manos inusualmente grandes para un hombre de su estatura (mediría un metro cincuenta, como mucho), con dedos largos y delgados. Intercalaba en la conversación una asombrosa exhibición de gestos que eran casi tan expresivos como sus palabras. Paulie me cayó bien de inmediato.

Rya perdió algo de su rigidez (hasta festejó algún que otro chiste de los que se hicieron), si bien no abandonó por completo la actitud fría y el aire distante que la caracterizaban (al fin y al cabo, estaba en casa de un «empleado»). Pero pese a ello, no aguó la velada.

Más tarde, mientras comíamos un trozo de tarta y bebíamos una taza de café, Irma comentó:

—Pobre Gloria Neames.

—¿Por qué? ¿Qué le ha pasado? —le preguntó Rya.

Irma me miró:

—Slim, ¿la conoces?

—La… señora corpulenta —le dije.

—Gorda —me corrigió Paulie, dibujando con las manos una esfera en el aire—. A Gloria no le ofende que la llamen gorda. No le gusta ser gorda, pobre chica, pero no se hace ilusiones acerca de lo que es. Por supuesto, no se cree que es la Monroe o la Hepburn, ni ninguna de esas estrellas.

—Bueno, no tiene más remedio que ser gorda; por eso no le preocupa lo que puedan opinar los demás —intervino Irma. Y agregó a la vez que se dirigía a mí—: Es un problema glandular.

—¿En serio? —le pregunté.

—Sí, ya sé. Seguro que piensas que come como un cerdo, y que luego le echa la culpa al problema glandular —continuó Irma—. Pero tratándose de Gloria, es la verdad. Mira, Peg Seeton vive con Gloria. Se ocupa de ella, le cocina y le consigue un par de forzudos cada vez que tiene que salir. Él dice que la pobre Gloria apenas come más que tú o que yo; desde luego no lo suficiente para mantener trescientos cuarenta kilos. Además, se enteraría si Gloria comiese a escondidas porque tiene que ir a hacer las compras él, ya que Gloria no puede hacer gran cosa por sí sola.

—¿No puede caminar sola? —pregunté.

—Sí, seguro que puede —me respondió Paulie—, pero le cuesta mucho y tiene un miedo terrible de caerse. Bueno, lo mismo le pasaría a toda persona que pesase más de doscientos o doscientos cincuenta kilos. Si Gloria se cae, no puede levantarse sola.

—En realidad —añadió Irma—, es imposible que se levante por sí sola. Sí, puede levantarse de una silla, pero no si se cae o si está echada de espaldas en el suelo. La última vez que se cayó, fueron no sé cuántos forzudos y no consiguieron levantarla.

—Trescientos cuarenta kilos es mucho peso para levantar —comentó Paulie, dejando caer bruscamente las manos a ambos costados, como si las mismas hubiesen recibido de pronto un gran peso. Acto seguido, añadió—: Está más que rellenita, y no se le va a romper ningún hueso, pero la humillación es terrible, incluso entre nosotros que somos todos del mismo gremio.

—Es terrible —convino Irma con un triste movimiento de cabeza.

—La última vez, al final, hubo que traer un camión con un gancho y un cabrestante al lugar donde se había caído —dijo Rya—. Así y todo, no fue fácil ponerla en pie y que se mantuviese.

—Puede parecer divertido, pero no lo es para nada —me aseguró Irma.

—No me habrás visto reírme de ella, ¿no? —repliqué, horrorizado por esa visión rápida de lo que la mujer gorda tenía que soportar.

A la lista mental de las bromas que Dios gasta a nuestra costa (cáncer, terremotos, maremotos, tumores cerebrales…) añadí problemas glandulares.

—Pero nada de esto es nuevo —comentó Rya—, salvo, quizá, para Slim. Así que ¿por qué has dicho «pobre Gloria» y has empezado a hablar de ella?

—Esta noche está realmente molesta —explicó Irma.

—Le han puesto una multa por exceso de velocidad —agregó Paulie.

—Eso sí que es una verdadera tragedia —manifestó Rya.

—No es la multa lo que le preocupa —agregó Pauline.

—Fue la forma en que la trató el poli —explicó Irma. Y, dirigiéndose a mí, agregó—: Gloria tiene ese Cadillac especialmente adaptado para ella. La carrocería está reforzada con acero. Sacaron los asientos traseros para que el delantero pudiera ir más atrás. Los frenos son de mano, lo mismo que el acelerador. Las puertas son más grandes para que pueda entrar y salir con facilidad. Tiene una de las mejores radios para coche, y hasta una pequeña nevera debajo del tablero de instrumentos, así puede llevar refrescos, un horno de propano; y una especie de lavabo. Todo eso dentro del coche. Ella lo adora.

—Será caro, ¿no? —pregunté.

—Bueno, sí, pero Gloria está en buena posición —aclaró Paulie—. Date cuenta de que, en una semana buena, un compromiso de los grandes como la feria que hay en el estado de Nueva York a finales de mes, pueden venderse quizá setecientas u ochocientas mil entradas en apenas seis días, de las que unas ciento cincuenta mil van, quizás, a La Ciudad de los Horrores.

—A dos pavos por cabeza… —exclamé, atónito.

—Son trescientos mil a la semana —dijo Rya, mientras cogía la cafetera para servirse otra taza—. Joel Tuck reparte la tarta: la mitad para él, de la que paga una cuota generosa a la empresa y todos los gastos generales, y la otra mitad la divide entre las otras once atracciones que tiene.

