El siguiente destino de la feria Hermanos Sombra era la pequeña ciudad de Yontsdown (de 22.450 habitantes, según indicaba el letrero de bienvenida colocado al borde de los límites de la ciudad), situada en el condado de Yontsdown (Pensilvania), en su mayor parte montañoso. La ciudad se había establecido en unas cuencas mineras, ahora agotadas, y se mantenía exclusivamente gracias a una fábrica siderúrgica y a una cochera regional de ferrocarril. En la actualidad, estaba en franca decadencia, aunque era ajena a la inevitabilidad de su ocaso. Cuando el compromiso actual llegase a su fin, el sábado por la noche, la feria sería desmontada, embalada y acarreada unos doscientos kilómetros por el estado hasta el recinto ferial del condado de Yontsdown. Los mineros, los obreros de la fábrica y los empleados de la cochera estaban acostumbrados a veladas y fines de semana estructurados en torno al aparato de televisión, los bares de la localidad y alguna de las tres iglesias católicas que siempre organizaban actos sociales, bailes y cenas donde cada uno llevaba un plato; y, por tanto, recibirían a la feria con el mismo entusiasmo que habían demostrado los campesinos del destino anterior.
El viernes por la mañana fui a Yontsdown con Gelatina Jordan y un hombre llamado Luke Bendingo, que conducía el coche. Yo me senté delante con Luke, mientras que nuestro gordo jefe, pulcramente vestido con unos pantalones anchos negros, una camisa ligera de verano de color marrón y una chaqueta de espiga, con un aspecto más semejante a un hacendado bien alimentado que a un feriante, se instaló solo en la parte trasera. Mientras recorríamos primero una tierra de granjas y luego empezábamos a subir por las montañas, desde el interior del Cadillac amarillo de Gelatina, disfrutando del lujo del aire acondicionado, podíamos deleitarnos contemplando la belleza verde del húmedo paisaje de agosto.
Íbamos a Yontsdown a allanar el camino del séquito ferial que iría llegando durante las primeras horas del domingo. El camino que íbamos a allanar no era precisamente aquel por donde pasaría la comitiva; era, de hecho, el camino que llevaba directamente a los bolsillos de las autoridades y los cargos públicos de la ciudad.
Gelatina era el director general de la feria Hermanos Sombra, lo cual era un trabajo importante y exigente. Pero era también el «negociador» y sus deberes en estas funciones podían ser a veces mucho más importantes que cualquier otra cosa que hiciese en el desempeño de su cargo de director general. Todas las ferias tenían contratado a un hombre cuyo trabajo consistía en sobornar a los funcionarios públicos, al que llamaban el negociador porque se adelantaba al espectáculo y negociaba con la policía, los concejales municipales y otros cargos clave de la administración pública, «obsequiándoles» dinero bajo mano y talonarios de entradas gratis para familiares y amigos. Si una feria hubiese intentado operar sin un negociador, sin el gasto adicional del soborno, la policía habría hecho incursión en el recinto ferial con propósitos vengativos. Habrían cerrado las atracciones, aunque se tratase de una empresa honesta que no estafara la pasta a sus clientes. La policía, llena de rencor y ejerciendo su autoridad con alegre desprecio por la justicia y la propiedad, no dudaría en precintar incluso el más limpio de los espectáculos de destape, abusaría de los reglamentos del Departamento de Sanidad para cerrar todos los chiringuitos de comidas, declararía de forma legal que las atracciones emocionantes eran peligrosas a pesar de ser evidentemente seguras y acabaría ahogando a la feria en la sumisión. Gelatina trataba de evitar precisamente esta catástrofe en Yontsdown.
Era un hombre adecuado para ese trabajo. Un negociador debía ser simpático y divertido, y Gelatina era ambas cosas. Un negociador debía tener un pico de oro y ser un completo zalamero, capaz de pagar un soborno sin que pareciese un soborno. A fin de mantener la ilusión de que el soborno no era más que un regalo de un amigo y, por consiguiente, dejar que los corrompidos funcionarios conservasen su amor propio y dignidad, el negociador tenía que recordar detalles sobre los jefes de policía, los sheriffs, los alcaldes y otros funcionarios con los que trataba año tras año, para poder así formularles preguntas específicas acerca de sus mujeres y referirse a sus hijos por los nombres de pila. Debía interesarse por ellos y dar la impresión de que estaba contento de volver a verlos. Sin embargo, debía guardarse mucho de mostrarse demasiado amistoso; al fin y al cabo, era sólo un feriante, casi una especie sub-humana a los ojos de muchas gentes de orden, y una confianza excesiva tropezaría sin duda alguna con un frío rechazo. A veces, tenía que combinar la diplomacia con la dureza, cuando el apetito de los interesados por el «dulce» superaba las posibilidades económicas de la feria. Ser un negociador era análogo a hacer un número en la cuerda floja, sin red y sobre un foso ocupado por osos y leones hambrientos.
Mientras viajábamos por las tierras de Pensilvania hacia nuestra misión de refinada corrupción, Gelatina nos entretuvo a Luke Bendingo y a mí con una interminable serie de chistes, versos jocosos, juegos de palabras y anécdotas divertidas de sus años nómadas. Contaba los chistes con evidente buena gana y recitaba los versos jocosos con malicioso estilo y entusiasmo. Me di cuenta de que, para él, los juegos de palabras, las rimas inteligentes y las frases sorprendentes eran meras chucherías, unos juguetes adecuados para matar el tiempo cuando los otros juguetes de las estanterías de su despacho no estaban al alcance de su mano. Aun siendo un director general competente, que llevaba un negocio de muchos millones de dólares, y un negociador capaz de manejarse en situaciones delicadas, estaba resuelto a dar rienda suelta a una parte de sí mismo que nunca había crecido, a un niño feliz que, bajo cuarenta y cinco años de ruda experiencia e incalculables kilos de grasa, todavía se asombraba del mundo.
Me relajé y traté de disfrutar del viaje. En parte lo logré aunque no podía olvidar la visión del rostro de Gelatina cubierto de sangre, con los ojos abiertos y la mirada ciega, que había visto el día anterior. En una ocasión había salvado a mi madre de sufrir heridas graves y tal vez de la muerte, convenciéndola de la certeza de mis visiones psíquicas y persuadiéndola de que cambiase de compañía de aviación; si en aquellos momentos hubiese podido por lo menos vislumbrar la naturaleza exacta del peligro al que se enfrentaba Gelatina, el día y la hora en que aparecería, habría podido convencerlo y salvarlo también a él. Me dije que, en su momento, llegarían otras visiones más detalladas, que podía proteger a mis nuevos amigos. Aunque no me creía del todo lo que decía para mis adentros, me aferré a una esperanza que bastaba para impedir un súbito descenso a la desesperación total. Incluso reaccioné ante el buen humor de Gelatina con unas cuantas historias de feriantes que había oído y a las que él concedió más risa de la que se merecían.
Desde que nos habíamos puesto en camino, Luke, un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado y con rasgos de halcón, sólo había pronunciado frases de una palabra. «Sí», «no» y «Jesús» parecían constituir todo su vocabulario. Al principio, pensé que estaba de mal humor o que era abiertamente antipático. Pero se reía tanto como yo y su actitud, aparte de esto, no era fría o distante. Cuando trató por fin de intervenir con algo más que monosílabos, descubrí que era tartamudo y que su reticencia era el resultado de este defecto.
