CAPÍTULO 5
FENÓMENOS DE FERIA

Después de tres horas de sueño, unos cuantos minutos para lavarme, unos cuantos minutos más para enrollar el saco de dormir y enjaezarme con la mochila, eran las nueve y media cuando abrí el vestuario y salí. Hacía un día caluroso y despejado. El aire no era tan húmedo como durante la noche. La refrescante brisa me hizo sentir descansado y limpio, y arrastró las dudas hasta la parte más profunda de mi mente, un poco de la misma forma como arrastraba los papeles y las hojas viejas para amontonarlos en los rincones formados por los recintos de la feria y los arbustos, sin llevarse completamente la basura pero, como mínimo, sacándola de en medio. Estaba contento de estar vivo.

Volví a la avenida central y lo que me encontré me sorprendió. Si bien la última impresión que había tenido de la feria antes de retirarme había sido de peligro inminente, de desolación y de opresión, a la luz del día el lugar parecía inofensivo, incluso alegre. Los cientos de banderolas, todas ellas incoloras durante las horas nocturnas bañadas por la luna, eran ahora carmesíes como lazos de Navidad, amarillas como caléndulas, verde esmeralda, blancas, azules de un azul eléctrico y anaranjadas; se agitaban, murmuraban y chasqueaban al viento. Las atracciones brillaban y relucían con un resplandor tan intenso bajo el fuerte sol de agosto que, incluso a corta distancia, no sólo daban la sensación de ser más nuevas y sofisticadas, sino que, además, parecían haber sido cubiertas de plata y del más fino oro, como máquinas fabricadas por elfos en un cuento de hadas.

A las nueve y media las puertas de la feria no estaban todavía abiertas al público. Sólo algunos osados feriantes habían vuelto al parque.

En la explanada, dos hombres recogían la basura con unos rastrillos y la metían en unas grandes bolsas que llevaban en bandolera. Nos dijimos «hola» y «buenas».

Junto a una caseta, en la plataforma situada a metro y medio del suelo donde se colocaba el voceador para cantar las excelencias del espectáculo, había un hombre corpulento, de cabello negro y bigotes en forma de manillar que, con las manos en las caderas, miraba de arriba abajo el gigantesco rostro de payaso que era la fachada frontal de la barraca. Debió de haberme visto por el rabillo del ojo, pues se volvió, bajó la mirada hasta mí y me preguntó si yo opinaba que la nariz del payaso necesitaba una mano de pintura.

—Bueno, creo que no hace falta —le contesté—. Se diría que no hace más de una semana que fue pintada. El rojo está brillante y bonito.

—Fue pintada en efecto hace sólo una semana —replicó él—. Antes era amarilla; hacía catorce años que era amarilla, pero hace un mes me casé por primera vez y mi mujer, Giselle, dice que la nariz de un payaso tiene que ser roja. Y, como estoy perdidamente enamorado de Giselle, decidí cambiarle el color, ¿comprendes? y así lo hice. Pero ahora bien sabe Dios que pienso que fue un error, porque cuando era amarilla era una nariz con carácter, ¿sabes? y ahora sólo es como cualquier nariz de payaso que hayas visto en toda tu maldita vida. ¿Y dónde está la gracia?

No parecía querer una respuesta, pues saltó de la plataforma y, sin dejar de refunfuñar, desapareció con paso airado por la parte lateral de la caseta.

Deambulé por el recinto hasta llegar al látigo, donde un hombrecillo delgado pero fuerte estaba reparando el generador. Su cabello tenía aquel tono anaranjado que no es ni castaño rojizo ni rojo, pero al que todo el mundo llama sin embargo rojo, y lucía tantas pecas, y tan subidas de tono, que daban una impresión irreal, como si se las hubiesen pintado con esmero en mejillas y nariz. Le dije que yo era Slim MacKenzie, pero él no me dijo quién era. Tras advertir aquella actitud reservada y exclusivista del feriante que lo ha sido toda su vida, le hablé un poco de las ferias donde había trabajado en el Medio Oeste, por Ohio, mientras él seguía reparando el generador sin decir palabra. Debí de convencerlo finalmente de que estaba a la altura, pues se limpió las grasientas manos con un trapo, me dijo que se llamaba Rudy Morton pero que todo el mundo lo llamaba Red, me hizo una inclinación de cabeza y añadió:

—¿Estás buscando trabajo? —Yo le dije que sí y él prosiguió—: Quien contrata es Gelatina Jordan. Es la persona a quien recurrimos siempre y el brazo derecho de Arturo Sombra. Probablemente lo encontrarás en el edificio donde están las oficinas.

