CAPÍTULO 7
EL VISITANTE NOCTURNO

Aunque la muchedumbre empezó a hacerse menos densa y, a medianoche, se fue cerrando el recinto, yo dejé el medidor de fuerza abierto hasta las doce y media a fin de conseguir unas últimas monedas de medio dólar, porque quería informar de una recaudación propia de un MACHOTE (en lugar de BUEN CHICO) en mi primer día de trabajo. Cuando cerré la atracción y me encaminé al prado situado detrás del recinto ferial, donde los feriantes habían establecido su colectividad móvil, pasaban unos minutos de la una.

Cuando me marché, las últimas luces de la feria se fueron desvaneciendo detrás de mí, como si todo el espectáculo se hubiese llevado a cabo sólo en mi consideración.

Casi trescientos remolques, colocados en ordenadas filas, ocupaban un enorme campo rodeado de bosques. Si bien la mayoría pertenecía a los concesionarios y sus familias, había unos treinta o cuarenta que eran propiedad de la empresa y que se alquilaban a aquellos feriantes que, como yo, no contaban con su propio alojamiento. Algunos llamaban a sus caravanas «Gibtown sobre ruedas». Durante el invierno, cuando no había giras, la mayoría de aquella gente viajaba hacia el sur para dirigirse a Gibsonton (Florida). Los autóctonos que lo habían construido lo llamaban Gibtown, y era un lugar habitado en su totalidad por feriantes. Gibtown era su refugio, un lugar de retiro digno de confianza, el único sitio en el mundo que era un hogar de verdad. Desde mediados de octubre hasta finales de noviembre se dirigían hacia Gibtown y llegaban allí en tropel procedentes de todas las ferias del país, desde las grandes empresas como E. James Strates a las más pequeñas compañías con sólo remolques y carpas. Una vez en el sol de Florida, o bien esperaban a sus remolques unos solares reformados con mucha gracia, o bien contaban con remolques mayores montados sobre cimientos permanentes de cemento; y se quedaban en aquel refugio basta que empezaba una nueva gira en primavera. Incluso fuera de temporada, preferían estar juntos, separados del mundo heterogéneo, que, por lo general, les parecía demasiado aburrido, hostil, de miras estrechas y lleno de excesivas reglas innecesarias. Durante la época de ferias, independientemente de dónde les llevase su trabajo durante su temporada ambulante, se aferraban al ideal de Gibsonton y regresaban cada noche a un lugar familiar, a su Gibtown sobre ruedas.

El resto de la Norteamérica moderna parece empeñada en la fragmentación. Cada año existe menos espíritu de unión en las minorías étnicas; se dice con frecuencia que las iglesias y otras instituciones, antaño el nexo de la sociedad, son inútiles e incluso opresivas, como si nuestros compatriotas viesen un caos, perverso y atractivo, en el mecanismo del universo y quisieran emularlo, aun cuando la emulación lleve a la destrucción. Sin embargo, entre los feriantes existe un fuerte y apreciadísimo sentido de colectividad que, por muchos años que pasen, no disminuye jamás.

Cuando bajé por el sendero de la ladera en dirección al caluroso prado, habiéndose acallado los ruidos de la feria y acompañado por el canto de los grillos en la oscuridad, las luces ámbar de las ventanas de todos aquellos remolques tenían un aspecto fantasmal. Parecían temblar en el aire húmedo, no tanto como la iluminación eléctrica, sino más bien como los fuegos de campamento y las lámparas de aceite de un asentamiento primitivo de eras pasadas. De hecho, sus modernos detalles envueltos en la penumbra y distorsionados por los extraños dibujos que producía la luz filtrada por cortinas y persianas hacían que Gibtown sobre ruedas tuviese el aspecto y diese la impresión de una reunión de carromatos gitanos, que se hubiesen instalado allí a causa del rechazo de las gentes del lugar, en un paisaje rural de la Europa del siglo diecinueve. Cuando me acerqué y me introduje luego entre los primeros remolques, se fueron apagando las luces a medida que los cansados feriantes se iban a dormir.

El prado llamaba la atención por su calma nacida del respeto universal de los feriantes por sus vecinos; no había radios o televisores con el volumen alto, ni niños que llorasen y no fuesen atendidos, ni ruidosas discusiones, ni perros ladrando; en fin, todas esas cosas que uno puede esperar encontrar en un barrio supuestamente respetable del mundo heterogéneo. Asimismo, la luz del día habría mostrado que las avenidas que había entre los remolques estaban libres de basura.