—Eso quiere decir más de trece mil para Gloria en apenas una semana —afirmó Paulie, contando con sus expresivas manos invisibles fajos de billetes—. Suficiente para comprarse dos Cadillacs especialmente adaptados. Por supuesto, no todas las semanas son así; algunas veces gana sólo dos mil, pero es probable que saque unos cinco mil de promedio a la semana desde mediados de abril hasta mediados de octubre.

—Lo importante —explicó Irma— no es lo que el Cadillac le cuesta a Gloria, sino la libertad que le da. Mira, el único momento en que tiene movilidad es cuando está en ese coche. Al fin y al cabo, ella es de la feria, y para un feriante, lo importante de verdad es tener libertad, movilidad.

—No —replicó Rya—. Lo importante no es la libertad que le da el coche. Lo importante es esa historia de la multa, que a ver cuándo os decidís por fin a contar.

—Bueno —comenzó Irma—, mira. Gloria salió esta mañana con el coche mientras Peg le traía la furgoneta y la caravana. No había pasado un kilómetro del límite del condado cuando un policía la detuvo por exceso de velocidad. Ahora bien, hace veintidós años que Gloria conduce y nunca había tenido un accidente ni le habían puesto ninguna multa.

—Conduce bien, con mucho cuidado —añadió Paulie, haciendo un gesto enérgico con la mano—, porque sabe el desastre que sería si tuviese un accidente en ese coche. Los enfermeros nunca podrían sacarla de dentro. Por tanto, tiene cuidado y nunca va rápido.

—O sea que, cuando ese policía del condado de Yontsdown la alcanza —continuó Irma—, ella se piensa que es un error o alguna especie de trampa para engañar a los forasteros y, cuando se huele que es una trampa, le dice al poli que pagará la multa. Pero al poli eso no le basta. Se pone a insultarla, la ultraja y quiere hacer que se baje, pero ella tiene miedo de caerse. Entonces insiste en que vaya a la comisaría de la ciudad delante de él. Y, cuando llegan, ¡fíjate! la obliga a salir del coche, la lleva dentro y allí la ponen a parir; la amenazan con que van a procesarla por desacato a un agente de la autoridad u otra gilipollada de ésas.

Paulie terminó la tarta, hizo un gesto con el tenedor y continuó su relato.

—A la pobre Gloria la hacen caminar de un lado a otro del edificio y no la dejan sentarse para nada; así que tiene que cogerse a la pared y a los mostradores, las barandillas y los escritorios, y, según ella, era clarísimo que querían que se cayera porque sabían la pesadilla que sería para ella ponerse en pie de nuevo. Todos se reían de ella y no querían dejarla ir al lavabo: dijeron que iba a romper el asiento del water. Como podéis imaginaros, al no tener el corazón muy bien, dice que le latía tanto que empezó a temblar. Consiguieron que la pobre Gloria estuviera hecha un llanto hasta que por fin la dejaron hablar por teléfono. Y, creedme, ella no es una de esas quejicosas ni se pone a llorar fácilmente.

—Entonces —dijo Irma—, llama a las oficinas de la feria, y avisan a Gelatina para que se ponga al teléfono; él va a la ciudad y la rescata, pero para entonces hacía tres horas que Gloria estaba en la comisaría.

—Siempre pensé que Gelatina era buen negociador —comentó Rya—. ¿Cómo permitió que pasara una cosa así?

Llegados a ese punto, yo les conté algo de la visita que habíamos hecho a Yontsdown el viernes.

Gelatina hizo su trabajo de maravilla. Todos cobraron. Mary Vanaletto, esa mujer del Ayuntamiento, era la que recogía el dinero de los demás. Gelatina le dio dinero en efectivo y pases gratuitos para todos los concejales y para el comisario y los policías.

—Quizás ella se lo embolsó todo —opinó Rya— y le dijo a los demás que este año no queríamos pagar. Y ahora tenemos problemas con el comisario.

—No me lo parece —intervine—. Creo que… por algún motivo… andan con ganas de pelea…

—¿Por qué? —preguntó Rya.

—Bueno, no sé…, pero eso fue lo que me pareció el viernes —le contesté de forma evasiva.

Irma asintió y su marido afirmó lo siguiente:

Gelatina ya está corriendo la voz. Esta semana tenemos que cuidarnos mucho, mucho, porque piensa que van a buscar cualquier pretexto para causarnos problemas, cerrar la feria, obligarnos a que les untemos más.

Sabía que no era nuestro dinero lo que buscaban, sino nuestra sangre y nuestro sufrimiento. Pero a Irma, Paulie y Rya no podía contarles nada acerca de los duendes. Porque hasta los feriantes (que son las personas más tolerantes que hay en el mundo) pensarían que era cosa de locos y no solamente una mera excentricidad. Si bien ellos rinden tributo a la excentricidad, por los asesinos psicópatas no sienten más afecto que la gente normal. En consecuencia, decidí no hacer más que observaciones inocuas sobre el posible enfrentamiento con la policía de Yontsdown, y me guardé para mis adentros la tenebrosa verdad.