Me explicó dónde estaban, cerca de la entrada del recinto, y yo le di las gracias; a pesar de que no me volví ni una sola vez, supe que me estuvo observando un rato mientras me alejaba.

Crucé por la soleada avenida central en lugar de rodear toda la explanada. El siguiente feriante que encontré era un hombre alto que caminaba hacia mí con la cabeza baja, las manos en los bolsillos y los hombros hundidos, con un aspecto general demasiado abatido para un día tan resplandeciente como aquél. Debía de medir unos dos metros y poseía hombros macizos y brazos enormes, unos ciento veinte kilos de músculos y una figura impresionante, incluso cuando caminaba cabizbajo. Llevaba la cabeza tan metida entre aquellos hombros hercúleos que no podía ver su cara; sabía que él tampoco me veía. Caminaba entre el material pesado, pisaba cables y se abría paso entre la basura, absorto en sí mismo. Dado que me daba miedo sobresaltarlo, antes de llegar a él dije en voz alta:

—Una mañana preciosa, ¿verdad?

Él dio dos pasos más, como si le hiciera falta aquel espacio de tiempo para comprender que mi saludo iba dirigido a él. Estábamos sólo a dos metros y medio cuando me miró, dejando al descubierto un rostro que me heló la médula.

«¡Un duende!», pensé.

Estuve a punto de sacar el cuchillo de la bota.

¡Oh, Dios mío, otro duende no!

—¿Decías algo? —preguntó él.

Cuando la ola de impresión hubo pasado, vi que en realidad no era un duende o, por lo menos, que no era un duende como los otros. Tenía un rostro propio de una pesadilla, pero no había en él nada porcino o canino. Ni hocico carnoso, ni colmillos, ni una retorcida lengua que vibrase. Era humano, pero un monstruo; su cabeza era tan deforme que demostraba que Dios tenía momentos extraños y macabros. De hecho…

Imaginemos que uno es un escultor divino y que trabaja con carne, sangre y huesos, en un estado de espantosa resaca y con un despreciable sentido del humor. Uno empieza a esculpir partiendo de una enorme y brutal mandíbula que no se une con las orejas del ser de su creación (como ocurre con las mandíbulas de los rostros normales), sino que termina súbitamente formando una asquerosa masa anudada de huesos que recuerdan los tornillos del cuello que todos hemos visto en la versión cinematográfica del monstruo de Frankenstein. A continuación, justo encima de esa asquerosa masa, se le pone al desventurado ser de su creación un par de orejas como apelotonamientos de hojas de col arrugadas. Una boca inspirada en la base de una pala mecánica. Se le meten dentro algunos, muchos dientes grandes y cuadrados, apretándolos unos contra otros y superponiéndolos en varios puntos, y se le añade por todos ellos un permanente tono amarillo tan asqueroso que la criatura se avergüence de abrir la boca delante de gente educada. ¿Suena lo bastante cruel como para ser fruto de haber desahogado la cólera divina que uno hubiese podido estar sintiendo? Uno se siente embargado por una verdadera rabia cósmica, y echa suficiente espuma deífica como para hacer que el universo se estremezca de un extremo al otro, pues también esculpe una frente lo bastante gruesa como para actuar de blindaje, la desarrolla hasta que sobresale por encima de los ojos y transforma las subyacentes cuencas en cuevas. Entonces, con una fiebre de maligna creatividad, se hace un agujero en la frente, sobre el ojo derecho, pero más cerca de la sien que de la órbita que hay debajo, y se pega un tercer ojo que no tiene ni iris ni pupila, sólo un indistinguible tejido color naranja chamuscado. Hecho esto, uno añade dos toques finales, la marca incuestionable del genio malévolo: se coloca una nariz noble y de corte perfecto en el centro de esa carota espeluznante, una burla para el ser que se está creando, para que vea lo que podía haber sido; y luego se introducen en las dos órbitas inferiores un par de ojos normales, marrones, cálidos, inteligentes, bonitos, exquisitamente expresivos, de forma que cualquiera que los vea tenga que apartar al instante la vista o ponerse a llorar sin poderse controlar ante la lástima que le dará esa pobre alma atrapada dentro de esa mole. ¿Siguen ahí todavía? Con toda probabilidad, uno no querrá volver a jugar a ser Dios. ¿No cabe preguntarse qué mosca le pica a uno a veces? Si un ser así puede ser el resultado del mero mal humor o del resentimiento, imaginémonos en qué estado de ánimo debía de estar Él cuando se enfadó de verdad, cuando creó el infierno y arrojó en él a los ángeles rebeldes.

