En ocasiones, tengo la sensación de que todas las cosas de esta vida son subjetivas, que nada en el universo puede ser objetivamente cuantificado, calificado y definido, que tanto los físicos como los carpinteros hacen el ridículo cuando dan por supuesto que pueden pesar y medir las herramientas y los materiales con los que trabajan y que pueden llegar a figuras reales que no significan nada. Es cierto que, cuando esta filosofía empieza a poseerme, me pongo de un humor triste que imposibilita todo pensamiento racional, no doy pie con bola y sólo sirvo para emborracharme o irme a dormir. Sin embargo, como una incierta prueba de este concepto, ofrezco mis percepciones acerca de la feria aquella noche, cuando eché a correr desde el recinto de los autos de choque, a través de la avenida central, cubierta de casetas y de una maraña de cables, con la intención de llegar a la noria antes que los guardas de seguridad de la feria.
Antes de que empezase aquella carrera, la noche había estado sólo débilmente iluminada por la Luna. Pero en aquellos momentos la luz lunar no era tenue sino violenta; no era de un color ceniza perlado sino blanca, intensa. Unos minutos antes, el desierto recinto estaba envuelto en las sombras y oculto en su mayor parte, pero ahora era como el patio de una prisión bañado por el despiadado resplandor de una docena de gigantescas luces en arco que fundían todas las sombras y evaporaban todo resquicio protegido por la oscuridad. A cada aterrorizado paso que daba, estaba convencido de que me descubrirían, y maldecía a la Luna. Asimismo, si bien el amplio centro de la feria estaba repleto de camiones y casetas que me habían proporcionado cientos de puntos donde ocultarme cuando había estado siguiendo al duende hasta los autos de choque, en aquel momento estaba tan despejado e inhóspito como el patio de la prisión antes mencionado. Tenía la impresión de estar desenmascarado, desprotegido, visible, desnudo, en una palabra. Entre los camiones, los generadores, las atracciones y las casetas, vislumbraba de vez en cuando el coche patrulla que avanzaba despacio hacia el extremo posterior del solar y tenía la certeza de que los guardas también debían de entreverme, aunque, en mi caso, un motor ruidoso y unos faros deslumbrantes no revelaran mi posición.
Por muy sorprendente que pueda parecer, llegué a la noria antes que los guardas. Ellos habían recorrido toda la avenida y habían doblado a la derecha, para meterse en el corto y curvo paseo que rodeaba la parte posterior de la feria, donde estaban las casetas de la danza del vientre. Se dirigían hacia la siguiente curva, donde volverían a girar a la derecha para meterse en la segunda de las dos largas avenidas. La noria estaba sólo a nueve metros de esta segunda curva. Me descubrirían en el momento en que tomasen la curva. Salté por encima de la barandilla de tubo que rodeaba la enorme noria, tropecé con un cable, caí de bruces en el polvo con fuerza suficiente como para quedarme sin aliento y me arrastré frenéticamente hacia la mochila y el saco de dormir con toda la gracia de un cangrejo lisiado.
Agarré mis cosas a toda velocidad y di tres pasos hacia la barandilla de escasa altura, pero como se habían caído un par de objetos de la mochila abierta tuve que volver a recogerlos. Vi que el Ford empezaba a entrar en la segunda avenida. Mientras doblaba la curva, sus faros me apuntaron, disipando cualquier idea de volver al centro del recinto ferial. Me distinguirían cuando saltase la cerca y empezaría la persecución. Indeciso, me quedé petrificado como el mayor idiota del mundo, inmovilizado por cadenas de culpabilidad.
A continuación, corrí, salté, me lancé hacia la taquilla de la noria. Estaba más cerca que la barandilla, mucho más cerca que la dudosa protección que había al otro lado de ella, pero ¡Dios bendito!, era diminuta. Justo un cubículo para una persona; apenas medía algo más de un metro veinte por lado y tenía un tejado estilo pagoda. Me apreté contra una de las paredes, con la mochila y el saco de dormir hechos un ovillo, estrujados contra mí, delatado por la luz de la luna, convencido de que un pie o una rodilla o una cadera estaban expuestos.
Cuando el Ford pasó por delante de la noria, yo me fui moviendo alrededor de la taquilla, manteniendo ésta en todo momento entre los guardas y yo. El foco inspeccionó los alrededores, pasó delante de mí… Luego los guardas siguieron su camino sin haber dado la alarma. Me sumergí en la sombra de la luna proyectada por una esquina del tejado estilo pagoda y los miré recorrer toda la avenida. Continuaron a una velocidad moderada y se pararon tres veces para apuntar con el foco en alguna que otra cosa, por lo que tardaron cinco minutos en llegar al final de la avenida. Yo tenía miedo de que girasen a la derecha en el extremo anterior del recinto, lo que habría significado que se dirigirían de nuevo hacia la primera avenida y volverían a hacer otro circuito, pero, por el contrario, doblaron a la izquierda, hacia la tribuna y la pista de más de un kilómetro de longitud, y finalmente hacia los establos donde se celebraban los espectáculos de ganadería y las competiciones.
