CAPÍTULO 11
LA NOCHE DE LA MUDANZA

A las ocho y media de la mañana del sábado, después de haber dormido poco más de dos horas, me desperté de una pesadilla distinta a cualquiera que hubiera tenido antes.

Me hallaba en un gran cementerio que descendía por una larga y aparentemente interminable serie de colinas, un lugar lleno de monumentos de granito y de mármol de todos los tamaños y formas, algunos rotos y otros caídos, en filas sin fin y en número incalculable; el mismo cementerio del sueño de Rya. Rya también estaba allí, huyendo de mí por la nieve y bajo las ramas negras de unos árboles desnudos. Yo la perseguía. Lo fantástico era que sentía, a la vez, amor y aversión hacia ella y no sabía exactamente qué iba a hacer cuando la alcanzase. Una parte de mí quería cubrir su rostro de besos y hacer el amor con ella, pero otra parte de mí quería estrangularla hasta que tuviese los ojos desorbitados, el rostro se le volviese negro y la muerte nublase sus adorables ojos azules. Aquella furia salvaje, dirigida a alguien a quien yo amaba, me asustaba terriblemente debido a lo cual me detuve en más de una ocasión. Pero cada vez que yo me paraba, también ella lo hacía y me esperaba entre las lápidas que había colina abajo, como si quisiera que la alcanzase. Traté de advertirle que aquello no era un juego de enamorados, que algo me estaba pasando, que podía perder el dominio de mí mismo cuando la alcanzase, pero no logré que mis labios y mi lengua articulasen las palabras. Cada vez que me detenía, ella me hacía señas con la mano y yo me ponía a perseguirla de nuevo. Supe entonces qué era lo que me sucedía. ¡Debía de haber un duende dentro de mí! Uno de aquellos seres diabólicos se había metido dentro de mí, se había apoderado de mí, había destruido mi mente y mi alma y me había dejado sólo con mi carne, que ahora era su carne. Pero Rya no era consciente de ello; ella seguía viendo sólo a Slim, sólo a su adorable Slim Mackenzie; no se daba cuenta del terrible peligro que la amenazaba, no comprendía que Slim estaba muerto, que su cuerpo con vida era utilizado ahora por un ser inhumano que, si la alcanzaba, le arrancaría la vida. Y, mientras ella me miraba —o miraba a aquello—, riéndose (¡qué hermosa, qué hermosa y condenada estaba!), yo-aquello acortaba la distancia entre ambos y estaba a tres metros de ella, a dos, a uno, a medio… Y entonces la alcancé, la sujeté y le hice dar media vuelta.

… Y cuando me desperté, todavía sentía crujir su garganta en mis manos de hierro.

Me incorporé en la cama y escuché los furiosos latidos de mi corazón y mi respiración entrecortada, a la vez que trataba de apartar de mi mente la pesadilla. Parpadeé a la luz matutina y traté desesperadamente de tranquilizarme diciéndome que, por muy vivida e intensa que hubiese sido la escena, había sido sin embargo sólo un sueño y no una premonición de hechos futuros.

Una premonición, no.

Por favor.

La feria abriría sus puertas a las once, lo que me dejaba un par de horas libres; horas en que si no encontraba, por el amor de Dios, algo en que ocuparme, podía acabar contemplando la sangre que tenía en las manos. El recinto ferial estaba al borde del núcleo urbano, un pueblo de aproximadamente siete u ocho mil habitantes. De modo que me encaminé hacia allí y desayuné en una cafetería; luego me dirigí a una tienda de ropa de hombre que estaba al lado y me compré unos vaqueros y un par de camisas. Como no vi ningún duende a lo largo de la visita al pueblo y hacía un día de agosto espléndido, empecé a tener la sensación de que, si conservaba el juicio y no perdía la esperanza, tal vez todo podía salir bien: Rya y yo y la semana en Yontsdown.

Regresé al recinto ferial a las diez y media, llevé los vaqueros y las camisas al remolque y a las once menos cuarto ya estaba listo para empezar a trabajar. Tras preparar el medidor de fuerza para que estuviese preparado cuando se abriesen las puertas de la feria, acababa de sentarme en el taburete que había junto a él para esperar a los clientes, cuando apareció Rya.