De vez en cuando, entre chistes y versos jocosos, Gelatina nos contaba cosas sobre Lisle Kelsko, el jefe de policía de Yontsdown, con quien deberíamos tratar principalmente. Fue difundiendo la información de manera despreocupada, como si no fuese en especial importante o interesante, pero pintó un cuadro bastante feo. Según Gelatina, Kelsko era un cabrón ignorante, pero no era estúpido. Kelsko era una persona odiosa, pero orgullosa. Kelsko era un mentiroso patológico. Sin embargo, al igual que la mayoría de los mentirosos, no soportaba las mentiras de los demás, pues no había perdido la habilidad de percibir la diferencia entre la verdad y la falsedad; se limitaba simplemente a no respetar esta diferencia. Kelsko era perverso, sádico, arrogante, porfiado y, con mucho, el hombre más difícil con quien Gelatina tenía que tratar en aquel o en cualquiera de los otros diez estados por donde pasaba la feria Hermanos Sombra.
—¿Piensas que habrá problemas? —pregunté.
—Kelsko acepta el caramelo. Nunca presiona demasiado, aunque a veces le gusta darnos un toque de atención —contestó Gelatina.
—¿Qué tipo de toque de atención? —seguí preguntando.
—Le gusta que algunos de sus hombres nos descarguen unos cuantos golpes.
—¿Estás hablando de… pegar? —interrogué, incómodo.
—Lo has pescado perfectamente muchacho.
—¿Suele ocurrir a menudo?
—Desde que Kelsko fue nombrado jefe de policía hemos venido nueve años y, de las nueve veces, ha ocurrido en seis ocasiones.
Luke Bendingo levantó una mano de gruesos nudillos del volante y señaló una cicatriz de casi tres centímetros que se curvaba alrededor del extremo de su ojo derecho.
—¿Te hiciste esto en una pelea con los hombres de Kelsko? —quise saber yo.
—Sí —contestó Luke—. E-e-sos hijos de p-p-puta c-c-corruptos…
—¿Dices que nos dan un toque de atención? —pregunté yo—. ¿Un toque de atención? ¿Qué mierda es ésa?
—Kelsko quiere que comprendamos que él acepta los sobornos, pero que ello no significa que se le pueda decir lo que debe hacer.
—Pero entonces, ¿por qué no se limita a decírnoslo?
Gelatina frunció el ceño y meneó la cabeza.
—Muchacho, aunque no saquen ya mucho del suelo, ésta sigue siendo una tierra de mineros y será siempre un país de minas de carbón, porque la gente que trabajaba en las minas vive todavía aquí y esta gente no cambia nunca. Nunca. ¡Un cuerno si cambian! La vida de los mineros es dura y peligrosa, y produce hombres duros y peligrosos, sujetos resentidos y porfiados. Para bajar a las minas hay que estar desesperado o ser un estúpido o un maldito macho que ha de probar que él es peor que las propias minas. Incluso quienes no han puesto nunca un pie en el pozo de una mina… heredan esta actitud de tipo duro de sus mayores. A la gente de estas montañas le gusta pelear, sólo y absolutamente por el puro placer de la pelea. Si Kelsko se limitase a echarnos unas cuantas broncas, si nos advirtiese sólo de palabra, se perdería esta diversión.
Tal vez se trataba de mi imaginación, alimentada por porras, palas pesadas y mangueras de goma, pero, a medida que ascendíamos por aquella tierra montañosa, me dio la impresión de que el día se oscurecía, se enfriaba, se volvía menos prometedor de lo que había sido cuando nos habíamos puesto en camino. Los árboles parecían mucho menos hermosos que los pinos, abetos y píceas que yo tan bien recordaba de Oregon y los terraplenes de las montañas del este, más antiguas geológicamente que las Siskiyou, daban la sensación de pertenecer a una época lóbrega, una impresión de oscuridad, de decadencia y de malevolencia nacida del hastío. Me di cuenta de que permitía que las emociones que sentía transmitieran su color al paisaje. Aquella parte del mundo contenía una belleza única, como ocurría con Oregon. Aunque yo sabía que era irracional atribuir intenciones y sentimientos humanos al paisaje, no podía apartar de mí la sensación de que las montañas que iban avanzando hacia nosotros estaban observando nuestro paso y pretendían tragarnos para siempre.
—Pero si los hombres de Kelsko nos atacan —comenté— no podemos defendernos. ¡Cómo vamos a hacerlo contra unos polis! ¡O en la comisaría, por amor de Dios! Acabaríamos en la cárcel, acusados de agresión a la autoridad.
—Oh, no pasará en la comisaría —dijo Gelatina desde el asiento posterior—. Tampoco cerca del Palacio de Justicia, donde tenemos que ir a llenar los bolsillos de los concejales municipales. Ni siquiera dentro de los límites de la ciudad. De ninguna manera. Absolutamente garantizado. Y aunque son siempre los llamados guardias de Kelsko, no van vestidos de uniforme. Los manda cuando no están de servicio, vestidos de paisano. Nos esperan cuando salimos de la ciudad y nos bloquean el paso en un tramo tranquilo de la carretera. En tres ocasiones, hasta nos hicieron salir de la calzada para pararnos.
—¿Y atacan? —quise saber.
—Sí.
—¿Y vosotros os defendéis?
—¡Y cómo!
—Un año G-G-Gelatina le r-r-rompió el brazo a u-u-no —dijo Luke.
—No habría debido hacerlo —reconoció Gelatina—. Fue ir demasiado lejos, ¿comprendes? Buscar problemas.
Me volví en mi asiento y, mirando a aquel hombre gordo desde un nuevo y más respetuoso punto de vista, insistí:
—Pero si dejan que os defendáis, si no se trata sólo de una paliza de la policía, ¿por qué no te llevas contigo a los feriantes realmente fuertes y acabáis con esos cabrones? ¿Por qué tipos como Luke y yo?
—¡Ay! Eso no les gustaría nada —contestó Gelatina—. Quieren pegarnos un poco y quieren recibir alguna paliza, porque eso es una prueba de que ha sido una pelea de verdad, ¿comprendes? Quieren probarse a sí mismos que son el prototipo de los muchachos de las cuencas mineras, poco sentimentales y duros, exactamente como sus padres, pero no desean arriesgarse a que los muelan a palos. Si aparezco aquí con alguien como Barney Quadlow o Deke Feeny, aquel hombre fortísimo de la barraca de Tom Catshank…, los muchachos de Kelsko se echarían atrás sin titubeos, no pelearían en absoluto.
—¿Y eso qué tiene de malo? ¿Acaso te gustan estas peleas?
—¡Cielos, no! —exclamó Gelatina, y Luke se hizo eco de este sentimiento—. Pero ¿no comprendes? Si no tuviesen su pelea, si no llegasen a transmitir el toque de atención de Kelsko, nos crearían problemas una vez que tuviésemos la feria instalada.
—Una vez habéis pasado por la prueba de la pelea, os dejan ocuparos de vuestros asuntos sin entrometerse.
—Ahora lo has captado.
—Es como si… la pelea fuese el tributo que tenéis que pagar para entrar.
—Algo así, sí.
—Es una locura.
—Por completo.
—Pueril.
—Como ya te he dicho, ésta es una tierra de mineros.
Permanecimos un rato en silencio.
Me pregunté si aquello era el peligro que amenazaba a Gelatina. Quizás aquel año la pelea se desmandase. Tal vez uno de los hombres de Kelsko fuera un psicópata oculto incapaz de dominarse cuando empezase a golpear a Gelatina y tan fuerte que ninguno de nosotros pudiera separarlo hasta que fuese demasiado tarde.
Estaba aterrorizado.
Respiré hondo y traté de sumergirme en la corriente de energías psíquicas que siempre fluía sobre y a través de mí, en busca de una confirmación de mis profundos temores, en busca de alguna indicación, por muy ligera que fuese, de que la cita de Gelatina Jordan con la muerte sería en Yontsdown. No pude presentir nada que fuese de utilidad; tal vez ello fuera una buena señal. Si era allí donde se iba a desencadenar la crisis con Gelatina, ciertamente habría percibido por lo menos una insinuación. Seguro.
