CAPÍTULO 10
LA TUMBA

Una oscuridad húmeda.

Olor de lona desgastada.

Serrín.

Acababa de poner un pie en La Ciudad de los Horrores y estaba quieto, alerta, a la escucha. Aunque la enorme carpa dividida en compartimientos estaba en completo silencio, había una resonancia peculiar, como si de una concha gigante se tratara. Pude oír aquel susurro que imita al mar de mi propia sangre fluyendo por los vasos sanguíneos en mis oídos.

A pesar del silencio, a pesar de lo avanzado de la hora, tenía la sensación de que no estaba solo, y ello me ponía los pelos de punta.

Sin dejar de escudriñar la impenetrable oscuridad, me agaché y saqué el cuchillo de la bota.

El hecho de tener aquella arma en la mano no me hizo sentir más seguro. De poco me iba a servir si no podía ver de dónde procedía el ataque.

La caseta estaba en el perímetro del recinto ferial y tenía acceso a la red pública de energía eléctrica; por consiguiente, no dependía de los generadores de la feria y no era necesario poner en marcha el motor diesel para encender la luz. Busqué a tientas a la izquierda y luego a la derecha de la entrada, a fin de encontrar un interruptor montado sobre un puntal o una cadena colgada del techo de la que tirar.

Mi sentido psíquico del peligro fue en aumento.

El ataque parecía ser más inminente por segundos.

¿Dónde demonios estaba el interruptor?

Seguí buscando a tientas y encontré un grueso poste de madera, a lo largo del cual se deslizaba un cable de corriente eléctrica flexible y segmentado.

Oí una respiración fuerte e irregular.

Me quedé paralizado.

Agucé el oído.

Nada.

Entonces me di cuenta de que se trataba de mí propia respiración. Una incómoda sensación de estupidez me dejó brevemente bloqueado. Me quedé inmóvil, atontado por la imbecilidad, aquejado de aquel estado mortificador que conoce todo aquel que, de niño, ha permanecido horas despierto por miedo al monstruo que había debajo de la cama, para descubrir tras una valerosa inspección que el monstruo no existía o era, como mucho, unas simples zapatillas de tenis, viejas y gastadas.

Sin embargo, la impresión clarividente de la inminencia del peligro no desapareció. Todo lo contrario. El peligro parecía estarse cuajando en el aire húmedo y rancio.

Con dedos temblorosos, recorrí a ciegas el cable segmentado y encontré una caja de empalmes y un interruptor. Lo encendí. En el techo, a lo largo de la pasarela acordonada y en los escenarios situados detrás de las cuerdas, se encendieron unas bombillas desnudas.

Con el cuchillo en la mano, pasé cautelosamente por delante del escenario vacío donde Jack Cuatro Manos se había exhibido la tarde anterior y donde seguía figurando su patética historia en el telón de fondo de lona; fui pasando de la primera sala a la segunda, de la segunda a la tercera y, finalmente, a la cuarta, hasta el último escenario, donde solía colocarse Joel Tuck y donde ahora la amenaza de muerte era opresiva, una corriente amenazadora que flotaba en el aire y me electrizaba.

Llegué a la altura de la cuerda que había delante del puesto de Joel Tuck.

El trozo de tierra salpicada de serrín que había delante de la tarima, a pesar de que no emitía mortales partículas, me dio la impresión de ser tan radiante como una masa de plutonio. Estaba expuesto a innumerables roentgenios de imágenes fúnebres, así como a olores, sonidos y sensaciones táctiles que estaban más allá de la percepción de los cinco sentidos que comparto con los otros seres humanos, pero que el contador Geiger de mi sexto sentido —mi clarividencia— registraba y leía. Percibía tumbas abiertas donde se apiñaba la oscuridad como sangre estancada; huesos amontonados y blanqueados por el tiempo, con unos monóculos de telas de araña en las cuencas vacías de los cráneos; olor a humedad, a tierra recién removida; el sonoro rechinar de una lápida de piedra que era sacada laboriosamente de un sarcófago; cuerpos sobre losas en habitaciones que apestaban a formaldehído; el empalagoso hedor de rosas y claveles cortados que habían empezado a descomponerse; la humedad de una tumba subterránea; el “bum” de la tapadera de un féretro cerrándose de golpe; una mano fría que apretaba unos dedos muertos en mi rostro…

—¡Dios mío! —exclamé con voz temblorosa.

Las instantáneas de precognición, que eran en su mayoría simbólicas de la muerte en lugar de la representación de escenas reales de mi vida futura, eran mucho más intensas y mucho peores que las de la tarde anterior.

Levanté una mano y me limpié la cara.

Estaba cubierto de un sudor frío.

Mientras trataba de reunir el revoltijo de impresiones psíquicas a fin de ordenarlas con cierto sentido, a la vez que me esforzaba por no dejarme abrumar por ellas, levanté una pierna sobre la cuerda de contención, luego la otra y me metí en el escenario. Tenía miedo de perder el conocimiento en medio de aquella tormenta de clarividencia. No era probable, pero me había ocurrido un par de veces con anterioridad, cuando me había encontrado con cargas de energía oculta particularmente fuertes; en ambas ocasiones me había despertado horas después con un intenso dolor de cabeza. No quería desmayarme en aquel lugar, tan lleno como estaba de promesas malignas. Estaba seguro de que, si perdía el conocimiento en La Ciudad de los Horrores, me matarían allí mismo.