Muchacha dorada. Piernas desnudas y bronceadas. Pantalones cortos amarillos. Cuatro tonalidades distintas de amarillo en una camiseta a rayas horizontales. Cuando estaba en la feria llevaba sujetador. Recuérdese que estamos hablando del año 1963 y, por muy aceptable que fuese en la ciudad de los remolques, entre los feriantes, habría resultado escandaloso ir sin él en público. Llevaba el pelo recogido hacia atrás con un pañuelo de cabeza colocado a modo de cinta. Estaba radiante.

Me levanté, hice el intento de ponerle las manos en los hombros, de besarla en la mejilla, pero ella me retuvo poniéndome una mano en el pecho.

—No quiero que haya malas interpretaciones —dijo.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo de anoche.

—No veo dónde puede haber malas interpretaciones.

—En lo que significa.

—¿Y qué significa, según tú?

Ella empezó a fruncir el ceño.

—Significa que me gustas…

—¡Bien!

—… Y significa que podemos disfrutar juntos…

—¡Vaya, lo has notado!

—… Pero no significa que yo sea tu novia o algo parecido.

—Puedo asegurarte que a mí me parece que eres mi novia —repliqué yo.

—En la feria sigo siendo tu jefa.

—¡Ah!

—Y tú eres el empleado.

—¡Ah! —«¡Jesús!», pensé.

—No quiero ninguna… confianza desacostumbrada en la feria —continuó ella.

—¡No lo permita Dios! ¿Pero podremos seguir teniendo confianza fuera de la feria?

Como ella era completamente inconsciente de su actitud y tonos ofensivos y no comprendía la humillación que causaban sus palabras, no sabía muy bien el significado de mi aparente ligereza. Sin embargo, aventuró una sonrisa.

—Exactamente —dijo—. Fuera de la feria espero que te tomes todas las confianzas que quieras.

—Tal y como lo planteas, me suena como si tuviera dos trabajos. ¿Me has contratado por mi talento como feriante… o también por mi cuerpo?

Ella dejó de sonreír.

—Por tu talento como feriante, por supuesto.

—Te lo digo, jefa, porque no quiero pensar que te estás aprovechando de este pobre y humilde empleado.

—Slim, te hablo en serio.

—Ya me he dado cuenta.

—Entonces, ¿por qué haces chistes malos?

—Es una solución aceptada por la sociedad.

—¿Ah sí? ¿Una solución para qué?

—Para los gritos, los chillidos y los insultos.

—Te has enfadado.

—Vaya, eres tan perspicaz como guapa, jefa.

—No tienes motivo para enfadarte.

—No. Supongo que no soy más que un exagerado.

—Lo único que pretendo es dejar las cosas claras entre nosotros.

—Muy profesional. Admirable.

—Escucha, Slim. Sólo te digo que lo que pueda suceder entre nosotros en privado es una cosa… y lo que ocurra aquí en la feria es otra.

—¡Dios santo! ¡Nunca se me ocurriría pedirte que lo hiciéramos aquí en la feria! —exclamé yo.

—Te estás poniendo insoportable.

—Tú, en cambio, eres un dechado de diplomacia.

—Escucha, hay tipos que si logran subirle las faldas a su jefa se imaginan que ya no tienen que arrimar el hombro en el trabajo.

—¿Tengo yo aspecto de ser uno de esos tipos?

—Espero que no.

—Eso no suena exactamente a un voto de confianza.

—No quiero que te enfades conmigo —dijo ella.

—No lo estoy —repliqué, a pesar de que estaba furioso.

Sabía que a ella le costaba tratar con la gente de tú a tú. Dada mi percepción psíquica, podía vislumbrar la soledad, la tristeza, la inseguridad y la consiguiente actitud desafiante que configuraban su carácter y sentía hacia ella tanta compasión como rabia.

—Sí lo estás. Estás enfadado.

—No te preocupes —le respondí—. Ahora tengo que trabajar. —Señalé hacia el extremo de la avenida—. Empieza a llegar el público.

—¿Todo está en orden? —preguntó ella.

—Claro.

—¿Seguro?

—Sí.

—Nos veremos luego —concluyó ella.

La estuve observando mientras se alejaba y, aunque sentí amor y odio, era sobre todo amor lo que experimentaba por aquella conmovedora y frágil amazona.

No tenía sentido estar enfadado con ella, pues era una fuerza inevitable y elemental; habría sido como estar enfadado con el viento, con el frío invernal o con el calor estival, ya que la cólera no cambiaría ni a estos elementos ni a ella.