—Adivino que soy exactamente el tipo de guardaespaldas que necesitas —dije, acompañando mis palabras de un suspiro—. Lo bastante fuerte como para evitar que me hagan demasiado daño…, pero no lo bastante fuerte como para salir ileso.
—Tienen que ver un poco de sangre —convino Gelatina—. Así es como se quedan satisfechos.
—¡Dios mío!
—Te lo avisé ayer —recordó Gelatina.
—Lo sé.
—Te dije que debías saber en qué consistía el trabajo.
—Lo sé.
—Pero estabas tan agradecido por tener trabajo que saltaste antes de mirar. ¡Cielos! Saltaste incluso antes de saber qué es lo que estabas saltando y ahora, en medio del salto, miras abajo y ves a un tigre haciendo ademán de levantarse y morderte las pelotas.
Luke Bendingo se rió.
—Creo que he aprendido una buena lección —dije.
—Sin duda alguna —replicó Gelatina—. De hecho, es una lección tan buena que estoy casi convencido de que pagarte por este trabajo es un acto demasiado generoso y deplorable por mi parte.
El cielo había empezado a nublarse.
Unas laderas sembradas de pinos se acercaban abriéndose paso por el bosque a ambos lados de la carretera. Mezclados con los pinos había robles retorcidos con troncos negros y nudosos, algunos cargados de enormes bultos desiguales y enfermizos de hongos leñosos.
Pasamos por delante de una boca de mina abandonada, situada a casi cien metros de la carretera, y por una casa de peón caminero que estaba junto a un ramal corto de ferrocarril ahogado por las malas hierbas; ambas tenían costras de mugre negra. Fuego por algunas casas grises, desconchadas y necesitadas de una mano de pintura. Había tantas carrocerías de automóviles en estado de oxidación sobre unos bloques de cemento que uno habría pensado que era la decoración que allí se prefería para poner en los jardines, como las pilas de pájaros o los pelícanos de yeso en ciertos barrios.
—Lo que deberías hacer el año que viene es llevarte a Joel Tuck contigo y presentarte con él en la oficina de Kelsko —propuse.
—¡Sería ge-ge-nial! —exclamó Luke, golpeando el salpicadero con una mano.
—Te limitas a tener a Joel a tu lado, sin abrir la boca en ningún momento, ¡esto sobre todo! sin hacer ningún gesto amenazador o poco amistoso, sonriendo todo el rato, sonriendo de forma francamente cordial y mirando con fijeza a Kelsko con el tercer ojo, ese ojo vacío color naranja, y te apuesto a que nadie os estará esperando cuando salgáis de la ciudad.
—¡Desde luego que no lo harían! —exclamó Gelatina—. Estarían todos en la comisaría, limpiándose la caquita de sus pantalones.
Nos reímos, pues se había desvanecido parte de la tensión que todos sentíamos, pero no recuperamos la animación anterior porque, unos minutos más tarde, cruzábamos los límites de la ciudad de Yontsdown.
A pesar de su industria del siglo veinte, la fábrica de acero, cuyo humo gris y cuyo vapor blanco se elevaban como penachos en la distancia, y de las activas cocheras ferroviarias, Yontsdown tenía el aspecto y daba la impresión de ser medieval. Bajo un sol estival que se iba plateando rápidamente con nubes color hierro, pasamos por unas calles angostas, algunas de las cuales estaban incluso adoquinadas. A pesar de las montañas vacías que rodeaban la ciudad y de la cantidad de tierra disponible, las casas estaban apiñadas; cada una asomaba sobre la otra; más de la mitad estaban momificadas con una capa fúnebre de polvo amarillo grisáceo; y, como mínimo, un tercio de ellas necesitaban una mano de pintura, nuevos tejados o nuevos suelos para sus decrépitos porches. Tanto las tiendas como las oficinas tenían un aire de desolación y había pocos —si es que había alguno— signos de prosperidad. Los neumáticos del Cadillac emitieron una sombría y lastimera tonada de una sola nota cuando cruzamos el tramo de suelo metálico. De un puente negro de hierro de la época de la Depresión, que unía las orillas del fangoso río que dividía la ciudad en dos. Los pocos edificios altos de la ciudad no tenían más de seis u ocho pisos y eran estructuras de ladrillo y granito que contribuían a aquella atmósfera medieval, pues (por lo menos así me lo parecía a mí) recordaban castillos a pequeña escala; ventanas sin adornos que parecían tener un objetivo tan defensivo como las armellas; puertas metidas en la estructura con macizos dinteles de granito de un tamaño innecesario para el modesto peso que debían soportar, puertas tan protegidas e inhóspitas en apariencia que no me habría extrañado ver sobre ellas las puntas afiladas de un rastrillo; y, por todas partes, las azoteas tenían unos bordes almenados muy similares a las almenas de un castillo.
Aquel lugar no me gustaba.
Pasamos por delante de un laberíntico edificio de ladrillo de dos pisos, una de cuyas alas había sido destruida por el fuego. Se habían desmoronado trozos del tejado de pizarra, la mayoría de las ventanas se habían roto con el calor, y el ladrillo, descolorido desde hacía mucho tiempo por los agentes contaminadores de la fábrica, las minas y las cocheras, estaba marcado por el hollín, que había formado abanicos de antracita sobre todos los huecos que habían sido las ventanas. Se había empezado a restaurar; unos obreros de la construcción estaban trabajando cuando pasamos.
—Es la única escuela elemental de la ciudad —comentó Gelatina desde el asiento trasero—. El pasado abril explotó el depósito de gasóleo de la calefacción, a pesar de ser un día caluroso y no estar encendida la caldera. No sé si han llegado a descubrir qué fue lo que sucedió. Una cosa horrible. Lo leí en los periódicos. Fue una noticia nacional. Siete niños pequeños murieron abrasados. Una escena horrible. Pero habría sido muchísimo peor de no haber habido un par de héroes entre los profesores. Es un milagro absoluto que no murieran cuarenta o cincuenta niños, incluso cien.
—¡Je-Je-Jesús, qué espanto! —exclamó Luke Bendingo—. Niños pe-que-queños. —Meneó la cabeza—. A-a veces este m-m-mundo es cruel.
—Cuánta razón tienes —dijo Gelatina.
Me volví para mirar la escuela una vez hubimos pasado. Aquella estructura quemada me producía unas vibraciones muy malas y tenía el claro presentimiento de que le esperaban más tragedias en el futuro.
Nos detuvimos en un semáforo en rojo, junto a una cafetería frente a la cual había una máquina expendedora de periódicos. Desde el coche pude leer el titular del Yontsdown Register: «CUATRO MUERTOS A CAUSA DE UNA INTOXICACIÓN EN UNA EXCURSIÓN DE LA IGLESIA».
Gelatina debió de haber leído también el titular, pues comentó:
—Esta pobre y maldita ciudad necesita una feria incluso más que de costumbre.
Seguimos dos manzanas más, aparcamos en el solar que había detrás del ayuntamiento cerca de varios coches patrulla blancos y negros, y bajamos del Cadillac. Aquella mole de piedra arenisca y granito que tenía cuatro pisos y albergaba tanto el ayuntamiento como la comisaría de policía era el edificio más medieval de todos los que había visto allí hasta el momento. Unos barrotes de hierro protegían sus ventanas, estrechas y muy metidas para adentro. La azotea estaba rodeada por un muro bajo increíblemente parecido a almenas de castillo, algo que no había visto en mi vida, y se completaba con unas cañoneras regularmente espaciadas y unos merlones cuadrados; estos merlones, que eran los segmentos altos de las almenas de piedra que se alternaban con las abiertas troneras, ostentaban armellas y almojayas y estaban incluso coronados por puntiagudos florones de piedra.
