CAPÍTULO 6
LA HIJA DEL SOL

Las oficinas de la feria estaban en tres remolques pintados de alegres colores; blancos con un abigarrado arco iris de lado a lado. Los remolques estaban dispuestos formando un cuadrado incompleto, al que le faltaba el lado anterior. Una cerca portátil de estacas rodeaba el recinto.

El señor Timothy Gelatina Jordan tenía su oficina en el remolque largo del lado izquierdo, donde también trabajaban el contable y la mujer que repartía los fajos de entradas cada día.

Esperé media hora en la sencilla habitación de suelo de linóleo donde el calvo contable, el señor Dooley, estaba absorto en el estudio de un montón de papeles. Mientras trabajaba, no dejaba de picar de un plato que contenía rábanos, pepperoncinis y aceitunas negras; su fuerte aliento impregnaba el cuarto, si bien a ninguno de los que entraban parecía importarle; se diría que ni siquiera lo notaban.

Yo casi esperaba que uno de los visitantes entrase como un rayo diciendo que había desaparecido un feriante o, incluso, que uno de ellos había sido encontrado muerto cerca de los autos de choque; entonces me mirarían a mí, porque yo era un extraño, el recién llegado, el sospechoso número uno, y verían la culpabilidad en mi rostro y… Pero nadie dio la voz de alarma.

Por fin, me dijeron que el señor Jordan estaba ya en disposición de recibirme. Cuando entré en su despacho de la parte posterior del remolque, comprendí inmediatamente por qué le habían puesto aquel apodo. Le faltaban como mucho, tres o cinco centímetros para el metro noventa; era quince o diecisiete centímetros más bajo que Joel Tuck, pero su peso era bastante similar, como mínimo ciento veinte kilos. Su rostro era como un budín, con una nariz redonda que podía haber sido una ciruela de color claro y una barbilla tan informe como una bola de masa hervida.

Sobre el escritorio había un coche de juguete corriendo en círculos. Era un pequeño descapotable con cuatro payasos diminutos sentados en él que, cuando el coche se movía, se levantaban y volvían a sentarse por turnos.

Mientras le daba cuerda a otro juguete, dijo:

—Mira éste. Llegó ayer. Es increíblemente genial. ¡Estupendo!

Cuando lo puso sobre la mesa, vi que se trataba de un perro de metal con patas articuladas que lo impulsaban por el escritorio dando una serie de saltos mortales. Mientras lo miraba, los ojos le brillaban llenos de regocijo.

Miré a mi alrededor y vi juguetes por todas partes. Una pared estaba cubierta de estanterías que no contenían libros, sino una abigarrada colección de coches, camiones, figuritas de cuerda en miniatura y un diminuto molino de viento que ostentaba unas paletas que probablemente se movían. En un rincón había dos marionetas colgadas de un gancho a fin de que las cuerdas no se enredasen y, en otro, sobre un taburete, estaba tranquilamente sentado un muñeco de ventrílocuo. Volví a dirigir la vista a la mesa justo a tiempo de ver al perro completar un último y más lento salto mortal. Luego, con la inercia proporcionada por la distancia final del salto recorrida ya sin cuerda, se sentó sobre las patas traseras y levantó las delanteras, como si estuviese rogando que fuesen aprobadas sus acrobacias.

Gelatina Jordan me miró con una amplia sonrisa.

—¿No es absolutamente genial?

Aquel hombre me gustó al instante.

—¡Bárbaro! —exclamé.

—¿Así que quieres unirte a la feria? —preguntó. Apenas me hube sentado, él se reclinó contra el respaldo.

—Sí, señor.

—Supongo que no eres un concesionario con tu propio negocio y la intención de gozar del privilegio de tener un espacio en el real.

—No, señor. Sólo tengo diecisiete años.

—¡Huy, no me pongas el pretexto de la juventud! He conocido concesionarios tan jóvenes como tú. Conocí a una muchacha que empezó a los quince años como adivinadora de peso; tenía verdadera facilidad de palabra, hechizaba al público y lo hacía realmente bien; añadió un par de jueguecillos a su pequeño imperio y luego, cuando tenía tu edad, se las arregló para comprar una caseta de tiro al pato. Y los tiros al pato no son baratos. Treinta y cinco mil dólares, de hecho.

