Como muchas ferias ofrecen carreras de caballos, además de los espectáculos de ganadería, las atracciones y las bailarinas, la mayoría de las ferias cuenta con vestuarios y duchas bajo sus tribunas, para comodidad de los jinetes y de los malcarados conductores. Aquel lugar no era una excepción. La puerta estaba cerrada, pero aquello no me detuvo. Ya no era un simple muchacho de campo venido de Oregon, por muy devotamente que hubiese deseado recuperar aquella inocencia perdida; era, por el contrario, un joven con experiencia en ferias ambulantes. Llevaba una delgada tira de plástico rígido en la cartera y la utilicé para forzar la endeble cerradura en menos de un minuto. Entré, encendí las luces y volví a cerrar la puerta detrás de mí.
A la izquierda había una hilera de compartimentos de metal verde con retretes; a la derecha, lavabos desportillados y espejos que el tiempo había vuelto amarillos; al fondo, las duchas. En el centro del gran cuarto, había una doble fila de abollados y arañados armarios colocados unos contra otros y unos bancos con rascaduras frente a ellos. El suelo era de cemento desnudo. Las paredes, de bloques de cemento. En el techo, unas luces fluorescentes sin pantalla. Unos olores vagamente repugnantes —sudor, orina, linimento rancio, moho— y un dominante olor acre a desinfectante de pino llenaba el aire de una suculenta repugnancia que me hizo dibujar una mueca, pero que no era tan desagradable, aunque le faltaba poco, como para provocar un efecto nauseabundo. No era un sitio elegante. No era un sitio donde uno pudiera encontrarse con alguno de los Kennedy, por ejemplo, o con Cary Grant. Como no había ventanas, podía dejar sin peligro las luces encendidas; y era mucho más fresco, aunque no menos húmedo, que el polvoriento parque de fuera.
Ante todo, me enjuagué la boca para eliminar el sabor metálico a sangre y me cepillé los dientes. En el espejo borroso que había sobre el lavabo mi mirada aparecía tan salvaje y atormentada que me apresuré a apartar la vista.
La camiseta estaba rota y, como los tejanos, manchada de sangre. Después de haberme duchado y lavado el pelo para sacar la peste del duende de mi cabello, me sequé con un puñado de toallas de papel y me puse otra camiseta y otros tejanos que saqué de la mochila. En uno de los lavabos, lavé algo las manchas de sangre de la destrozada camiseta, mojé asimismo los tejanos, lo escurrí todo y lo enterré en un cubo de basura casi lleno que había junto a la puerta, pues no quería que me pescasen con esa incriminante ropa manchada de sangre en la mochila. El resto de mi vestuario lo constituía únicamente los tejanos que acababa de ponerme, la camiseta que llevaba, otra camiseta, tres pares de calzoncillos, calcetines y una delgada chaqueta de pana.
Cuando a uno lo buscan por asesinato, viaja ligero. Lo único pesado que se lleva son los recuerdos, el miedo y la soledad.
Decidí que el lugar más seguro para pasar la última hora de la noche era aquel vestuario bajo la tribuna. Desenrollé el saco de dormir en el suelo delante de la puerta y me tumbé. Nadie podía entrar sin advertirme de su presencia apenas empezase a manosear la cerradura. Mi cuerpo serviría de tope para mantener fuera a los intrusos.
Dejé las luces encendidas.
No es que la oscuridad me diera miedo. Simplemente prefería no someterme a ella.
Mientras cerraba los ojos, pensé en Oregon…
Añoraba la granja, los verdes prados donde había jugado de niño, a la sombra de las enormes montañas Siskiyou, que hacían que las montañas del este pareciesen antiguas, gastadas y carentes de brillo. En los recuerdos que ahora se desplegaban como esculturas de papiroflexia increíblemente trabajadas, veía los terraplenes ascendentes de las Siskiyou, poblados grada tras grada por la enorme pícea de Sitka, con alguna que otra pícea de Brewer (la más hermosa de todas las coniferas); el ciprés Lawson; el abeto Douglas; el abeto blanco con aroma de clementina que rivalizaba en influjo aromático sólo con el copetudo cedro de incienso; el cornejo sin olor, pero con hojas brillantes; el arce de grandes hojas; el arce colgante del oeste; limpias hileras de robles Sadler verde oscuro. E, incluso a la tenue luz del recuerdo, aquella escena me dejó sin respiración.
