Después de haber comido, o casi merendado, y de haber cogido nuevamente la autopista para la última hora y media de viaje de regreso, los recuerdos de Yontsdown seguían atormentándome y, por consiguiente, no pude soportar más el esfuerzo que suponía participar en la conversación y reírme de los chistes de Gelatina, a pesar de que algunos de ellos eran bastante divertidos. Para escapar, fingí hacer una siestecita, arrellanado en mi asiento y con la cabeza ladeada.
Pensamientos febriles zumbaban en mi cabeza…
¿Qué son los duendes? ¿De dónde vienen?
¿Es cada uno de los duendes una marioneta magistral, un parásito, que germina en la carne humana, se apodera a continuación de la mente de su huésped y maneja ese cuerpo robado como si fuera suyo? ¿O son esos cuerpos una mera imitación de los humanos, unos disfraces a modo de contenedores que se ponen tan fácilmente como nosotros nos metemos en un traje nuevo?
A lo largo de los años, había considerado estas preguntas y otras mil infinidad de veces. El problema radicaba en que había demasiadas respuestas y cualquiera podía ser cierta; yo no podía comprobar científicamente ninguna de ellas o, por lo menos, no podía sentirme a gusto con ninguna.
Como había visto una buena cantidad de películas de platillos volantes, disponía de un pozo lleno de ideas fantásticas de donde echar mano. Y, después de haber visto al primer duende, me convertí en un ávido lector de ciencia ficción, en la esperanza de que algún novelista hubiera ya concebido aquella situación y sugerido una explicación que fuese tan válida para mí como lo era para sus personajes ficticios. De aquellos relatos, a menudo extravagantes, saqué muchas teorías dignas de consideración. Los duendes podían ser seres extraños de un mundo lejano que se hubiesen estrellado aquí accidentalmente, o que hubiesen aterrizado con la intención de conquistarnos, o que hubiesen venido con el fin de comprobar nuestra idoneidad para formar una sociedad en el gobierno galáctico, o que pretendiesen robar todo nuestro uranio para utilizarlo en sus naves espaciales supersónicas, o que simplemente quisieran meternos en tubos de plástico para contar así con sabrosos tentempiés en los interminables y aburridos viajes a lo largo de los brazos helicoidales de la galaxia. Estudié estas posibilidades y otras muchas; no descarté ninguna, por muy disparatada o tonta que pudiese parecer, pero me mantuve suspicaz con respecto a todas las explicaciones que me proporcionaban aquellas novelas de ciencia ficción. Y ello por una razón: me costaba creer que una raza capaz de viajar durante años luz fuese a recorrer aquella gran distancia sólo para acabar estrellándose al tratar de aterrizar, pues sus máquinas debían de ser impecables y sus computadoras no debían de cometer errores. Y si una raza tan superior quería conquistarnos, la guerra no duraría más de una tarde. Por consiguiente, si bien aquellos libros me entretuvieron de forma maravillosa cientos de horas, no me proporcionaron nada donde agarrarme durante los momentos malos, no me aclararon nada con respecto a los duendes y, ciertamente, no me dieron pista alguna acerca de lo que debía hacer con ellos ni sobre cómo podía destruirlos.
La otra teoría obvia era que se trataba de demonios salidos directamente del infierno con la satánica facultad de nublar la mente de los hombres, de modo que viéramos sólo otros hombres cuando los miráramos. Yo creía en Dios (o me decía que así era), pero mi relación con Él era en ocasiones tan contradictoria (por mi parte, quiero decir) que me costaba creer que hubiese permitido la existencia de un lugar tan espantoso como el infierno. En mi familia eran luteranos. Nos llevaban a mí, a Sarah y a Jenny casi cada domingo a la iglesia. En ocasiones, tenía ganas de ponerme de pie sobre el banco y gritarle al pastor: «Si Dios es bueno, ¿por qué deja morir a la gente? ¿Por qué ha permitido que la buena de la señora Hurley, que vive en nuestra calle, contraiga cáncer? Si es bueno, ¿por qué ha dejado que el hijo de los Thompson muriese en Corea?». Aun cuando la fe tenía cierta influencia en mí, ello no afectaba a mi capacidad de razonamiento; así jamás fui capaz de comprender la contradicción entre la doctrina de la infinita misericordia de Dios y la crueldad del cosmos que Él había creado para nosotros. Por lo tanto, el infierno, la condena eterna y los demonios no sólo eran concebibles, sino que parecían ser casi un designio esencial en un universo creado por un arquitecto divino, aparentemente tan perverso como el que había dispuesto los planes para nuestro mundo.
A pesar de creer en el infierno y en los demonios, seguía sin poder creer que se pudiesen explicar los duendes mediante la aplicación de esta mitología. Si hubiesen surgido del infierno, habría habido algo…, quiero decir algo cósmico con respecto a ellos: la clara sensación de ser unas fuerzas divinas en movimiento, de existir en su actitud y actividad unos principios y propósitos fundamentales. Pero yo no advertía nada de esto en la exigua estática psíquica que irradiaban. Además, los lugartenientes de Lucifer habrían contado con un poder ilimitado; por el contrario, aquellos duendes eran en la práctica mucho menos poderosos que yo en muchos sentidos, pues no estaban en posesión de mis extraordinarios dones o intuiciones. Para ser demonios, se les podía destruir con harta facilidad. Ningún hacha, cuchillo o pistola abatiría a un secuaz de Satán.
Si se hubiesen parecido más a perros y menos a cerdos, y a pesar de que surgían en todo momento en lugar de hacerlo sólo bajo la luna llena, habría estado casi convencido de que eran hombres lobo. Al igual que el legendario hombre lobo, parecían ser susceptibles de cambiar de forma, de imitar la apariencia humana con una habilidad extraordinaria. Sin embargo, eran capaces de volver a su aspecto repugnante siempre que ello fuese necesario, como sucedió en los autos de choque. Y si se hubiesen alimentado de sangre en el sentido literal, me habría inclinado por la leyenda del vampiro, me habría hecho llamar doctor Van Helsing y habría empezado (hacía mucho tiempo y lleno de júbilo) a construir un bosque de afiladas estacas de madera. Pero ninguna de ambas explicaciones parecía encajar, si bien estaba seguro de que otras psiques habían visto a los duendes cientos de años atrás y que de estas observaciones habían surgido los primeros relatos de la metamorfosis humana en espantosos murciélagos y lobos. De hecho, Vlad el Empalador, el monarca de Transilvania cuyo interés sanguinario por ejecuciones colectivas muy imaginativas inspiró el personaje novelesco de Drácula, fue con toda probabilidad un duende; al fin y al cabo, Vlad era un hombre que parecía deleitarse con el sufrimiento humano, que es el rasgo fundamental de todos los duendes que he tenido la desgracia de observar.
Y así, aquella tarde, en el Cadillac amarillo de regreso de Yontsdown, me hice las preguntas familiares y me devané los sesos para llegar a comprender algo, pero seguí en las tinieblas. Habría podido ahorrarme todo aquel esfuerzo de haber podido ver el futuro próximo, aunque sólo hubiera sido unos cuantos días, pues estaba a punto de conocer la verdad sobre los duendes. Yo no era consciente de aquellas revelaciones inminentes, pero iba a saber la verdad la penúltima noche de feria en Yontsdown. Y cuando por fin descubrí los orígenes y las motivaciones de los odiosos duendes, lo comprendí todo perfecta, inmediata y terriblemente, y deseé, con el mismo fervor que Adán cuando la puerta del paraíso se cerró detrás de él, no haberlo sabido jamás. Pero, por el momento, fingía dormir; con la boca abierta, dejaba que mi cuerpo se moviese al vaivén del Cadillac y me esforzaba por comprender; anhelaba explicaciones.