—Bien, me temo que comparado con ella, yo soy ya un perdedor en la vida.

Gelatina Jordan sonrió. Tenía una bonita sonrisa.

—Entonces lo que quieres es ser un empleado de la feria Hermanos Sombra.

—Sí, señor. O si uno de los concesionarios está buscando ayuda del tipo que sea…

—Supongo que no eres más que un tipo duro, todo músculos, que no puedes hacer más que levantar el bombardeo en picado, la noria, cargar los camiones y transportar sobre tu espalda el material. ¿Me equivoco? ¿No puedes ofrecer más que tu sudor?

Me incliné hacia delante.

—Puedo hacer todos los trucos que han existido y existen; manejar cualquier juego de premio garantizado. Atender un juego de tiro al blanco con la misma habilidad que cualquier otro. Sé vocear un poco; joder, mejor que las dos terceras partes de los tipos que he oído enrollarse para convencer al público en los tugurios donde he trabajado, aunque no afirmo ser tan bueno como los feriantes de nacimiento que pregonan en las mejores compañías, como la suya. Soy un payaso realmente bueno para la parodia y el espectáculo porque no me importa mojarme y porque los insultos que lanzo al público no son obscenos, sino divertidos, y éste reacciona siempre mejor ante los graciosos. Sé hacer cantidad de cosas.

—Bien, bien —dijo Gelatina Jordan—. Parece como si hoy los dioses sonriesen a la feria; que me cuelguen si no es así, porque es absolutamente espléndido que nos hayan enviado a un joven que sirve para todo. ¡Increíble!

—Ríase de mí cuanto quiera, señor Jordan, pero, por favor, encuéntreme algo. Le juro que no le voy a decepcionar.

Se levantó y se estiró; su barriga se movió de un lado al otro.

—Bien, Slim, creo que voy a hablarle de ti a Rya Raines. Es una concesionaria. Necesita a alguien para que le lleve el medidor de fuerza. ¿Lo has manejado alguna vez?

—Claro.

—Conforme. Si le gustas y si te llevas bien con ella, estarás colocado. Si no te entiendes bien con ella, vuelves a verme y te pondré con alguna otra persona o te meteré en la nómina de Hermanos Sombra.

Yo también me puse de pie.

—Esta señora Raines…

—Señorita.

—Ya que lo ha mencionado. ¿Es una mujer difícil de tratar o algo así?

—Ya lo verás —sonrió él—. Y ahora, en cuanto a dormir, imagino que, al igual que con la concesión, no has llegado hasta aquí arrastrando tu propio remolque; de modo que querrás dormir en uno de los remolques dormitorio de la compañía. Me enteraré de quién necesita un compañero de cuarto. Podrás pagar la primera semana de alquiler a Cash Dooley, el contable que has visto en la otra habitación.

Me puse nervioso.

—Oh, sí, donde he dejado la mochila y el saco de dormir; pero a decir verdad yo prefiero dormir bajo las estrellas. Es más sano.

—Eso está prohibido aquí. Si lo permitiésemos, se nos llenaría de patanes durmiendo al sereno, bebiendo al aire libre y copulando con todo quisqui, desde mujeres hasta gatas callejeras, lo que nos haría parecer una compañía poco seria, cosa que no somos en absoluto. Nosotros somos una feria de primera hasta en el más pequeño detalle.

—Oh.

Ladeó la cabeza y me miró de soslayo.

—¿Sin blanca?

—Pues…

—¿No puedes pagar el alquiler? —Me encogí de hombros—. Te alojaremos gratis dos semanas. A partir de ahí, pagarás como todo el mundo.

—¡Caramba! Gracias, señor Jordan.

—Ahora que eres uno de los nuestros puedes llamarme Gelatina.

—Gracias, Gelatina, pero sólo dejaré que me alojéis gratis una semana. Después ya me podré hacer cargo de este gasto. ¿Debo ir directamente al medidor de fuerza? Sé dónde está y sé que hoy hay una función a las once; lo que significa que faltan unos diez minutos para que se abran las puertas.

Él seguía mirándome de soslayo. La carne se le amontonaba alrededor de los ojos, y la nariz, que se asemejaba a una ciruela, se arrugó hacia arriba como si pudiese llegar a convertirse en una ciruela pasa.

—¿Ya has desayunado? —preguntó.