Aquella broma de Dios volvió a hablar; su voz era suave y amable.

—Lo siento. ¿Decías algo? Estaba en Babia.

—Sí…, sí…, decía que… hace una mañana preciosa.

—Sí. Supongo que sí. Eres nuevo, ¿verdad?

—Ah, sí… Me llamo Carl… Slim.

—¿Carl Slim?

—No…, no…, Slim MacKenzie —contesté, con la cabeza echada hacia atrás para mirarlo.

—Joel Tuck —dijo él.

Me resultaba imposible relacionarlo con aquel sonoro timbre de voz y aquel tono suave. A juzgar por su físico, me esperaba una voz con sonido a cristales hechos añicos y piedras rotas, llena de fría hostilidad.

Me ofreció su mano. Yo se la estreché. Era una mano como cualquier otra, si bien de mayor tamaño.

—Soy el propietario del díezenuno —me informó.

—Ah —dije yo, tratando de no mirar el vacío ojo naranja pero, no obstante, sin apartar la vista de él.

El díezenuno era un espectáculo de segundo orden; por regla general un espectáculo de monstruos, con por lo menos diez atracciones, o fenómenos, en la misma caseta.

—No soy sólo el propietario —añadió Joel Tuck—. Soy la atracción principal.

—No me cabe la menor duda —repliqué yo.

Él se echó a reír a carcajadas y yo me sonrojé, turbado, pero él no permitió que yo balbucease siquiera una excusa. Sacudió su deforme cabeza, puso una maciza mano sobre mi hombro y, sonriendo, me aseguró que no se había ofendido.

—De hecho —empezó a decir (resultó hablador, ante mi gran sorpresa)—, es reconfortante conocer a un feriante y conseguir que se impresione. Ya sabes, la mayoría de la gente que paga para ver el díezenuno apunta con el dedo, lanza gritos sofocados y hace comentarios justo delante de mis narices. Muy pocos cuentan con la inteligencia o la gracia para salir de la función siendo mejores personas, agradecidos por su buena suerte. Un puñado de mastuerzos, de miras estrechas… Bien, ya sabes cómo es el público. Pero los feriantes…, a veces a su manera, pueden ser igual de malos.

Yo asentía con la cabeza, como si supiera de lo que estaba hablando. Había logrado apartar la mirada de su tercer ojo, pero ahora no podía despegar mis ojos de aquella boca en forma de pala mecánica. Mientras se abría y cerraba de golpe, y sus anudadas mandíbulas crujían y se abultaban, pensé en Disneylandia. Un año antes de morir, mi padre nos llevó a California, a Disneylandia, que entonces era algo nuevo, pero donde ya tenían lo que ellos llamaban unos robots audioanimatrónicos, con caras y movimientos naturales que convencían, salvo por la boca, que abrían y cerraban sin ninguno de los intrincados y sutiles movimientos de las bocas reales. Joel Tuck parecía un macabro robot audioanimatrónico que la gente de Disneylandia hubiese construido a modo de broma, para dar un buen susto a tío Walt.

Que Dios se apiade de mí por haber sido tan poco sensible, pero yo esperaba que aquel hombre grotesco fuese igualmente grotesco de pensamiento y de palabra.

—Los feriantes —dijo por el contrario— son dolorosamente conscientes de su tradición de tolerancia y fraternidad. En ocasiones, su diplomacia es irritante. ¡Pero tú! Ay, sí, has tocado la nota justa. No has mostrado curiosidad morbosa o una suficiencia superior o te has lanzado a efusivas declaraciones de falsa compasión como el público. Nada de diplomacia mezquina; no eres dado a la indiferencia estudiada como la mayoría de los feriantes. Una comprensible impresión, pero nada de vergüenza por tu reacción instintiva; un muchacho que sabe de modales, pero tiene sin embargo una sana curiosidad y una franqueza que se agradece…, ése eres tú, Slim MacKenzie. Estoy encantado de haberte conocido.

—Lo mismo digo.

Su generosa forma de analizar mis reacciones y motivaciones hizo que me ruborizase todavía más, pero él fingió no advertirlo.

—Bien, debo marcharme —dijo—. Hay una función a las once y tengo que tener el díezenuno preparado para abrir. Además, cuando hay gente de fuera en la feria no salgo de la caseta con la cara descubierta. No sería justo que alguien que no quiera verme se viera expuesto a ello. Por otra parte, ¡no me da la gana ofrecerles un espectáculo gratis a esos cabrones!