El ayuntamiento de Yontsdown no era sólo lúgubre desde un punto de vista arquitectónico; también la estructura producía la sensación de estar malévolamente viva. Se me ocurrió la idea inquietante de que aquella aglomeración de piedra, mortero y acero había adquirido conciencia, que nos estaba observando mientras salíamos del coche y que entrar en ella sería como meterse alegremente en las fauces de un dragón.
No sabía si aquella impresión sombría tenía una naturaleza psíquica o si mi imaginación estaba galopando conmigo; a veces no es fácil tener la certeza de en qué consiste la cosa. Quizá me había dado un ataque de paranoia. Tal vez veía peligro, dolor y muerte donde no existían en realidad. Admito que estoy sujeto a accesos de paranoia. Si usted pudiese ver las cosas que yo veo, a esas criaturas humanas que se pasean disfrazadas entre nosotros, también sería paranoico…
—¿Slim? —dijo Gelatina—. ¿Pasa algo?
—Oh, no…, nada.
—Estás un poco pálido.
—Estoy bien.
—No nos atacarán aquí.
—No estoy preocupado por eso.
—Ya te lo he dicho… Nunca hay ningún problema dentro de la ciudad.
—Lo sé. No me asusta la pelea. No te preocupes por mí. Jamás he huido de una pelea y, por supuesto, no voy a huir de ésta.
—No se me ha ocurrido que lo harías —aseguró Gelatina frunciendo el ceño.
—Vamos a ver a Kelsko —dije yo.
Entramos en el edificio por la puerta posterior porque, cuando uno va en misión de soborno, no pasa por la puerta principal, se anuncia a la recepcionista y expone el motivo de su visita. Gelatina entró él primero, Luke iba justo detrás de él y yo fui el último en hacerlo, después de aguantar la puerta y mirar el Cadillac amarillo que era con mucho el objeto más brillante de aquel lúgubre paisaje urbano. De hecho, demasiado brillante para gustarme. Pensé en mariposas de relucientes colores que, debido a sus galas deslumbrantes, atraían a las aves depredadoras que las devoraban en medio de un revoloteo final de alas de múltiples colores; el Cadillac parecía de repente el símbolo de nuestra ingenuidad, desgracia y vulnerabilidad.
La puerta posterior daba a un pasillo de servicio; a la derecha estaba la escalera que conducía a los pisos superiores. Gelatina empezó a subir y nosotros lo seguimos.
Eran las doce y dos minutos del mediodía. Teníamos la cita con el jefe de policía, Lisle Kelsko, para la hora de comer, si bien no para la propia comida, porque nosotros éramos feriantes y la mayoría de la gente «normal» prefería no sentarse a la mesa con personas como nosotros. En especial, la gente normal cuyos bolsillos llenábamos subrepticiamente con sobornos.
La cárcel y la comisaría de policía estaban en la planta baja de aquel ala, pero el despacho de Kelsko estaba en un lugar aparte. Subimos seis tramos de escalera de cemento, cruzamos una puerta anti-incendio y nos introdujimos en el vestíbulo del tercer piso, todo ello sin ver a nadie. El suelo era de baldosas de vinilo verde, muy brillantes, y el aire olía a un desinfectante bastante desagradable. La tercera puerta del pasillo a partir de las escaleras posteriores era el despacho privado del jefe de policía. La parte superior de la puerta era de cristal opaco y en él aparecía su nombre y título estarcido en letras negras. La puerta estaba abierta. Entramos.
Yo tenía las palmas de las manos húmedas.
Mi corazón retumbaba como un tambor.
No sabía por qué.
Aunque, pese a lo que había dicho Gelatina, yo recelaba de una emboscada, no era eso lo que me asustaba en aquel momento.
Era otra cosa. Algo que… se me escapaba…
En la oficina exterior no había ninguna luz encendida y sólo una ventana con barrotes junto a un surtidor de agua. Dado que el cielo estival, antes azul, se había rendido casi por completo al ejército de nubes oscuras que iban avanzando y dado que las hojas de la persiana estaban en equilibrio, a medias entre la vertical y la horizontal, la luz blanquecina apenas permitía ver unos archivadores metálicos, una mesa de trabajo que soportaba una placa eléctrica con una cafetera, un perchero vacío, un enorme mapa mural del condado y tres sillas de madera apoyadas contra la pared. El escritorio de la secretaria era una mole indistinta pulcramente ordenada y, en aquel momento, desocupada.
Probablemente Lisle Kelsko había enviado a su secretaria a comer más temprano a fin de eliminar la posibilidad de que pudiese escuchar algo.
La puerta de la oficina interior estaba entreabierta. Al otro lado había luz y, presumiblemente, vida. Sin titubeo alguno, Gelatina atravesó la habitación sin luz en dirección al despacho interior; nosotros lo seguimos.
Empezaba a sentir una opresión en el pecho.
Tenía la boca tan seca que me daba la impresión de haber comido polvo.
Gelatina llamó a la puerta con un ligero toque.
De la estrecha abertura surgió una voz:
—Adelante, adelante, pasen. —Era una voz de barítono que, incluso con aquellas tres escuetas palabras, transmitía una tranquila autoridad y una superioridad suficiente.
Gelatina entró el primero y Luke justo detrás de él. Yo oí decir al primero:
—Hola, jefe Kelsko, cuánto me alegra volver a verle.
Cuando yo entré, el último, vi una habitación sorprendentemente sencilla: paredes grises, persianas blancas, muebles funcionales, ninguna fotografía o cuadro en las paredes; una habitación casi tan austera como una celda. A continuación, vi a Kelsko detrás de un gran escritorio de metal; nos miraba con franco desprecio. La respiración se me quedó atascada en la garganta, pues la identidad de Kelsko era falsa y dentro de aquella forma humana, al otro lado del vidriado humano, había un duende con el aspecto más perverso que jamás había visto.
Quizás habría debido sospechar que en un lugar como Yontsdown las autoridades podían ser duendes. Pero la idea de que hubiese gente viviendo bajo el gobierno de semejantes criaturas era tan espantosa que no había dejado que saliese a la superficie.
Nunca sabré cómo logré ocultar la impresión que me produjo, la repugnancia que sentí ante el hecho de estar al corriente del diabólico secreto de Kelsko. Mientras permanecía junto a Luke como un tonto, con los puños apretados a ambos lados de mi cuerpo e inmovilizado, pero a la vez tenso de golpe a causa del miedo, se me antojó que mi actitud de gato con el lomo arqueado y las orejas echadas para atrás debía ser evidente; estaba seguro de que Kelsko iba a ver mi repulsión y comprender inmediatamente la razón. Pero no fue así. Concentró su atención en Gelatina y apenas nos miró a Luke y a mí.
Kelsko debía de tener poco más de cincuenta años, mediría metro setenta y cinco, era de constitución fuerte y le sobraban casi veinte kilos. Bajo un cabello del tono del bronce, que llevaba cortado al cepillo, tenía un rostro cuadrado, duro y de aspecto tosco. Las pobladas cejas se juntaban sobre unos ojos unidos por un hueso recio y su boca no era más que un feo tajo.