—No, señor. No tenía hambre.

—Es casi la hora de comer.

—Sigo sin tener hambre.

—Yo siempre tengo hambre. ¿Cenaste ayer noche?

—¿Yo?

—Tú.

—Claro.

Escéptico, frunció el ceño, metió la mano en el bolsillo, sacó dos billetes de un dólar y salió de detrás de la mesa con la mano tendida hacia mí.

—Oh, no, señor Jordan…

Gelatina

—… Gelatina, no puedo aceptarlo.

—No es más que un préstamo —aclaró él, a la vez que me cogía la mano y metía en ella el dinero—. Me lo devolverás; esto es seguro.

—No estoy tan sin blanca. Tengo algo de dinero.

—¿Cuánto?

—Diez dólares.

Él volvió a sonreír.

—Enséñamelos.

—¿Cómo?

—Mentiroso. ¿Cuánto tienes realmente? —Yo bajé la vista—. Ahora, en serio. Dime la verdad —añadió en un tono afectuoso.

—Bueno…, ummmm…, doce centavos.

—Ah, ya veo. Estás hecho todo un Rockefeller. ¡Cielo santo, no sabes lo mortificado que me siento al pensar que he tratado de prestarte dinero! ¡Un hombre acaudalado a los diecisiete años! ¡Sin duda alguna un heredero de la fortuna de los Vanderbilt! —Me dio otros dos dólares—. Y ahora presta atención, señor playboy asqueroso. Vete al chiringuito de Sam Trizer que está junto al tiovivo. Es uno de los mejores de la feria y abre temprano para atender a los feriantes. Tómate una buena comida y luego te vas a ver a Rya Raines al medidor de fuerza.

Asentí con una inclinación de cabeza, turbado por mi pobreza, porque un Stanfeuss no recibe ayuda más que de otro Stanfeuss. Sin embargo, humilde y lleno de remordimientos, también agradecía a aquel gordinflón su caridad no exenta de sentido del humor.

Cuando llegué a la puerta y la abrí, me llamó:

—Espera un momento.

Me volví y vi que me estaba mirando de una forma distinta. Antes me había estado estudiando con el fin de determinar mi carácter, mis aptitudes y mi sentido de responsabilidad, pero en aquellos momentos me estaba observando como un minusválido podría estar examinando un caballo por el cual tuviese intención de apostar.

—Eres un jovenzuelo fuerte —observó—. Buenos bíceps, buenas espaldas. También te mueves bien. Das la impresión de saber cuidar de ti mismo en una situación difícil.

Dado que parecía ser obligada una respuesta, asentí:

—Bien… Así es, sí.

Me pregunté qué habría dicho si le hubiese contado que había matado a cuatro duendes hasta el momento; cuatro cosas con cara de cerdo, colmillos de perro, lengua de serpiente, ojos rojos y sanguinarios y garras como estoques.

Me estuvo observando un momento en silencio y, al final, me dijo:

—Escucha, si congenias con Rya, trabajarás allí. Pero mañana me gustaría que hicieses un trabajillo especial para mí. Aunque probablemente no habrá violencia alguna, cabe la posibilidad de que la haya. Si las cosas se ponen mal, tal vez tengas que usar los puños con alguien. Pero yo creo que tendrás que limitarte a deambular por ahí con aspecto intimidatorio.

—Lo que tú quieras —le dije.

—¿No vas a preguntarme de qué trabajo se trata?

—Ya me lo explicarás mañana.

—¿No quieres una oportunidad para rechazarlo?

—¡No!

—No está exento de riesgo.

Yo levanté los cuatro dólares que me había dado.

—Has comprado a uno que corre riesgos.

—Sales barato.

—No me has comprado con los cuatro dólares, Gelatina, sino con tu amabilidad.

Se turbó ante el cumplido.

—¡Lárgate de aquí, come y vete a ganar el sustento! Aquí no queremos gorrones.

Sintiéndome como no me había sentido hacía meses, salí a la oficina de delante, donde Cash Dooley me dijo que podía dejar mis cosas allí hasta que me encontrasen un sitio en un remolque, y luego me dirigí al chiringuito de Sam Trizer para tomar un bocado. Me comí dos estupendos perritos calientes con ají, patatas fritas y un batido de vainilla. A continuación, me encaminé a la avenida central.