Llegamos a la feria a las cinco y media de la tarde del mismo viernes. El recinto, todavía bañado por el sol y con toda su iluminación artificial encendida, estaba de bote en bote. Me dirigí directamente al medidor de fuerza, relevé a Marco, que se había encargado de él en mi lugar, y me puse a la tarea de vaciar a los transeúntes de monedas y aligerarlos de los billetes arrugados que llevaban en los bolsillos.
En toda la tarde no apareció un solo duende en el recinto, pero ello no me llenó de júbilo. Habría montones de duendes en el recinto ferial de Yontsdown la semana siguiente; abarrotarían la feria, en especial los alrededores de la noria, y la sádica expectación daría un brillo grasiento a sus rostros.
Marco regresó para reemplazarme a las ocho, a fin de que yo tuviese una hora para cenar. Dado que no tenía mucha gana, me puse a pasear por el recinto en lugar de dirigirme a un chiringuito; al cabo de unos minutos estaba delante de la atracción La Ciudad de los Horrores, el díezenuno de Joel Tuck.
Al lo largo de la parte delantera de la atracción, se extendía una llamativa pancarta ilustrada: RAREZAS HUMANAS DE TODOS LOS RINCONES DEL MUNDO. Las audaces y pintorescas imágenes de Jack Cuatro Manos (un indio que tenía cuatro brazos), de Lila la Mujer Tatuada, de los 337 kilos de Gloria Neames («la mujer más gorda del mundo») y otras monstruosidades, genuinas o fruto de sus propios esfuerzos, eran, sin lugar a dudas, obra de David C. Wyatt, alias Energía el último artista de los grandes circos y ferias, cuyas banderas decoraban las paredes de todo propietario de caseta con posibilidades de permitírselas. A juzgar por las rarezas humanas que se prometían en el interior de aquel díezenuno, Joel Tuck no sólo se podía permitir a Wyatt, sino que además había reunido un desfile al que sólo el extraño talento del propio Wyatt podía haber hecho justicia.
A medida que se acercaba el crepúsculo, delante de La Ciudad de los Horrores se fue reuniendo un gran grupo de gente que observaba boquiabierta las imágenes fantásticamente monstruosas del señor Wyatt y escuchaba la propaganda del voceador. A pesar de que mostraban cierta reticencia y, de vez en cuando, alguien comentaba lo indigno que era exponer a aquellos pobres lisiados, estaba claro que la mayoría de los hombres querían entrar en la tienda. Algunas mujeres se mostraban remilgadas, pero lo único que deseaban era ser incitadas mediante bromas a participar en aquella osada expedición; así pues, la mayor parte, tanto hombres como mujeres, se iba desplazando poco a poco hacia la taquilla.
Algo me arrastró a mí también.
No era la morbosa curiosidad que se había apoderado del público.
Era algo… más tenebroso. Algo dentro de la carpa quería que yo entrase a verlo… Presentí que era algo de lo que yo debía estar al corriente si iba a sobrevivir a la semana siguiente y a hacer de la feria Hermanos Sombra mi casa.
Al igual que un murciélago succiona la sangre, notaba en el cuello una escalofriante premonición que arrebataba todo el calor de mi ser.
A pesar de que habría podido entrar gratis, compré una entrada por dos dólares, un precio exorbitante para aquellos tiempos, y entré.
La tienda estaba dividida en cuatro largas salas y tenía una pasarela acordonada que las recorría todas. En cada sala había tres escenarios, en cada escenario una tarima, en cada tarima una silla y en cada silla una rareza humana. El díezenuno de Joel Tuck era una verdadera ganga para el público, pues le proporcionaba dos atracciones de más para mirar y dos razones adicionales para poner en duda las intenciones benignas de Dios. Detrás de cada fenómeno había un abigarrado letrero que ocupaba toda la longitud del escenario y daba una idea general sobre la historia de cada uno; asimismo explicaba la naturaleza médica de aquella deformidad que hacía que cada humano expuesto fuese digno de contar con un lugar en La Ciudad de los Horrores como atracción principal.
El contraste entre la actitud de los espectadores fuera y dentro era asombroso. En la calle, a pesar de ser arrastrados de forma irresistible por la curiosidad, daban al mismo tiempo la sensación de ser moralmente opuestos a la idea de exhibir a un monstruo o, por lo menos, de sentir una ligera repugnancia. Pero una vez dentro de la tienda, aquellas actitudes civilizadas no se veían ni por asomo. Quizá la actitud anterior no se basaba en convicciones, sino en meros tópicos vacíos de contenido, disfraces bajo los cuales se ocultaba la verdadera y salvaje naturaleza humana. Dentro, señalaban con el dedo, se reían y gritaban a las personas contrahechas para ver a las cuales habían pagado, como si quienes estaban en las tarimas no fuesen solamente deformes, sino además sordos o demasiado mentecatos como para comprender los improperios que les dirigían. Algunos espectadores hacían chistes de mal gusto; aunque los mejores de ellos mostraban la suficiente decencia para callarse, ninguno era lo bastante decente como para decir a sus bastos compañeros que se callasen. Para mí, aquella «exhibición» en el díezenuno exigía la misma reverencia de la que se suele hacer gala ante las pinturas de viejos maestros en museo, pues no cabía duda de que iluminaban el significado de la vida tan magistralmente como el trabajo de Rembrandt, Matisse o Van Gogh. Al igual que el arte, estas rarezas humanas pueden llegarnos al corazón, pueden recordarnos nuestros miedos más primarios, inducirnos a apreciar humildemente nuestra propia condición y existencia, y expresar la rabia que solemos experimentar cuando nos vemos obligados a considerar la fría indiferencia de este universo imperfecto. No adiviné ninguna de estas percepciones entre el público. Claro que tal vez fui demasiado duro con él. No obstante, antes de que hubiesen trascurrido dos minutos desde mi entrada en la tienda, me empezó a parecer que los monstruos de verdad eran los que habían pagado para realizar aquella gira macabra.
En cualquier caso, sacaron jugo a su dinero. En la primera caseta estaba sentado Jack Cuatro Manos; iba sin camisa y dejaba al descubierto un par de brazos de más, raquíticos pero funcionales, que salían de sus costados, justo unos centímetros por debajo y ligeramente detrás de los brazos normales y sanos. Si bien aquellos apéndices inferiores eran algo deformes y evidentemente débiles, él sostenía un periódico con ellos, mientras que utilizaba sus manos normales para sujetar un refresco y comer cacahuetes. En el siguiente escenario estaba Lila la Mujer Tatuada, una rareza no genuina. Después de Lila venía Flíppo, el Muchacho Foca, el señor Seis (seis dedos en cada pie, seis dedos en cada mano), el Hombre Caimán, Roberta la Mujer de Goma, un albino llamado simplemente Fantasma y otros, representados éstos para el «Conocimiento y el asombro de quienes cuentan con una mente inquieta y una curiosidad sana con respecto a los misterios de la vida», como había puesto de manifiesto el voceador de la puerta.
Me dirigí despacio de un escenario a otro, siendo yo uno de los espectadores silenciosos. Ante cada personaje me detuve lo justo para determinar si era o no la fuente del magnetismo psíquico que había sentido que me arrastraba cuando estaba delante de la atracción.
Seguía sintiendo que aquello tiraba de mí…
Me fui adentrando en La Ciudad de los Horrores.