El duende que había dentro de Kelsko tampoco era un regalo para la vista. Nunca he visto que ninguno de esos monstruos no sea horrible, sin embargo algunos son ligeramente menos espantosos que otros. Algunos tienen unos ojos que no son tan feroces. Otros tienen dientes menos afilados. Unos tienen unas caras menos rapaces que sus hermanos bellacos. (Esta ligera variación en la apariencia de los duendes parecía probarme que eran reales y no sólo fantasías de una mente enferma; pues sí los hubiese imaginado, si hubiesen sido sólo producto del miedo primario de un loco, todos habrían tenido el mismo aspecto. ¿No es así?). La criatura diabólica que había dentro de Kelsko tenía unos ojos rojos que no sólo ardían de odio, sino que eran la esencia líquida del odio, más penetrantes que los de cualquier duende que me hubiese encontrado antes. La piel verde coleóptero que rodeaba sus ojos tenía una membrana con grietas y se espesaba con lo que podía haber sido un tejido de cicatriz. La obscena carnosidad de su trepidante morro de cerdo resultaba todavía más repelente a causa del pellejo del zarzo que bordeaba las ventanas de la nariz, siendo éstas unas membranas pálidas y arrugadas que aleteaban (y brillaban húmedamente) cuando aspiraba o espiraba aire y que podían ser consecuencia de muchísimos años de vida. En efecto, las emanaciones psíquicas que fluían de ese monstruo hacían pensar en un demonio de una vejez increíble, un demonio tan antiguo que las pirámides, en comparación, parecían modernas. Era una masa venenosa de emociones malévolas y de intenciones perversas que había estado cociéndose a altas temperaturas durante eras, hasta que cualquier posibilidad de algún pensamiento caritativo o inocente se hubiese consumido con la ebullición mucho tiempo atrás.
Gelatina interpretaba el papel del negociador zalamero con enorme habilidad y mucho entusiasmo, y Lisle Kelsko fingía no ser, irremediablemente, más que un poli de una tierra de mineros, duro de pelar, intolerante, amoral y autoritario. Gelatina era convincente, pero el personaje por el que se hacía pasar Kelsko merecía un Óscar. En ciertos momentos, su actuación era tan perfecta que, incluso a mis ojos, su barniz humano se volvía opaco y el duende se desvanecía hasta no ser más que una sombra amorfa dentro de la carne humana, obligándome así a hacer un esfuerzo para verlo de nuevo.
Desde mi punto de vista, nuestra situación se volvió todavía más insoportable cuando, un minuto después de haber entrado en el despacho de Kelsko, apareció un policía uniformado detrás de nosotros y cerró la puerta. También él era un duende. Aquel hombre, o el caparazón del duende, tendría unos treinta años, era alto y delgado, y llevaba el espeso cabello castaño peinado hacia atrás sobre un rostro atractivo de tipo italiano. El duende que había en su interior era aterrador, pero bastante menos repulsivo que el monstruo que moraba en Kelsko.
Cuando la puerta se cerró de un portazo detrás de nosotros, di un respingo. Desde su silla, de la cual no se había dignado levantarse cuando habíamos entrado y desde la cual sólo dispensaba miradas duras y respuestas tajantes y poco amistosas al cordial parloteo de Gelatina, el jefe de policía Lisle Kelsko me miró brevemente. Yo debía de tener una expresión extraña, pues Luke Bendingo me lanzó a su vez una mirada extraña para luego guiñarme un ojo a fin de indicarme que todo iba bien. Cuando el policía joven se dirigió a una esquina, donde yo podía verlo, y se quedó quieto, con los brazos cruzados sobre el pecho, me relajé un poco, aunque no mucho.
Nunca había estado en una habitación con dos duendes al mismo tiempo, sin hablar de dos duendes que se hacían pasar por polis y uno de ellos con un arma cargada en el cinto. Tenía ganas de abalanzarme sobre ellos; tenía ganas de machacarles sus odiosos rostros; tenía ganas de echar a correr; tenía ganas de sacar el cuchillo de la bota y clavarlo en la garganta de Kelsko; tenía ganas de gritar; tenía ganas de vomitar; tenía ganas de coger el revólver del policía más joven, volarle la cabeza y meter también unas cuantas balas en el pecho de Kelsko. Pero no podía hacer otra cosa que permanecer junto a Luke, evitar que mis ojos y mi rostro expresasen temor y afanarme por tener un aspecto susceptible de intimidar a aquellos hombres.
La reunión duró menos de diez minutos y no fue en absoluto tan mal como me había dejado entrever Gelatina. Kelsko no nos insultó ni humilló ni desafió en la medida en que me habían dicho que lo haría. No se mostró tan exigente, sarcástico, rudo, malhablado, pendenciero o amenazador como el Kelsko de las pintorescas historias de Gelatina. Estuvo glacial, eso sí, arrogante también, y lleno de una franca aversión hacia nosotros. De ello no cabía duda. Estaba sobrecargado de violencia, como un cable de alta tensión; y, si le hubiésemos obligado a salir de su aislamiento, bien insultándolo o replicándole o insinuándole que nosotros pensábamos que éramos superiores a él, habría atacado con tantos megavoltios que jamás lo habríamos olvidado. Pero, como nosotros mantuvimos una actitud dócil, servil y deseosa de agradar, él se contuvo. Gelatina puso el sobre del dinero encima del escritorio y entregó talonarios de entradas gratuitas, todo ello sin dejar de contar chistes e interesarse por la familia del jefe de policía. Y, sin mayores incidentes, cumplimos con nuestra misión y se nos dijo que ya podíamos marcharnos.
Volvimos al pasillo del tercer piso, nos dirigimos de nuevo a la escalera posterior, subimos al cuarto piso, que estaba desierto, pues estábamos en plena hora de la comida, y fuimos de un lúgubre pasillo a otro hasta que llegamos al ala donde el alcalde tenía su despacho. Mientras caminábamos, nuestras pisadas producían chasquidos en las oscuras baldosas de vinilo. Gelatina parecía cada vez más preocupado.
En un momento dado, aliviado por el hecho de no estar en compañía de los duendes y después de haber recordado lo que Gelatina me había contado con el coche, comenté:
—Bien, no ha ido tan mal.
—No. Esto es lo que me preocupa —repuso Gelatina.
—A m-m-mí t-t-también —dijo Luke.
—¿Qué queréis decir? —pregunté yo.
—Ha sido demasiado fácil —contestó Gelatina—. Ni una sola vez desde que lo conozco se había mostrado Kelsko tan cooperador. Algo pasa.
—¿Cómo qué? —quise saber yo.
—Me gustaría saberlo.
—A-a-algo traman.
—Sí, algo —convino Gelatina.
El despacho del alcalde no era tan austero como el del jefe de policía. El elegante escritorio era de caoba; las otras piezas refinadas y los muebles caros, del estilo inglés que se puede encontrar en un club masculino de primera categoría y con tapicería color verde oscuro, descansaban sobre una gruesa moqueta dorada. Premios cívicos y fotografías de Su Señoría participando en todo tipo de actividades caritativas adornaban las paredes.
Albert Spectorsky, la persona que había sido elegida para ocupar aquel despacho, era un hombre alto, de tez rojiza y rasgos marcados por el desenfreno; iba vestido de forma conservadora, con traje azul, camisa blanca y corbata azul. La forma de luna de su rostro y la plenitud de su mentón bajo una boca carnosa ponían de manifiesto una gran afición por la comida sustanciosa. Unas venitas rotas que daban a sus mejillas y a su nariz bulbosa un brillo rubicundo delataban su gusto por el buen whisky. Y había, en todo él, un aire indefinible, pero inconfundible, de promiscuidad, perversión sexual y avidez por las putas. Lo que había hecho que fuese elegido era una risa maravillosamente cálida, unos modales encantadores y una habilidad para concentrarse tan intensa y amablemente en lo que decía su interlocutor que podía hacer que uno se sintiera la persona más importante del mundo, por lo menos en cuanto a él se refería. Le gustaba contar chistes, dar palmadas en la espalda y era, en definitiva, un tipo campechano. Y un fraude. Pues, detrás de todo esto, era en realidad un duende.