Unas horas antes, durante mi tiempo de descanso, había llevado mis bártulos al remolque de alquiler que iba a compartir con otros tres hombres. Mientras estaba en el prado, había andado merodeando hasta encontrar la vivienda de Rya Raines, una Airstream, la casa rodante más lujosa que se conoce. Ahora, cargado con monedas y con un grueso fajo de billetes de dólar en un bolsillo del delantal del cambio, me dirigí directamente a su alojamiento.

La puerta estaba abierta. Vi a Rya sentada en un sillón, bajo la luz mortecina que caía de una lámpara de lectura. Estaba hablando con un enano.

Llamé a la puerta y ella dijo:

—Pasa, Slim.

Subí los tres peldaños de metal y entré; la enana, pues resultó ser una mujer, se volvió para mirarme. Tenía una edad indeterminada (entre los veinte y los cincuenta, difícil de determinar), y mediría aproximadamente un metro; su tronco era normal; las extremidades, cortas y la cabeza enorme. Fuimos presentados. La mujercita se llamaba Irma Lorus y se ocupaba del juego de tirar botellas de Rya. Llevaba unas zapatillas de tenis de niño, unos pantalones negros y una blusa suelta color melocotón de manga corta. Su cabello era negro, grueso y brillante, y, al igual que las alas de los cuervos, mostraba intensos reflejos azules; era muy bonito y resultaba evidente que ella estaba orgullosa de su pelo, pues había mucha deliberación en la forma en que estaba cortado y dispuesto alrededor de su rostro demasiado grande.

—Ah, sí —dijo Irma, a la vez que me ofrecía su manita para que se la estrechase—. He oído hablar de ti, Slim MacKenzie. La señora Frazelli, la que lleva el Bingo Palace junto con Tony, su marido, dice que eres demasiado joven para estar solo; dice que necesitas desesperadamente comida casera y la atención de una madre. Harv Seveen, el dueño de uno de los espectáculos de danza del vientre, dice que das la impresión o de estar escurriendo el bulto a los de la junta de reclutamiento o, quizá, de estar huyendo de la poli porque te han pescado en algún delito de poca monta…, como dar un paseo en un coche ajeno; en cualquier caso, en el fondo piensa que eres un tipo decente. El dueño de la caseta dice que sabes cómo atraer al público y que, con unos cuantos años más sobre tus espaldas, puedes convertirte incluso en el mejor charlatán de la feria. Pero Bob Weyland, el que tiene el tiovivo, está una pizca preocupado porque su hija piensa que eres un sueño y dice que se morirá si no te fijas en ella; tiene dieciséis años y se llama Tina; además, merece la pena fijarse en ella. Y la señora Zena, conocida también como la señora Pearl Yarnell del Bronx, nuestra adivinadora gitana, dice que eres tauro, que tienes cinco años más de lo que aparentas y que estás huyendo de una trágica historia de amor.

No me sorprendió que tantos feriantes hubiesen dado una vuelta por el medidor de fuerza para echarme un vistazo. Era una colectividad muy cerrada y yo un recién llegado; de modo que su curiosidad era de esperar. Sin embargo, me sentí turbado al enterarme del encaprichamiento de Tina Weyland y me divirtió oír las impresiones «psíquicas» que la señora Zena tenía de mí.

—Bien, Irma —repliqué yo—. Soy tauro en efecto, tengo diecisiete años y jamás una muchacha me ha dado siquiera la oportunidad de partirme el corazón… Y, por poco buena cocinera que sea la señora Frazelli, puedes decirle que lloro todas las noches hasta quedarme dormido pensando en comidas caseras.

—También serás bienvenido a mi caravana —dijo Irma sonriendo—. Ven a conocer a Paulie, mi marido. Oye, ¿por qué no te pasas por allí a eso de las ocho el domingo por la noche, una vez nos hayamos instalado en el nuevo destino de la gira? Prepararé pollo con ají y, de postre, mi famoso pastel de chocolate, nata y guindas.

—Allí estaré —prometí yo.