La siguiente rareza humana fue mucho mejor recibida por el público que cualquier otra. La señorita Gloria Neames, la mujer de los 337 kilos que se suponía era la mujer más gorda de la Tierra. Era una afirmación que ni se me habría ocurrido discutir, ni en lo tocante al tamaño ni en lo relativo al hecho de ser mujer, pues, por muy gargantúa que fuese, percibí sin embargo en ella una actitud grave y una sensibilidad que eran muy sugestivas. Estaba sentada en una sólida silla construida a propósito para ella. Ponerse de pie debía de resultarle difícil y caminar debía de serle casi imposible sin ayuda; a juzgar por el sonido que emitía, hasta respirar era una proeza. Era una montaña de mujer vestida con una túnica roja y tenía una enorme barriga que rodaba hasta una sobresaliente repisa que era el trasero, tan inmenso que había dejado de tener cualquier propósito anatómico reconocible. Sus brazos parecían irreales, como unas esculturas medio cómicas, medio heroicas de brazos reproducidos a partir de montones de manteca de cerdo jaspeada, y su múltiple papada le llegaba tan lejos que casi le tocaba el esternón. Su rostro, redondo como la Luna, era asombroso y sereno como el de un Buda, pero a la vez inesperadamente hermoso; dentro de aquel semblante abotargado, como una imagen superpuesta sobre otra fotografía, había la impresionante y conmovedora promesa de la delgada y maravillosa Gloria Neames que podía haber sido.
A algunos espectadores les gustó Gloria porque les dio la oportunidad de tomar el pelo a sus amigas o esposas: «¡Como te pongas así de gorda, nena, ya puedes ir buscándote un trabajo de monstruo de feria por tu cuenta, porque puedes estar segura de que no te quedarás conmigo!». Pretendían bromear, pero en el fondo estaban enviando un mensaje serio. Y a las mujeres y amigas, sobre todo a aquellas a quienes iba dirigido el mensaje, las que tenían unos kilos de más, les gustaba Gloria porque en su presencia se sentían, en comparación, esbeltas y estilizadas. ¡Cielos! A su lado, Gelatina habría parecido uno de aquellos niños asiáticos famélicos de un anuncio de revista para CARE[1]. Asimismo, a casi todos les gustaba el hecho de que Gloria hablase con ellos, cosas que la mayoría de los fenómenos de feria no hacía. Contestaba a sus preguntas y rechazaba con elegancia las preguntas impertinentes o demasiado personales, sin turbarse o poner en un aprieto a los idiotas que las hacían.
Mientras estaba delante del escenario de la mujer gorda, tuve la impresión psíquica de que ella iba a desempeñar un papel importante en mi vida, aunque sabía que no había sido Gloria quien me había atraído a La Ciudad de los Horrores. Como aquel siniestro e irresistible magnetismo seguía tirando de mí, me encaminé hacia la fuente, adentrándome todavía más en la tienda.
El último escenario, el duodécimo, estaba ocupado por Joel Tuck, el de las orejas de repollo, el de la boca de pala mecánica de vapor y dientes amarillo bilis, el de la frente de Frankenstein, el del tercer ojo; él, el gigante, el fenómeno de feria, el comerciante y el filósofo. Estaba leyendo un libro, ajeno a cuanto le rodeaba, yo incluido, pero colocado de forma que el público pudiera mirarlo a la cara y ver todos sus espantosos rasgos.
Aquello era lo que me había atraído. Al principio, pensé que el mencionado poder que sentía tenía su origen en el propio Joel Tuck. Y tal vez era así en cierta medida, pero no en su totalidad; parte del magnetismo procedía del lugar, del suelo de tierra de la caseta. Al otro lado de la cuerda y los puntales que marcaban los límites de la zona del público había un espacio abierto, de aproximadamente metro ochenta, entre aquella línea de demarcación y la tarima donde estaba sentado Joel Tuck. Aquel trozo de suelo, de tierra y cubierto de serrín, atrajo mi mirada y, mientras lo observaba, un calor misterioso se elevó de la tierra, un calor desagradable, totalmente independiente del bochorno empalagoso de agosto que se pegaba a todos los rincones del recinto, un calor que sólo yo podía sentir. Era inodoro, pero sin embargo era como el vapor oloroso que sube de los lechos de estiércol en las granjas. Me hizo pensar en la muerte, en el calor que es producto de la descomposición y se eleva de un cuerpo en estado de putrefacción. No pude comprender lo que significaba, si bien me pregunté si lo que percibía no sería que aquel lugar se iba convertir en una tumba secreta, quizás incluso en la mía. De hecho, mientras meditaba sobre aquella posibilidad escalofriante, fui estando cada vez más seguro de que estaba al borde de una tumba que se abriría en un futuro próximo y que algún cadáver ensangrentado sería ocultado allí durante las más oscuras horas de la noche…
—¡Vaya! ¿No es Carl Slim? —exclamó Joel cuando por fin advirtió mi presencia—. Oh, no, espera, perdón, sólo Slim. ¿No es así, Slim MacKenzie?
Se estaba burlando de mí. Yo sonreí. Las emanaciones ocultas que habían ascendido del suelo se fueron desvaneciendo rápidamente; tenues, cada vez más tenues… y nada.
El río de público había dejado de fluir un momento y me quedé solo con Joel.
—¿Cómo va el negocio? —pregunté.
—Bien. Casi siempre va bien —contestó él con un timbre de voz meloso, como el locutor de una emisora de FM donde sólo se emite música clásica—. ¿Y tú? ¿Consigues de la feria lo que querías?
—Un lugar donde dormir, tres comidas abundantes al día, algo más que calderilla… Sí, me va bien.
—¿Anonimato? —preguntó él.
—Sí, eso también, espero.
—¿Refugio?
—Hasta el momento, sí.
Como en aquella primera ocasión, presentí en aquel extraño hombre paternalismo, habilidad y deseo de proporcionar consuelo, amistad y consejos. Pero, al igual que la vez anterior, también presentí peligro en él, una amenaza indefinible. Y no comprendía cómo podía él abarcar estos dos aspectos potenciales con respecto a mí. Podía ser mentor o enemigo, una cosa u otra, pero en absoluto ambas. Como yo percibía estas posibilidades conflictivas en él, no me mostré expansivo como habría podido hacer en caso contrario.
—¿Qué piensas de la muchacha? —me preguntó desde su asiento sobre la tarima.
—¿Qué muchacha?
—¿Acaso hay alguna otra?
—¿Te refieres a… Rya Raines?
—¿Te gusta?
—Claro. Está bien.
—¿Eso es todo?
—¿Qué más puede haber?
—Pregunta a cualquier hombre de la feria lo que piensa de la señorita Rya Raines. Casi todos se entusiasmarán durante media hora hablando de su rostro y de su cuerpo…, y se quejarán la media hora siguiente de su carácter, para luego volver a los elogios, pero el muchacho se limita a decir «está bien», y se acabó.
—Es mona.
—Estás chiflado por ella —dijo, con las huesudas mandíbulas moviéndose laboriosamente y los amarillos dientes chocando entre sí cuando pronunció con esfuerzo las consonantes.
—Oh…, no. No. Yo no —repliqué.
—¡Tonterías!
Me encogí de hombros.
Con su ojo naranja fijo en mí con una mirada ciega pero penetrante y con los otros dos ojos dando vueltas con burlona impaciencia, insistió:
—¡Anda, venga, venga, claro que lo estás! Loquito. Tal vez peor. Quizá te estés enamorando.
—Pero si es mayor que yo —protesté incómodo.
—Sólo unos cuantos años.
—Pero sigue siendo mayor que yo.
—Desde el punto de vista de experiencia, ingenio e inteligencia, tú eres mayor que los años que tienes, por lo menos tan mayor como ella. Slim MacKenzie, deja de fingir conmigo. Estás chiflado por ella. Confiésalo.
—Bien, es muy guapa.
—¿Y debajo?
—¿Eh?
—¿Debajo? —repitió él.
—¿Me estás preguntando si su belleza va más allá de su piel?
—¿Es así? —preguntó.
Sorprendido de lo hábilmente que me estaba sonsacando, contesté:
—Bien, le gusta que se piense que tiene un carácter duro… Pero por dentro…, yo personalmente veo unas cualidades que son tan atractivas como su rostro.