Me arrodillé en el suelo de tierra frente a la tarima.

«¡Vete, márchate!», me advertía una voz interior.

Sujeté el cuchillo con la mano derecha, tan fuerte que me dolió la mano y los nudillos se destacaron con puntos blancos exangües, y con la izquierda empecé a apartar la capa de serrín en una superficie de unos ochenta centímetros. Debajo, la tierra estaba comprimida pero no endurecida. Pude excavar con facilidad con la sola ayuda de la mano. Los primeros centímetros salieron compactos, pero a medida que fui profundizando la tierra estaba más suelta, exactamente lo contrario de lo que debería haber sido. Alguien había cavado un hoyo en los últimos días.

No. Un hoyo, no. Un simple hoyo, no. Una tumba.

¿Pero para quién? ¿Qué cuerpo yacía debajo de mí?

A decir verdad, no quería saberlo.

No obstante, tenía que saberlo.

Seguí apartando la tierra.

Las imágenes de muerte se intensificaron.

Asimismo, a medida que iba cavando, aumentó la sensación de que aquel agujero podía convertirse en mi tumba. Sin embargo, esto no parecía posible, pues estaba claro que ya lo ocupaba otro cadáver. Quizás estaba interpretando de forma errónea las emanaciones psíquicas, lo cual era una posibilidad, pues no siempre era capaz de dar sentido a las vibraciones con las que conectaba mi sexto sentido.

Dejé el cuchillo a un lado a fin de sacar la tierra con ambas manos. Al cabo de unos minutos había hecho un agujero de aproximadamente un metro de largo, sesenta centímetros de ancho y cuarenta o cuarenta y cinco centímetros de hondo. Sabía que sería más fácil con una pala, pero la tierra estaba bastante suelta y no tenía idea de dónde podría encontrar una; además, no podía parar. Me veía impelido a seguir cavando sin la mínima pausa, impulsado por la certeza, malsana y demente pero de la que era imposible escapar, de que el ocupante de aquella tumba iba a resultar ser yo; que apartaría la tierra de mi propio rostro y me vería a mí mismo mirándome. En un arrebato de terror, causado por la implacable efusión de aterradoras imágenes psíquicas, separaba ahora la blanda tierra con auténtico delirio, mientras de mi frente, nariz y barbilla goteaba un frío sudor y, con los pulmones literalmente en llamas, gruñía como un animal y no dejaba de jadear. Seguí cavando y, a pesar de que en la tienda no había de hecho hedor a putefracción, pues la muerte era demasiado reciente para que el cadáver hubiese pasado de las primeras y ligeras fases de la descomposición, tuve que arrugar la nariz asqueado ante el arraigado olor mental de muerte, como si de un olor real se tratase. Seguí cavando más y más. Tenía las manos sucísimas y las uñas llenas de tierra. A medida que excavaba, cada vez con mayor furia, trozos de tierra volaban hasta mi cabello y se pegaban en mi rostro. Una parte de mí observaba desde detrás y desde arriba, contemplaba al animal frenético en que me había convertido, y se preguntaba si estaba loco, de la misma forma que había hecho ante el rostro torturado y desquiciado del espejo del vestuario dos noches atrás.

Una mano.

Pálida.

Ligeramente azulada.

Allí estaba, delante de mí, en el suelo, en una posición de relajación final, como si la tierra que la rodeaba fuese una sábana mortuoria sobre la cual hubiera sido colocada con mimo. Había sangre seca incrustada en las uñas y en los pliegues de los nudillos.

Las imágenes mentales de muerte empezaron a desvanecerse apenas tomé contacto con el objeto real del que aquéllas habían fluido.

Había cavado unos cincuenta centímetros. Seguí sacando más tierra hasta que encontré una segunda mano, medio sobrepuesta sobre la primera, las muñecas…, parte de los brazos… No tardé en percatarme de que el difunto había sido colocado para descansar en la posición tradicional, con los brazos cruzados sobre el pecho. A continuación, por momentos incapaz de respirar, por momentos jadeando y aquejado de espasmos de miedo que hacían rechinar mis dientes, empecé a ampliar el campo de excavación por encima de las manos.

Una nariz.

Una frente ancha.

Me recorrió un glissando de cuerda de arpa, no de sonido sino de vibración helada.

No consideré necesario apartar toda la tierra del rostro, pues supe, apenas quedó medio descubierto, que se trataba del hombre —del duende— que yo había matado en los autos de choque hacía dos noches. Tenía los párpados cerrados, ambos con un tono propio del glaucoma, lo que hacía pensar en una mano perversa que les hubiese aplicado sombra de ojos antes de meterlo bajo tierra. Formando una mueca sarcástica de rigidez cadavérica, el labio superior se curvaba hacia atrás en una comisura; entre los dientes había tierra incrustada.

Vi movimiento en otra parte de la tienda por el rabillo del ojo.