A pesar del calor de agosto, me castañeteaban los dientes. El corazón me latía tanto y tan fuerte que me sorprendió que no lo oyeran por encima del ronroneo del motor del Ford. Se habría dicho que mi respiración eran rugidos. Una verdadera orquesta de un solo hombre especializada en ritmos no corrompidos por la melodía.
Volví a desplomarme contra la taquilla hasta que cesaron los temblores, hasta que me sentí lo bastante confiado como para ocuparme del cadáver que había dejado en el recinto de los autos de choque. Deshacerme del cuerpo requeriría nervios de acero, calma y la cautela de un ratón ante la presencia de un gato.
Finalmente, después de haber recuperado el dominio de mí mismo, enrollé el saco de dormir, lo até en apretado fardo y llevé ambos, mochila y saco, hasta las profundas sombras que había junto al látigo. Lo dejé todo allí donde pudiera encontrarlo fácilmente, pero donde no pudiese ser visto desde la avenida.
Regresé a los autos de choque.
Reinaba el silencio.
La puerta crujió cuando la abrí.
Cada paso que daba resonaba en el suelo de madera.
No me importaba. En aquella ocasión no perseguía furtivamente a nadie.
La luz de la luna brillaba detrás de los flancos abiertos del recinto.
La pintura satinada de la barandilla relucía.
Bajo el tejado se apiñaban densas sombras.
Sombras y calor húmedo.
Los pequeños coches se amontonaban como ovejas en un oscuro prado.
El cuerpo había desaparecido.
Lo primero que se me ocurrió fue que había olvidado dónde había dejado exactamente el cadáver; tal vez estaba al otro lado de aquellos otros dos coches, o allí en aquel remanso oscuro fuera del alcance de la luz de la luna. Pensé que a lo mejor el duende no estaba muerto cuando lo dejé. Moribundo, sí, pues estaba mortalmente herido, pero quizá no había muerto y había logrado arrastrarse hasta otro rincón del recinto antes de expirar. Empecé a buscar arriba y abajo, entre los coches y dentro de ellos, examinando con tiento todos y cada uno de los lagos y charcos de oscuridad, sin resultado alguno y con una agitación creciente.
Me detuve. Escuché.
Silencio.
Me hice receptivo a las vibraciones psíquicas.
Nada.
Creí recordar bajo qué coche había rodado la linterna después de caer del parachoques. Miré y la encontré. Me sosegué al comprobar que no había soñado toda la batalla con el duende. Cuando le di al interruptor, la linterna se encendió. Después de tapar el haz de luz con una mano, rastreé el suelo con la luz y vi otras pruebas de que el violento encuentro que recordaba no había sido fruto de una pesadilla. Sangre. Mucha sangre. Se estaba espesando y penetraba en la madera, adquiría una fuerte tonalidad carmesí y marrón, con una línea color de orín en los bordes; se secaba, pero no cabía duda de que era sangre; y a partir de los surcos, las rayas y los charcos de la sangre derramada, pude recrear la pelea tal y como la recordaba.
También encontré el cuchillo, manchado de sangre seca. Empecé a meterlo en su funda dentro de la bota. Luego miré cautelosamente la oscuridad que me rodeaba y decidí que era preferible tener el arma a punto.
La sangre, el cuchillo… Pero el cuerpo había desaparecido.
Y la bolsa de las herramientas tampoco estaba.
Tuve ganas de echar a correr, marcharme de allí sin siquiera perder un minuto, volver al látigo para recoger mis cosas y, sin más, precipitarme a la avenida, levantando nubes de serrín con mis pies, dirigirme a la entrada principal de la feria, saltar y seguir corriendo. ¡Dios!, correr sin detenerme durante horas y horas, seguir hasta que llegase la mañana, continuar por las montañas de Pensilvania, meterme en las tierras desiertas, hasta que encontrase un riachuelo donde desprenderme de la sangre y la peste de mi enemigo, donde pudiese encontrar un lecho de musgo y tumbarme, oculto por los helechos, donde pudiese dormir en paz sin el temor de ser visto por alguien… o por «algo».
No era más que un muchacho de diecisiete años.
Pero las fantásticas y aterradoras experiencias de los meses anteriores me habían endurecido y obligado a madurar deprisa. La supervivencia requería que aquel muchacho se condujese como un hombre y no como cualquier hombre, sino como una persona con nervios de acero y voluntad de hierro.
En lugar de echar a correr, salí y di la vuelta al recinto, a fin de escudriñar la tierra polvorienta a la luz de la linterna. No encontré ningún rastro de sangre, aunque sin duda debería haberlo encontrado si el duende hubiese conservado la fuerza suficiente para huir arrastrándose. Sabía por experiencia que aquellas criaturas no eran más inmunes a la muerte que yo; no podían curarse de forma milagrosa, levantarse y volver de la tumba. Tío Denton no había sido invencible; una vez muerto, siguió muerto. Aquél también; estaba muerto en el suelo de los autos de choque, indiscutiblemente muerto; y seguía muerto; en algún lugar, pero muerto. Lo cual sólo dejaba una explicación a su desaparición: alguien había encontrado el cuerpo y se lo había llevado.