En comparación con otras ferias, aquélla era mejor que la media, casi grande, pero no tanto como las ferias importantes de lugares como Milwaukee, St. Paul, Topeka, Pittsburgh y Little Rock, donde los ingresos por entradas exceden el cuarto de millón de dólares en un buen día. No obstante, el jueves estaba cerca del fin de semana; además, como era verano, los niños no iban al colegio y había mucha gente de vacaciones. Por otra parte, en la Pensilvania rural, la feria era un motivo de diversión como ningún otro y la gente hacía ochenta o cien kilómetros para acudir a ella; por consiguiente, aunque las puertas acababan de abrirse, ya había unas mil personas en el recinto ferial. Todas las casetas de trucos y otros juegos estaban listas para el trabajo y sus encargados empezaban a vocear las excelencias de sus respectivos números. Muchas atracciones estaban ya en funcionamiento. El aire estaba impregnado de olor a palomitas de maíz, gasóleo y grasa de cocina. La chillona fantasía se estaba poniendo en marcha; al cabo de unas horas habría adquirido toda su velocidad; mil sonidos exóticos, un color radiante y un movimiento que lo abarcarían todo y que acabarían dando la sensación de extenderse hasta convertirse en el universo, hasta que resultase imposible creer que existía alguna otra cosa más allá del recinto ferial.

Pasé por delante de los autos de choque, casi esperando ver a la policía y a una multitud de horrorizados curiosos, pero la taquilla estaba abierta, los coches en movimiento y sus conductores se gritaban entre ellos mientras hacían chocar sus vehículos con parachoques de caucho. Si alguien había advertido las manchas frescas en el suelo del recinto, no se había dado cuenta de que eran de sangre.

Me pregunté dónde habría llevado el cadáver el desconocido que me ayudó y cuándo aparecería y se daría a conocer. Y cuando revelase su personalidad, ¿qué querría de mí a cambio de seguir callando?

El medidor de fuerza estaba hacia la mitad de la primera explanada, en el extremo exterior del recinto, oculto entre un juego de globos y la pequeña tienda a rayas de una adivina. Se trataba de un simple artefacto consistente en una almohadilla dura de uno con quince metros cuadrados montada sobre unos muelles y destinada a medir el impacto, un telón de fondo con la forma de un termómetro de seis metros de altura y una campana en la parte superior de éste. Los tipos que querían impresionar a sus chicas no tenían más que pagar cincuenta centavos, coger la almádena que les daba el encargado, balancearla y golpear la almohadilla. Esto hacía subir un pequeño bloque de madera por el termómetro, que estaba dividido en cinco secciones: ABUELITA, ABUELITO, BUEN CHICO, TIPO DURO y MACHOTE. Si uno era lo bastante machote como para conseguir que el bloque subiese hasta la parte más alta y tocase la campana, no sólo impresionaba a la novia y tenía más probabilidades de bajarle las bragas antes de que terminase la noche, sino que además ganaba un animalito de trapo de baja calidad.

Junto al medidor de fuerza, había una estantería con unos ositos de felpa que no tenían el aspecto barato de los premios habituales de los juegos de ese tipo y, en un taburete situado junto a los ositos, estaba la muchacha más hermosa que jamás había visto. Iba vestida con unos pantalones de pana marrones y una blusa a cuadros marrones y rojos. Advertí de forma vaga que tenía un cuerpo delgado y de proporciones excitantes, pero, a decir verdad, no presté mucha atención a su figura (no entonces, eso fue más tarde), pues al principio toda mi atención fue acaparada por el cabello y el rostro. El pelo, grueso, suave, sedoso y reluciente, demasiado rubio para decir que era castaño rojizo, demasiado castaño rojizo para ser rubio, y que le caía por un lado de la cara ocultándole a medias un ojo, me hizo pensar en Verónica Lake, aquella estrella de cine de otra época. Si existía algún defecto en su exquisita cara, era que la mismísima perfección de sus rasgos le daba una expresión ligeramente fría, distante e inasequible. Tenía ojos azules, grandes y claros. El caliente sol de agosto se desparramaba sobre ella como si estuviese en un escenario en lugar de estar sobre un maltrecho taburete y no la iluminaba de la misma forma que a las demás personas de la feria; el sol parecía favorecerla, la iluminaba como un padre que observa a su hija predilecta, acentuaba el brillo natural de su cabello, ponía de relieve con orgullo la suavidad de porcelana de su tez, se moldeaba con amor en sus pómulos esculpidos y en su nariz artísticamente cincelada y sugería, pero sin revelarla del todo, la gran profundidad y los muchos misterios de sus cautivadores ojos.