Mi primo Kerry Harkenfield, hijastro de tío Denton, encontró una muerte particularmente espantosa en medio de toda aquella belleza. Fue asesinado. Había sido mi primo predilecto y mi mejor amigo. Incluso meses después de su muerte, incluso cuando llegué a la feria de los Hermanos Sombra, seguía sufriendo por su pérdida. Mucho.
Abrí los ojos y, mientras miraba las acústicas baldosas manchadas de agua y cubiertas de polvo del techo del vestuario, me obligué a no dejar salir el escalofriante recuerdo del cuerpo destrozado de Kerry. Había recuerdos mejores de Oregon…
En el jardín situado delante de la casa, había una gran pícea de Brewer, normalmente llamada pícea llorona, que arqueaba sus ramas envueltas en elegantes chales con puntillas de un verde oscurísimo. En verano, el resplandeciente follaje era un lugar de exhibición para el sol, muy comparable a la forma en que la almohadilla de terciopelo de un joyero expone las piedras preciosas a fin de que aparezcan bajo la luz más favorable; las ramas solían estar rodeadas de unas insustanciales pero resplandecientes cadenas, abalorios engarzados, relucientes collares y brillantes arcos enjoyados compuestos puramente de luz solar. En invierno, la nieve se incrustaba en la pícea llorona, adecuándose a su forma peculiar; si el día era luminoso, el árbol parecía estar celebrando la Navidad; pero si el día se levantaba gris, el árbol estaba de luto como el acompañante del féretro en un cementerio, la mismísima personificación de la tristeza y el pesimismo.
Aquella pícea, el día que maté a tío Denton, iba vestida con su ropa de luto. Yo tenía un hacha. Él sólo tenía sus manos desnudas. Aun así, no fue fácil acabar con él.
Otro mal recuerdo. Di un giro a mis pensamientos, volví a cerrar los ojos. Si había alguna esperanza de poder conciliar el sueño, tendría que pensar sólo en los buenos momentos, en mamá, papá y mis hermanas.
Nacido en la blanca granja que estaba detrás de la pícea de Brewer, fui un niño muy deseado y muy querido luego, primer y único varón de Cynthia y Kurt Stanfeuss. Mis dos hermanas tenían la suficiente masculinidad para ser unas buenas compañeras de juego de un hermano sin otros hermanos varones; justo la suficiente gracia femenina y sensibilidad para inculcarme ciertos modales, la cultura y el refinamiento que, en caso contrario, podía no haber adquirido en el rústico mundo de los valles rurales de Siskiyou.
Sarah Louise, rubia y de tez clara como nuestro padre, era dos años mayor que yo. Desde edad muy temprana era capaz de dibujar y pintar con tal destreza que se habría dicho que había sido una artista famosa en una vida anterior. Su sueño era ganarse la vida con pinceles y paletas. Tenía un talento especial para comunicarse con los animales. Era capaz de dominar a cualquier caballo sin esfuerzo alguno, camelarse a un gato enfadado, calmar un corral lleno de nerviosas gallinas mediante el mero acto de caminar entre ellas, y conseguir que el más mezquino de los perros esbozase una mueca risueña y moviese la cola.
Jennifer Ruth, morena y de piel almendrada como nuestra madre, era tres años mayor que yo. Era una voraz lectora de historias de fantasía y aventura, al igual que Sarah, pero no se podía decir que tuviese algún talento artístico, si bien producía una forma de arte propia con los números. Su facilidad para las cifras, para todas las formas y disciplinas matemáticas, era motivo de constante asombro para todos los componentes de la familia Stanfeuss, pues los demás, si nos hubiesen dado a elegir entre sumar una larga columna de números y ponerle un collar a un puerco espín, habríamos optado por el puerco espín sin dudarlo un segundo. Jenny contaba también con una memoria fotográfica. Podía citar palabra por palabra pasajes de libros que había leído años atrás. Tanto Sarah como yo envidiábamos profundamente la facilidad con la cual Jenny coleccionaba sólo sobresalientes, cartilla escolar tras cartilla escolar.