Por la experiencia que yo había tenido, los enanos eran, de todos los feriantes, los que más rápidamente se abrían y aceptaban a un desconocido, los primeros en confiar, sonreír y reírse. Al principio, había atribuido su amabilidad —aparentemente universal— al combativo estado de desventaja de su tamaño, imaginando que cuando uno era así de pequeño tenía forzosamente que ser amable a fin de no llegar a convertirse en el blanco fácil de matones, borrachos y atracadores. Sin embargo, cuando llegué a conocer mejor a unos cuantos enanos, me fui dando cuenta de que mi análisis simplista sobre su personalidad extrovertida era poco generoso. Tanto si se los considera colectivamente como también —casi— desde el punto de vista individual, los enanos son resueltos, seguros de sí mismos e independientes. No tienen más miedo de la vida que la gente de estatura normal. Su extroversión procede de otras causas; en absoluto de una compasión nacida del sufrimiento. Pero aquella noche, en la caravana de Rya Raines, todavía joven y aprendiendo, no había llegado aún a comprender su psicología.

Aquella noche tampoco comprendí a Rya, pero me impresionaron los caracteres tan radicalmente diferentes de aquellas dos mujeres. Irma se mostró calurosa y abierta, pero la actitud de Rya Raines fue fría e introvertida. Irma tenía una preciosa sonrisa y no paraba de utilizarla, pero Rya me estudiaba con aquellos cristalinos ojos azules que lo cogían todo y no devolvían nada, sin expresión alguna en el rostro.

Sentada en el sillón, descalza, con una pierna estirada delante de ella y la otra doblada, Rya era la esencia de los sueños de un joven. Iba vestida con unos pantalones cortos blancos y una camiseta amarilla. Tenía las piernas muy bronceadas, con tobillos finos, bien torneadas pantorrillas, suaves rodillas morenas y unos muslos tersos. Tuve ganas de deslizar mis manos por aquellas piernas y sentir la firme musculatura de aquellos muslos. No obstante, metí las manos en el delantal del cambio, para que ella no pudiese ver cómo temblaban. Su camiseta, ligeramente mojada a causa del calor de agosto, se adhería de forma tentadora a sus redondos pechos, y yo podía ver los pezones a través del fino algodón.

Rya e Irma producían un contraste bastante grande: la gloria genética y el caos genético, el primero y el último peldaño de la escalera de la fantasía biológica. Rya Raines era la esencia misma del físico humano femenino, perfección de líneas y formas, el sueño hecho realidad, la promesa de la naturaleza y la intención satisfecha. Irma, por el contrario, recordaba que la naturaleza, a pesar de sus muchos mecanismos complejos y milenios de práctica, pocas veces tenía éxito en la tarea que Dios le había encomendado: «Hazlos a mi imagen y semejanza». Si la naturaleza era un invento divino, un mecanismo inspirado por Dios, como solía decir mi abuela, ¿por qué no volvía Él y reparaba esa maldita cosa? Era evidente que se trataba de una máquina con posibilidades reales, como demostraba Rya Raines.

—Parece que tienes diecisiete años, pero maldita sea si te comportas y sientes como un muchacho de esa edad —comentó la enana.

—Bien… —me limité a decir, ya que no se me ocurría otra cosa.

—Es posible que tengas diecisiete años, pero eres un hombre, sí señor. Creo que voy a decirle a Bob Weyland que eres demasiado hombre para Tina, claro que sí. En ti hay dureza.

—Algo… tenebroso —dijo Rya.

—Sí —convino Irma—. También algo tenebroso.

Sentían curiosidad, pero también eran feriantes y, si bien por un lado les traía sin cuidado decirme lo que opinaban sobre mí, jamás se habrían atrevido a hacerme preguntas sin una previa invitación por mi parte.

Irma se marchó y yo me puse a contar para Rya los ingresos del día en la mesa de la cocina. Ella dijo que la recaudación había superado la media en un veinte por ciento, me pagó el salario de un día en efectivo y me dio el treinta por ciento del veinte por ciento de incremento; lo que me pareció más que justo, pues no había esperado compartir este aumento de los ingresos hasta que llevase trabajando un par de semanas.

Cuando terminamos de hacer las cuentas, me quité el delantal del cambio sin turbación, pues la erección que había estado ocultando había desaparecido. Como ella estaba de pie a mi lado junto a la mesa, yo veía todavía los pocos disimulados contornos de sus hermosos pechos; asimismo su rostro seguía cortándome la respiración. Pero el acelerado mecanismo de mi libido había respondido a su actitud práctica y a su intransigente frialdad disminuyendo la velocidad hasta un ritmo lento.

Le dije que Gelatina Jordan me había pedido que hiciese un trabajo para él al día siguiente, que no sabía cuándo estaría disponible para hacerme cargo del medidor de fuerza, pero ella ya estaba al corriente.