Después de lanzar un grito sofocado, volví la cabeza hacia la pasarela, al otro lado de la cuerda, pero allí no había nadie. Estaba convencido de que había visto moverse algo. Al instante, antes de llegar siquiera a incorporarme de la tumba para investigar, volví a verlo: unas sombras enloquecidas que saltaban del suelo cubierto de serrín hasta la pared más alejada de la carpa, para luego volver al suelo. Las acompañaba un quejido bajo, como si engendros de una pesadilla hubieran entrado en la última sala de la carpa y estuviesen arrastrándose hacia mí, sin poder ver todavía el cuarto escenario, pero a sólo unos amenazadores pasos.

¿Joel Tuck?

No cabía duda de que había sido él quien había hecho desaparecer al duende muerto del recinto de los autos de choque y lo había enterrado allí. No sabía por qué lo había hecho; si para ayudarme, confundirme, asustarme… No tenía base para juzgar. Podía ser amigo o enemigo.

Sin apartar la mirada de la parte abierta del escenario, esperando algún incidente, bajo una forma u otra, en cualquier momento, busqué a tientas el cuchillo que había dejado a un lado.

Las sombras volvieron a saltar. También en esta ocasión las acompañaba un suave gemido. De pronto caí en la cuenta de que ese quejido no era más que el susurro del viento que se había levantado en el exterior. Las sombras que hacían cabriolas también eran el fruto inofensivo del viento. Cada fuerte ráfaga se abría camino hasta dentro de la carpa y, cuando soplaba por el pasillo de lona, agitaba las luces que colgaban del techo, haciendo que las oscilantes bombillas dieran brevemente vida a las sombras inertes.

Aliviado, dejé de buscar el cuchillo y volví a centrar mi atención en el cadáver.

Tenía los ojos abiertos.

Retrocedí, pero enseguida vi que seguían siendo unos ojos muertos y ciegos, cubiertos de una película transparente y blanquecina que refractaba la luz del techo y parecía casi escarcha. La carne del hombre seguía inerte; la boca tenía aún aquella rígida mueca sarcástica; aún había tierra incrustada entre los dientes y entre los labios entreabiertos. En su garganta aparecía la herida mortal del cuchillo, si bien no me pareció tan impresionante como la recordaba. Ningún aliento entraba o salía de él. Ciertamente no estaba vivo. Era evidente que aquella contracción sobrecogedora de los párpados no era más que uno de esos espasmos musculares post mortem que a menudo asustan a los jóvenes estudiantes de medicina y a los recién llegados a trabajar en unas pompas fúnebres. Sí. Seguro. Pero…, por otra parte…, ¿eran lógicas aquellas reacciones nerviosas y aquellos espasmos musculares después de transcurridos casi dos días de la muerte? ¿No se limitaban aquellas extrañas reacciones a las horas inmediatamente posteriores a la muerte? Bien, sí, en ese caso, quizá los párpados habían estado cerrados por el peso de la tierra arrojada sobre el cuerpo y ahora, una vez removida la tierra, se habían abierto.

Los muertos no resucitaban.

Sólo la gente loca declaraba sinceramente que había visto caminar cadáveres.

Yo no estaba loco.

No lo estaba.

Bajé la vista hacia el hombre muerto y mi respiración acelerada se fue calmando. Asimismo, los latidos de mi corazón, rápidos como un conejo, fueron perdiendo velocidad.

Bien. Aquello estaba mejor.

Volví a preguntarme por qué Joel Tuck había enterrado el cuerpo por mí y por qué, después de haberme hecho ese favor, no había acudido a mí para atribuirse el mérito. En primer lugar, ¿por qué lo habría hecho? ¿Por qué convertirse en cómplice de un asesinato? A menos, claro está, que Joel Tuck supiese que yo no había matado a un ser humano. ¿Era posible que, tal vez a través de su tercer ojo, viese él también a los duendes y apoyase mis impulsos homicidas?

Fuera como fuese, no era momento para pensar en ello. La patrulla de seguridad podía pasar en cualquier momento por delante de La Ciudad de los Horrores y ver que había luces encendidas. Incluso siendo yo un feriante, y no el intruso que había sido hacía dos noches, probablemente querrían saber qué estaba haciendo en una concesión que no me pertenecía y en la que no trabajaba. Si encontraban la tumba o, peor aún, el cuerpo, mi condición de feriante no me protegería contra el arresto, el procesamiento y la cárcel de por vida.

Con la ayuda de ambas manos, empecé a reponer la tierra amontonada en la tumba parcialmente abierta. Cuando la tierra húmeda empezó a caer sobre las manos del muerto, una de ellas se movió y me devolvió unos granos de tierra que me golpearon el rostro, la otra mano se retorció de forma tan espasmódica como un cangrejo herido, los ojos con cataratas parpadearon y, cuando yo me caí hacia atrás y retrocedí arrastrándome, el cadáver levantó la cabeza y empezó a incorporarse de su posición, que estaba claro que no era la del descanso final.

Aquello tampoco era una visión.

Aquello era real.

Chillé, pero no salió de mí ningún sonido.

Me puse a menear la cabeza violentamente de un lado al otro a modo de firme negación ante aquella aparición imposible. Tuve la impresión de que el cadáver se levantaba sólo porque, unos momentos antes, yo había imaginado ese mismísimo desenlace macabro. De alguna forma, aquel pensamiento insensato había tenido el espantoso poder de convertir el horror en realidad, como si mi imaginación fuese un genio que hubiese confundido mis peores temores con deseos y me los hubiera concedido. Si así era, podía entonces volver a meter al genio de la imaginación en su lámpara, deshacer el deseo de aquella monstruosa aparición y salvarme.