El alcalde Spectorsky no hizo caso omiso de Luke y de mí como había hecho Kelsko. Incluso me ofreció su mano.
Yo se la estreché.
Lo toqué y, no sé cómo conseguí no perder el dominio de mí mismo, cosa que no resultó fácil, porque tocarlo fue peor que tocar a cualquiera de los cuatro duendes que había matado durante los cuatro meses anteriores. Tocarlo fue como yo había imaginado que sería encontrarse cara a cara con Satán y verse obligado a estrecharle la mano; como si de una efusión de bilis se tratara, la perversidad empezó a surgir de él y entró en mí a borbotones a través del punto de contacto producido por nuestras manos estrechadas y me contaminó, me enfermó; asimismo brotaron de él un rayo de odio inexorable y una rabia feroz, que explotaron dentro de mí y aceleraron la frecuencia de mi pulso, como mínimo hasta ciento cincuenta.
—Estoy contento de verlos —dijo con una amplia sonrisa—. Sí, me alegra verlos. Siempre esperamos con ilusión la llegada de la feria.
La actuación de este duende era idéntica a la soberbia representación de humanidad de Lisle Kelsko. Al igual que éste, era un ejemplar especialmente repelente de su especie; tenía unos dientes con enormes raíces y carcomidos, estaba cubierto de verrugas y pústulas, y era casi todo una llaga a causa del paso de innumerables años. Sus ojos, de un carmesí brillante, parecían haber tomado su color de los océanos de la sangre humana que había hecho derramar y de las inexploradas profundidades del candente sufrimiento que había infligido a nuestra maltratada raza.
Gelatina y Luke se animaron un poco después de nuestra reunión con el alcalde Spectorsky porque, según dijeron, era el mismo de siempre.
Pero yo estaba peor.
Gelatina tenía razón cuando dijo que estaban tramando algo.
Un frío intenso y glacial se había metido en todo mi cuerpo.
Algo pasaba.
Algo malo, muy malo.
Que Dios nos ayude.
El Palacio de Justicia de Yontsdown, que lo era también del condado, estaba enfrente del ayuntamiento de la ciudad. En las oficinas contiguas a la sala del tribunal, había varios empleados municipales ocupados en sus respectivos asuntos. En uno de esta serie de despachos, nos estaba esperando la presidenta del consejo municipal.
Ella también era duende.
Gelatina no la trató como había hecho con Kelsko y Spectorsky; no porque presintiese que era un duende o cualquier otra cosa más —o menos— que un ser humano, sino porque era una mujer y, además, atractiva. Aparentaba unos cuarenta años y era una morena de ojos grandes y boca sensual. Cuando Gelatina hizo gala de su encanto, ella reaccionó tan bien —se sonrojó, coqueteó, se rió y devoró los cumplidos que él le dedicaba— que él empezó a creérselo. Pensaba sinceramente que le estaba causando una buenísima impresión. Sin embargo, yo me di cuenta de que ella estaba llevando a cabo una actuación muy superior a la de él. Dentro del disfraz de ser humano inteligente, el duende, que no era en absoluto tan viejo y decadente como Kelsko y Spectorsky, no deseaba nada con más ganas que matar a Gelatina, matarnos a todos nosotros. Pues, por lo que yo sabía, todos los duendes deseaban matar brutalmente a los seres humanos, uno tras otro, pero no querían hacerlo llevados por un completo delirio, no querían un solo e imponente baño de sangre, sino hacer la carnicería poco a poco, matarnos de uno en uno a fin de saborear la sangre y la desgracia. Mary Vanaletto tenía esta sádica necesidad que he descrito. Mientras yo veía a Gelatina cogerle la mano, darle palmaditas en el hombro y hacerle todo tipo de zalamerías, necesité de todo mi autodominio para no apartarlo de ella y gritar: ¡Echa a correr!
Había algo más con respecto a Mary Vanaletto, otro factor aparte de su verdadera naturaleza de duende que me puso la piel de gallina. Se trataba de algo nuevo para mí y que no había imaginado ni en las más terribles de mis pesadillas. A través del vidrio transparente del ser humano vi no uno sino cuatro duendes; una criatura completamente desarrollada del tipo que estaba acostumbrado a ver y tres bestiezuelas con los ojos cerrados y los rasgos a medio formar. Estas tres criaturas parecían existir dentro del gran duende que pretendía ser Mary Vanaletto —exactamente, dentro de su abdomen— y estaban acurrucadas, inmóviles, en una clara posición fetal.
Aquella horrible, espantosa y abominable monstruosidad estaba embarazada.
Jamás se me había ocurrido que los duendes pudiesen engendrar. Ya era bastante tener que enfrentarse al mero hecho de su existencia. La perspectiva de generaciones de duendes que habrían de nacer, destinadas a arrojar sobre nosotros, el ganado humano, un tropel de monstruos, era inconcebible. Por el contrario, yo había creído que subían del infierno o bajaban de otro mundo y que su número en la Tierra estaba limitado al inicial; en mi opinión todos ellos procedían de una concepción de lo más inmaculada y misteriosa, que, sin embargo, era siniestra.
Tuve que cambiar de idea.
Mientras Gelatina se divertía y bromeaba con Mary Vanaletto, mientras Luke seguía, sonriente, sus ocurrencias sentado en la silla contigua a la mía, me rebelé ante la nauseabunda imagen mental de un duende con hocico de perro introduciendo de un empellón su vilmente deformado pene en la fría y imitante vagina de una perra de ojos rojos y hocico de cerda, para luego ponerse ambos a jadear, babear y gruñir, con las lenguas cubiertas de verrugas colgando y sus grotescos cuerpos convulsionados por el éxtasis. Sin embargo, apenas logré expulsar aquella imagen insoportable de mi mente, algo peor apareció ante mí: duendes recién nacidos, pequeños del color de los gusanos, lisos, brillantes y mojados, con brillantes y rabiosos ojos, pequeñas y afiladas garras y puntiagudos dientes en vías de convertirse en perversos colmillos; tres, que empujaban y se retorcían para deslizarse fuera del fétido útero de su madre.
¡No!
¡Dios mío, por favor, no! Si no expulsaba inmediatamente aquel pensamiento de mi mente, sería capaz de coger el cuchillo de mi bota y destruir a aquella concejala de Yontsdown ante los ojos de Gelatina y Luke y, entonces, ninguno de nosotros saldría vivo de la ciudad.
No sé cómo, pero logré contenerme.
Sin podérmelo explicar, salí de aquel despacho con mi cordura intacta y el cuchillo todavía en la bota.
De camino hacia la salida del Palacio de Justicia, cruzamos el vestíbulo, que estaba lleno de ecos y tenía suelo de mármol, enormes ventanas con parteluz y techo abovedado, desde el cual se accedía a la sala del tribunal principal. Llevado por un impulso, me acerqué a las enormes puertas de roble con picaportes de latón, las abrí un poquito y me asomé dentro. El proceso en curso había llegado a la fase de los argumentos finales; todavía no habían hecho la pausa para la comida. El juez era un duende. El fiscal era un duende. Los dos guardias uniformados y el taquígrafo eran completamente humanos, pero tres miembros del jurado eran duendes.
—Slim, ¿qué estás haciendo? —preguntó Gelatina.
Más impresionado que antes por lo que había visto en la sala del tribunal, cerré con suavidad la puerta y volví a reunirme con Gelatina y Luke.
—Nada. Simple curiosidad.
Una vez fuera, volvimos a cruzar la calle por la esquina y yo me dediqué a estudiar a los transeúntes y a los conductores parados en el semáforo. De unas cuarenta personas que observé en aquella calle sombría, dos eran duendes, lo cual suponía veinte veces la media normal.
