No tramaba nada bueno, pero así ocurre siempre con los de su calaña. Corrió a través del archipiélago de la noche, se apresuró por las islas de la luz de la luna, prefiriendo los profundos pozos de la oscuridad y titubeando tan sólo cuando necesitaba hacer un reconocimiento; se escurrió de un escondite a otro y miró repetidamente hacia atrás, pero sin entreverme o presentirme en ningún momento.
Yo lo seguía en silencio por el centro del recinto; no tomé ninguna de las avenidas paralelas, sino que pasé entre las atracciones, por detrás de las casetas de juegos y los puestos de refrescos, por el látigo, entre el Tip Top y el torbellino, sin dejar de observarlo desde el escondite que me proporcionaban los generadores alimentados con gasolina, los camiones y otros objetos dispersos a lo largo del parque. Su destino resultó ser el recinto abierto de los autos de choque, donde se detuvo a mirar por última vez a su alrededor para luego subir los dos escalones, abrir la puerta, meterse bajo el techo con red eléctrica y desplazarse de un extremo al otro por el suelo de madera entre los pequeños coches, aparcados allí donde los habían dejado sus últimos conductores.
Quizás habría podido esconderme en las sombras cercanas y observarlo desde allí un rato, hasta tener alguna idea acerca de sus intenciones. Tal vez habría sido el proceder más prudente, pues yo sabía menos acerca del enemigo en aquellos días de lo que sé actualmente y habría podido sacar provecho de cualquier detalle, por trivial que fuese, susceptible de aumentar mis exiguos conocimientos. Sin embargo, el odio que sentía por los duendes —único nombre que se me ocurrió ponerles— solo era superado por el miedo y me preocupaba que mi valor se viese mermado si aplazaba el enfrentamiento. Con máxima cautela, cosa que no era uno de mis principales dones, sino más bien una consecuencia de tener diecisiete años, gran agilidad y de estar en perfectas condiciones físicas, me acerqué a los autos de choque y seguí al duende dentro.
Los coches de dos plazas eran pequeños; sólo me llegaban un poco más arriba de las rodillas. De la parte posterior de cada coche se elevaba una barra hasta la red eléctrica del techo, de la cual descendía energía para que el conductor chocase violentamente con los otros vehículos conducidos de forma frenética. Cuando el público llenaba la feria, la zona de los autos de choque era, por regla general, el lugar más ruidoso del recinto; continuos chillidos y gritos de ataque rasgaban el aire; pero, en aquel momento, reinaba allí un silencio tan sobrenatural como en los caballitos con su estampida petrificada. Dado que los coches eran bajos y ofrecían escasas posibilidades de esconderse y que el suelo elevado era de madera con espacio hueco debajo y alentaba a los pasos a producir eco en el silencioso aire nocturno, no resultaba fácil avanzar sin ser detectado.
Mi enemigo me ayudaba, involuntariamente, concentrándose con intensidad en la tarea, fuera cual fuese, que lo había llevado a la feria iluminada por la Luna, después de haber agotado la mayor parte de su prudencia en su recorrido hasta allí. Estaba arrodillado detrás de uno de los coches que había en el centro del largo recinto rectangular, con la cabeza inclinada sobre la luz de una linterna.
A medida que me fui acercando, el esparcido reflejo ámbar de la luz me confirmó que se trataba en efecto de un enorme ejemplar, con un grueso cuello y anchos hombros. Se veía, bajo la tela tirante y ceñida de la camisa a cuadros amarillos y marrones, que su amplia espalda era musculosa.
Además de la linterna, llevaba consigo una bolsa de tela que contenía herramientas y que había desenrollado y colocado en el suelo junto a él. Las herramientas estaban en una serie de bolsillos y relucían cuando los errantes rayos de la linterna las encontraban y ponían de relieve su pulida superficie. Obraba deprisa, haciendo muy poco ruido, pero los suaves roces, tintineos y rechinamientos de un metal contra otro bastaban para enmascarar mi decidido avance.
Mi intención era acercarme sin ruido hasta estar a casi a dos metros de distancia, lanzarme luego sobre él, lanzarme contra su cuello con el cuchillo y cortarle la yugular antes de que hubiera advertido que no estaba solo. No obstante, a pesar de los ruidos que él hacía y de que yo avanzaba con la suavidad de un gato, cuando estaba todavía a unos cuatro o cinco metros de él, se percató de que era observado y se volvió a medias de su misteriosa tarea, mirando atrás y hacia mí atónito, con los ojos abiertos de par en par.