Sabía, no obstante, que el hostigamiento que había sufrido Gloria Neames era solamente el comienzo de la guerra. Lo peor estaba por venir. Peor que terminar en la celda de la comisaría. Algo peor de lo que mis nuevos amigos eran capaces de imaginar. Desde ese momento, no pude apartar a los duendes de la mente. El resto de la velada no me pareció tan divertida como lo había sido al principio. De todos modos, no dejé de sonreír y de reírme y seguí la conversación. Pero es difícil sentirse cómodo cuando uno está en medio de un nido de víboras.

Nos marchamos de la caravana de los Lorus poco después de las once.

—¿Tienes sueño? —me preguntó Rya.

—No.

—Yo, tampoco.

—¿Quieres caminar? —la invité.

—No. Quiero hacer otra cosa.

—Ah, sí. Yo también quiero.

—No, eso no —me dijo con una dulce risa.

—Está bien.

—Todavía no.

—Bueno, eso parece más prometedor.

Se encaminó hacia la avenida central de la feria, y yo la seguí.

Continuaban en su lugar las sólidas nubes de color gris metálico que habían ocultado el cielo durante el día. La Luna y las estrellas estaban perdidas detrás de esa barrera de nubes. La feria era un conjunto de sombras: puntales y planchas de oscuridad, la pendiente oscura de los techos, cortinas de sombra que pendían de oscuras varillas y cerraban negras aberturas, capas superpuestas que exhibían todos los tenues matices de la noche: ébano, carbón, hollín, negro añil, laca de China, brea, negro azabache; puertas tenebrosas en paredes aún más tenebrosas.

Seguimos por la avenida hasta que Rya se detuvo delante de la noria. De ella sólo se veía una serie de oscuras formas geométricas conectadas entre sí, que se recortaban contra el cielo sin luna y algo menos oscuro.

Como había ocurrido aquel miércoles por la noche en la otra feria, sentí las malas vibraciones síquicas que emanaban de la gigantesca noria, pero en ese momento no recibí imágenes precisas, ni siquiera una idea más o menos específica de la tragedia que iba a registrarse allí. No obstante, igual que la vez anterior, tenía la idea de que, a semejanza de la electricidad que está acumulada en las células de una batería, la máquina que había ante nosotros albergaba futuras calamidades.

Vi, sorprendido, que Rya abría la puerta de la valla hecha de tubos de hierro y se dirigía hacia la noria. Se dio la vuelta y me llamó:

—Vamos.

—¿Dónde?

—Arriba.

—¿Allí?

—Sí.

—¿Cómo?

—¿No dicen que descendemos de los monos?

—Sí, pero yo no. Sí, todos.

—Yo desciendo de… las marmotas.

—Te va a gustar.

—Es muy peligroso.

—Verás qué fácil —me dijo a la vez que se agarraba a la noria y comenzaba a trepar. Me quedé mirándola. Parecía una niña grande que subía por un castillo como los que hay en los parques infantiles, pero en versión para adultos. El asunto no me gustó.

Me vino entonces a la memoria la visión en que Rya aparecía cubierta de sangre. Era seguro que en ese momento la perspectiva de su muerte no era algo inmediato, pues la noche parecía segura, aunque no lo suficiente como para aminorar el ritmo desbocado con que me latía el corazón.

—Vamos a volver —le rogué—. No lo hagas.

Rya se detuvo a unos cinco metros del suelo y me miró. Su cara estaba oscurecida.

—Ven —insistió.

—Es una locura.

—Te va a encantar.

—Pero…

—Slim, vamos, por favor.

—¡Joder, Rya!

—No me decepciones —me dijo y, acto seguido, se giró y reemprendió la escalada.

Mi clarividencia no me indicaba que esa noche pudiese haber peligro en la noria. La amenaza que representaba la enorme máquina tardaría aún algunos días en materializarse, pues de momento no era más que una construcción de madera y acero con cientos de luces ahora apagadas.

Comencé a trepar de mala gana y descubrí entonces que la multitud de tirantes y puntales brindaba más asideros y huecos para los pies de lo que me había imaginado en un principio. La noria estaba detenida, inmóvil, salvo las cestas de los asientos, algunas de las cuales se columpiaban suavemente por efecto de la brisa, o bien cuando los esfuerzos que hacíamos al trepar se transmitían a través de la estructura metálica hasta las piezas de donde pendían éstas, sujetas por gruesos pernos de acero. Pese a haber sostenido que descendía de las marmotas, demostré rápidamente que mis antepasados eran sin duda los monos.

Gracias a Dios, Rya no trepó hasta la última cesta, sino que se detuvo en la antepenúltima. Se sentó allí y abrió la barra de seguridad para que yo pudiese subir. Llegué sudando y temblando; ella me sonreía en la oscuridad. Desde la estructura de la noria, me lancé hacia la cesta metálica y me senté a su lado; pensé que el hecho de haber conseguido esa rara sonrisa bien había valido el esfuerzo de trepar hasta allí arriba.

Debido al salto que di hasta la cesta, ésta se balanceó. Por un momento en que se me detuvo el corazón, pensé que iba a caer y que, tras golpear violentamente contra la cascada helada de metal y madera, y dar contra todas las cestas en la caída, golpearía con mi cuerpo en el suelo con fuerza suficiente para quebrarme todos los huesos. Pero logré asirme con una mano a los adornos que había en el costado de la cesta y con la otra aferrarme al respaldo del asiento y montar en éste. Durante todo este incidente, mientras la cesta se balanceaba más peligrosamente, Rya, con una seguridad que me pareció temeraria, sostenida apenas con una mano, se inclinó hacia afuera para buscar a tientas la barra de seguridad; tras cogerla y atraerla hacia ella, la encajó en el pestillo de un golpe que produjo un ruido metálico.