Él asintió con una inclinación de cabeza.
—Sí, estoy de acuerdo contigo.
Se acercaba por detrás un grupo de bulliciosos espectadores.
Joel se inclinó hacia delante a fin de aprovechar los últimos momentos de intimidad y habló deprisa:
—Pero supongo que te habrás dado cuenta de que… hay también una gran tristeza en ella.
Yo recordé el triste estado de ánimo en que la dejé la noche anterior, aquella soledad y aquella desesperación que parecían ancladas en ella y parecían arrastrarla hasta un abismo oscuro y privado.
—Sí, soy consciente de ello. No sé de dónde proviene esta tristeza o lo que significa, pero me he dado cuenta.
—Esto da que pensar —dijo y enseguida titubeó.
—¿Qué?
Se puso a mirarme con tal intensidad que casi llegué a creer que estaba leyendo mi alma con algún poder psíquico propio. Luego suspiró y prosiguió:
—Cuenta con una apariencia asombrosamente hermosa y también con una belleza interior. En eso estamos de acuerdo… Pero ¿es posible que haya otra «apariencia interior» bajo la «interior» que podemos ver?
Yo meneé la cabeza.
—No creo que sea una persona falsa.
—¡Huy, mi joven amigo, todos lo somos! Todos engañamos. Algunos engañamos a todo el mundo, a todas y cada una de las personas que encontramos en nuestro camino. Algunos engañamos sólo a personas escogidas, esposas y amantes, o madres y padres. Y algunos nos engañamos únicamente a nosotros mismos. Pero nadie es por completo honesto con todo el mundo, siempre y en todos los aspectos. Qué diantre, la necesidad de engañar no es más que otra de las maldiciones que debe soportar nuestra pobre especie.
—¿Qué estás tratando de decirme sobre ella? —le pregunté.
—Nada —contestó, mientras su tensión se desvanecía. Se reclinó contra el respaldo—. Nada.
—¿Por qué te muestras tan misterioso?
—¿Yo?
—Sí, misterioso.
—Aunque quisiera, no sabría cómo hacerlo —replicó, y en su rostro cambiante apareció la expresión más enigmática que yo había visto jamás.
El público llegó al duodécimo escenario; dos parejas de poco más de veinte años, ellas con el pelo crespo y con mucha laca y demasiado maquilladas, ellos con pantalones flojos de cuadros y camisas llamativas; un cuarteto de jóvenes de pueblo a la moda. Una de las mujeres, la gordinflona, se puso a chillar asustada, cuando vio a Joel Tuck. La otra también gritó, aunque sólo porque lo había hecho su amiga. Los hombres pusieron unos brazos protectores sobre los hombros de sus chicas, como si existiese el peligro real de que Joel Tuck saltase de su pequeño estrado con la intención de violarlas o comérselas.
Cuando los espectadores empezaron a hacer comentarios, Joel Tuck levantó el libro, se puso a leer de nuevo y no les hizo caso cuando ellos le hicieron preguntas, atrincherado detrás de una dignidad tan sólida que era casi tangible. En efecto, era tal la dignidad que los presentes la advirtieron y se fueron intimidando hasta quedar reducidos a un silencio respetuoso.
Fue llegando más público. Yo me quedé un momento más, mirando a Joel y respirando los olores a lona recalentada por el sol, a serrín y tierra. Luego bajé la vista al trozo de tierra cubierto de serrín que había entre la cuerda y la tarima y, de nuevo, me transmitió imágenes de descomposición y muerte. Pero por mucho que lo intenté, no pude descubrir exactamente qué significado tenían aquellas tenebrosas vibraciones. Salvo que… seguía experimentando la inquietante sensación de que aquella tierra iba a ser removida con una pala para hacer de ella una tumba para mí.
Supe que iba a volver. Cuando el recinto se cerrase. Cuando los fenómenos de feria se hubiesen marchado y la tienda estuviese desierta. Me deslizaría a hurtadillas para observar aquel trozo de tierra, para apoyar mis manos contra el suelo, para tratar de obtener algún aviso más explícito de la energía psíquica allí concentrada. Tenía que blindarme contra el peligro inminente y no podría hacerlo hasta que supiese con exactitud de qué peligro se trataba.
Cuando salí del díezenuno y volví al paseo, el cielo crepuscular tenía el mismo color que mis ojos.
Debido a que era la penúltima noche de nuestra estancia en aquel lugar y además viernes, el público se quedó más tiempo y la feria cerró más tarde que la noche anterior. Era casi la una y media cuando guardé los ositos de felpa dentro de la caseta del medidor de fuerza y, cargando con monedas que tintineaban a cada paso que daba, me dirigí a la explanada, al remolque de Rya.
La Luna iluminaba la parte posterior de unas delgadas y ligeras nubes y ribeteaba sus diáfanos bordes de pura plata, haciéndoles realizar filigranas en el cielo nocturno.
Rya ya había terminado con los otros cajeros y me estaba esperando. Iba vestida de forma muy parecida a la noche anterior; unos pantalones cortos verde pálido, una camiseta blanca, ninguna joya; pero no le hacían falta joyas, pues estaba más radiante con su belleza sin adornos de lo que habría podido estar con una serie de collares de diamantes.
No estaba comunicativa y hablaba sólo cuando yo le dirigía la palabra, contestando con monosílabos. Tomó el dinero, lo guardó en un armario y me dio la paga correspondiente a medio día, que yo metí en un bolsillo de los vaqueros.
Mientras ella llevaba a cabo estas tareas, yo la miraba intensamente, no sólo porque estaba preciosa, sino porque yo no había olvidado la visión de la noche anterior, cuando, justo fuera del remolque, cobró trémula vida ante mis ojos una aparición de Rya, manchada de sangre y sangrando por una comisura de la boca, y me rogó con dulzura que no la dejase morir. Yo albergaba la esperanza de que, de nuevo en presencia de la Rya real, se me estimularía la clarividencia, tendría nuevas y más detalladas premoniciones, para poder así advertirle sobre un peligro específico. Pero todo lo que logré al estar de nuevo cerca de ella fue volver a percibir aquella profunda tristeza suya… y excitarme sexualmente.
Una vez que me hubo pagado, no me quedaban excusas para seguir allí, de modo que le di las buenas noches y me encaminé hacia la puerta.
—Mañana será un día muy movido —dijo antes de que yo hubiese traspasado el umbral de la puerta.
—Los sábados siempre lo son —respondí, volviéndome hacia ella.
—Además, mañana es noche de mudanza; lo desmontamos todo.
Y el domingo nos instalaríamos en Yontsdown. Yo no quería pensar en ello.
—Los sábados hay siempre tanto trabajo que los viernes me cuesta conciliar el sueño —manifestó ella.
Sospeché que, al igual que yo, tenía problemas para conciliar el sueño la mayoría de las noches y que, cuando lo lograba, solía despertarse desasosegada.
—Sé a lo que te refieres —repliqué torpemente.
—Caminar ayuda —prosiguió ella—. A veces, los viernes por la noche, me acerco al recinto ferial y doy vueltas y vueltas por él; me desprendo del exceso de energía y dejo que la paz, cómo te diría…, entre dentro de mí. Es tranquilo cuando está cerrado, cuando el público se ha marchado y las luces están apagadas. Todavía es mejor… cuando nos instalamos en un lugar como éste, donde el recinto está en el campo; entonces me voy a caminar por los campos próximos o incluso, si hay un camino o un buen sendero… y luna, por los bosques.