La luz procedente de la linterna Eveready, que había apoyado en el grueso parachoques de caucho del coche, se extendía por su rostro, disminuyendo en intensidad desde la barbilla hasta el pelo y distorsionando sus rasgos, creando singulares sombras sobre sus prominentes pómulos y haciendo que sus brillantes ojos pareciesen fantásticamente hundidos. Sin el grotesco efecto de la luz también habría tenido un aspecto duro y cruel, debido a una frente huesuda, unas cejas que se unían sobre una nariz ancha, una mandíbula prognata y una fina hendidura que le servía de boca y que, a causa de los rasgos demasiado generosos que la rodeaban, tenía todavía más apariencia de raja.
Como yo sostenía el cuchillo en mi costado, oculto a él por la posición de mi cuerpo, todavía no comprendió el grado de peligro que corría. Con una temeridad nacida de la suficiente superioridad característica de todos los duendes que me he encontrado, trató de engañarme.
—¡Eh! ¿Qué sucede? —preguntó bruscamente—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Estás con la feria? Nunca te he visto por aquí. ¿Qué quieres?
Lo miré con el corazón latiéndome a toda velocidad, enfermo de miedo, y vi lo que los demás no pueden ver. Vi al duende dentro de él, detrás de su máscara.
Y esta capacidad de percibir a la bestia interior es la cosa más difícil de explicar del mundo; pues no es como si mi vista psíquica desprendiese el semblante humano y dejase al descubierto el horror oculto bajo éste; tampoco es que yo pueda descartar la ilusión de humanidad y obtener una visión despejada del maligno ilusionista que piensa que me está engañando. Por el contrario, veo ambas cosas al instante, al humano y al monstruo, el primero superpuesto sobre el segundo. Quizá pueda explicarme mejor mediante una analogía sacada del arte de la alfarería. En una galería de la localidad de Carmel, California, vi una vez un jarrón con un vidriado transparente de un rojo glorioso y luminiscente como el aire en la puerta abierta de un enorme horno; daba la impresión de que dentro de la superficie plana de la arcilla había fantásticos, profundos y mágicos reinos tridimensionales y vastas realidades. Veo algo muy parecido a esto cuando miro a un duende. La forma humana es sólida y real a su manera, pero a través del vidriado veo dentro la otra realidad.
Allí, en los autos de choque, vi a través del vidriado humano de aquel mecánico nocturno al diabólico farsante que había dentro de él.
—Bien, habla —dijo el duende con un tono impaciente, sin siquiera preocuparse por levantarse. No tenía miedo de los seres humanos corrientes pues, por experiencia, sabía que no podían hacerle daño. Pero él no sabía que yo no era un ser humano corriente—. ¿Formas parte de la feria? ¿Te ha contratado la compañía Hermanos Sombra? ¿O no eres más que un muchacho estúpido y fisgón que se mete donde no lo llaman?
La criatura que había dentro de la mole humana era a la vez porcina y canina, con una gruesa, oscura y manchada piel con la tonalidad y el carácter del latón envejecido. Su cráneo tenía la forma del de un pastor alemán, con la boca llena de dientes perversamente afilados y ganchudos colmillos que no parecían ni caninos ni porcinos sino de reptil. El morro recordaba más el de un cerdo que el de un perro, con un hocico palpitante y carnoso. Tenía los ojos pequeños, brillantes, rojos y malévolos de un asqueroso puerco, a cuyo alrededor la guijarrosa piel de color ámbar se iba oscureciendo hasta volverse verde como las alas de un coleóptero. Cuando habló, vi una lengua retorcida desplegada en parte dentro de la boca. Sus manos de cincos dedos eran parecidas a las humanas, pero con una articulación de más en cada una; los nudillos eran más largos y más huesudos. Peor aún, tenía garras negras y torcidas, puntiagudas y bien afiladas. El cuerpo era como el de un perro que hubiese evolucionado hasta el punto de ser para él un acto natural estar de pie como un hombre. En conjunto, su cuerpo tenía cierta gracia, salvo por los hombros y los brazos anudados, que parecían contener demasiadas malformaciones óseas como para moverse con soltura.
Transcurrieron un segundo o dos de silencio, un silencio ocasionado por mi miedo y la repugnancia por la sangrienta tarea con la que me enfrentaba. Mi vacilación debió de ser interpretada como culpable confusión, pues él siguió lanzándome bravatas y se sorprendió cuando yo, en lugar de echar a correr o expresar una tímida excusa, me abalancé sobre él.