—Bueno —me dijo—, aquí estamos cómodos y calentitos. —Y dicho esto, se abrazó a mí—. Te dije que te gustaría. No hay nada mejor que dar una vuelta en la noria, a oscuras, con el motor detenido y todo negro y en silencio.

—¿Vienes aquí a menudo?

—Sí.

—¿Sola?

—Sí.

Durante largos minutos permanecimos mudos, sentados uno al lado del otro, mientras nos balanceábamos suavemente sobre unas bisagras chirriantes y contemplábamos desde nuestro oscuro trono el mundo sin sol que nos rodeaba. Si hablábamos, era de cosas que nunca antes habían ocupado nuestra conversación: libros, poesía, cine, las flores que nos gustaban, música. Me di cuenta de cuan melancólicas habían sido las charlas hasta ese momento. Tuve la impresión de que, para estar en condiciones de trepar a la noria, Rya había tenido que desembarazarse de un peso indecible y que, en ese momento, surgía una Rya liberada de sus cadenas, una Rya poseída de un imprevisto sentido del humor y de una risa de niña que nunca antes había escuchado. Desde que la conocí, ésa fue una de las pocas veces que no sentí la misteriosa tristeza que había en ella.

Pero, al cabo de un rato, sentí de nuevo la tristeza, aunque no puedo señalar el preciso momento en que la marea de lívida melancolía volvió a circular por ella. Entre otras cosas, hablamos de Buddy Holly, cuyas canciones habíamos cantado la noche de la mudanza mientras levantábamos la feria; y entonces, en una serie de ridículos dúos, hicimos un desordenado canto a capella de las partes de sus melodías que más nos gustaban. Es seguro que a ambos se nos pasó por la mente la prematura muerte de Buddy Holly. Ese recuerdo tuvo que ser el primer peldaño de la escalera que bajaba a la bodega, a la melancolía donde Rya solía morar. Efectivamente, muy pronto nos pusimos a hablar de James Dean, que había fallecido más de siete años atrás, que entregó la vida con su automóvil en una solitaria autopista de California. Luego Rya comenzó a meditar sin cesar y a mortificarse y preocuparse por la injusticia de morir joven; me parece que fue en ese momento cuando comencé a sentir que volvía a embargarla la tristeza. En vista de ello, traté de desviar la conversación, aunque sin grandes resultados, pues me pareció de repente que las cuestiones morbosas no solamente la fascinaban sino que encontraba un extraño deleite en ellas.

Al final, se apartó de mí y me preguntó con una voz que había perdido toda la alegría anterior:

—¿Cómo pasaste lo de Octubre? ¿Cómo te sentiste? —Por un momento no comprendí qué me preguntaba. Entonces, añadió—: Lo de Cuba, en el mes de octubre. Todo eso del embargo, los cohetes que tenían allí, el enfrentamiento final. Dijeron que estuvimos al borde de la guerra atómica y el día del Juicio Final. ¿Qué sentiste tú?

Aquel mes de octubre había sido un momento decisivo para mí. Tengo la sospecha de que lo fue para todas las personas que teníamos edad suficiente para darnos cuenta de la gravedad de la situación. En mi caso, lo de Cuba sirvió para percibir en toda su dimensión el hecho de que la humanidad era capaz de borrarse a sí misma de la faz de la Tierra. Comencé a comprender que los duendes (a los cuales venía observando desde hacía algunos años) debían de estar encantados con el perfeccionamiento de la técnica y el carácter complejo de la sociedad, que avanzaban a ritmo vertiginoso, pues eso les ofrecía medios cada vez más espectaculares para torturar a la humanidad. ¿Qué pasaría, tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética, si un duende conquistaba poder político suficiente para apretar el botón? No cabe duda de que ellos se daban cuenta de que su especie también sería eliminada junto con la nuestra. En tal caso, el Apocalipsis les privaría de ese placer de torturarnos lentamente, lentamente, lo que al parecer tanto les gusta. Parecía que esa consideración mitigaba el deseo de dar la orden de disparar los cohetes emplazados en silos. ¡Ah, pero qué festín se darían con el inmenso sufrimiento que reinaría en los últimos días y las últimas horas antes del final! ¡Las ciudades arrasadas por las explosiones, las tormentas de fuego, las lluvias de restos radiactivos! Ése era, sin duda alguna, el destino que deseaban los duendes para nosotros, prescindiendo de las consecuencias que ello tuviera para su propia supervivencia. Así era, si se tiene en cuenta el odio intenso y maníaco que experimentaban hacia la raza humana, según yo había podido percibir. A raíz del conflicto con Cuba, comencé a darme cuenta de que, más tarde o más temprano, no me quedaría más remedio que adoptar medidas contra los duendes, por más patética e insuficiente que pudiese parecer mi guerra solitaria.