Salvo por la conferencia terminante que me había lanzado sobre la forma de manejar el medidor de fuerza, aquél era el discurso más largo que le había oído y lo que más se había acercado a un intento de establecer una relación conmigo. Sin embargo, su voz seguía siendo tan impersonal y formal como durante las horas de trabajo. De hecho, era incluso más fría que antes, porque carecía de la excitación efervescente del empresario ocupado en resolver rápidamente asuntos económicos. Ahora era una voz monótona, indiferente, como si, con el cierre de la feria, la hubiesen abandonado todo propósito, resolución e interés para no volver hasta la función del día siguiente. Era una voz tan monótona y gris, tan llena de hastío, que, sin la percepción especial de mi sexto sentido, no me habría dado cuenta de que necesitaba de contacto humano, en realidad estaba tendiendo una mano hacia mí. Yo era consciente de que ella estaba tratando de mostrarse despreocupada, incluso simpática, pero que ello no le resultaba fácil.
—Esta noche hay luna —dije yo.
—Sí.
—Y campos cerca.
—Sí.
—Y bosques.
Ella bajó la mirada a sus pies descalzos.
—Yo estaba precisamente pensando en dar un paseo —le confesé.
Sin mirarme, se dirigió al sillón, delante del cual había dejado un par de zapatillas de tenis, se las calzó y se acercó a mí.
Nos pusimos a caminar. Paseamos por las calles provisionales de aquel pueblo de remolques; luego salimos al campo abierto donde la hierba silvestre era negra y plateada bajo las sombras nocturnas y los rayos de la luna; aunque la hierba le llegaba hasta la rodilla y debía de arañarle sus piernas desnudas, no se quejó. Caminamos un rato en silencio, al principio porque ambos estábamos demasiado tensos para iniciar una conversación apropiada, luego porque la conversación empezó a carecer de importancia.
En el lindero del prado, nos desviamos hacia el noroeste y seguimos la línea de árboles; una agradable brisa se levantó a nuestras espaldas. A aquella avanzada hora de la noche, los elevados terraplenes del bosque se alzaban como almenas majestuosas; no parecían una apretada fila de pinos, arces y abedules, sino, por el contrario, unas sólidas y negras barreras a través de las cuales no se podía abrir brecha: debían ser escaladas. Finalmente, a unos ochocientos metros detrás del recinto ferial, llegamos a un lugar donde un estrecho camino de tierra dividía el bosque y ascendía hacia la noche y hacia lo desconocido.
Sin intercambiar una sola palabra, nos metimos en ese sendero y seguimos caminando. Habíamos recorrido tal vez unos doscientos metros cuando ella habló por fin.
—¿Sueñas?
—A veces —le contesté.
—¿En qué?
—En duendes —confesé con toda sinceridad, si bien estaba dispuesto a empezar a mentir si ella me pedía demasiadas explicaciones.
—Pesadillas —concluyó ella.
—Sí.
—¿Tus sueños suelen ser pesadillas?
—Sí.
A pesar de que las montañas de Pensilvania carecían de la inmensidad y de aquel sentido de una antigüedad primordial que hacían tan impresionantes las Siskiyou, había, sin embargo, aquel silencio humilde que sólo se puede encontrar en el desierto, una calma más reverente que la de una catedral y que, aun cuando no hubiese nadie susceptible de escuchar, instaba a hablar bajo, casi en susurros.
—Los míos también —dijo ella—. Pesadillas. No sólo de vez en cuando. Siempre.
—¿Duendes?
—No.
No añadió nada. Yo sabía que seguiría hablándome sólo cuando ella así lo decidiese.
Seguimos caminando. El bosque era denso a ambos lados. A la luz de la luna, el camino de tierra tenía una fosforescencia gris que lo hacía parecer un lecho de cenizas, como si el carro de Dios hubiese atravesado el bosque a gran velocidad, con las ruedas ardiendo con un fuego divino y dejando un rastro de combustión total.
—Cementerios —volvió a hablar al cabo de un rato.
—¿En tus sueños?
Se puso a hablar tan suavemente como la brisa:
—Sí. No siempre es el mismo cementerio. A veces es una extensión llana que se prolonga hasta cada horizonte, con una lápida detrás de la otra y todas ellas idénticas. —Bajó todavía más el tono de voz—. Y a veces es un cementerio cubierto de nieve en una colina, con árboles pelados, que tienen montones de ramas negras y puntiagudas y lápidas sepulcrales que bajan y bajan por la pendiente formando terrazas, todas ellas diferentes, obeliscos de mármol y losas de granito y estatuas que se han inclinado y gastado a causa de los muchos inviernos soportados… Y yo estoy caminando hacia el pie del cementerio, el pie de la colina…, hacia el camino que me llevará fuera de allí… Estoy segura de que allá abajo, en alguna parte, hay una carretera…, pero no puedo encontrarla de ninguna manera. —En aquellos momentos su tono de voz no solamente era bajo, sino tan triste que noté una fría línea bajar por mi columna vertebral, como si su voz fuese una hoja helada clavada en mi piel—. Al principio, temerosa de resbalar y caerme en la nieve, me desplazo lentamente entre los monumentos, pero cuando he bajado varios niveles y sigo sin ver la carretera abajo…, empiezo a caminar más deprisa… y más deprisa… y no tardo en echar a correr. Tropiezo, me caigo, me levanto, sigo corriendo, sorteo las tumbas, me precipito colina abajo… —Una pausa. Respiración poco profunda expelida con un ligero suspiro de miedo y con unas cuantas palabras más—. ¿Sabes lo que encuentro entonces?
Yo creía saberlo. Habíamos llegado a la cima de una pequeña colina y seguimos caminando.
—Ves un nombre en una de las lápidas y es el tuyo —le respondí.
Ella se estremeció.
—Uno de ellos es el mío. Lo presiento en cada sueño. Pero no, nunca lo encuentro. Casi deseo descubrirlo. Pienso que…, si lo encuentro…, si encuentro mi propia tumba…, dejaré de soñar estas cosas…
Porque no te despertarías, pensé yo. Estarías muerta de verdad. Dicen que es eso lo que sucede cuando uno no se despierta antes de haber muerto en el sueño. Morir en un sueño significa no volverse a despertar.
—Lo que encuentro cuando he descendido lo suficiente por la colina es… la carretera que estoy buscando…, salvo que ya no es una carretera. Han enterrado gente y levantado lápidas sobre el asfalto, como si hubiesen tenido que enterrar a tantos que se hubiesen quedado sin espacio en el cementerio y no les hubiera quedado más remedio que ponerlos donde fuese. Cientos de lápidas, de cuatro en cuatro, hilera tras hilera a lo largo de la carretera. De modo que…, ya ves…, ya no puedo marcharme por la carretera. Se ha convertido en parte del cementerio. Y debajo de ella hay árboles muertos y más monumentos que, hasta donde me alcanza la vista, cubren la pendiente de la colina formando repisa tras repisa. Y lo peor es que… sé que toda aquella gente ha muerto… por…
—¿Por qué?
—Por mi causa —dijo ella en un tono tristísimo—. Porque yo la he matado.
—Das la impresión de sentirte culpable —le manifesté.
—Y así es.
—Pero no es más que un sueño.
—Cuando me despierto…, persiste… Es demasiado real para ser un sueño. Tiene más sentido que un simple sueño. Tal vez sea… un presagio.
—Sin embargo, tú no eres una asesina.
—No.
—¿Qué sentido puede tener entonces?
—No lo sé.
—Cosas de sueños, nada más. Es absurdo —insistí yo.
—No.
—En ese caso, cuéntame qué sentido tiene. Cuéntame lo que significa.
—No puedo —respondió.
Pero, mientras ella hablaba, yo tuve la inquietante sensación de que sabía con toda precisión qué significado tenía el sueño y que había empezado a mentirme de la misma forma que habría hecho yo si ella me hubiese presionado para que le diese demasiados detalles sobre los duendes de mis pesadillas.