—Cuando termines con lo que Gelatina necesita que hagas, vas al medidor de fuerza y relevas a Marco, el tipo que ha estado allí durante tu descanso. Él se hará cargo mientras tú estés fuera.

Le di las gracias por la paga, por la oportunidad de probarme a mí mismo y, como ella no contestó nada, me di media vuelta y me dirigí torpemente hacia la puerta.

Entonces ella me llamó:

—¿Slim?

Me detuve y me volví de nuevo hacia ella.

—¿Sí?

Estaba con las manos en las caderas, el ceño fruncido, los ojos entornados, desafiante en extremo. Yo pensé que me iba a echar una bronca por algo, pero tan sólo me dijo:

—¡Bienvenido a bordo!

No creo que supiese siquiera el aspecto desafiante que tenía…, o que supiese adoptar alguna otra actitud.

—Gracias —le contesté—. Sienta bien tener un barco bajo los pies.

Gracias a mi clarividencia, presentí que había en ella una suplicante ternura, una vulnerabilidad especial bajo la armadura que se había construido para protegerse del mundo. Lo que le había dicho a Gelatina era cierto, sentía efectivamente que había una mujer sensible al otro lado de la imagen de amazona de carácter duro en la que se ocultaba. Pero cuando llegué a la puerta me volví y la vi posando, desafiante, junto a la mesa donde estaba apilado el dinero, también presentí algo más: una tristeza de la que no me había percatado antes. Se trataba de una melancolía profunda, bien escondida y permanente. Aun cuando estas emanaciones eran muy vagas e indefinidas, me conmovieron profundamente y tuve ganas de acercarme a ella y rodearla con mis brazos, sin la más ligera intención sexual, simplemente para consolarla y, tal vez, para eliminar algo de aquella misteriosa angustia.

No me acerqué a ella, no la cogí en mis brazos, pues sabía que mis motivos serían mal interpretados. ¡Cielos! Imaginé que me daría con la rodilla en la entrepierna, me echaría de allí con cajas destempladas, me empujaría escaleras abajo, me lanzaría al suelo y me despediría.

—Si sigues haciéndolo así de bien en el medidor de fuerza —dijo—, no estarás allí mucho tiempo. Te pondré en algo mejor.

—Lo haré lo mejor que pueda.

Se dirigió al sillón donde estaba cuando llegué y añadió:

—El año que viene voy a comprar una o dos concesiones más. Concesiones importantes. Necesitaré gente de confianza que me ayude a llevarlas.

Caí en la cuenta de que no quería que me marchase. No se trataba de que se sintiese atraída por mí, no; ni era porque yo fuese irresistible o algo por el estilo, no. Sencillamente, Rya Raines no quería estar sola en aquel momento. Por regla general, sí, pero no en aquel preciso momento. Habría tratado de retener a cualquier huésped, fuera quien fuese. Yo no actué con arreglo a mi percepción de su soledad, pues también comprendía que ella no era consciente de lo obvio que resultaba; si se hubiese dado cuenta de que su cuidadosamente erigida máscara de firme seguridad en sí misma se había vuelto transparente, aunque no fuera más que de forma temporal, se habría turbado. Y enfadado. Y, claro está, habría desahogado su furia conmigo.

—Bien —me limité, por consiguiente, a decir—, espero no defraudarte nunca. —Sonreí, asentí con una inclinación de cabeza y añadí—: Hasta mañana. —Y salí.

Ella no me llamó. En lo más íntimo de mi corazón, un corazón pos-adolescente, siempre ardiente, inmaduro y descaradamente romántico, esperaba que ella hablaría, que cuando me volviese la encontraría en la puerta del remolque, de nuevo ante mí de manera pasmosa, que diría, bajito, muy bajito, algo seductor en extremo y que yo me la llevaría a la cama para pasar juntos una noche de desenfrenada pasión. En la vida real las cosas nunca son así.

En el último escalón, me di media vuelta y volví a mirar. Vi que ella me estaba mirando, pero desde dentro, desde el sillón donde se había vuelto a instalar. Presentaba una imagen tan increíblemente erótica que durante un momento no habría podido moverme, aunque hubiese sido consciente de que había un duende acercándose a mí con intenciones amenazadoras y asesinas en sus ojos. Tenía las piernas estiradas y ligeramente abiertas; la luz de la lámpara de lectura daba a su fina piel un brillo oleoso. La caída de la luz dejaba sombras bajo sus pechos, dando así énfasis a su tentadora forma. Sus brazos delgados, su garganta delicada, su rostro impecable, su cabello entre rubio y castaño rojizo…, todo brillaba, glorioso y dorado. La luz no sólo la iluminaba y acariciaba amorosamente; por el contrario, ella parecía ser la fuente de la luz, como si fuese ella, y no la lámpara, el objeto radiante. Había llegado la noche, pero el sol no la había abandonado.