Y ahora el conflicto. El momento decisivo. En el mes de agosto de 1962, la Unión Soviética había comenzado a instalar en secreto una importante batería de cohetes atómicos en Cuba, con el propósito de tener los medios necesarios para lanzar un ataque por sorpresa contra Estados Unidos. El día 22 de octubre, el presidente Kennedy ordenó el cerco de la isla, el cual implicaba que toda nave que tratase de cruzar la línea del cerco sería hundida sin más. Atrás quedaban las infructuosas solicitudes que el presidente había efectuado a los rusos para que retirasen dichas instalaciones militares, que constituían una provocación para Estados Unidos, y también las nuevas pruebas que evidenciaban que obras de emplazamiento de los cohetes seguían a ritmo vertiginoso. Así las cosas, el día 27, sábado, uno de nuestros aviones de la clase U-2 fue abatido por un cohete lanzado desde tierra por los soviéticos; la invasión de Cuba se había fijado para el lunes 29, aunque de ello no nos enteramos hasta más tarde. Cuando parecía que faltaban solamente algunas horas para el comienzo de la Tercera Guerra Mundial, los soviéticos se echaron atrás. Durante esa semana, la mayor parte de los niños norteamericanos en edad escolar llevaron a cabo varios ejercicios de preparación para ataques por aire; otro tanto se hizo en las principales ciudades del país, con participación de todos los habitantes; se dispararon las ventas de refugios a prueba de bombas; se decidió aumentar las provisiones de los refugios con que se contaba en ese momento; todos los servicios de personal en armas fueron puestos en estado de alerta; se movilizaron unidades de la Guardia Nacional, que quedaron bajo las órdenes directas del presidente de la nación; por último, en las iglesias hubo servicios religiosos especiales que reunieron a multitudes de fieles como pocas veces se había visto.

Si los duendes no habían pensado aún en causar la destrucción total de la civilización, resultó indudable que el conflicto con Cuba hizo que comenzaran a darle vueltas a la idea. Efectivamente, en aquellos días habían encontrado una nueva y rica fuente de ansiedad de los humanos de la cual alimentarse: la mera expectación de que pudiese acontecer dicho holocausto.

—¿Cómo te sentiste? —Rya repitió la pregunta. Seguíamos sentados en la noria inmóvil, con la feria a oscuras que se extendía a nuestros pies, en un mundo que todavía no había sido devastado.

Fue preciso que transcurrieran algunos días para que yo comprendiese el significado de la conversación que mantuvimos esa noche. Tuve la impresión de que el morboso asunto había surgido de forma puramente casual, pues ni siquiera mis percepciones psíquicas me permitieron ver en ese momento el profundo efecto que el problema surtía en Rya ni tampoco el motivo de ello.

—¿Cómo te sentiste?

—Asustado —le contesté.

—¿Dónde estabas esa semana?

—En Oregon. En el instituto.

—¿Pensaste que podía pasar?

—No sé.

—¿Pensaste que podías morir?

—Oregon no era un blanco importante.

—Pero la radiación llegaría casi a todas partes, ¿no?

—Supongo que sí.

—Entonces, ¿pensaste que ibas a morir?

—Quizá. Sí, quizá pensé en eso.

—¿Y qué pensabas de eso? —me preguntó.

—Nada bueno.

—¿Nada más que eso?

—Estaba preocupado por mi madre y mis hermanas, por lo que les pasaría a ellas. Mi padre había muerto hacía poco, y yo era el hombre de la casa. Mira, por eso me parecía que debía hacer algo para protegerlas, para asegurar que sobrevivieran, pero no se me ocurría nada. Entonces me sentí completamente impotente… Casi enfermo de impotencia. —Me pareció que Rya había quedado defraudada con la respuesta, como si esperase otra cosa, algo más dramático… o más sombrío—. Y tú, ¿dónde estabas tú esa semana? —le pregunté a mi vez.

—En Gibtown. Cerca de allí hay instalaciones militares, que son un blanco principal.

—¿Entonces te pareció que ibas a morir?

—Sí.

—¿Y qué pensabas? —Rya permaneció en silencio—. ¿Eh? —insistí—. ¿Qué pensabas sobre que se fuese a acabar el mundo?

—Sentía curiosidad —me respondió.

La contestación me dejó preocupado e insatisfecho, pero antes de que tuviera tiempo de pedirle una aclaración me distrajo la luz de un relámpago lejano, que surcó el cielo por el oeste.

—Es mejor que bajemos —le propuse.

—Todavía no.

—Viene una tormenta.

—Falta mucho todavía. —Rya comenzó a columpiarse en la cesta de la noria como si estuviese sentada en una mecedora. Las bisagras chirriaron. Y, entonces, con un tono de voz que me dejó helado, me contó lo siguiente—: Cuando vi que no había guerra, fui a la biblioteca y busqué todos los libros que había sobre las armas atómicas. Quería saber qué habría pasado si hubiese habido guerra. Me pasé todo el invierno en Gibtown estudiando eso. No pude aprender todo lo que quería. Slim, es algo fascinante.

Otro relámpago vibró a lo lejos, en el borde del mundo.

El rostro de Rya se estremeció y tuve la impresión de que el errático impulso luminoso procedía del interior de la chica, como si ella fuera una bombilla encendida.

Estalló un trueno en la línea recortada del lejano horizonte, con el ruido que habría hecho el cielo al chocar con los picos de las montañas. Los ecos de la colisión se propagaron con un retumbo sonoro por las nubes que cubrían la feria.

—Será mejor que bajemos —insistí.

Rya no atendió lo que le dije y, comenzó a hablar con voz imbuida de temor; baja pero clara; pronunció cada palabra suavemente, igual que una alfombra de felpa apaga el ruido de los pasos durante un funeral.