Me quedé petrificado como un tonto y la estuve mirando un par de minutos mientras lanzaba su discurso. Se metió de forma simpática con uno de los que miraban, tomó los cincuenta centavos, se condolió cuando él no pudo hacer subir el bloque de madera más allá de buen chico y le instó suave y mañosamente a desprenderse de un dólar para hacer tres intentos más. Rompía todas las reglas en cuanto a la forma de atraer al público. No se burlaba en ningún momento de la gente ni lo más mínimo; apenas levantaba el tono de voz y, no obstante, sin saberse cómo, su mensaje se elevaba por encima de la música procedente de la tienda de la gitana adivina, de la rival perorata que soltaba el voceador de la vecina caseta del juego de globos y del cada vez mayor ruido de la feria en vías de despertarse. Y, lo más insólito de todo, no se levantaba del taburete, no trataba de atraer a los posibles clientes mediante una enérgica exhibición de habilidad de feriante, no hacía gestos espectaculares ni daba cómicos pasos de baile o lanzaba bromas de mal gusto o insinuaciones provocativas o frases ambiguas, tampoco usaba cualquiera de las técnicas habituales. Sus palabras eran astutamente divertidas y ella, maravillosa; esto era suficiente y ella era lo bastante inteligente como para saber que así era.

Me dejó sin respiración.

Cuando me acerqué arrastrando los pies, tímidamente, como me sucedía a veces con las muchachas bonitas, ella imaginó que yo era un posible cliente que quería probar suerte con la almádena. Pero yo le dije:

—No, estoy buscando a la señorita Raines.

—¿Para qué?

—Me manda Gelatina Jordan.

—¿Eres Slim? Yo soy Rya Raines.

—¿Ah, sí? —exclamé, desconcertado, pues parecía muy jovencita, apenas algo mayor que yo, en absoluto el tipo de concesionaria astuta y audaz para quien yo había supuesto que iba a trabajar.

Frunció ligeramente el ceño; su rostro adquirió un nuevo aspecto, pero ello no desvirtuó su belleza.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—Aparentas menos.

—Estoy a punto de cumplir dieciocho —repliqué yo a la defensiva.

—Esto suele ser progresivo.

—¿Cómo dices?

—Después serán diecinueve, luego veinte y, a continuación, nada te detendrá —observó con una clara nota de sarcasmo en la voz.

Presentí que era el tipo de persona que reaccionaría mejor a las agallas que al servilismo. Por tanto, sonreí y repliqué:

—Pues yo creo que contigo no ha sido así. Tengo toda la impresión de que tú has pasado directamente de doce a noventa.

No me devolvió la sonrisa ni hizo desaparecer la frialdad, pero dejó de fruncir el ceño.

—¿Sabes hablar?

—¿Acaso no estoy hablando?

—Ya sabes a qué me refiero.

A modo de respuesta, cogí la almádena, la arrojé contra la almohadilla con la fuerza suficiente como para hacer sonar la campana y atraer la atención del público más cercano que estaba mirando hacia otro lado, y me lancé a hablar. Al cabo de unos minutos había conseguido tres dólares.

—Sirves —reconoció Rya Raines. Cuando hablaba me miraba directamente a los ojos y su mirada me daba más calor que el sol de agosto—. Todo lo que tienes que saber es que el juego no está preparado, como tú mismo acabas de comprobar. Y no quiero que les vayas dando pretextos. En la feria Hermanos Sombra no se permiten ni los juegos preparados ni los pretextos y, aunque estuviesen permitidos, yo no los utilizaría. No es fácil hacer que suene la campana; de hecho, es jodidamente difícil pero si el cliente gana es con un golpe justo; de modo que cuando gana se lleva un premio, no pretextos.

—Te he entendido.

Mientras se quitaba el delantal con las monedas y la máquina de cambio y me lo pasaba, siguió hablando de forma tan firme y enérgica como cualquiera de los más jóvenes y cabales directivos de General Motors.