Pero por mucho que meneé la cabeza, por mucho que negué desesperadamente lo que había visto antes, el cadáver no se tumbó ni volvió a hacerse el muerto. Con unas manos pálidas como gusanos, buscó a tientas los bordes de la tumba y se incorporó para sentarse, mientras me miraba fijamente, mientras de las arrugas de su camisa saltaba tierra suelta y el mugriento pelo se le erizaba y enmarañaba.

Yo me había arrastrado por el suelo hasta que di con la espalda en la división de lona que separaba aquel escenario del siguiente. Quería ponerme de pie, saltar la cuerda que había frente al escenario y largarme de allí como alma que lleva el diablo, pero, de la misma forma que no era capaz de gritar, me resultaba imposible echar a correr.

El cadáver sonrió y unos pedazos de tierra cayeron de su boca abierta; sin embargo, no se desprendió la tierra incrustada entre sus dientes. Las sonrisas calcicas de las calaveras sin carne, las sonrisas empapadas de veneno de las serpientes, la expresión maliciosa de Lugosi cuando llevaba la capa de Drácula…, todo ello empalidecía en comparación con la configuración grotesca de aquellos labios exangües y aquellos dientes manchados de lodo.

Logré ponerme de rodillas.

El cadáver movía la lengua de forma obscena, con lo que sacaba más tierra húmeda de su boca. Escapó de él un débil quejido, más de abatimiento que amenazador, un sonido gaseoso a caballo entre un gruñido y un burbujeo entrecortado.

En medio de la respiración lancé un grito sofocado y, sin saber cómo, empecé a incorporarme como en un sueño, como si un terrible gas expelido por el cadáver que había ante mí me estuviese hinchando.

Después de enjugarme el sudor frío, que me escocía como sal, del rabillo de un ojo, me encontré en cuclillas, con la espalda encorvada, los hombros hundidos y la cabeza baja, como un mono.

Pero seguía sin saber qué iba a hacer a continuación, salvo que no debía huir. Fuera como fuese, tenía que enfrentarme a aquella cosa aterradora, matarla de nuevo, hacer bien el trabajo en esta ocasión, ¡Dios! porque si no lo hacía podía salir de allí y encontrar a los duendes más cercanos y decirles lo que le había hecho. Entonces ellos sabrían que podía ver a través de sus disfraces, se lo dirían a los otros duendes y no pasaría mucho tiempo antes de que todos los de su especie estuviesen enterados de mi existencia. Se organizarían, me perseguirían y me buscarían hasta dar conmigo, porque, de todos los seres humanos, sólo yo les planteaba aquella amenaza.

Ahora veía sus ojos, a través del revestimiento de cataratas, y, más allá de los propios ojos, un ligero resplandor rojo, la luz sanguinaria de otros ojos, los ojos del duende. Un pequeño destello. Un ligero parpadeo de unas llamas propias del infierno. No era la luz deslumbradora de antes. Sólo unas lejanas ascuas que palpitaban en cada órbita empañada. No podía ver nada más del duende, ni un hocico ni un morro con dientes, sólo una insinuación de aquellos ojos odiosos, quizá porque aquel monstruo había llegado demasiado lejos en el camino de la muerte para poder proyectar toda su presencia en la mole humana. Pero hasta aquello era imposible. Tenía la garganta abierta de cuajo, ¡maldita sea! y su corazón había dejado de latir ya en los autos de choque hacía dos noches, y, además, también había dejado de respirar, ¡por todos los santos! hacía dos días enteros que no respiraba, enterrado bajo el suelo de la carpa (por lo que yo podía ver, seguía sin respirar), y había perdido tanta sangre que no podía quedar suficiente para sustentar su sistema circulatorio.

Mientras el cadáver se esforzaba por salir de la tumba medio abierta, su sonrisa se volvió más amplia. Una parte de su cuerpo, sin embargo, seguía clavada bajo casi cincuenta centímetros de tierra, por lo que le resultaba bastante difícil salir. No obstante, con laborioso esfuerzo y una determinación diabólica, seguía empujando y tirando hacia arriba con los movimientos espasmódicos y nerviosos de una máquina rota.

Aun cuando yo lo había dado por muerto en los autos de choque, era evidente que había quedado en él una chispa de vida. De alguna forma, resultaba obvio que su especie podía evadirse de la muerte, en un punto en que un ser humano normal no habría tenido más elección que rendirse, y retirarse a un estado de… ¿qué…? Tal vez a un estado de animación suspendida, o algo de este tipo, para enrollarse a la defensiva alrededor de la más débil de las ascuas de fuerza vital, guardarla celosamente y mantenerla ardiendo. ¿Y luego qué? ¿Podía un duende casi muerto ir soplando el ascua de la vida hasta convertirla en una llamita, reanimar la llama hasta hacerla fuego, reparar su maltrecho cuerpo, reanimarse a sí mismo y regresar de la tumba? Si yo no hubiese desenterrado a aquél, ¿habría sanado su destrozada garganta y se habría rellenado milagrosamente su suministro de sangre? Al cabo de un par de semanas, transcurrido tiempo desde la marcha de la feria y cuando el recinto estuviese desierto, ¿habría vuelto a representar una versión espeluznante de la historia de Lázaro y habría abierto su propia tumba desde el interior?