—¿Sabes? —me contó—, el holocausto atómico tendría una extraña belleza, una terrible belleza. Toda la mezquindad y la porquería de las ciudades hervirían, quedaría reducida a polvo, y se formarían suaves nubes en forma de hongo, igual que los hongos del bosque se alimentan del estiércol que les da fuerza para crecer. ¡E imagínate el cielo! Carmesí y naranja, con el verde de la mezcla acida, el amarillo de los azufres; un cielo revuelto, turbio, abigarrado, con colores nunca vistos, ondulado por una luz extraña…

Como el ángel rebelde que fue echado del paraíso, un rayo estalló con gran brillo encima de nosotros, bajó tambaleándose por las escaleras celestiales y se desvaneció en la oscuridad de la noche. Éste había caído más cerca que el anterior, y el estrépito del trueno había sido aún más fuerte. El aire olía a ozono.

—Aquí hay peligro —le dije, y estiré la mano para abrir el pestillo que sostenía la barra de seguridad en su lugar; pero ella detuvo ni mano y continuó hablando:

—Por espacio de varios meses después de la guerra se verían las puestas de sol más increíbles, a causa de la contaminación y de las nubes de cenizas que recorrerían las capas altas, de la atmósfera. Y cuando la ceniza comenzara a depositarse en la Tierra, también sería un espectáculo bello, no muy diferente a una fuerte tormenta de nieve, aunque originaría la ventisca más larga de todos los tiempos, durante meses y meses; hasta las selvas, donde nunca nieva, quedarían heladas y tapadas por esa tormenta…

El aire se sentía espeso e impregnado de humedad.

En los campos de batalla del cielo se oía el retumbar de los truenos disparados por colosales máquinas de guerra.

Puse mi mano encima de la suya, pero ella aferró el pestillo.

—Y, por último, al cabo de un par de años, la radiactividad disminuiría hasta un punto en que ya no ofrecería peligro para la vida. El cielo se tornaría claro y azul otra vez, y las ricas cenizas formarían un lecho de nutrientes en el que los pastos crecerían verdes y espesos como nunca los hemos visto; el aire quedaría más límpido después de toda esa limpieza. Y los insectos dominarían la Tierra. Eso también tendría una belleza especial.

A más o menos un kilómetro de distancia, el latigazo de un rayo resonó en la oscuridad y abrió una fugaz cicatriz en la piel de la noche.

—¿Qué te pasa? —le pregunté. De repente, mi corazón había comenzado a palpitar deprisa, como si al alcanzarme la punta del látigo eléctrico hubiese puesto en marcha un motor de miedo.

—¿No te parece que el mundo de los insectos es hermoso? —repuso Rya.

—Rya, por el amor de Dios, estamos en un asiento de metal. Casi toda la noria es de metal.

—Los brillantes colores de la mariposa, el verde iridiscente de las alas de un escarabajo…

—Tenemos la tormenta encima. Los rayos son atraídos por las partes altas…

—… el naranja y el negro del caparazón de la chinche hembra…

—¡Rya, si cae un rayo, nos fríe vivos!

—No va a pasar nada.

—Rya, tenemos que bajar.

—Todavía, no; todavía, no —respondió con un susurro de voz. No quería soltar el pestillo de la barra de seguridad—. Solamente quedarían los insectos y, quizás, algunos que otros animales. ¡Qué limpio estaría todo de nuevo! ¡Qué fresco y nuevo! Sin gente que lo ensucie todo…

Un tremendo y furioso resplandor la interrumpió. Justo encima de nosotros, se oyó el estrépito de un impresionante rayo de color blanco que recorrió el domo negro de cielo, como la línea zigzagueante que dibuja una raja en el barniz de un objeto de cerámica. El estallido del trueno subsiguiente fue tan violento que hizo vibrar la noria; luego se oyó la detonación de otro trueno. Pareció que mis huesos chocaran unos contra los otros a pesar del relleno de carne que los separaba, igual que el par de dados de un jugador chocan entre sí en la muda y cálida prisión de un bolso de fieltro.

—¡Rya, vamos ya! —grité.

—Sí, ya —convino ella, justo cuando comenzaban a caer unas cálidas gotas de densa lluvia.

Iluminada por la luz estroboscópica, la sonrisa de Rya fluctuaba entre el entusiasmo del niño y una expresión de júbilo macabro. Tras tocar con el pulgar el pestillo que había estado guardando, abrió por entero la barra de seguridad.

—¡Ya! ¡Vamos! ¡A ver quién gana: nosotros o la tormenta!

Como yo fui el último que había subido a la cesta de la noria, tenía que ser el primero en salir de ella, el primero en aceptar la apuesta. Me puse de pie con un impulso, me aferré a una de las vigas que formaban el borde externo de la noria, trencé las piernas alrededor del radio más próximo (que era otra gruesa viga) y me deslicé cosa de un metro, en ángulo con el suelo, hasta que me vi obligado a detenerme al llegar a una de las vigas transversales que hacían las veces de abrazaderas de los mastodónticos radios. Me quedé aferrado a esa unión de vigas por un momento, atacado de vértigo, porque una caída a la altura a que estaba sería por fuerza mortal. Enormes gotas de lluvia cortaron el aire delante de mi rostro; unas me golpearon con la fuerza de guijarros arrojados débilmente y otras fueron a dar en la noria, donde causaron un audible plop plop plop.