—¡Monstruo! ¡Demonio! Sé lo que eres —dije con los dientes apretados mientras le clavaba profundamente el cuchillo.
Le di en el cuello, en la palpitante arteria, pero no acerté. En cambio, la hoja se introdujo en la parte superior de su espalda, y se deslizó a través de músculos y cartílagos, entre huesos.
Gruñó de dolor, pero no gritó ni bramó. Mis palabras lo habían dejado pasmado. Tampoco él quería que lo interrumpiesen.
Cuando se desplomó hacia atrás sobre el auto de choque, le saqué el cuchillo y, aprovechando su momentánea conmoción, volví a apuñalarlo.
De haber sido un hombre corriente, habría estado perdido, vencido tanto por la parálisis temporal de terror y sorpresa como por la ferocidad de mi ataque. Sin embargo, era un duende y, si bien llevaba el peso de su disfraz hecho con carne y huesos humanos, no estaba limitado por la capacidad de reacción de los humanos. Con unos reflejos inhumanamente rápidos, levantó un fornido brazo para protegerse, hundió los hombros y metió en ellos la cabeza como si fuera una tortuga. Como consecuencia, mi segundo golpe se desvió. La hoja rasgó su brazo de forma superficial y saltó sobre su coronilla, atravesando el cuero cabelludo, pero sin graves daños.
Cuando mi cuchillo desgarraba el pequeño trozo de carne y pelo, él pasó de una actitud defensiva a una ofensiva, y yo supe que me había metido en un buen aprieto. Colocado sobre él, apretujándolo contra el coche, traté de meter una rodilla en su horcajadura a fin de tener tiempo para volver a empuñar el cuchillo, pero él me bloqueó la rodilla y me agarró de la camiseta. Como yo sabía que su otra mano se dirigía a mis ojos, me eché hacia atrás, desprendiéndome de él mediante una patada en el pecho. Mi camiseta se desgarró desde el costado hasta el cuello, pero yo estaba libre, tumbado en el suelo entre dos coches.
En la gran lotería genética, idea de Dios de lo que es una buena dirección, yo había ganado no solamente mis dones psíquicos, sino también una habilidad atlética natural, ya que siempre había sido rápido y ágil. De no haber sido bendecido con estos dones, jamás habría sobrevivido a mi primera lucha con un duende (mi tío Denton), y no digamos a esa batalla de pesadilla entre los autos de choque.
Nuestros forcejeos habían hecho caer al suelo la linterna apoyada en el parachoques de caucho; como consecuencia, la linterna se apagó y tuvimos que seguir luchando en la penumbra, pudiendo vernos mutuamente sólo al resplandor indirecto y lechoso de la luna menguante. Caí y estaba a punto de levantarme, cuando él ya se había lanzado sobre mí, con la cara completamente negra a excepción de un disco pálido de luz que relucía en uno de sus ojos enfermo de cataratas…
Cuando cayó sobre mí, le lancé una cuchillada hacia arriba formando un arco, pero él retrocedió. En el momento en que la hoja pasó a menos de un centímetro de la punta de su nariz, él asió la muñeca de la mano con la que yo blandía el cuchillo. Tenía más fuerza que yo, pues era más corpulento y pudo sujetar rígidamente mi brazo derecho sobre mi cabeza.
Levantó su brazo derecho y me lanzó el puño a la garganta, un terrible puñetazo que me habría aplastado la tráquea si hubiese dado de lleno. Pero yo bajé la cabeza y me retorcí a fin de alejarme de él. Sin embargo, el golpe fue devastador. Me atraganté y no podía respirar. Detrás de mis acuosos ojos vi una oscuridad creciente, mucho más profunda que la noche que nos rodeaba.
Desesperado, sacando del pánico fuerzas de la reserva de adrenalina, vi cómo su puño retrocedía para prepararse para darme otro golpe y dejé de repente de debatirme. Por el contrario, lo abracé, me colgué de él a fin de que no pudiera dar fuerza al puñetazo y, después de haber frustrado su contraataque, recuperé la respiración y la esperanza.
Avanzamos unos pasos dando traspiés, girando sobre nosotros mismos, agachándonos, respirando con dificultad, él sin soltar su mano izquierda de mi puño derecho y ambos con el brazo levantado. Debíamos de parecer un par de torpes bailarines apaches danzando sin la ayuda de la música.