Me sentía balanceándome en el borde de un abismo psicológico. Si todavía no había perdido el juicio, jamás había estado más cerca que en aquel momento.

Gruñendo con frustración, en absoluto coordinado y, según todas las apariencias, con muy pocas fuerzas, el cadáver, que no respiraba pero estaba diabólicamente animado, empezó a arañar la tierra que sujetaba con su peso la parte inferior de su cuerpo; fue echando la tierra a un lado con la aplicación lenta propia de un estúpido. Sus ojos opalescentes no se apartaron de mí ni un momento; me miraban intensamente bajo unas cejas bajas y manchadas de tierra. No, no tenía fuerza, pero mientras yo estaba allí en cuclillas paralizado por el terror la iba adquiriendo. Mientras arremetía contra la tierra que lo tenía atrapado con creciente fervor, el vago resplandor rojo de sus ojos se iba volviendo más luminoso.

El cuchillo.

El arma estaba junto a la tumba. La bombilla, agitada por el viento, oscilaba en su cordón, que pendía del techo. Un reflejo brillante que surgió de ella se balanceó arriba y abajo de la hoja de acero que yacía en el suelo y le dio al arma un aspecto de poder brujo, como si no fuera un mero cuchillo sino la verdadera Excalibur; de hecho, en aquel espantoso momento era tan valioso para mí como cualquier espada mágica desenvainada de una funda de piedra. Pero para echar mano del cuchillo tenía que ponerme al alcance de aquella cosa medio muerta.

Desde las profundidades de la garganta rota, el cadáver emitió un ruido estridente, húmedo, como un cacareo, que podía haber sido una risotada, la risa de los moradores de un manicomio o de los condenados.

Ya había casi desentumecido una pierna.

Con repentina resolución, salté hacia delante, hacia el cuchillo.

Aquella cosa se me adelantó, desplazó torpemente un brazo y alejó de un empujón el arma de mí. Con un clink tink clink y un resplandor final, el cuchillo rodó por el serrín y desapareció en la oscuridad, bajo el borde de la tarima de madera que sostenía el sillón vacío de Joel Tuck.

Ni siquiera me paré a considerar un combate cuerpo a cuerpo. Sabía que no tenía posibilidad alguna de poner fin o arrebatar a golpes la vida de un autómata. Habría sido como luchar contra arenas movedizas. A pesar de su lentitud y de lo débil que parecía estar aquel monstruo, aguantaría, no se rendiría y resistiría hasta que yo estuviera completamente agotado, para luego acabar conmigo mediante lentos y pesados golpes.

El cuchillo era la única posibilidad que tenía para salvarme.

De modo que pasé resuelto por delante de la poco profunda tumba. Pero aquella cosa muerta me asió una pierna con una mano glacial cuya frialdad traspasó instantáneamente la tela de mis vaqueros y se metió en mi carne. Yo le di una patada y lo golpeé con la bota en un lado de la cabeza y me desasí. Después de llegar a trompicones al extremo más alejado de la tarima, que tendría casi cuatro metros de largo, me agaché, me puse de rodillas y luego sobre el vientre, delante del lugar donde había desaparecido el cuchillo. El hueco tendría aproximadamente trece centímetros de hondo, espacio de sobras para deslizar el brazo. Así lo hice. Palpé y encontré tierra, serrín, guijarros y un viejo clavo doblado, pero del cuchillo nada. Oí a la cosa muerta farfullar de forma atropellada palabras sin sentido detrás de mí, tierra que era apartada, miembros que iban liberándose de su sepultura y gruñidos y ruido de escarbar. Sin detenerme a mirar atrás, me apreté más contra la tarima hasta que el borde de una plancha se clavó dolorosamente en mi hombro, me estiré para introducir mi brazo quince centímetros más adentro y seguí tanteando en un intento de que las yemas de mis dedos «viesen» igual que sentían, pero sólo encontré un trocito de madera y un crujiente envoltorio de cigarrillos o de caramelo; no conseguía llegar lo bastante adentro y me atormentaba la idea de que mi mano estuviera, sin que yo lo supiese, a la distancia de un dedo del objeto deseado. No podía hacer nada más que deslizarme más adentro; sólo cinco centímetros más; por favor —¡así!— más adentro; pero todavía sin resultados, sin ningún rastro del cuchillo. Me desplacé un poco a la izquierda y luego a la derecha; mi mano encontró frenéticamente aire, tierra y una mata de hierba. Ahora me llegaba por detrás el ruido de farfulleo y risotadas y de fuertes pisadas que se arrastraban. Yo me oía gimotear y no podía parar; ¡otros dos centímetros y medio! Bajo la tarima, algo pinchó mi pulgar; la punta afilada del cuchillo, ¡por fin! Sujeté la punta de la hoja entre el pulgar y el índice, tiré de ella hasta sacarla y le di la vuelta en mi puño. Pero antes de tener ocasión de levantarme, o siquiera de darme la vuelta, el cadáver se inclinó sobre mí, me cogió por el pescuezo y los fondillos del pantalón, me levantó con una fuerza inesperada, me balanceó y me arrojó a la tumba, donde aterricé violentamente boca abajo, noté un gusano contra mi nariz y me ahogué con un puñado de tierra.