Habíamos estado siguiendo el camino de tierra, que subía y bajaba por una suave colina, rodeaba a continuación un recodo de unos cuatrocientos metros y atravesaba un grupo de robles, donde la luz de la luna era más tenue; en total, quizás una distancia de poco más de kilómetro y medio. Llegamos finalmente donde terminaba el camino, en la orilla de un lago pequeño rodeado de bosque.
La orilla, que formaba una suave pendiente antes de llegar al agua, estaba cubierta de una hierba lozana y blanda. El lago parecía una enorme balsa de aceite y habría podido parecer cualquier otra cosa si la Luna y las dispersas estrellas color blanco escarcha no se hubiesen reflejado en su superficie, iluminando así vagamente unos cuantos remolinos y rizos. La hierba, agitada por la brisa, al igual que la del prado situado detrás de los remolques, era negra, con un fino reborde plateado en cada tierna brizna.
Ella se sentó en la hierba; yo me senté junto a ella.
Parecía desear nuevamente silencio.
La complací.
Sentados bajo la bóveda de la noche y escuchando los lejanos grillos y el tranquilo chapoteo de los peces que cogían insectos de la superficie del agua, la conversación volvía a ser innecesaria. Me bastaba con estar a su lado, separado de ella por una distancia menor que la longitud de un brazo.
Me impresionaba el contraste entre ese lugar y aquellos donde había pasado el resto del día. Primero Yontsdown, con las chimeneas, los edificios medievales y aquella sensación omnipresente de estar bajo la amenaza de un hado; luego la feria con sus placeres chillones y el enjambre de público. Era un alivio estar ahora un rato donde no había más pruebas de la existencia del hombre que el camino de tierra que allí llevaba, el cual habíamos dejado a nuestra espalda y en el que no quería pensar. Gregario por naturaleza, había sin embargo ocasiones en que la compañía de otros seres humanos me hastiaba tanto como me repelían y repugnaban los duendes. Y a veces, cuando veía a hombres y mujeres comportándose de forma tan cruel como se habían mostrado aquellos jóvenes delante de Joel Tuck aquel mismo día, se me ocurría que nos merecíamos a los duendes, que éramos una raza trágicamente imperfecta, incapaz de apreciar de modo adecuado el milagro de nuestra existencia, y que nos habíamos ganado las crueles atenciones de los duendes con nuestros respectivos actos despreciables. Al fin y al cabo, muchos de los dioses a quienes venerábamos eran, en mayor o menor grado, críticos, exigentes y capaces de crueldades desgarradoras. ¿Quién podía decir que no nos habían mandado una plaga de duendes como justo castigo por nuestros pecados? No obstante, allí, en medio de la tranquilidad del bosque, me llené de una energía depuradora y, poco a poco y a pesar de toda aquella charla sobre cementerios y pesadillas que habíamos mantenido, empecé a sentirme mejor.
Al cabo de un rato, me di cuenta de que Rya estaba llorando. No hacía ruido, pues los silenciosos sollozos no sacudían su cuerpo. No advertí su estado hasta que empecé a recibir la impresión psíquica de su terrible tristeza, que de nuevo brotaba en ella. Miré de reojo y vi una brillante lágrima correr por su tersa mejilla, otro punto de plata bajo la luz de la luna.
—¿Qué pasa? —quise saber. Ella meneó la cabeza—. ¿No quieres hablar?
Volvió a menear la cabeza.
Del mismo modo que me daba cuenta cabal de que necesitaba consuelo, de que había acudido expresamente a mí en busca de consuelo, me percataba también de que no sabía cómo proporcionárselo. Aparté los ojos de ella y me puse a mirar la negrura oleaginosa del lago. ¡Demonios! Aquella muchacha alteraba mis circuitos lógicos. No se parecía a ninguna persona que hubiese conocido; tenía oscuros secretos y un fondo desconcertante. No me atrevía a reaccionar ante ella de modo despreocupado o directo, como habría reaccionado con cualquier otra persona. Me sentía como si fuese un astronauta que se encontrase por primera vez con un extraño ser de otro mundo, abrumado ante la conciencia del abismo que había entre ambos, temeroso de actuar por miedo a que la comunicación inicial fuese mal interpretada. Por consiguiente, fui incapaz de reaccionar, incapaz de actuar. Empecé a decirme que había sido un estúpido al haber soñado con poder calentar la frialdad que había entre nosotros, que había sido un idiota por imaginar que era posible una estrecha amistad con ella, que me había ilusionado sin consultar con la cabeza, que eran aguas demasiado oscuras y extrañas, que jamás llegaría a comprenderla, que…
Y entonces me besó.
Puso sus suaves labios sobre los míos y su boca se abrió a mí; yo le devolví el beso con una pasión que nunca había experimentado con anterioridad. Nuestras lenguas se buscaron y se mezclaron hasta que no pude decir cuál era la mía o la suya. Puse mis manos sobre su maravilloso pelo, una mezcla de castaño rojizo y rubio a la luz del día, pero ahora argénteo, y dejé que se deslizase por mis dedos. La misma sensación habría podido dar la luz de la luna devanada de poder convertirse en una hebra fría y de seda. Acaricié su rostro y la textura de su piel me dio escalofríos. Fui bajando las manos por el cuello, la sujeté por los hombros mientras nuestros besos se hacían más profundos y, finalmente, tomé sus pechos en mis manos.
Ella no había dejado de temblar desde el momento en que se había apoyado contra mí y me había dado el primer beso. Yo presentí que no se trataba de temblores de excitación erótica, sino del testimonio de una inseguridad, una torpeza, una timidez y un miedo al rechazo, muy similares a los de mi propio estado de ánimo. De pronto, se estremeció con más intensidad. Se apartó de mí y dijo:
—¡Dios mío!
—¿Qué pasa? —pregunté yo sin aliento.
—¿Por qué dos personas…?
—¿Qué?
—¿No pueden…?
—¿Qué?
Ahora corrían lágrimas por su rostro. Su voz temblaba.
—Simplemente acercarse la una a la otra…
—Tú y yo nos hemos acercado.
—… y echar a un lado la barrera…
—No hay barrera. Ahora, no.
Me percaté de aquella tristeza suya, de un pozo de soledad demasiado profundo para sondearlo y de un gran distanciamiento, y tuve miedo de que ello fuese a postrarla en el peor momento posible, a obligarnos precisamente a ese alejamiento que ella pretendía temer.
—Está ahí… —prosiguió ella—. Siempre está ahí… Siempre resulta tan difícil establecer un contacto real…, un…
—Es fácil —repliqué yo.
—No.
—Estamos a más de medio camino.
—Un foso…, un abismo…
—Cállate —le dije de una forma tan dulce y cariñosa como jamás había dicho esta palabra. Y volví a abrazarla y a besarla.
Nos besamos y acariciamos con un fervor que aumentaba por segundos, pero determinados a saborear aquella primera exploración. A pesar de que no hacía más de cinco o diez minutos que estábamos sentados allí en la hierba, parecía que habían pasado días enteros sin ser apercibidos. Cuando ella volvió a apartarse de mí, yo empecé a protestar. Pero ella dijo «Silencio» de una forma que no tuve más remedio que callarme. Se levantó y sin ninguno de esos manoseos frustrantes de botones, corchetes y cremalleras que a veces pueden enfriar la pasión, su ropa resbaló por su cuerpo y se quedó maravillosamente desnuda.