Me alejé de la puerta abierta y, con el corazón latiéndome de forma acelerada, di unos cuantos pasos en la noche, por la avenida que separaba los remolques, pero me detuve, paralizado, cuando vi a Rya Raines aparecer en la oscuridad delante de mí. Esta Rya iba vestida con unos tejanos y una blusa sucia. Al principio, era una imagen oscilante, acuosa, incolora, como una película proyectada en una ondulante sábana negra. Sin embargo, al cabo de unos segundos, adquirió una solidez indistinguible de la realidad, si bien estaba claro que no era del todo real. Esta Rya tampoco era erótica; estaba palidísima y de una comisura de su voluptuosa boca goteaba sangre. Vi que su blusa no estaba sucia sino manchada de sangre. La sangre oscurecía su cuello, hombros, pecho y vientre. Con una voz susurrante, donde cada palabra salía palpitando ligeramente de sus labios mojados de sangre, dijo:

—Me estoy muriendo, muriendo… No me dejes morir…

—No —respondí, hablando todavía más bajo que la aparición. Luego me adelanté estúpidamente para abrazar y consolar a la visión de Rya con un desparpajo y un elevado grado de reacción que no había encontrado cuando era la mujer real quien buscaba consuelo—. No, no te dejaré morir.

Con la veleidad de la imagen de un sueño, desapareció de repente. La noche estaba vacía.

Me metí dando traspiés en el aire bochornoso donde ella había estado.

Me desplomé sobre las rodillas y agaché la cabeza.

Permanecí así un rato.

No quería aceptar el mensaje de la visión. Pero no podía escapar de él.

¿Había recorrido casi cinco mil kilómetros, había permitido amablemente que el destino me escogiese un nuevo hogar, había empezado a hacer nuevos amigos sólo para verlos a todos destruidos en cierto cataclismo inimaginable?

Si por lo menos hubiese podido ver el peligro, habría estado en condiciones de avisar a Rya, a Gelatina y a cualquier otra persona susceptible de ser una víctima potencial. Y, si hubiese sido capaz de convencerlos de mis poderes, habrían podido tomar las medidas oportunas para evitar su muerte. Pero aunque traté de volverme tan receptivo como pude, me fue imposible obtener siquiera un indicio de la naturaleza del desastre que se avecinaba.

Sólo sabía que los duendes estaban metidos en ello.

Prever aquellas muertes que se iban a producir me causó náuseas.

Después de estar arrodillado en la polvorienta y seca hierba durante incalculables minutos, me puse de pie con dificultad. Nadie me había visto u oído. Rya no había salido a la puerta del remolque, no había mirado fuera. Estaba solo en medio de la luz de la luna y el canto de los grillos. No podía enderezarme del todo; tenía el estómago encogido y con calambres. Mientras había permanecido dentro de la caravana se habían apagado más luces; otras se fueron apagando en aquellos momentos. Alguien se disponía a cenar tardíamente con huevos y cebollas. La noche se llenó de fragancia sublime que, en circunstancias ordinarias, me habría abierto el apetito, pero que dado mi estado sólo aumentó mis náuseas. Con paso vacilante, me dirigí al remolque donde me habían asignado una cama.

La mañana había amanecido llena de esperanzas y, al regresar al recinto ferial procedente del vestuario situado bajo la tribuna, el lugar tenía un aspecto reluciente y estaba cargado de promesas. Pero, de la misma forma que un rato antes la oscuridad había llegado a la feria, así llegaban las tinieblas a mí en aquellos momentos, fluían sobre mí, a través de mí, y colmaban todo mi ser.

Cuando casi estaba llegando a mi remolque, fui consciente de que, aunque no había nadie a la vista, unos ojos me miraban. Desde detrás, desde debajo o desde dentro de uno de los muchos remolques, alguien me observaba. Y yo estaba casi seguro de que se trataba de la misma persona que se había llevado el cadáver del duende de los autos de choque y que posteriormente me había espiado desde un rincón desconocido de la feria envuelta en la noche.

Me encontraba demasiado aturdido y desesperado para preocuparme. Me dirigí a mi remolque para meterme en la cama.