Sofocándome, tragando algo de tierra y escupiéndola, logré ponerme boca arriba justo en el momento en que el duende mentalmente perturbado acercaba con fuertes pisadas su cuerpo de máquina rota al borde de la tumba. Miró hacia abajo con ojos de escarcha y fuego. Su sombra irregular se balanceaba hacia atrás y hacia delante sobre mí a medida que la luz del techo se movía por la corriente de aire.

No había suficiente distancia entre nosotros para que pudiese lanzar el cuchillo con éxito. Sin embargo, después de comprender de pronto las intenciones de aquella cosa muerta, cogí el mango con ambas manos, levanté el arma, encogí hombros, codos y muñecas y apunté al monstruo en el mismo instante en que éste extendía los brazos y, esbozando una sonrisa estúpida, se abalanzaba sobre mí. Lo empalé en el cuchillo y mis brazos se doblaron bajo su peso. El se desplomó sobre mí y me dejó sin respiración.

A pesar de que el cuchillo estaba clavado hasta la empuñadura en su corazón y a pesar de que éste no latía, el monstruo seguía moviéndose. Tenía la barbilla sobre mi hombro y su fría y grasienta mejilla apretada contra la mía. Murmuraba palabras sin sentido en mi oído, en un tono desconcertantemente parecido al usado en plena pasión. Aunque sin objetivo alguno, sus brazos y piernas se movían como los de una araña y sus manos temblaban y se meneaban.

Sacando fuerzas de flaqueza de un asco abrumador y de un puro terror, me retorcí, me debatí, me corcovee, empujé, di golpes, patadas y codazos y logré salir de debajo de aquel ser. Nuestras posiciones se invirtieron: yo estaba sobre él con una rodilla sobre su ingle y la otra en la tierra junto a él. Yo no paraba de escupir maldiciones hechas de medias palabras y sin palabras que paulatinamente iban perdiendo el sentido como los galimatías que salían de los labios todavía vivos de mi adversario muerto. Saqué el cuchillo de su corazón y volví a apuñalarlo, una y otra vez, más y más, en la garganta, el pecho y el vientre, más y más, una y otra vez. Él, sin puntería ni entusiasmo, me lanzó unos puñetazos con aquellos puños del tamaño de un ladrillo, pero, incluso en medio de mi insensato delirio, logré esquivar la mayoría de los golpes sin dificultad, si bien los pocos que llegaron a mis brazos u hombros fueron efectivos. Mi cuchillo produjo finalmente el resultado deseado; puse fin al tumor maligno y palpitante de vida antinatural que animaba a aquella carne fría; se la fui quitando poco a poco, hasta que las piernas espasmódicas de aquella cosa muerta dejaron de moverse, hasta que sus brazos fueron perdiendo los movimientos irregulares, hasta que empezó a morderse su propia lengua. Por fin cayeron sus brazos, fláccidos, a los costados, su boca se quedó floja y la tenue luz carmesí de la inteligencia propia de los duendes desapareció de sus ojos.

Lo había matado.

De nuevo.

Pero matarlo no era suficiente. Tenía que asegurarme de que aquella cosa seguiría muerta. Vi en aquellos momentos que, en efecto, la herida mortal de la garganta había sanado parcialmente desde lo acontecido en los autos de choque. Hasta aquella noche no me había percatado de que los duendes, al igual que los vampiros de las leyendas europeas, podían a veces resucitar si no se los había matado con suficiente minuciosidad. Una vez al corriente de la amarga verdad, no iba a correr riesgos. Antes de llegar a hundirme en una desesperación debilitadora y ser víctima de las náuseas, con la marea diluviana de adrenalina que todavía recorría mi ser, corté la cabeza de aquel monstruo. No fue un trabajo fácil, a pesar de que el cuchillo estaba muy afilado, la hoja era de acero templado y todavía me quedaba la fuerza fruto del terror y de la furia. Por lo menos, no hubo derramamiento de sangre en aquella carnicería, pues ya había desangrado al cadáver dos noches antes.

Fuera, un viento caliente de verano soplaba racheado contra la carpa produciendo grandes susurros y siseos. La ondeante lona tiraba de las cuerdas clavadas y de las estacas y, al igual que las alas de un gran pájaro negro deseoso de echar a volar pero encadenado a una percha terrenal, crujía, rasgueaba y se sacudía.

Unas grandes y negruzcas mariposas nocturnas embrujadas daban rápidas vueltas alrededor de las oscilantes bombillas y añadían sus sombras voladoras al torbellino de luz y de formas sobrenaturales. Visto con unos ojos que miraban a través de unas lentes de pánico y que estaban empañados por un pegajoso sudor, aquel constante movimiento fantasmagórico era enloquecedor y no hacía otra cosa que empeorar las perturbadoras olas de vértigo que me inundaban.