Incluso en medio de las tinieblas del oscuro bosque seguía pareciendo la hija del sol, pues el resplandor de la luna no era otra cosa que un reflejo de la luz solar y, en aquellos momentos, todos los rayos de aquel sol de lance parecían concentrarse en ella. Su piel se volvió traslúcida bajo los rayos de la luna, que acentuaron sus curvas y planos exquisitamente sensuales, las convexidades y concavidades de aquel cuerpo sin defecto. Eros en negro y plata, ambos tonos entrecruzándose con fluidez. La esfera de sus nalgas, de un color de escarcha plateada y que la oscuridad hendía a la perfección; una película de escarcha moldeada en la tentadora musculatura de un muslo; un destello de plata que rozaba un poco de vello púbico, crespo y brillante; la concavidad de su vientre, que el toque nacarado de la luz de la luna curvaba formando un liso y pequeño hueco de sombras, para luego volver a adoptar aquella tonalidad de perla antes de llegar a la oscuridad de los recios pechos; oh, sí, sus pechos, altos con un contorno que quitaba la respiración y unos pezones turgentes, coloreados mitad de plata y mitad de negro. Una luz blanquecina, una luz nívea, una luz platino brillaba sobre —y aparentemente también desde dentro— los hombros elegantes y tersos, trazaba la delicada línea de la garganta y se paseaba por los frágiles pliegues y arrugas de una oreja semejante a una concha.
Fue descendiendo con una gracia lenta, como una entidad celestial, como si llegase de una gran altura, hasta quedarse tumbada sobre la espesa y suave hierba.
Yo me desnudé.
Le hice el amor con las manos, con los labios, con la lengua… Antes de pensar siquiera en penetrarla, le había hecho experimentar dos orgasmos. Yo no era un gran amante; estaba lejos de serlo; mi experiencia sexual se reducía a dos mujeres en otras ferias antes de aquélla. Pero a través de mi sexto sentido me parecía saber siempre lo que querían, lo que les gustaría.
Luego, estando ella todavía echada sobre aquel lecho de negra hierba, le separé los lisos y brillantes muslos y me metí entre ellos. El momento inicial de penetración fue el mecanismo anatómico habitual y normal; pero cuando nos unimos, la experiencia dejó de ser normal, dejó de ser corriente, se elevó desde lo mecánico al misticismo y no nos convertimos meramente en amantes, sino en un solo organismo que perseguía, instintiva e inconscientemente, cierta apoteosis medio vislumbrada, misteriosa pero deseada con desesperación, tanto del alma como del cuerpo. Su respuesta para conmigo parecía tan psíquica como lo era la mía para con ella. Mientras estuvo pegada a mí, en ningún momento se movió de una forma inadecuada susceptible de romper la unidad, ni murmuró una palabra inoportuna, ni tampoco, perturbó de algún modo el ritmo profundamente satisfactorio y asombrosamente complejo de nuestra pasión, sino que armonizó cada flexión e inflexión, cada avance y retroceso, cada pausa vibrante, cada estremecimiento y caricia, hasta que alcanzamos e incluso sobrepasamos la armonía perfecta. El mundo se alejó de nosotros. Éramos uno; lo éramos todo; éramos lo único.
Dado aquel estado sublime y casi sagrado, la eyaculación parecía una gran ofensa, no la conclusión natural de nuestra unión sino una cruda intrusión de la despreciable biología. Pero era inevitable. De hecho, no sólo era ineludible, sino que no tardó mucho en llegar. Llevaba dentro de ella tal vez cuatro o cinco minutos cuando noté que llegaba la erupción y me di cuenta, con cierta turbación, de que era incontenible. Empecé a retirarme, pero ella me abrazó todavía con más fuerza, me entrelazó con sus esbeltas piernas y apretó cálidamente su sexo alrededor del mío. Yo expresé con palabras entrecortadas el posible peligro de embarazo, pero ella dijo:
—No te preocupes, Slim, no te preocupes. De todas formas, no puedo tener hijos, no puedo tener hijos. Slim, tranquilo; ven, cariño, ven, lléname.
Apenas pronunciadas las últimas palabras, se estremeció con otro orgasmo, arqueó el cuerpo contra mí y apretó sus pechos contra el mío, sacudida por temblores; y, de repente, me desaté y me solté, y unas largas y fluidas cintas de esperma surgieron de mí para ir a deshacerse dentro de ella.
Nos costó un buen rato volver a ser conscientes del mundo que nos rodeaba y todavía más separarnos. Pero al final nos tumbamos boca arriba uno junto al otro sobre la hierba y nos pusimos a mirar el cielo nocturno con las manos entrelazadas. Permanecimos en silencio porque, en aquel momento, todo lo que había que decir ya había sido dicho sin recurrir a las palabras.
Quizás habían transcurrido más de cinco intensos minutos antes de que ella dijera:
—¿Quién eres, Slim MacKenzie?
—Sólo yo.
—Alguien especial.
—¿Estás bromeando? ¿Especial? No he podido contenerme. Me he disparado como los fuegos artificiales. ¡Joder! Te prometo algo más de dominio la próxima vez. No soy un gran amante, no soy un casanova, te lo aseguro, pero normalmente resisto más que…
—Para —me interrumpió ella dulcemente—. No lo eches todo por tierra. No hagas ver ahora que no ha sido lo más natural, lo más excitante…, lo más sublime que hayas sentido jamás. Porque ha sido así. Sí.
—Pero yo…
—Ha durado lo suficiente. Exactamente lo suficiente. Y ahora cállate.
Me callé.
El viento se había llevado la filigrana de nubes. El cielo estaba cristalino. La Luna era como un globo de Lalique.
Aquel día extraordinario por sus contrastes había tenido cosas asombrosamente atroces y horrorosas, pero también había estado lleno de una belleza que era casi fatalista dentro de su intensidad. Los asquerosos duendes de Yontsdown. Para compensarlos, Rya Raines. El carácter gris y triste de aquella ciudad miserable. Para equilibrarlo, aquel maravilloso techo de luna y estrellas bajo las cuales yo yacía, saciado. Las visiones de incendio y muerte en la escuela elemental. Frente a ello, el recuerdo de aquel cuerpo bañado por la luz de la luna que bajaba hasta la hierba con una promesa de placer. Sin Rya, habría sido un día de una desesperación pura y total. Allí, en la orilla de aquel lago oscuro, ella parecía ser —por lo menos en aquel momento— la encarnación de todo lo que había salido bien de los proyectos de la arquitectura divina con respecto al universo. Si yo hubiese podido localizar a Dios en aquel instante, habría empezado a tirar insistentemente del dobladillo de su túnica, le habría dado patadas en la espinilla y me habría puesto pesadísimo hasta que Él hubiese aceptado volver a reconstruir aquellas grandes porciones de Su creación que había arruinado la primera vez y utilizar, durante esta reconstrucción, a Rya Raines como supremo modelo de aquello que era posible sólo con que Él pusiese toda su mente y talento en la empresa.
Joel Tuck estaba equivocado. Yo no estaba chiflado por ella.
Yo estaba enamorado de ella.
¡Que Dios me ayudase! Estaba enamorado de ella. Y, si bien entonces yo no lo sabía, no tardaría mucho en llegar el momento en que, a causa de mi amor por ella, necesitaría desesperadamente la ayuda de Dios para sobrevivir.
Al cabo de un rato ella soltó mi mano, se sentó, dobló las rodillas, se rodeó las piernas con los brazos y se puso a mirar el oscuro lago, donde chapoteó un pez que enseguida siguió nadando en silencio. Yo me senté también. Pero seguimos sin sentir la necesidad de ser más locuaces que los peces que nadaban.
Otro chapoteo lejano.
Un susurro de juncos agitados por el viento al borde del agua.
El canto de un grillo.
El lastimero grito de una rana macho llamando a la hembra.
De pronto me di cuenta de que Rya estaba llorando otra vez.
Llevé una mano a su rostro y humedecí la yema de un dedo con una lágrima.
—¿Qué pasa? —pregunté. Ella no contestó—. Cuéntamelo —insistí.
—No —dijo ella.
—¿No qué?
—No quiero hablar.
Guardé silencio.
Ella guardó silencio también.
Las ranas guardaron finalmente silencio.
Cuando ella habló al cabo de un buen rato fue para decir:
—El agua está tentadora.
—Sólo mojada.
—Invítadora.