—Mandaré a alguien a las cinco; así estarás libre de cinco a ocho para cenar o hacer una siesta si la necesitas; luego volverás y te quedarás hasta que se cierre la feria. Me llevarás los ingresos al remolque por la noche, en el prado. Tengo un Airstream, el mayor que fabrican. Lo reconocerás porque es el único que está enganchado a una furgoneta Chevrolet nueva y roja, de un solo tono. Si juegas limpio, si no haces ninguna estupidez como tratar de timarme con la recaudación, no te arrepentirás de trabajar para mí. Tengo algunas otras concesiones y siempre estoy al acecho de tipos adecuados capaces de cargar con cierta responsabilidad. Se te pagará al final de cada día y, si eres un voceador lo bastante bueno como para mejorar la recaudación media, tendrás una parte de los beneficios adicionales. Si eres honesto conmigo, nadie te dará trato mejor que yo. Pero, y ahora escucha y no digas que no te he avisado, si me engañas, tío, haré que acabes colgado de los cojones. ¿Está claro?

—Sí.

—Bien.

Recordé en aquel momento la mención de Gelatina Jordan a la muchacha que había empezado como adivinadora de peso y había logrado una importante concesión a la edad de diecisiete años, y pregunté:

—Oye, ¿uno de esos otros juegos que tienes es un tiro al pato?

—Tiro al pato, una caseta de adivinador de peso, un juego de tiro a la botella, un chiringuito especializado en pizzas, una atracción para niños que se llama El Tranvía Feliz de Toonerville y el setenta por ciento de una caseta llamada Animales Raros —contestó secamente—. Y no tengo ni doce ni noventa años; tengo veintiuno y he recorrido un largo camino desde la nada en muy poco espacio de tiempo. No he conseguido tener todo esto siendo ingenua, blanda o tonta. No tengo nada de estúpida, Slim. Mientras no lo olvides, nos llevaremos bien.

Sin preguntarme si tenía más preguntas, se alejó avenida abajo. A cada apresurado paso que daba, su pequeño, firme y alto culito se movía deliciosamente dentro de sus estrechos pantalones.

La miré hasta que se perdió de vista en medio de la cada vez más numerosa muchedumbre. A continuación, consciente de pronto de la situación en que me encontraba, dejé el delantal y la máquina de cambio, me volví hacia el medidor de fuerza, cogí la almádena y empecé a golpear la almohadilla, siete veces seguidas, consiguiendo tocar la campana con seis de los impactos. No paré hasta que fui capaz de mirar a la gente que pasaba sin la turbación de una muy visible erección.

A medida que transcurría la tarde, fui manejando el medidor de fuerza con verdadero placer. El flujo de público se convirtió en una corriente y luego en un río, que fluía interminable por la explanada a la luz deslumbradora del caluroso verano, y al que yo le sacaba sus brillantes monedas de medio dólar con tanto acierto como si hubiese metido la mano en sus bolsillos.

Incluso cuando vi el primer duende del día, pocos minutos después de las dos, mi buen humor y mi gran entusiasmo no me abandonaron. Estaba acostumbrado a ver siete u ocho duendes por semana, y un número muy superior si trabajaba en un lugar que arrastraba a una muchedumbre numerosa o estaba de paso en una ciudad muy populosa. Hacía tiempo que había calculado que una de cada cuatrocientas o quinientas personas era un duende disfrazado; lo que significa tal vez medio millón sólo en Estados Unidos. Por consiguiente, si no me hubiese ido habituando a verlos allí donde estuviese, me habría vuelto loco antes de llegar a la feria Hermanos Sombra. Entonces ya sabía que no se daban cuenta de la amenaza especial que yo constituía para ellos; no eran conscientes de que yo veía a través de su máscara y, por lo tanto, no mostraban un interés especial por mí.

Experimentaba el deseo vehemente de matar a todos y cada uno de los que veía, pues sabía por experiencia que eran hostiles con respecto a toda la humanidad y que no tenían otro objetivo que no fuese causar dolor y desdicha en la Tierra. Sin embargo, rara era la ocasión en que me los encontraba a solas, en circunstancias propicias para el ataque. Y como por el momento no tenía ganas de saber cómo era una prisión por dentro, no me atrevía a acabar con una de aquellas odiosas criaturas a la vista de testigos que no podían percibir el demonio que ocultaban bajo el disfraz humano.