Aún no había logrado recuperarme del vértigo, cuando Rya ya descendía por el armazón de la noria hacia donde estaba yo; esperaba que yo siguiese bajando para poder hacerlo ella. Cuando el brillo de otro relámpago me hizo recordar el riesgo de morir electrocutado, me deslicé por el radio hasta la viga de debajo. Jadeando, me deslicé por ella hasta el radio siguiente. Muy pronto me di cuenta de que el descenso era mucho más difícil que el ascenso, porque ahora íbamos de espaldas. La lluvia era cada vez más fuerte, y se levantó viento. Cada vez me resultaba más difícil sujetarme con fuerza al acero mojado. Resbalé varias veces y me cogí con desesperación a los cables fuertemente tensos, a las vigas, a los delgados puntales y a todo lo que tenía al alcance, me pareciese o no susceptible de poder soportarme; y así me arranqué una uña y me quemé la palma de una mano.

En determinados momentos, la noria me parecía una gigantesca telaraña, en lo que había una araña provista de innumerables patas que se lanzaría de un instante a otro sobre mí con la determinación de devorarme. En otros momentos, se me representaba en forma de una enorme rueda de ruleta. Los golpes de lluvia, las enérgicas rachas de viento y la caótica luz de la tormenta, combinados con el vértigo que no me había abandonado por completo, producían una ilusión de movimiento, como si se tratase de un trompo fantasmal; cuando alcé la vista y vi la extensión de la noria cubierta de sombras danzantes, me pareció que Rya y yo éramos dos desventuradas bolas de marfil lanzadas hacia destinos distintos. El cabello empapado por la lluvia me caía sobre los ojos. Tenía los vaqueros empapados; pronto sentí que me pesaban como una armadura que me arrastraba hacia abajo. Cuando me faltaban unos tres metros para llegar al suelo, resbalé y esta vez no encontré nada a que asirme. Caí con los brazos extendidos a modo de inútiles alas, al tiempo que soltaba un estridente chillido de miedo. Tuve la seguridad de que iba a golpearme contra algo puntiagudo y que quedaría allí atravesado. Pero, por el contrario, terminé extendido en el barro, sin aliento aunque ileso.

Me giré boca arriba y vi a Rya aún en la noria, en una viga situada tres pisos arriba, azotada por la lluvia, con el cabello empapado y enmarañado, pese a lo cual resistía como un penacho deshecho al viento. De pronto, resbaló y quedó colgando de las manos, con todo su peso soportado por los delgados brazos, mientras las piernas pugnaban por encontrar la viga de debajo, que no podía ver.

Me puse de pie, en el resbaloso fango y, con la cabeza echada hacia atrás, la cara contra la lluvia, me quedé mirándola con el aliento contenido.

Fue una locura que la dejara subirse allí.

Al fin y al cabo, allí era donde iba a morir.

Eso fue lo que había advertido la visión. Debería habérselo dicho. Debería haber impedido que trepase a la noria.

Pese a la precaria posición en que Rya se encontraba, pese al hecho de que tendría los brazos abrasados por el dolor y al borde de dislocarse las articulaciones de los hombros, me pareció que había oído su risa. Comprendí que no podría ser más que el sonido aflautado del viento al pasar entre las vigas, los puntales y los cables. Sí, seguro que era el viento.

Otro relámpago fue lanzado hacia la tierra e iluminó con momentánea incandescencia la feria a mi alrededor. Pude ver fugazmente en toda su realidad los detalles de la noria que se alzaba ante mí. Durante un instante, tuve la seguridad de que el rayo había caído sobre ella y me imaginé el efecto de un millón de voltios en el cuerpo de Rya, la carne abrasada que habría dejado los huesos al desnudo. Pero entonces, en el leve resplandor que siguió a la potente luz del rayo, vi que Rya no solamente se había salvado de morir electrocutada, sino que había hecho pie y reanudaba el trabajoso descenso.

Me pareció una ridiculez, pero formé un hueco con las manos alrededor de la boca a modo de bocina y le grité:

—¡Date prisa!

De un radio a una viga transversal, de una de éstas a un radio, Rya siguió descendiendo. Sin embargo, no conseguí dominar el desbocado latir de mi corazón, ni siquiera cuando llegó a una altura en que no había riesgo de caída mortal. Pues, mientras siguiera aferrada a cualquier parte de la noria, todavía había peligro de que recibiera el candente beso de la tormenta.

Rya había llegado a unos dos metros y medio del suelo. Agarrada con una mano a la noria, se giró entonces para ver el tramo que le faltaba y se preparó para saltar. Justo en ese momento un relámpago traspasó la noche como una lanza y se clavó en tierra, en los límites de la avenida central, a unos cuarenta metros escasos de distancia de la noria. El estrépito la lanzó a tierra, donde cayó de pie y se tambaleó; pero allí estaba yo para cogerla e impedir que cayese en el barro. Me rodeó con los brazos, y yo a ella. Nos abrazamos fuertemente; los dos temblábamos y éramos incapaces de movernos; las palabras no nos salían; a duras penas conseguíamos respirar.

Otra detonación que destrozó la noche envió una lengua de fuego del cielo a la tierra; ésta sí logró, por fin, lamer la noria. Durante un instante, la enorme máquina se encendió por completo: cada viga, cada tirante, cada cable era un ardiente filamento; pareció que estaba incrustada de joyas que pálidamente reflejaban las llamas. Luego, la fuerza mortífera se propagó a la tierra, tras recorrer la estructura de sustentación de la noria, los tirantes y las cadenas de anclaje, todos los cuales hacían de toma a tierra.