La caravana contaba con una cocinita, una salita, un baño y dos dormitorios. En cada uno de estos últimos había dos camas. Mi compañero de cuarto era un tipo llamado Barney Quadlow, un hombre muy grandote, tosco y lerdo que estaba perfectamente contento de vivir la vida dejándose llevar por ella, que no se detenía un segundo a pensar lo que sería de él cuando fuese demasiado viejo para levantar y acarrear materiales, seguro de que la feria se ocuparía de él, como así sería. Lo había conocido por la tarde y habíamos estado charlando, aunque no mucho rato. No lo conocía bien, pero parecía bastante simpático. Después de estudiarlo con mi sexto sentido, había descubierto la personalidad más plácida que jamás me había encontrado.

Sospeché que el duende que había matado en los autos de choque era un bruto como Barney, lo que explicaría por qué no se había armado ningún revuelo cuando desapareció. Los brutos no eran unos empleados muy formales; la mayoría de ellos sentía pasión por viajar y, como en ocasiones las ferias no se desplazaban lo suficiente para su gusto, se largaban.

Barney dormía, respirando profundamente; tuve cuidado de no despertarlo. Me quedé en ropa interior, doblé la ropa, la puse sobre una silla y me tumbé en la cama, sobre las sábanas. Por la ventana abierta, una suave brisa entró en el cuarto; pero era una noche muy calurosa.

No confiaba en que podría conciliar el sueño. Sin embargo, a veces, la desesperación puede ser como el cansancio, un peso que se arrastra en la mente, y, en un tiempo que me sorprendió, no más de un minuto, aquel peso me hizo caer en un olvido agradecido.

En medio de la noche, silenciosa como un cementerio y oscura como una tumba, me desperté a medias y creí ver una figura grande de pie en la puerta del dormitorio. No había ninguna luz encendida. Como el remolque estaba lleno de sombras de múltiples capas, todas ellas con diferentes tonalidades de negro, no veía quién estaba allí. Con pocas ganas de despertarme del todo, me dije que se trataba de Barney Quadlow que iba o venía del baño, pero la figura que yo vislumbraba ni salía ni entraba, simplemente estaba allí, sin dejar de mirar; además, oía la profunda y rítmica respiración de Barney procedente de la cama contigua. De modo que me imaginé que se trataba de uno de los otros dos hombres que compartían el remolque…, pero también los había conocido a ellos y ninguno era tan corpulento. Entonces, atontado y aturdido por el sueño, decidí que debía de ser la Muerte, la Parca en persona, que había acudido a llevarse mi vida. En lugar de dar un salto presa del pánico, cerré los ojos y volví a dormirme. La mera muerte no me asustaba; dado el triste estado de ánimo con el que me había dormido y que había poblado mis sombríos sueños, no me disgustaba particularmente una visita de la Muerte, si, en efecto, era ella quien estaba en la puerta.

Regresé a Oregon. Sólo así me atrevía a volver a casa. En sueños.

A las seis y media, después de cuatro horas y media de sueño, lo cual era un largo descanso para mí, estaba completamente despierto. Era viernes. Barney todavía dormía, al igual que los hombres de la habitación contigua. Una luz gris y tamizada, parecida al polvo, entraba por la ventana. La figura de la puerta había desaparecido, como si jamás hubiese estado allí.

Me levanté y, sin hacer ruido, saqué una camiseta limpia, unos calzoncillos y un par de calcetines de la mochila que había metido en el armario el día anterior. Pegajoso, sucio y deleitándome ya ante la idea de una ducha, metí aquella ropa en una de las botas, cogí éstas, me volví hacia la silla para recoger los tejanos y vi dos trozos de papel blanco sobre ellos. No recordaba haberlos dejado allí. Como no podía leerlos bien con aquella pálida luz, me los llevé junto con los tejanos y me dirigí en silencio al cuarto de baño. Una vez allí, cerré la puerta, encendí la luz y dejé las botas y los tejanos.

Miré uno de los papeles. Luego el otro.

En resumidas cuentas, la enorme figura de la puerta no había sido una ilusión o un producto de mi imaginación. Había dejado dos cosas que pensaba podían interesarme.

Se trataba de dos entradas de regalo, de las que Hermanos Sombra distribuía a montones para tratar de contentar a las autoridades y las personalidades de las ciudades donde se instalaba la feria.

Una era para una vuelta en los autos de choque.

La otra era para la noria.