El duende que pasó por el medidor de fuerza poco después de las dos estaba cómodamente instalado dentro del cuerpo de un visitante de la feria; un simpático campesino, joven, de unos dieciocho o diecinueve años, de rostro franco, alto y rubio; iba vestido con una camiseta sin mangas, tejanos cortados y sandalias. Estaba con otros dos jóvenes de su edad, que no eran duendes ni el uno ni el otro, y era el ciudadano con el aspecto más inocente jamás visto; hizo bromas y alguna que otra tontería; se divertía, en suma. Pero bajo el barniz humano, se asomaba un duende con ojos de fuego.

El chico no se paró en el medidor de fuerza; y yo dejé en suspenso mi discurso de reclamo mientras lo miraba pasar por delante. No habían pasado diez minutos cuando vi a la segunda bestia. Aunque ésta había adoptado la apariencia de un hombre de unos cincuenta años, rechoncho y canoso, su forma ajena a la humanidad no me pasó en absoluto desapercibida.

Sé que lo que veo no es exactamente el duende corpóreo en sí mismo revestido de una especie de carne de plástico. El cuerpo humano es bastante real. Supongo que lo que percibo es el espíritu del duende o el potencial biológico de su carne susceptible de cambiar de forma.

Y, a las tres menos cuarto, vi a otros dos. Exteriormente no eran más que un par de atractivas muchachas de menos de veinte años, papanatas de pueblo deslumbradas por la feria. Dentro se escondían unas entidades monstruosas con hocicos palpitantes de color rosa.

Hacia las cuatro de la tarde habían pasado cuarenta duendes por delante del medidor de fuerza, y un par incluso se habían detenido para probar su fuerza. Para entonces mi buen humor había acabado por desvanecerse. El gentío del recinto ferial no debía de ascender a más de seis u ocho mil personas. Por consiguiente, los monstruos que había entre ellas superaban la proporción normal.

Algo estaba pasando; algo iba a ocurrir en la feria Hermanos Sombra aquella tarde; aquella reunión extraordinaria de duendes tenía un propósito: presenciar la desdicha y el sufrimiento humano. Parecía que los individuos de esta especie no se limitaban a disfrutar de nuestro dolor, sino que además se desarrollaban con él, se alimentaban de él, como si nuestro tormento fuese su único o primario sustento. Los había visto en grupos grandes sólo con motivo de escenas trágicas; en el funeral de cuatro jugadores de fútbol americano del instituto que habían muerto en un accidente de autocar en mi ciudad natal hacía unos años; en un terrible choque en cadena de coches en Colorado; en un incendio en Chicago. Cuantos más duendes veía entre el público normal y corriente, más frío tenía en medio del calor de agosto.

Cuando di con la explicación, estaba tan fuera de mí que consideré seriamente la posibilidad de utilizar el cuchillo que llevaba en la bota, a fin de matar como mínimo a un par y luego poner pies en polvorosa para proteger mi vida. Luego comprendí lo que debía de haber ocurrido. Se habían reunido allí para ver un accidente en los autos de choque, con la esperanza de que muriese o quedase mutilado uno de los conductores. Sí, estaba claro. Eso es lo que estaba intentando hacer aquel hijo de puta la noche anterior, antes de que yo me enfrentase con él y lo matase; estaba preparando un accidente. Pensando en ello en aquellos momentos, tuve la seguridad de saber lo que trataba de hacer, pues había estado manoseando el tubo de alimentación eléctrica del motor de uno de los pequeños coches. Al matarlo, sin saberlo, había salvado de morir electrocutado a algún pobre diablo.

Había corrido la voz entre la red de duendes: ¡Muerte, dolor, horrible mutilación e histeria colectiva mañana en la feria! ¡No os perdáis ese espectáculo maravilloso! ¡Llevad a vuestra esposa e hijos! ¡Sangre y carne quemada! ¡Un espectáculo para toda la familia!

Habían acudido en respuesta al mensaje, pero no les habían preparado el prometido festín de sufrimiento humano. De modo que deambulaban por el recinto ferial, tratando de imaginar lo que había sucedido, tal vez buscando incluso al duende que yo había matado.