¿Por qué? ¿Por qué este alguien no había llamado a la policía? Quienquiera que hubiese encontrado el cadáver no podía saber que lo había ocupado con anterioridad una criatura diabólica con un semblante indicado para las galerías del infierno. Mi conspirador desconocido debió de ver un hombre muerto, ninguna otra cosa. ¿Por qué habría ayudado a un extraño a encubrir un asesinato?
Tuve la sospecha de que me estaban observando.
Volvieron los temblores. Haciendo un esfuerzo, me liberé de ellos.
Tenía trabajo.
De nuevo dentro del recinto, volví hasta el auto de choque donde estaba trabajando el duende cuando lo sorprendí. El capó trasero estaba levantado y quedaba al descubierto el motor y la conexión eléctrica entre la terminal del polo de la red de derivación y el alternador. Observé atentamente aquellos extraños mecanismos durante un minuto más o menos, pero no vi qué había podido estar haciendo el hombre; ni siquiera pude decir si había estado tratando de reparar alguna cosa antes de que yo lo interrumpiese.
La taquilla de los autos de choque no estaba cerrada. En un rincón del diminuto cuartito encontré una escoba, un recogedor y un cubo que contenía unos cuantos trapos sucios. Con éstos limpié la sangre que todavía no se había secado del suelo de madera. Llevé al recinto puñados de mugre polvorienta y blanqueada por el verano, la eché allí donde encontré manchas húmedas y rojizas, la aplasté con las botas y luego la esparcí. Las manchas de sangre seguían allí, pero su carácter había cambiado y por consiguiente no parecían más recientes —o diferentes— que los innumerables borrones de grasa y aceite que se sobreponían unos a otros a todo lo largo de la plataforma. Volví a guardar la escoba y el recogedor en la taquilla y tiré los trapos ensangrentados en uno de los cubos de basura de la avenida, enterrándolos bajo cajas vacías de palomitas de maíz, estrujados cucuruchos blancos y otros desperdicios; también deposité allí la linterna del hombre muerto.
Seguía presintiendo que me observaban. Y eso me produjo escalofríos.
Estaba en medio de la avenida y giré despacio sobre mí mismo mientras inspeccionaba el recinto a mi alrededor; las banderolas seguían suspendidas como murciélagos durmientes y las casetas y los tugurios estaban negros como tumbas, silenciosos como tumbas; no advertí señal alguna de vida. La Luna se estaba poniendo y, al balancearse sobre el horizonte montañoso, destacaba la noria, el bombardeo en picado y el Tip Top, que recordaba un poco a las colosales y futuristas máquinas de guerra marcianas de La guerra de los mundos de H. G. Wells.
No estaba solo. Ahora no me cabía la menor duda. Sentía a alguien allí, pero no podía percibir su identidad, comprender sus intenciones o concretar su ubicación.
Unos ojos desconocidos observaban.
Unos oídos desconocidos escuchaban.
Y, de repente, la feria volvió a ser diferente de como había sido; dejó de ser el desierto patio de la cárcel donde, indefenso y desesperado, estaba expuesto al acusador resplandor de los focos. De hecho, la noche dejó súbitamente de ser tan luminosa como para serme útil en absoluto y se fue volviendo oscura con rapidez, llevando consigo una oscuridad tan llena de profundidad y amenaza como nunca habría podido imaginar. Maldije la traición que representaba la desaparición de la Luna. La sensación de estar expuesto no se desvaneció con la Luna y se agravaba ahora con una creciente claustrofobia. La avenida se convirtió en un lugar de formas desconocidas y sin luz, tan profundamente inquietantes como una colección de lápidas de formas misteriosas, talladas y erigidas por una raza enigmática venida de otro mundo. Desapareció toda la familiaridad; todas las estructuras, todas las máquinas, todos los objetos eran extraños. Me sentía apretujado, encerrado, atrapado, y estuve un momento temeroso de moverme, seguro de que, allí donde me volviese, me encontraría con mandíbulas abiertas, en las garras de algo hostil.
—¿Dónde estás? —pregunté. Ninguna respuesta—. ¿Dónde has llevado el cuerpo?
El oscuro parque era una perfecta esponja acústica; absorbió mi voz y el silencio no se vio perturbado, como sí yo no hubiese hablado.
—¿Qué quieres de mí? —quise saber del observador desconocido—. ¿Eres amigo o enemigo?
Quizá no sabía lo que era, pues no contestó, si bien presentí que llegaría un momento en que se revelaría y dejaría en claro sus intenciones.
Fue entonces cuando comprendí, con certeza clarividente, que no habría podido marcharme de la feria de los Hermanos Sombra, aunque lo hubiese intentado. No había sido ni el capricho ni la desesperación por huir lo que me había llevado allí. Algo importante debía sucederme en aquel recinto ferial. El destino había sido mi guía y, cuando hubiese representado el papel que se me pedía, entonces —y sólo entonces— el destino me permitiría un futuro de mi propia elección.