Cuando finalmente hube completado la decapitación, pensé primero en poner la cabeza de aquella cosa entre sus piernas y luego llenar la tumba de tierra pero, aquella dispersión incompleta de los restos parecía peligrosa. No tuve que hacer un gran esfuerzo para imaginar cómo el cadáver, de nuevo enterrado, empezaba a mover poco a poco las manos bajo la tierra, las deslizaba hasta su testa separada, se volvía a juntar, recomponía su garganta rota, unía las piezas de su columna vertebral destrozada y reaparecía la luz carmesí de sus extraños ojos… Por consiguiente, puse la cabeza a un lado y volví a enterrar sólo el cuerpo. Pisé fuerte sobre la tierra y la comprimí lo mejor que pude; luego volví a esparcir serrín por encima.

Con la cabeza cogida por el cabello y con una sensación salvaje y feroz que no me gustaba en absoluto, me dirigí con paso rápido a la entrada de La Ciudad de los Horrores y apagué las luces.

La lona que yo había desatado estaba rasgando la envalentonada noche. Miré con cautela la avenida principal, donde, salvo por las formas espectrales de fantasmas de polvo que volaban planeando y que el viento había hecho aparecer en aquella sesión de espiritismo, no había movimiento alguno a la cada vez más pálida luz de una Luna en vías de desaparecer.

Salí, dejé la cabeza en el suelo, volví a atar la lona que hacía de puerta, cogí de nuevo la cabeza y me dirigí de manera resuelta por la avenida principal hacia el extremo posterior del recinto. Pasé entre dos casetas de destape castamente en tinieblas, entre un grupo de camiones que parecían elefantes durmiendo, por delante de los generadores, de unas enormes parrillas de madera vacías y atravesé un campo desierto, para introducirme por fin en el brazo más cercano del bosque que abarcaba tres lados del recinto ferial. A cada paso que daba aumentaba mi temor de que la cabeza, que se balanceaba en su asidero de pelo, volviese a cobrar vida, que un nuevo brillo alborease en sus ojos, que los labios se torciesen y los dientes rechinasen; de modo que, para no golpearla de forma accidental contra mi pierna y darle la oportunidad de hincar sus dientes muy dentro de mi muslo, la levanté a un lado, poniendo la extensión del brazo entre ambos.

No cabía duda de que estaba muerta: se le había ido toda la vida para siempre. El parloteo y el rechinar de dientes y los cerrados murmullos de odio y furia eran únicamente fruto de mi fantasía febril. Mi imaginación no sólo corría conmigo, sino que volaba, galopaba, se desbandaba por un paisaje espeluznante de horribles posibilidades. Cuando por fin, después de haber atravesado un trozo de maleza con hojarasca bajo los árboles y haber encontrado un pequeño claro junto a un arroyo, coloqué la cabeza sobre un saliente de roca, hasta los débiles rayos de luna proporcionaron la luz adecuada para demostrar que mis temores eran infundados y que el objeto de mi terror seguía sin vida, natural o la que fuese.

La tierra que había junto al riachuelo era una marga húmeda y blanda, en la que era fácil cavar con las manos. Los árboles, con sus ramas del color de la noche a modo de faldas de bruja y mantos de hechicero, montaron guardia en el perímetro del claro mientras yo hacía un agujero, enterraba la cabeza, comprimía la tierra y ocultaba el trabajo esparciendo hojas muertas y agujas de pino por encima.

Así, para lograr una resurrección como la de Lázaro, el cadáver tendría primero que salir de su hoyo del recinto ferial, arrastrarse o caminar, tambaleándose y a ciegas, hasta el bosque, localizar el claro y exhumar su propia cabeza de aquella segunda tumba. A pesar de que los acontecimientos de aquella última hora me habían infundido un respeto todavía mayor por los poderes diabólicos de la raza de los duendes, estaba del todo convencido de que no podrían superar un obstáculo de resurrección tan formidable como aquél. El monstruo estaba muerto y seguiría estando muerto.

Toda aquella operación, el viaje desde la feria hasta el bosque, hacer el agujero y enterrar la cabeza, la había realizado en un estado cercano al pánico. Me quedé un momento en el claro, con los brazos colgando fláccidamente, y traté de calmarme. No era tarea fácil.

Me puse a pensar en el tío Denton de Oregon. Su cadáver, despedazado a hachazos, ¿se habría curado en la intimidad de su ataúd y habría logrado salir de la tumba pocas semanas después de que yo hubiese emprendido la huida de la ley? ¿Habría ido a visitar la granja donde todavía vivían mi madre y hermanas, para vengarse de la familia Stanfeuss, que se habría convertido en víctima de los duendes por mi culpa? No, aquello era inconcebible. No podría vivir bajo el sofocante peso de aquella culpa. Denton no había regresado. Por alguna razón, el sangriento día en que fui en su busca él luchó con tal ferocidad que mi rabia se convirtió en un estado similar al de un delirio psicótico y le causé terribles estragos con el hacha, que blandí con un abandono demente, incluso después de saber que estaba muerto. Quedó demasiado destrozado y completamente desmembrado para poder volver a juntar los trozos de su cuerpo. Además, aun en el caso de que hubiese logrado resucitar, sin duda no habría regresado a la casa de los Stanfeuss o a cualquier lugar del valle de las Siskiyou, donde era conocido, pues el milagro de su regreso de la tumba habría conmocionado al mundo y centrado inexorablemente la atención en él. Estaba seguro de que se encontraba todavía en su ataúd, descomponiéndose… Y si no se hallaba en la tumba estaría lejos de Oregon, viviendo bajo otro nombre y atormentando a otros inocentes, no a mi familia.