Era evidente que en la combinación de los genes de mi padre y de mi madre había una magia biológica y una rara facultad de hacer agradables e inesperados descubrimientos completamente al azar, pues ninguno de sus hijos escapó al peso de algún talento extraordinario. Y no digo esto porque resultase difícil comprender que hubiesen podido crearnos. Ellos también estaban dotados a su manera.
Mi padre era un genio de la música. Y utilizo la palabra «genio» en su significado original; no como indicación del coeficiente de inteligencia, sino a fin de expresar el hecho de que tenía una capacidad natural excepcional; en este caso, una capacidad para la música. No había instrumento que no pudiera dominar al cabo de un día de tenerlo en sus manos; y al cabo de una semana era capaz de tocar las más complejas y exigentes melodías con una facilidad que otros adquirían al cabo de años de duro trabajo. Había un piano en el salón, en el que mi padre tocaba a menudo, de memoria, tonadas que había escuchado por primera vez aquella misma mañana en la radio mientras se dirigía a la ciudad con la camioneta.
Después de su muerte, durante algunos meses, salió toda la música de casa, tanto literal como figuradamente.
Yo tenía quince años cuando murió mi padre. Entonces creí que su muerte había sido un accidente, que era lo que también pensaba todo el mundo y todavía piensa buena parte de ellos. Ahora sabía que lo había matado tío Denton.
Pero yo había matado a Denton. ¿Entonces por qué no podía dormir? Mi padre había sido vengado, se había hecho brutal justicia. ¿Por qué, sin embargo, no podía encontrar por lo menos un par de horas de paz? ¿Por qué cada noche era una dura prueba? Sólo podía conciliar el sueño cuando el insomnio pasaba a un estado de agotamiento tan completo que la elección estaba entre el sueño o la locura.
Me agité. Me di la vuelta.
Pensé en mi madre, que era tan especial como había sido mi padre. Mi madre tenía un don con las cosas verdes susceptibles de crecer; las plantas se desarrollaban para ella como los animales obedecían a su hija pequeña, de la misma forma que los problemas matemáticos se resolvían solos para su hija mayor. Una rápida mirada a una planta, un breve toque a una hoja o un tallo, y mi madre sabía con precisión qué sustancia nutritiva o cuidado especial requería su amigo verde. Su huerto dio siempre los mayores y más sabrosos tomates que nadie haya comido jamás, las más jugosas mazorcas, las más dulces cebollas. Mi madre era también curadora. Oh, les advierto que no era una curadora por fe, ni una curandera en ningún sentido; no hacía gala de poderes psíquicos ni curaba mediante la mera aplicación de las manos. Era herbolaria, hacía sus propias cataplasmas, bálsamos y ungüentos y mezclaba deliciosos tés medicinales. Nadie de la familia Stanfeuss contrajo jamás un mal resfriado, nunca nada peor que un día con la nariz tapada. Tampoco nos salían pupas, ni tuvimos gripe, bronquitis o conjuntivitis, ni las otras enfermedades que los niños llevan a casa del colegio y pasan a sus padres. Los vecinos y familiares acudían a menudo en busca de los brebajes de hierbas de mi madre. Y, aunque a menudo le ofrecían dinero, ella nunca aceptó un centavo a cambio; consideraba que habría supuesto una blasfemia recibir otra compensación por su don que no fuese la alegría de emplearlo en beneficio de su familia y conocidos.
Y, por supuesto, yo también tengo dones, si bien mis habilidades especiales son muy diferentes de los talentos más racionales de mis hermanas y mis padres. En mí, la facultad genética de hacer inesperados descubrimientos de Cynthia y Kurt Stanfeuss no era mera magia sino casi brujería.