Habíamos acabado con los sobornos, de modo que, después de pasar por delante del ayuntamiento, nos dirigimos al aparcamiento que había detrás de éste. Cuando estábamos a unos seis metros del Cadillac amarillo, dije:
—Esperadme un segundo. Voy a mirar una cosa.
Me volví y regresé sobre mis pasos.
—¿Adonde vas? —gritó Gelatina detrás de mí.
—¡Es un segundo! —le contesté, mientras echaba a correr.
Con el corazón latiéndome aceleradamente y los pulmones dilatándose y contrayéndose con toda la flexibilidad del hierro fundido, corrí a lo largo de la parte lateral del edificio, llegué a la fachada principal, subí por un tramo de escalones de granito, crucé unas puertas de cristal y llegué a un vestíbulo más pequeño que el del Palacio de Justicia. Varios departamentos de la administración municipal tenían sus oficinas públicas en la planta baja y el cuartel general de la policía estaba a la izquierda. Crucé una puerta doble con marco de nogal y cristal mate y desemboqué en una sala rodeada por una barandilla de madera.
El recepcionista de servicio, un sargento, estaba en una tarima elevada a unos cincuenta centímetros del suelo. Era un duende.
Con un bolígrafo en la mano, levantó la vista del expediente en el que estaba trabajando, me miró y preguntó:
—¿Qué se le ofrece?
Detrás de él se extendía una amplia zona abierta que contenía una docena de escritorios, una veintena de archivadores altos, una fotocopiadora y otros muebles de oficina. De una esquina salía el sonido emitido por un teletipo. De los ocho secretarios, tres eran duendes. De los cuatro hombres que trabajaban apartados de los secretarios y parecían ser policías de paisano, dos eran duendes.
En aquel momento, había tres oficiales uniformados y todos eran duendes.
En Yontsdown, los duendes no se limitaban a rondar entre los ciudadanos normales, atormentándolos al azar; allí la guerra entre nuestras especies estaba bien organizada, por lo menos en lo tocante a los duendes; allí los promotores de la farsa subversiva establecían las leyes y las hacían cumplir, y desgraciado el pobre bastardo que fuese culpable de la mínima infracción.
—¿Qué es lo que desea? —repitió el sargento.
—Oh… Estoy buscando el Departamento de Sanidad.
—Al otro lado del vestíbulo —respondió impaciente.
—Ya —asentí, fingiendo confusión—. Esto debe de ser la comisaría.
—Desde luego no es una escuela de baile —replicó él.
Me marché, consciente de cómo sus ojos carmesí ardían sobre mi espalda, y regresé al Cadillac amarillo, donde, curiosos y ajenos a todo, me esperaban Gelatina Jordan y Luke Bendingo.
—¿Qué has estado haciendo? —quiso saber el primero.
—Quería ver de cerca la fachada principal de este edificio.
—¿Por qué?
—Me chifla la arquitectura.
—¿Ah sí?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde que era niño.
—Todavía eres un niño.
—Y tú no lo eres y te chiflan los juguetes, lo cual es aún más raro que estar loco por la arquitectura.
Me miró un momento, luego sonrió y se encogió de hombros.
—Supongo que tienes razón. Pero los juguetes son más divertidos.
Mientras subíamos al coche, yo añadí:
—Huy, no lo sé. La arquitectura puede ser fascinante. Y esta ciudad está llena de maravillosos ejemplos de estilo medieval y gótico.
—¿Medieval? —exclamó Gelatina mientras Luke ponía el coche en marcha—. ¿Te refieres a la Edad de las Tinieblas?
—Sí.
—Bien, en esto tienes razón. Puedo asegurarte que esta población sale directamente de la Edad de las Tinieblas.
Para salir de la ciudad tuvimos que volver a pasar cerca de la escuela elemental incendiada, donde habían muerto siete niños el mes de abril anterior. La primera vez que pasamos por delante del edificio yo había percibido unas vibraciones que me indicaban por anticipado que se iba a producir una nueva tragedia. Ahora, a medida que nos íbamos acercando inexorablemente y yo me fijaba en las ventanas destrozadas y en los muros manchados de hollín, surgió de aquellos ladrillos quemados una ola de impresiones clarividentes que avanzó en mi dirección. Para mi sexto sentido, era tan real como una impetuosa y gigantesca ola, con un peso y una fuerza imposibles de ignorar y una masa turbulenta de posibilidades, probabilidades y tragedias inimaginables. Había tal cantidad de sufrimiento y angustia humanos asociada a aquella estructura que ésta no estaba meramente envuelta en un espantoso halo, sino que flotaba en un mar de energía muerta. La ola llegaba con la velocidad y la fuerza de un tren de mercancías, como una de esas gigantescas olas con cresta que se precipitan hacia la playa en todas las películas sobre Hawai, pero negra y terrible, distinta de cualquier cosa que hubiera visto con anterioridad. Me dio un miedo espantoso. Delante de la propia ola, flotaba una fina espuma de energía psíquica. Y, a medida que aquellas gotas invisibles salpicaban mi receptiva mente, «oí» gritos infantiles de dolor y pánico…, fuego que rugía, silbaba y emitía una mezcla de sonidos de tijeretazos, chasquidos, farfúlleos y chisporroteos que recordaban una risa sádica…, timbres de alarma…, una pared derrumbándose en medio de un espantoso estruendo…, gritos…, sirenas lejanas… «Vi» horrores incalificables: un incendio apocalíptico…, un profesor con el cabello en llamas…, niños que se abrían paso a ciegas a través del asfixiante humo…, otros niños que se refugiaban, desesperada e inútilmente, bajo los pupitres, mientras las planchas de madera del techo ardían con lentitud y acababan desplomándose sobre ellos… Algunas escenas que estaba viendo y oyendo eran del incendio que ya se había producido, el incendio de abril, pero otras imágenes eran de un incendio que todavía no se había desencadenado, visiones y sonidos de una pesadilla futura. En ambos casos, percibí que el súbito incendio del colegio no había sido accidental ni causado por un error humano ni atribuible a un fallo mecánico, sino que era obra de los duendes. Empezaba a sentir el dolor de los niños y el calor abrasador y también comenzaba a experimentar su terror. La ola psíquica se acercaba a mí de forma amenazadora, se iba elevando y dominándolo todo…, cada vez más alta, cada vez más oscura, como un tsunami negro tan potente que sin duda iba a aplastarme; tan frío que iba a arrebatarme, como una sanguijuela, todo el calor vital de mi carne. Cerré los ojos y me negué a mirar el medio derruido colegio cuando nos fuimos acercando más; traté de forma desesperada de crear el equivalente mental de un escudo de plomo alrededor de mi sexto sentido, de expulsar las no deseadas radiaciones clarividentes que, en lugar de agua, contenía la ola destructiva que se iba acercando. A fin de alejar mis pensamientos del colegio, me puse a pensar en mi madre y en mis hermanas. Pensé en Oregon, en las Siskiyou…, pensé en el exquisitamente esculpido rostro de Rya Raines y en su cabello brillante como el sol. Fueron los recuerdos y fantasías sobre Rya lo que me fortaleció contra el ataque furioso del tsunami psíquico, que ahora me golpeaba, me apaleaba y me atravesaba, pero sin hacerme pedazos ni llevarme con él.
Esperé medio minuto, hasta que dejé de sentir cualquier cosa paranormal; luego abrí los ojos. El colegio estaba detrás de nosotros. Nos estábamos aproximando al puente de hierro, que parecía haber sido construido con huesos negros fosilizados.