La tormenta empeoró de repente, convirtiéndose en un aguacero, un diluvio. Aullaba el viento y la lluvia tamborileaba en el suelo, golpeaba con un ruido sordo las paredes de las tiendas y arrancaba una docena de notas distintas en las superficies metálicas.

Atravesamos la feria a la carrera, chapoteando en el barro, respirando un aire contaminado de ozono e impregnado del aroma del serrín mojado y el olor a elefante, que no es tan desagradable; tras dejar atrás la avenida central, llegamos al prado donde se encontraban estacionadas las caravanas. Nos perseguía un monstruo provisto de numerosas patas eléctricas como las del cangrejo, veloz como una araña; por más que corriéramos nos parecía que siempre lo teníamos pegado a los talones. No nos sentimos seguros hasta que entramos en el Airstream de Rya y cerramos la puerta.

—¡Ha sido una locura! —exclamé.

—Cállate —me contestó.

—¿Por qué has insistido en quedarnos cuando has visto la tormenta que venía?

—Cállate —repitió.

—¿Te ha parecido divertido?

Sacó dos vasos y una botella de coñac de un armario de la cocina; chorreando agua y con una sonrisa en el rostro, se dirigió al dormitorio.

Fui tras ella y le pregunté:

—¿Divertido, por el amor de Dios?

Sirvió coñac en los dos vasos y me alcanzó uno de ellos.

El cristal del vaso castañeteaba contra mis dientes. Sentí en la boca la calidez de la bebida, que me calentó la garganta y me escaldó el estómago.

Rya se quitó las zapatillas de tenis y los calcetines, que estaban chorreando, y luego se despojó de la mojada camiseta. En la desnudez de sus brazos, hombros y pechos destellaban temblorosas gotas de agua.

—Podrías haberte matado —le dije. Se quitó entonces los pantalones y las bragas, bebió otro sorbo de coñac, y se acercó a mí—. Por Dios, ¿qué es lo que deseabas? ¿Matarte?

—Cállate —insistió una vez más.

Yo estaba dominado por un temblor. Ella, por el contrario, aparentaba tranquilidad. Si había tenido miedo durante el descenso de la noria, el miedo la había abandonado en el momento en que puso los pies en tierra nuevamente.

—¿Qué te pasa? —insistí a mi vez.

En vez de responder, comenzó a desvestirme.

—Ahora no —protesté—. No es el momento…

—Es el momento perfecto —me replicó.

—No estoy de ánimo…

—Estás de ánimo perfecto.

—No puedo…

—Sí puedes.

—No.

—Sí.

—No.

—¿Ves cómo sí?

Después yacimos un rato en silencio, satisfechos, sobre las sábanas húmedas; la luz color ámbar de la lámpara de noche confería un tinte dorado a nuestros cuerpos. El sonido de la lluvia que golpeaba en el techo curvo del vehículo y se deslizaba luego por las curvas de la piel metálica de nuestro capullo surtía un maravilloso efecto sedante.

Pese a ello, no me era posible olvidar la noria ni tampoco el petrificante descenso por las vigas azotadas por la tormenta. Al cabo de un rato, le pregunté:

—Parecía que tenías ganas de que cayera un rayo cuando estábamos en la noria.

No respondió.

Con los nudillos de la mano cerrada, recorrí lentamente la línea de su mandíbula y, luego, abiertos los dedos, le acaricié el suave cuello y las curvas de los senos.

—Tienes belleza, inteligencia y consigues lo que quieres. ¿Por qué corres esos riesgos?

No hubo respuesta.

—Tienes todos los motivos para vivir.

Rya permaneció en silencio.

El código de la intimidad que observan los feriantes me impidió preguntarle de una vez por todas por qué deseaba la muerte. Pero ese mismo código no prohibía formular opiniones sobre acontecimientos y hechos evidentes que uno hubiera observado y pensé que el intento de suicidio de Rya no era un secreto. En consecuencia, le pregunté:

—¿Por qué? —Y añadí enseguida—: ¿Te parece en serio que la muerte tiene algo… «atractivo»? —Desconcertado por su continua taciturnidad, le dije—: Te amo. —Y como eso no suscitó respuesta alguna, agregué—: No quiero que te pase nada. No voy permitir de ningún modo que te pase nada.

Rya se puso de costado, se abrazó a mí fuertemente y, con el rostro hundido en mi cuello, susurró:

—Abrázame.

En esas circunstancias, era la mejor respuesta que podía esperar.

El lunes por la mañana siguió lloviendo con fuerza. El cielo estaba oscurecido, tumultuoso y tan bajo que me pareció que casi podía tocarlo apenas con la ayuda de una escalera. El parte meteorológico decía que los cielos no se despejarían hasta el martes. A las nueve en punto, se decidió suspender la inauguración de la feria por espacio de veinticuatro horas. A las nueve y media, por toda Gibtown sobre ruedas habían surgido corros de jugadores de cartas, carros de hacer punto y círculos de lamentaciones. Cuando faltaba un cuarto de hora para las diez, los ingresos perdidos por culpa de la lluvia eran tan exagerados que (a juzgar por los lamentos de los feriantes) todos los concesionarios y los dueños de atracciones se habrían hecho millonarios si la traidora lluvia no los hubiese dejado en la bancarrota. Y, minutos antes de las diez, Gelatina Jordan fue encontrado muerto en el tiovivo.