A la una, Marco me relevó durante media hora; luego, a las cinco, para las tres horas de descanso. En ambas ocasiones pensé en dirigirme a La Ciudad de los Horrores y cambiar impresiones con el enigmático Joel Tuck, pero las dos veces acabé decidiendo no emprender acciones precipitadas. Aquél era el día de mayor actividad de nuestra estancia en ese lugar; había tres o cuatro veces más público de lo que había habido durante la semana, y lo que yo tenía que decirle a Joel no podía ser dicho ante testigos. Además, temía —de hecho estaba seguro— que él se cerrase en banda si lo presionaba demasiado o a destiempo. Joel podía negar que estuviese al corriente de la existencia de los duendes y de entierros secretos en medio de la noche, y entonces yo no sabría cómo actuar en el futuro. Estaba convencido de tener en aquel monstruo de feria a un valioso aliado en potencia, aliado, amigo y, extrañamente, figura paterna, y me preocupaba la idea de que un enfrentamiento prematuro lo alejase de mí. Presentía que era más prudente dejar que me fuese conociendo mejor, darle más tiempo para que se hiciese una idea más clara sobre mí. De la misma forma que él era la primera persona que yo conocía que podía ver a los duendes que yo veía, sin duda, antes de mí, él jamás se había encontrado con nadie poseedor de esta increíble facultad. De modo que tarde o temprano su reticencia daría paso a la curiosidad. Hasta entonces, no me quedaba más remedio que tener paciencia.

Por consiguiente, después de cenar algo, me dirigí a la explanada donde estaba el remolque que me habían destinado para vivienda y dormí un par de horas. En aquella ocasión no me asaltaron las pesadillas. Estaba demasiado cansado para soñar.

Regresé al medidor de fuerza antes de las ocho. Las últimas cinco horas de nuestra estancia allí transcurrieron rápida y provechosamente, en medio de una lluvia seca de luz abigarrada que lo rociaba y envolvía todo, incluso las imponentes atracciones, y que era salpicada por carcajadas estridentes. Como arroyos desbordantes de agua, surgía el público delante del medidor de fuerza; un público que señalaba, parloteaba y lanzaba exclamaciones. Y, en esta corriente, fluían los billetes y las monedas, algunos de los cuales yo arrancaba a la fuerza y guardaba para Rya Raines. Por último, hacia la una de la madrugada, el recinto ferial empezó a cerrar sus puertas.

Aunque para los feriantes la última noche de estancia en un lugar es «noche de traslado», la esperan con ilusión porque tienen muy arraigado un irreprimible espíritu gitano. La feria abandona una ciudad de forma muy similar a como una serpiente muda su vieja piel. Y, de la misma forma que el mero acto de cambiar de piel renueva a la serpiente, el feriante y la feria renacen ante la promesa de nuevos lugares y de nuevos bolsillos de los que sacar dinero fresco.

Como Marco acudió a recoger la recaudación del día, yo pude empezar a desmontar el medidor de fuerza sin dilación. Mientras emprendía esta tarea, otros cientos de feriantes, concesionarios, empleados, organizadores de la caravana, domadores, acróbatas, mecánicos, voceadores, enanos, bailarinas de strip-tease, cocineros, matones, todos menos los niños, que ya estaban en la cama, y quienes cuidaban de éstos ponían también manos a la obra. Iluminados por las potentes luces del recinto alimentadas por generadores, desmontaban y amontonaban las piezas de las atracciones, de los chiringuitos, de las casetas y de otros garitos. La pequeña montaña rusa, una rareza en ferias ambulantes, construida enteramente con tubos de acero, era desmontada con un incesante ruido metálico, irritante al principio, pero que no tardó en parecerse a una música extraña y atonal que no era del todo desagradable y que acabó convirtiéndose en una parte tan integrante del sonido de fondo que dejó de advertirse. En La Casa de la Risa, el rostro del payaso se partió y quedó desmontado en cuatro partes, siendo la cuarta la enorme nariz amarilla que quedó un momento suspendida sola en medio de la noche como si fuera la probóscide de un gato de Cheshire gigantesco y burlón, tan dado a fugaces y extraños actos como su primo, el que se burlaba de Alicia. Algo de dimensiones colosales, con un apetito en consonancia, había dado un mordisco a la noria. En La Ciudad de los Horrores desmontaban la lona de cinco metros de altura donde aparecían las formas y los rostros retorcidos de las rarezas humanas; cuando aquellas banderas ondeantes y rizadas bajaron deslizándose por sus astas con un rechinamiento de poleas, los retratos bidimensionales dieron la impresión de tener una vida tridimensional, pues parpadeaban, sonreían, guiñaban los ojos, hacían muecas y miraban, burlones, a los atareados feriantes que tenían debajo; luego, las frentes pintadas se doblaban con un beso de labios de lona y sus ojos sin profundidad sólo contemplaban entonces sus propias narices, una realidad de nuevo bidimensional que no tardaba en reemplazar a la fugaz imitación de la vida. La noria recibió otros dos mordiscos. Cuando terminé con el medidor de fuerza, ayudé a desmontar las otras concesiones de Rya Raines y después deambulé por el recinto ferial en vías de desmantelamiento echando una mano allí donde era necesario. Mientras trabajábamos, sin dejar de bromear, nos despellejábamos los nudillos, tensábamos los músculos, nos hacíamos cortes en los dedos, gruñíamos, sudábamos, maldecíamos, reíamos, sorbíamos soda, bebíamos cerveza fría, esquivábamos a los dos elefantes que arrastraban las largas vigas hasta los camiones y cantábamos canciones, incluida la escrita por Buddy Holly, muerto hacía ya cuatro años y medio y cuyo cuerpo estaba comprimido junto al de un Beechcraft Bonanza en la solitaria y helada pradera de una granja situada entre el lago Clear (lowa) y Fargo (Dakota del Norte). Desmontamos paneles de madera, doblamos tiendas envolviéndolas como paracaídas para su lanzamiento en Yontsdown, retiramos vigas y travesaños, cerramos con clavos las cajas de embalaje, las subimos a los camiones, desmontamos el suelo de planchas de madera de los autos de choque, destornillamos tornillos, desclavamos clavos, desatamos cuerdas y enrollamos varios kilómetros de cable eléctrico. Cuando volví a mirar la noria, descubrí que había sido devorada completamente, que no quedaba siquiera un hueso de ella.