—Te veré luego, entonces —me despedí, y mi mirada se posó de nuevo en su tercer ojo, que parpadeó una vez, casi como si me lo estuviera guiñando.

Dio dos pasos, con sus zapatos del número cuarenta y seis levantando nubecillas de polvo blanco de la tierra reseca de agosto. Luego se volvió, vaciló y finalmente dijo:

—Slim MacKenzie, ¿qué quieres de la feria?

—¿Qué… quieres decir…? ¿De esta feria en particular?

—De la vida en general.

—Bien… Un lugar donde dormir.

Sus mandíbulas se juntaron y movieron a toda velocidad.

—Lo conseguirás.

—Tres comidas decentes al día.

—Eso también.

—Un poco de dinero.

—Conseguirás más que eso. Eres joven, inteligente y rápido. Lo veo. Lo lograrás. ¿Qué más?

—¿Quieres decir, qué más quiero?

—Sí. ¿Qué más?

—Anonimato —suspiré.

—Ah. —Su expresión podía haber sido de conspiración o una mueca; no siempre resultaba fácil saber qué pretendía transmitir aquel rostro deforme. Mientras me contemplaba, a mí y a lo que yo decía, como si fuera a preguntar más o a dar un consejo, tenía la boca ligeramente abierta y los dientes eran como las estacas manchadas y desgastadas de una vieja valla; pero era un feriante demasiado bueno como para entrometerse. Se limitó a repetir—: Ah.

—Asilo —añadí, casi deseando que se entrometiese, asaltado de pronto por un loco deseo de revelarle mi secreto y hablarle de los duendes y de tío Denton. Durante meses, desde que había matado al primer duende, había necesitado una decidida resolución y firmeza de carácter para sobrevivir; y en ese tiempo y a lo largo de mis viajes no había encontrado a nadie que pareciese haber sido templado por un fuego tan abrasador como el que me había templado a mí. Ahora presentía haber encontrado en Joel Tuck a un hombre cuyos sufrimientos, angustias y soledad habían sido mucho mayores que los míos y soportados por un espacio de tiempo mucho mayor; era un hombre que había aceptado lo inaceptable con una fuerza y una elegancia poco comunes. Era alguien que podía comprender lo que era vivir siempre en una pesadilla, sin un momento de respiro. A pesar de su rostro monstruoso, había algo paternal en él. Y yo tenía el insólito deseo de apoyarme en él y dejar que las lágrimas brotasen por fin después de tanto, tanto tiempo, y hablarle de las criaturas diabólicas que acechaban, invisibles, la Tierra. Pero, como el dominio de mí mismo era mi más preciada posesión y la suspicacia el factor que se había demostrado más valioso para la supervivencia, no podía dejar de lado ninguna de ambas actitudes. Me limité a repetir—: Asilo.

—Asilo —dijo él—. Creo que también lo encontrarás. Te aseguro que espero que lo encuentres porque… creo que lo necesitas, Slim MacKenzie. Creo que lo necesitas desesperadamente.

Aquel comentario desentonaba tanto con el resto de nuestra breve conversación que me sobresalté.

En aquel momento no miraba la órbita ciega y naranja de la frente, sino sus otros ojos.

Creí ver compasión en ellos.

Tuve la sensación física de que en él había calor y una tendencia a tender la mano.

Sin embargo, también percibí una reserva que no estaba manifiesta en su conducta, una desconcertante indicación de que él era más de lo que aparentaba ser; que era quizás, en cierta y vaga forma, incluso peligroso.

Un escalofrío de terror recorrió mi cuerpo, pero no supe si debía tener miedo de él o de algo que le pasaría a él.

El momento se rompió como un hilo endeble, de forma brusca pero sin gran dramatismo.

—Te veré por ahí —me dijo.

—Sí —le respondí yo, con la boca tan seca y la garganta tan agarrotada que no habría podido decir más.

Dio media vuelta y se alejó.

Lo observé hasta que estuvo fuera de mi vista, de la misma forma que el mecánico, Red Morton, me había mirado mientras me alejaba del látigo.

Volví a pensar en marcharme de la feria y buscar un sitio donde los agüeros y presagios fuesen menos inquietantes, pero me quedaban sólo unos centavos y estaba cansado de viajar solo; además necesitaba pertenecer a alguna parte y era un vidente lo bastante bueno como para saber que no se puede huir del destino por muy ardientemente que se desee hacerlo.

Por otra parte, era evidente que la feria de los Hermanos Sombra era un lugar simpático y adecuado para que un fenómeno se instalase en él. Joel Tuck y yo: fenómenos de feria.