Me alejé del claro, atravesé el trecho de maleza con paso rápido y volví a campo abierto, donde las varas de oro perfumaban la noche. Estaba a sólo medio camino de la feria, cuando me di cuenta de que todavía me quedaba sabor de tierra en la boca, a causa del puñado que me había tragado involuntariamente cuando fui arrojado a la tumba del duende. Aquel regusto detestable me recordó todos los detalles de los horrores de la última hora transcurrida; se abrió camino a través del entumecimiento vigilante que me había protegido de derrumbarme mientras hacía lo que había que hacer. Me vinieron náuseas. Me desplomé sobre manos y rodillas, dejé colgar la cabeza y vomité sobre la hierba y las varas de oro.

Cuando la náusea hubo pasado, me alejé arrastrándome unos metros, me dejé caer boca arriba y me puse a parpadear a las estrellas, a la vez que recobraba el aliento y trataba de reunir la fuerza suficiente para seguir adelante.

Eran las cinco menos diez de la madrugada. El sol naranja del alba tardaría menos de una hora en salir.

Aquella idea me trajo a la mente el ojo naranja sin visión de la frente de Joel Tuck. Joel Tuck… había hecho desaparecer el cuerpo de los autos de choque y lo había enterrado; lo cual podía haber sido obra de alguien que conocía a los duendes tal como eran y quería ayudarme. Casi con toda probabilidad, Joel Tuck había sido también quien había entrado en el remolque donde yo estaba durmiendo la noche anterior y había dejado las dos entradas —una para los autos de choque y otra para la noria— sobre los tejanos doblados. Había querido decirme que sabía lo que había sucedido en los autos de choque y que, al igual que yo, también sabía lo que iba a ocurrir en la noria. Él veía a los duendes y percibía, en cierta medida, las energías malévolas que envolvían la noria, si bien probablemente su capacidad psíquica no era tan fuerte como la mía.

Era la primera vez que me encontraba con alguien poseedor de alguna facultad psíquica genuina, y estaba seguro de que era la primera vez que me tropezaba con alguien capaz de ver a los duendes tal como eran en realidad. Me embargó por un momento una sensación de fraternidad, una afinidad tan conmovedora y tan desesperadamente deseada que mis ojos se empañaron de lágrimas. No estaba solo.

Pero ¿por qué había optado Joel por actuar de forma indirecta? ¿Por qué no quería que yo estuviese enterado de la fraternidad que compartíamos? Era evidente que la razón radicaba en que no quería que yo supiese quién era él… Pero ¿por qué no? Porque… él no era un amigo. Se me ocurrió de pronto que tal vez Joel Tuck se consideraba neutral en la batalla entre la humanidad y la raza de los duendes. Al fin y al cabo, la humanidad corriente lo había tratado peor que los duendes, aunque sólo fuese porque se encontraba con seres humanos cada día y con duendes sólo de vez en cuando. Rechazado como un paria e incluso injuriado por la sociedad en general, sin permitírsele dignidad salvo en el refugio de la feria, era posible que considerase que no había motivo para oponerse a la guerra de los duendes contra el público. De ser así, me había ayudado con el cuerpo muerto y me había dirigido hacia el inminente peligro de la noria sólo y únicamente porque estos planes de los duendes afectaban de forma directa a los feriantes, a los únicos a quienes él debía lealtad en aquella guerra secreta. No quería abordarme abiertamente porque presentía que mi venganza contra los demonios no se limitaba al ámbito de la feria y no quería verse arrastrado a un conflicto de mayor envergadura; estaba dispuesto a luchar sólo cuando la guerra estuviese relacionada con él.

Me había ayudado una vez, pero no me ayudaría siempre.

Una vez dada esta teoría por buena, yo seguía estando completamente solo.

La Luna había desaparecido. La noche era muy oscura.

Agotado, me levanté de la hierba y de las varas de oro y me dirigí al vestuario situado bajo la tribuna; una vez allí, me froté las manos con agua, me pasé quince minutos sacándome la tierra de las uñas y me duché. Luego me fui al remolque donde me habían asignado alojamiento.

Mi compañero de cuarto, Barney Quadlow, roncaba con fuerza.

Me desnudé y me metí en la cama. Me sentía física y mentalmente paralizado.

A pesar de que sólo habían transcurrido menos de dos horas desde que había estado con Rya Raines, el aliento que había recibido —y dado— estando con ella no era más que un tenue recuerdo; el horror reciente era más vivo y, al igual que una capa de pintura recién aplicada, se sobreponía a la dicha experimentada. De mis momentos con Rya recordaba ahora con mayor claridad su melancolía, su profunda e inexplicable tristeza, porque yo sabía que Rya sería tarde o temprano la causa de otro problema al que debería enfrentarme.

Mucho peso sobre mis hombros.

Demasiado.

Sólo tenía diecisiete años.

Lloré en silencio por Oregon, por las hermanas perdidas y por un amor de madre del que hacía tiempo carecía.

Ansiaba conciliar el sueño.

Necesitaba desesperadamente descansar un poco.

Antes de dos días estaríamos en Yontsdown.