Rudy Morton el Rojo, el mecánico jefe de Hermanos Sombra a quien había conocido en el Látigo el primer día que llegué al recinto ferial, dirigía un pelotón de hombres y estaba a su vez a las órdenes de Gordon Alwein, un hombre calvo y barbudo que era el encargado de los transportes. Gordy estaba encargado de la carga final de la feria y, dado que la Hermanos Sombra viajaba en cuarenta y seis vagones de ferrocarril y noventa enormes camiones, su trabajo era de vital importancia.

El recinto ferial, como una enorme lámpara de muchas llamas, se fue extinguiendo poco a poco.

Cansado, pero con una sensación harto agradable de espíritu colectivo, regresé al poblado de remolques de la explanada. Muchos se habían puesto ya en camino hacia Yontsdown; otros no se marcharían hasta el día siguiente.

No me dirigí a mi remolque.

Por el contrario, fui al Airstream de Rya.

Me estaba aguardando.

—Esperaba que vinieses —me dijo.

—Sabías que vendría.

—Quería decirte…

—No es necesario.

—Lo siento.

—Estoy hecho un asco.

—¿Quieres darte una ducha?

Como lo estaba deseando, me di una ducha.

Cuando me hube secado, ella me esperaba con una cerveza.

En su cama, donde pensé que sólo sería capaz de dormir, hicimos el amor de una forma deliciosa, lenta y armoniosa. Suspiros y murmullos en la oscuridad, caricias suaves, un maravilloso y pausado vaivén de caderas, el susurro de piel contra piel y su aliento como un dulce trébol de estío. Poco tardamos en tener la sensación de estar bajando a un lugar oscuro, pero en absoluto amenazador, de mezclarnos mientras nos deslizábamos, de unirnos más completamente en cada segundo del descenso. Sentí que nos encaminábamos hacia una unión perfecta y permanente, que estábamos a punto de convertirnos en una entidad con una identidad diferente de la que teníamos cada uno de nosotros, lo cual era un estado muy deseado por mí, una forma de dejar de lado los malos recuerdos, las responsabilidades y la dolorosa pérdida de Oregon. Aquel maravilloso abandono de nosotros mismos sólo parecía posible si yo podía sincronizar el ritmo del acto sexual con el latido de su corazón. Y así, un momento después, alcanzamos aquella sincronización y, por medio de mi esperma, traspasé mis latidos a su corazón y ambos se pusieron a latir como uno solo y, con un delicioso estremecimiento y un suspiro que se fue apagando lentamente, dejé de existir.