Desde las cuatro hasta las cinco, momento en que apareció mi relevo, me fui sintiendo cada vez más optimista, pues no volví a ver más enemigos. Una vez libre, estuve media hora buscando entre la muchedumbre, pero parecía que todos los duendes, decepcionados, se hubiesen retirado.

Volví al chiringuito de Sam Trizer a fin de cenar un poco. Me sentí mucho mejor después de haber comido y estaba incluso silbando cuando, mientras me dirigía a las oficinas de la feria para saber qué remolque me habían asignado, me encontré con Gelatina Jordan junto a los caballitos.

—¿Cómo te va? —preguntó elevando la voz por encima de la música del tiovivo.

—Estupendamente.

Nos colocamos junto a la taquilla, apartados del enjambre de público.

Él iba comiendo una rosquilla de chocolate. Se lamió los labios y dijo:

—No parece que Rya te haya dejado sin orejas o sin dedos de un mordisco.

—Es buena persona —le respondí. Él alzó las cejas—. Sí, así es —proseguí a la defensiva—. Un poco brusca, quizás, y sin duda muy franca. Pero, bajo todo esto, hay una mujer honrada, sensible y que vale la pena conocer.

—Oh, tienes razón. Absolutamente. No ha sido lo que has dicho lo que me ha sorprendido…, sino que hayas sabido ver tan pronto a través de su carácter duro. La mayoría de la gente no se toma tiempo para ver la bondad que hay en ella, y muchas personas no la ven nunca.

Me puse todavía de mejor humor cuando oí de su boca la confirmación de mis vagas impresiones psíquicas. Deseaba que ella fuese buena, deseaba que hubiese una buena persona bajo aquel carácter de doncella de hielo. Deseaba que fuese una persona que valía la pena conocer. ¡Demonios! lo que ocurría era que… la deseaba a ella y no quería desear a alguien que fuese una perra de tomo y lomo.

—Cash Dooley te ha encontrado sitio en un remolque —me comunicó Gelatina—. Es preferible que vayas a instalarte antes de volver al trabajo.

—A eso iba.

Me sentía de maravilla cuando empecé a darme la vuelta para alejarme de él, pero entonces vi algo por el rabillo del ojo que me dejó anonadado. Me volví de nuevo, mientras rezaba para que hubiese sido imaginación mía lo que pensaba haber visto, pero no había sido fruto de la imaginación: todavía estaba allí. La sangre. Gelatina Jordan tenía la cara cubierta de sangre. No era sangre de verdad, ¿comprenden? Estaba terminando la rosquilla de chocolate, indemne, sin dolor alguno. Lo que veía era una visión clarividente, un presagio de violencia futura. Tampoco era mera violencia. Sobrepuesta en el rostro vivo de Gelatina había una imagen de su cara muerta, con los ojos abiertos y sin vida y las mofletudas mejillas manchadas de sangre. No sólo era arrastrado por la corriente del tiempo hacia un accidente grave, sino hacia una muerte inminente.

Él parpadeó, mirándome.

—¿Qué pasa?

—Pues…

La instantánea de precognición desapareció.

—Slim, ¿pasa algo?

La visión se había desvanecido.

No había forma de explicárselo y que me creyese. Y, aunque me creyese, yo no podía cambiar el futuro.

—¿Slim?

—No —respondí—. No pasa nada. Sólo quería…

—¿Y bien?

—Quería darle las gracias de nuevo.

—Eres un agradecido de la hostia, muchacho. No soporto a los perritos sensibleros. —Frunció el ceño—. Y ahora haz el favor de perderte de vista.

Yo titubeé. Luego, a fin de ocultar el miedo y la confusión, le pregunté:

—¿Ha sido eso una imitación de Rya Raines?

Él volvió a parpadear y me sonrió.

—Sí. ¿Cómo ha estado?

—Le ha faltado una buena dosis de dureza.

Lo dejé riéndose y, mientras me alejaba, traté de persuadirme de que mis premoniciones no siempre se cumplían… (Aunque siempre se cumplían).

… y que, aunque fuese a morir, no sería en un plazo breve… (Si bien presentía, por el contrario, que sería muy pronto).

… y que, aunque fuese en un plazo breve, sin duda había algo que yo podía hacer para evitarlo.

Algo.

Seguro que había algo.