Como Gelatina iba sentado de nuevo detrás y Luke tenía toda su atención puesta en la conducción, posiblemente a fin de no correr el riesgo de que la mínima infracción del código de circulación de Yontsdown hiciese que alguno de los hombres de Kelsko cayese sobre nosotros con particular furia, ninguno de los dos advirtió la peculiar crisis que, durante un minuto, había provocado en mí la rigidez muda e indefensa propia de un epiléptico privado de medicación. Me alegré de no tener que inventar una explicación, pues no confiaba en poder hablar sin traicionar mi torbellino interior.
Sentía una abrumadora piedad por los habitantes humanos de aquella ciudad dejada de la mano de Dios. Con el incendio de un colegio en la historia de la ciudad y con una conflagración mucho peor por producirse, estaba bastante seguro de lo que encontraría si me acercaba al cuartel de los bomberos: duendes. Recordé el titular que habíamos visto en el periódico local —«CUATRO MUERTOS A CAUSA DE UNA INTOXICACIÓN EN UNA EXCURSIÓN DE LA IGLESIA»— y supe lo que descubriría si le hacía una visita al párroco de la rectoría: un monstruo diabólico con alzacuello que repartía bendiciones y simpatía, de la misma forma que había repartido las mortales toxinas bacterianas en la ensalada de patata mientras sonreía, con júbilo y descaro, dentro de su singular disfraz, y en la cacerola de judías en salsa de tomate. ¡Qué cantidad de duendes debieron de congregarse frente a la escuela elemental aquel día después de haberse dado la alarma, a fin de observar, con fingido horror, aquella catástrofe que empezaba a entrar en erupción, exteriorizando dolor mientras subrepticiamente se alimentaban del martirio humano, como nosotros podríamos haber acudido a un McDonald’s para comer, siendo cada grito de un niño como un sorbito de jugoso Big Mac y cada ráfaga radiante de dolor como una crujiente patata frita! Vestidos de funcionarios públicos, manifestando conmoción y una pena desgarradora ante aquella pérdida, debieron de estar al acecho en el depósito de cadáveres, a fin de observar ávidamente a los padres que acudían a regañadientes a identificar los horripilantes y chamuscados restos de sus adorados vástagos. Haciéndose pasar por amigos y vecinos apesadumbrados, debieron de ir a las casas de los afligidos padres y ofrecer apoyo moral y consuelo, mientras se tragaban secretamente el dulce budín psíquico de angustia y desgracia, de la misma forma que, unos meses más tarde, rondarían a las familias de quienes habían sido envenenados en la excursión organizada por el párroco. Al margen del respeto y de la admiración —o la falta de ambos— que pudiesen merecer los fallecidos, jamás habría en Yontsdown un funeral tan concurrido. Aquello era como un infierno de duendes, que acudían para alimentarse dondequiera que hubiese un banquete de sufrimiento dispuesto para ellos. Y, si el destino no producía suficientes víctimas para atender sus gustos, ya se encargarían ellos de cocinar un poco: incendiar una escuela, montar un gran accidente de tráfico, planear con esmero una desgracia mortal en la fábrica de acero o en las cocheras…
El aspecto más espantoso de lo que había descubierto en Yontsdown no era solamente la asombrosa concentración de duendes, sino su deseo y habilidad —hasta el momento invisibles— de organizarse y adueñarse de las instituciones humanas. Hasta entonces, había visto a los duendes como depredadores independientes, que se iban infiltrando en la sociedad y escogían a sus víctimas más o menos al azar y llevados por el estímulo del momento. Pero en Yontsdown se habían apoderado de las riendas del poder y, con una resolución aterradora, habían transformado toda la ciudad y el condado que la rodeaba en un coto de caza privado.
Además, allí, en las montañas de Pensilvania, en aquella región tranquila de minas de carbón prácticamente ignorada por el resto del mundo, estaban engendrando.
Engendrando.
¡Dios santo!
Me pregunté cuántos nidos más tendrían esos vampiros en otros oscuros rincones del mundo. Sí, a su modo eran vampiros, pues yo presentía que, si bien no sacaban su alimento primario de la propia sangre, lo hacían de los halos resplandecientes de dolor, angustia y temor que producían los seres humanos cuando estaban en condiciones desesperadas. Una diferencia insignificante. A la res destinada al cuchillo del carnicero poco le importa qué trozos de su anatomía son más apreciados en la mesa.
A nuestra salida de la ciudad hablamos mucho menos de lo que habíamos hablado al dirigirnos a ella. Gelatina y Luke temían la emboscada por parte de los hombres de Kelsko y yo, por mi parte, seguía mudo por todo lo que había visto y por el triste futuro que les esperaba a los niños de la escuela elemental de Yontsdown.
Atravesamos los límites de la ciudad.
Pasamos por delante de la hilera de robles negros y nudosos cargados de extraños hongos.
Nadie nos detuvo.
Nadie trató de sacarnos de la carretera.
—Será pronto —dijo Gelatina.
Estábamos a poco más de un kilómetro y medio de la ciudad.
Pasamos por delante de las casas periféricas que andaban necesitadas de una mano de pintura y de tejados nuevos, donde había masas oxidadas de automóviles sobre bloques de cemento delante de las casas.
Nada.
Gelatina y Luke se pusieron más tensos todavía.
—Nos está dejando marchar demasiado fácilmente —comentó Gelatina, refiriéndose a Kelsko—. En algún punto a menos de medio kilómetro.
Estábamos ya a más de dos kilómetros de la ciudad.
—Nos han querido dar una sensación falsa de seguridad, para luego caer sobre nosotros con el peso de una tonelada de ladrillos —prosiguió Gelatina—. Eso es lo que debe de haber tramado. Y entonces nos destrozarán. Esos chicos de las minas se van a divertir.
Tres kilómetros.
—No sería propio de ellos perderse la diversión. Caerán sobre nosotros en cualquier momento.
Cuatro kilómetros.
Gelatina comentó entonces que el ataque se produciría al llegar a la mina abandonada, donde las ruinas del vertedero del ferrocarril, otras estructuras desiguales, maderas dentadas y fragmentos de metal se elevaban hacia el cielo bajo y gris.
Pero aparecieron estos monumentos a una industria desaparecida y pasamos por delante sin que se produjera incidente alguno.
Cinco kilómetros.
Siete.
A quince kilómetros de los límites de la ciudad, Gelatina suspiró por fin y se relajó.
—En esta ocasión nos lo van a ahorrar.
—¿Por qué? —preguntó Luke suspicazmente.
—No se puede decir que no haya habido un precedente. Ha habido un par de años que no han buscado pelea —dijo Gelatina—. Nunca nos dieron una explicación. Y este año… bien…, tal vez sea por el incendio de la escuela y la tragedia de ayer en el picnic organizado por la iglesia. Quizás hasta Lisle Kelsko ha visto suficientes desgracias este año y no quiere correr el riesgo de ahuyentarnos. Como ya os había dicho, creo que estas pobres gentes necesitan una feria este año más que nunca.
Mientras viajábamos por Pensilvania de regreso y después de haber decidido pararnos en la ruta para comer, por fin, y llegar a la feria Hermanos Sombra al anochecer, Gelatina y Luke se fueron animando, cosa que no ocurrió conmigo. Yo sabía por qué Kelsko nos había ahorrado la reyerta habitual. Era porque tenía algo peor en mente para la semana siguiente, cuando estuviésemos completamente instalados en el recinto ferial del condado de Yontsdown. La noria. No sabía con exactitud cuándo sucedería ni lo que tramaban, pero sabía que los duendes iban a sabotear la noria y que mis inquietantes visiones de sangre en la feria no tardarían en florecer como malévolos capullos para convertirse en una oscura realidad.