Soñé con el cementerio. Losas de piedra podridas por el tiempo. Monumentos de mármol desportillados. Obeliscos de granito desgastados y rectángulos y globos donde se posaban unos mirlos con unos picos horriblemente encorvados. Rya estaba corriendo, yo la perseguía. Iba a matarla. No quería matarla, pero por alguna razón no lo comprendía y no me quedaba otra alternativa que la de derribarla y acabar con su vida. Las huellas que ella dejaba en la nieve estaban llenas de sangre. No estaba herida, no sangraba. Imaginé que la sangre era sólo un signo, un presagio del asesinato por venir, una prueba de lo inevitable de nuestros papeles, víctima y asesino, presa y cazador. Me acerqué. Su pelo ondeaba al viento detrás de ella. La cogí por el cabello, resbaló y ambos caímos entre las lápidas. Yo, encima de ella, gruñía y buscaba su garganta; como si fuera un animal en lugar de un hombre, mis dientes, prestos a morder, buscaban su yugular. Y empezó a brotar sangre a borbotones, veloces y calientes chorros de espeso suero rojo…

Me desperté.

Me incorporé en la cama.

En la boca tenía sabor a sangre.

Sacudí la cabeza, parpadeé y me desperté completamente.

Seguía teniendo sabor a sangre en la boca.

¡Oh, cielo santo!

La imaginación me estaba jugando una mala pasada. Debía de ser un fragmento del sueño que no se había desvanecido del todo.

Pero no desaparecía.

Busqué a tientas la lámpara de la mesilla de noche, la encendí y me dio la impresión de que la luz que se encendió estaba llena de reproches y de dureza.

Las sombras huyeron a los rincones del pequeño cuarto.

Me llevé una mano a la boca. Me apreté los labios con dedos temblorosos. Me miré los dedos. Vi sangre.

Junto a mí, Rya era una forma hecha un ovillo bajo la sábana, como un cuerpo cubierto discretamente por un policía considerado en la escena de un homicidio. Como estaba de lado, de espaldas a mí, todo lo que podía ver de ella era su brillante cabello sobre la almohada. No se movía. Si respiraba, estaba inspirando y espirando tan bajo que no se podía detectar.

Tragué saliva con fuerza.

El sabor de sangre. De cobre. Como chupar un viejo centavo.

No. No le había roto el cuello mientras soñaba. ¡Oh, Dios! Imposible. Yo no era un loco. Yo no era un maníaco homicida. Yo no era capaz de matar a alguien a quien amaba.

Sin embargo, a pesar de mis desesperadas justificaciones, un terror salvaje y acuciante, como un pájaro furioso, aleteaba en mi interior y me impedía reunir el valor para apartar la sábana y mirar a Rya. Me recliné contra el cabezal y escondí el rostro entre las manos.

Hacía apenas veinticuatro horas que había conseguido la primera y dura prueba de que los duendes eran reales y no simplemente el producto de mi imaginación demente. En mi corazón, yo siempre había sabido que eran reales, que no mataba a personas inocentes, obcecado por la idea de que había un duende escondido dentro de ellas. No obstante…, lo que mi corazón sabía nunca había sido un antídoto contra la duda y el temor a estar loco había estado asaltándome durante largo tiempo. Ahora sabía que Joel Tuck veía también a aquellos seres diabólicos. Y yo había luchado con un cadáver que una diminuta chispa de fuerza vital de duende había reanimado y que, de haberse tratado del cadáver de un hombre normal, una víctima inocente de mi manía, no habría podido recobrar la vida como había hecho. Estos hechos eran sin duda defensa adecuada contra la acusación de locura que tan a menudo había dirigido contra mí mismo.

A pesar de ello, permanecí con el rostro entre las manos, haciendo una máscara con las palmas y los dedos, reacio a extenderlas y tocarla, aterrorizado por lo que podía haber hecho.

El sabor a sangre me dio náuseas. Me estremecí y respiré hondo, pero con la respiración apareció el olor a sangre.