—Probablemente el lago esté cubierto de algas y en el fondo haya barro.
—Con frecuencia en Gibtown, en Florida, durante la temporada de descanso, me voy a la playa y doy largos paseos, y a veces pienso en lo bonito que sería ponerse a nadar mar adentro, seguir hasta muy lejos y no volver nunca más.
Se había apoderado de ella un increíble abatimiento espiritual y emocional, una melancolía sobrecogedora. Me pregunté si aquello estaría relacionado con el hecho de no poder tener hijos. Pero me parecía que la esterilidad no era causa suficiente para aquel profundo desaliento. En aquel momento, su voz era la de una mujer cuyo corazón hubiese sido corroído por una tristeza amarga de tal pureza y fuerza acida que su fuente desafiaba a toda imaginación.
Yo era incapaz de comprender cómo podía pasar del éxtasis al pesimismo tan velozmente. Hacía sólo unos minutos que me estaba diciendo que nuestro acto de amor había sido lo más sublime, y ahora se estaba hundiendo, casi con satisfacción, en la desesperación, en un completo pesimismo, en una desolación tenebrosa y privada que la minaba a ella y a mí me daba un miedo mortal.
—¿No sería bonito nadar mar adentro hasta donde fuese posible y entonces, agotados, seguir nadando hasta que los brazos pesasen como plomo, las piernas como pesos de buzo y…?
—¡No! —exclamé bruscamente, para luego tomarle el rostro con las dos manos y volverle la cabeza para obligarla a mirarme—. No, no sería bonito. No sería bonito en absoluto. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué te pasa? ¿Por qué eres así?
No hubo respuesta ni en sus labios ni en sus ojos; sólo en estos últimos una desolación impenetrable, incluso para mi sexto sentido, una soledad que parecía ser en esencia impermeable a todo intento de penetración que yo hubiese confiado en realizar. Consciente de ello, se me encogió el estómago de miedo, noté el corazón hueco y muerto, y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Llevado por la desesperación, la tumbé sobre la hierba, la besé, la acaricié y empecé a hacerle de nuevo el amor. Al principio, se mostró reticente, pero luego empezó a responder. No tardamos en ser uno solo y, en esta ocasión, a pesar de las palabras de suicidio y a pesar de que ella no me permitía comprender la causa de su desesperación, estuvimos mejor incluso que la vez anterior. Si la pasión era la única cuerda que yo podía lanzarle, si era lo único susceptible de apartarla de las arenas movedizas espirituales que la estaban hundiendo, resultaba por lo menos tranquilizador saber que mi pasión por ella era una cuerda salvavidas de longitud infinita.
Agotados, estuvimos un rato uno en brazos del otro. La calidad de nuestro mutuo silencio no degeneró esta vez en una melancolía fúnebre como había ocurrido antes. Pasado un rato, nos vestimos y emprendimos el regreso a la feria por el camino del bosque.
Lo que habíamos iniciado aquella noche me animaba; me embargaba una esperanza por el futuro que no había conocido desde el día en que había visto al primer duende. Tenía ganas de gritar, de echar la cabeza hacia atrás y sonreírle a la Luna, pero no hice nada parecido, pues a cada paso que dábamos y que nos alejaba de aquella soledad, iba sintiendo también miedo, se iba apoderando de mí un profundo temor de que ella volviese a oscilar de la felicidad a la desesperación, de que en aquella ocasión no pudiese volver a regresar a la luz. Asimismo, me daba miedo aquella visión, no olvidada, de su rostro ensangrentado y lo que esa visión podía presagiar. Era un brebaje turbulento de emociones conflictivas, que no era fácil mantener bajo el punto de ebullición, sobre todo para un muchacho de diecisiete años lejos de casa, separado de la familia y con una terrible necesidad de afecto, objetivos y estabilidad. Por suerte, Rya estuvo de buen humor durante todo el camino de regreso hasta la puerta de la caravana Airstream. Así me ahorró la desalentadora visión de un nuevo descenso a aquellos reinos de la melancolía y me dejó, aunque sólo en cierta medida, con la confianza de que finalmente la convencería de dejar de lado para siempre la idea de ponerse a nadar de forma suicida en el nada afectuoso abrazo de los agitados mares de Florida.
En cuanto a la visión… Bien, tendría que encontrar el medio de ayudarle a evitar el peligro que se avecinaba. A diferencia del pasado, el futuro podía ser cambiado.
Una vez en la puerta, nos besamos.
—Todavía te siento dentro de mí —dijo ella—. Y tu semen, todavía caliente en mi interior, sigue abrasándome. Me lo llevaré a la cama conmigo, me acurrucaré alrededor del calor de tu semen y será como una hoguera que montará guardia durante la noche y alejará los malos sueños. Nada de cementerios esta noche, Slim. Esta noche, no.
Entró y cerró la puerta detrás de ella.
Gracias a los duendes, que me llenan de tensión paranoica cuando estoy despierto y perturban mi sueño con pesadillas, estoy acostumbrado al insomnio. He vivido durante años con poco sueño, la mayoría de las noches unas cuantas horas, ninguna algunos días, y, poco a poco, mi metabolismo se ha adaptado al hecho de que mi capacidad de permanecer alerta nunca se agotará. Aquella noche, a pesar de que eran ya las cuatro de la madrugada, estaba también despabilado, pero por lo menos en aquella ocasión la causa de mi insomnio era una alegría incontrolable en lugar de un frío terror.
Fui caminando hasta el recinto ferial.
Seguí la avenida central, pensando preocupado en Rya. Llenaba mi mente un torrente tan grande de imágenes vivas que no creía que hubiera espacio para pensamientos de otra índole. Pero al cabo de un rato me percaté de que había dejado de caminar, que tenía los puños apretados en los costados, que un escalofrío había tomado posesión de mí, que estaba delante de la atracción La Ciudad de los Horrores de Joel Tuck y de que me hallaba allí con un propósito concreto. Miraba las banderas de Wyatt que abarcaban la parte delantera de la tienda. Aquellas imágenes de los fenómenos de feria eran más perturbadoras ahora, bajo los rayos de luna que iban perdiendo intensidad de luz y apenas los iluminaban, que a la inflexible luz del día, porque la imaginación humana podía evocar entonces unas atrocidades peores incluso que las susceptibles de ser cometidas por Dios. Mientras mi consciencia estaba concentrada en Rya, mi subconsciente me había llevado allí con el propósito de investigar aquel pedazo de tierra del duodécimo escenario, desde el cual había percibido fuertes impresiones psíquicas de muerte.
Quizá de mi propia muerte.
No quería entrar.
Quería alejarme de allí.
Mientras contemplaba los faldones de lona que hacían de puerta y que estaban bajados, las ganas de alejarme se convirtieron en un deseo apremiante de echar a correr.
Pero allí dentro estaba una de las claves de mi futuro. Tenía que saber con exactitud qué magnetismo psíquico me había llevado allí la tarde anterior. A fin de potenciar mis probabilidades de sobrevivir, tenía que saber por qué el suelo de tierra que había delante de la tarima de Joel Tuck había irradiado aquellas energías mortales y por qué yo presentía que precisamente ese trozo de suelo podía convertirse en mi propia tumba.
Me dije que no había nada que temer en el interior de la tienda. Los fenómenos no estaban allí, sino en sus caravanas, durmiendo. Además, aunque hubiesen estado allí, ninguno de ellos me habría hecho daño. Y la propia carpa no era en sí misma peligrosa o maligna, sólo una enorme estructura de lona, atormentada (si así era) por nada más grave que la estupidez y la irreflexión de diez mil espectadores.
Sin embargo, tenía miedo.
Aterrado, me acerqué a las puertas de lona firmemente amarradas que cerraban la entrada.
Una vez allí, temblando, desaté una cuerda.
Sin dejar de temblar, entré.