Según mi abuela paterna, que posee una fortuna en misteriosa sabiduría popular, tengo ojos crepusculares. Tienen el mismísimo color del crepúsculo, un extraño tono que es más púrpura que azul, con una claridad particular y la peculiaridad de refractar la luz de un modo tal que aparecen ligeramente luminosos, extraños y (me han dicho) insólitamente hermosos. Mi abuela dice que ni siquiera una persona de entre medio millón tiene semejantes ojos, y debo admitir que nunca he visto ningunos como los míos. Cuando me vio por primera vez, envuelto en una manta en los brazos de mi madre, mi abuela dijo a los míos que los ojos crepusculares en un recién nacido eran un presagio de alguna facultad psíquica; si no han cambiado de color cuando el niño cumple dos años (y los míos no cambiaron), entonces, según mi abuela los cuentos populares sostienen que esa facultad psíquica tendrá una fuerza inusual y se manifestará de diferentes modos.
Mi abuela tenía razón.
Y cuando pensé en el rostro amable y ligeramente arrugado de mi abuela, cuando imaginé sus cálidos y amorosos ojos (verde mar), no encontré paz pero, por lo menos, sí un estado de tregua. El sueño se deslizó dentro de mí en el armisticio al igual que una enfermera del ejército que lleva anestésicos por un campo de batalla silenciado durante algún tiempo.
Soñé con duendes. Me ocurre a menudo.
En el último sueño de los varios que he tenido, mi tío Denton me gritaba mientras yo blandía el hacha: «¡No! ¡No soy un duende! Soy como tú, Carl. ¿De qué estás hablando? ¿Has perdido el juicio? No hay duendes. No hay nada parecido. Has perdido la cabeza, Carl. ¡Oh Dios mío! ¡Loco! Estás loco, Carl». En la vida real no había gritado, no había negado mis acusaciones. En la vida real, nuestra batalla había sido porfiada y se había librado de forma cruenta. Pero tres horas después de conciliar el sueño, me desperté con la voz de Denton resonando todavía en mí pero fuera del sueño: «¡Loco! ¡Estás loco, Carl! ¡Oh, Dios mío, has perdido el juicio!». Yo estaba temblando, empapado de sudor, desorientado y febril a causa de la duda.
Jadeando y gimoteando, me arrastré hasta el lavabo más próximo, abrí el grifo del agua fría y me remojé la cara. Las persistentes imágenes del sueño se fueron alejando, desvaneciéndose, y desaparecieron.
Levanté, vacilante, la cabeza y me miré al espejo. A veces tengo que hacer un gran esfuerzo para enfrentarme al reflejo de mis extraños ojos, porque tengo miedo de ver la locura en ellos. Aquélla fue una de esas veces.
No podía excluir la posibilidad, por muy remota que fuese, de que los duendes no fueran otra cosa que fantasmas de mi torturada imaginación. Bien sabe Dios que quería descartarlo, ser firme en mis convicciones, pero la posibilidad de estar equivocado y loco seguía estando ahí, consumiendo periódicamente mi voluntad y resolución de la misma forma que una sanguijuela se apodera de la sangre vital.
Me miré en mis angustiados ojos y los vi extrañísimos, pues su reflejo no era plano y bidimensional, como habría sido en el caso de cualquier otra persona; la imagen del espejo parecía tener tanta profundidad, realidad y poder como los ojos reales. Estudié mi mirada de forma honesta e implacable, pero no vi rastro alguno de locura en ella.
Me dije que mi capacidad para ver a través de las máscaras de los duendes estaba tan fuera de toda duda como mis otras facultades psíquicas. Sé que mis otros poderes son reales y veraces, pues mucha gente se ha beneficiado de mi clarividencia y se ha sorprendido ante ella. Mi abuela paterna me llamaba «el pequeño vidente», porque en ocasiones podía ver el futuro y a veces momentos del pasado de otras personas. Y, ¡maldita sea! también podía ver a los duendes. Y el hecho de que yo fuese la única persona capaz de verlos no era motivo para desconfiar de mis visiones.
Pero la duda permanecía.
—Algún día —dije a mi sombrío reflejo del amarillento espejo—, esta duda saldrá a la superficie en el momento menos oportuno. Te dominará cuando estés luchando por tu vida con un duende. Y ello significará tu muerte.