A lo largo de los dos últimos años había pasado momentos tristes y sombríos durante los cuales me asaltaba la sensación de que el mundo no era más que un osario creado y puesto a dar vueltas en el vacío con el único propósito de proporcionar un escenario para la representación de un gran guiñol cósmico… y aquél era uno de esos momentos. Cuando me encontraba sumido en aquellas depresiones, me parecía siempre que la humanidad estaba hecha sólo para el sacrificio, que nos matábamos entre nosotros, acabábamos siendo presas de los duendes o nos convertíamos en víctimas de aquellos caprichos del destino —cáncer, terremotos, maremotos, tumores cerebrales, rayos— que eran la contribución pintoresca de Dios a la trama. En ocasiones, me parecía que nuestras vidas estaban definidas y circunscritas por la sangre. Pero siempre había sido capaz de salir de estas crisis aferrándome a la creencia de que mi cruzada contra los duendes acabaría salvando vidas y que algún día descubriría una forma de convencer a otros hombres y mujeres de la existencia de aquellos monstruos que deambulaban disfrazados entre nosotros. Ese día, en mi esquema esperanzador, los hombres dejarían de luchar y de hacerse daño mutuamente y centrarían toda su atención en la verdadera guerra. Pero si, presa del delirio, había atacado a Rya y la había matado, si yo era capaz de matar a alguien a quien amaba, entonces yo estaba loco y toda esperanza para mí o para el futuro de los de mi especie no era más que una patética…

En aquel momento Rya se quejó en sueños.

Me quedé boquiabierto.

Se agitó en respuesta a algo presente en la pesadilla que la asaltaba, sacudió la cabeza y se debatió un momento con la sábana, hasta que su rostro y su garganta quedaron al descubierto. Luego se sumió en un sueño menos activo pero todavía inquieto. Su rostro, a pesar de unas arrugas en la frente y una mueca en la boca que dejaba los dientes al descubierto, producto de la ansiedad que poblaba su mal sueño, estaba tan inmaculado como yo lo recordaba, sin señales de golpes, sin cardenales, sin heridas. La garganta estaba intacta. No había rastro de sangre.

El alivio me dejó sin fuerzas y di efusivas gracias a Dios. Mi desprecio habitual por Su obra quedó temporalmente olvidado.

Desnudo, confuso y asustado, me levanté de la cama en silencio, me dirigí al cuarto de baño, cerré la puerta y encendí la luz. Primero me miré la mano con la que me había tocado los labios y vi que todavía había sangre en los dedos. A continuación, levanté la mirada hasta el espejo y vi sangre en la barbilla, su brillo en los labios y los dientes cubiertos de ella.

Me lavé las manos, me froté la cara y me enjuagué la boca; encontré algo de Lavoris en el armario de las medicinas y me libré de aquel sabor a cobre. Pensé que tal vez me había mordido la lengua mientras soñaba; pero no había sentido escozor al enjuagarme y, a pesar de un minucioso examen, no pude encontrar ningún corte que justificase aquella profusión de sangre.

De algún modo, la sangre del sueño había adquirido sustancia real y, después de salir de las tierras de la pesadilla, se había introducido conmigo en el mundo real de la vida. Lo cual era imposible.

Miré el reflejo de mis ojos crepusculares.

«¿Qué significa? —me pregunté. La imagen del espejo no contestó—. ¿Qué demonios es lo que está pasando?», quise saber.

Mi compañero del espejo o no lo sabía o se guardó sus secretos detrás de los labios apretados.

Regresé al dormitorio.

Rya no había escapado a la pesadilla. Estaba medio tapada, medio destapada, entre las blancas sábanas, y agitaba las piernas como si estuviera corriendo. Dijo «Por favor, por favor» y «¡Oh!» y se puso a agarrar pedazos de sábana; estuvo un momento sacudiendo la cabeza y luego pasó a un estado más dócil en el que soportó la pesadilla limitándose a murmurar palabras y gritar de forma casi imperceptible de vez en cuando.

Me metí en la cama.

Los médicos especialistas en los trastornos del sueño dicen que nuestros sueños son de una duración sorprendentemente corta. Los investigadores indican que, a pesar de lo larga que nos pueda parecer una pesadilla, de hecho dura, desde el principio hasta el final, no más de unos minutos; por regla general, sólo de veinte a sesenta segundos. Era evidente que Rya Raines no había leído lo que los expertos tenían que decir, pues se pasó la última mitad de la noche demostrando que estaban equivocados. Una serie de fantasmas enemigos, de batallas imaginarias y persecuciones espeluznantes torturaron su sueño.

Estuve media hora observándola al resplandor ámbar de la lámpara de la mesita de noche. Luego apagué la luz y me quedé sentado en la oscuridad otra media hora; la escuché y comprendí que el sueño era para ella el mismo descanso imperfecto que para mí. A continuación, me tumbé boca arriba y a través del colchón sentí cada uno de los espasmos y sacudidas de terror que ella transmitía desde el reino de los sueños.

Me pregunté si estaba en uno de sus cementerios.

Me pregunté si era el cementerio de la colina.

Me pregunté qué la estaba persiguiendo entre las tumbas.

Me pregunté si era yo.