Cuando nos acercamos al festoneado pasamanos de madera que rodeaba el recinto, donde la luz color ceniza plateada de la Luna era más luminosa, pude ver a través del vidriado humano de mi adversario con una claridad insólita y asombrosa, y no gracias a la Luna sino porque, por lo visto, mi poder psíquico se despertó durante un momento. Sus rasgos contrahechos se fueron desvaneciendo hasta convertirse en los apenas visibles planos y líneas de una máscara de cristal. Más allá del ahora completamente transparente disfraz, los diabólicos detalles y la nauseabunda textura del perro-cerdo eran más vividos y reales de lo que jamás había percibido, o querido percibir. Su larga lengua, con la misma forma de horquilla que la de una serpiente, guijarrosa y cubierta de verrugas, aceitosa y oscura, salía serpenteando de la boca llena de dientes mellados. Entre el labio superior y el hocico había una banda de lo que en un primer momento parecía moco incrustado, pero que era evidentemente una aglomeración de escamosos lunares, pequeños quistes y erizadas verrugas. El hocico de grueso borde estaba dilatado y palpitaba. La carne llena de manchas de la cara tenía un aspecto enfermizo; peor, podrido.
Y los ojos.
Los ojos…
Rojos, con unos iris fracturados y negros como cristal roto, miraban fijamente los míos; y, durante un momento, mientras forcejeábamos junto a la barandilla del recinto, tuve la sensación de desmoronarme dentro de ellos, como si fuesen unos pozos sin fondo llenos de fuego. Aunque advertí en ellos un odio intensísimo que casi me fulminó, aquellos ojos dejaban entrever algo más que mera aversión y rabia. También revelaban una maldad mucho más antigua que la raza humana y tan pura como una llama de gas; tan maligna que habría podido fulminar a un hombre de la misma forma que la mirada de Medusa convertía en piedra a los más valientes guerreros. Sin embargo, peor que la maldad era la palpable sensación de locura, una demencia que estaba más allá de la comprensión o descripción humanas, aunque no más allá de la percepción humana. Pues aquellos ojos me transmitían de algún modo que el odio de aquella criatura hacia la humanidad no era sólo una faceta de su enfermedad, sino la mismísima esencia de su locura, y que todas las mentiras perversas y las maquinaciones febriles de su mente demente estaban destinadas sólo y únicamente al sufrimiento y a la destrucción de tantos hombres, mujeres y niños como fuese capaz de tocar.
Me sentía enfermo y asqueado por lo que veía en aquellos ojos y por aquel íntimo contacto físico con la criatura, pero no me atrevía a romper el abrazo, pues ello habría significado la muerte para mí. Por consiguiente, me aferré todavía más y chocamos contra la barandilla para luego alejarnos, tambaleándonos de ella.
Él había convertido su mano izquierda en una especie de torno y estaba decidido a pulverizar los huesos de mi mano derecha, tratando de reducirlos a astillas y polvo de calcio, o, por lo menos, a obligarme a soltar el cuchillo. El dolor era atroz, pero me aferré al arma y, con algo más que una pizca de repugnancia, le mordí la cara y el cuello; luego encontré la oreja y se la arranqué con los dientes.
Lanzó un grito sofocado, pero no pasó de ahí, como una forma de poner de manifiesto un deseo de intimidad todavía mayor que el mío y el estoico propósito de que yo no esperase ni por un momento igualarme a él. Sin embargo, aunque ahogó un grito cuando yo escupí su destrozada oreja, no estaba tan endurecido al dolor y al miedo como para continuar la batalla sin cejar. Titubeó, se tambaleó hacia atrás, se golpeó contra una viga que sostenía el techo y se llevó una mano a su ensangrentada mejilla y luego a la cabeza en una búsqueda frenética de la oreja que ya no estaba allí. Aunque seguía agarrando mi brazo derecho sobre mi cabeza, ya no tenía tanta fuerza como antes; de modo que me liberé de él mediante un giro.
Habría sido el momento de clavarle el cuchillo en las tripas, pero la falta de circulación entumecía mi mano y apenas podía sostener con firmeza el arma. Habría sido una temeridad atacar; mis insensibilizados dedos hubieran podido soltar el cuchillo en el momento crucial.
Atragantado por el sabor a sangre, conteniéndome las ganas de vomitar, me apresuré a retroceder para alejarme de él; luego pasé el arma a la mano izquierda y ejercité vigorosamente la mano derecha, abriéndola y cerrándola, con la esperanza de eliminar el entumecimiento de los dedos. Empecé a sentir una comezón en la mano y supe que volvería a estar normal al cabo de unos minutos.
Como es de suponer, él no quiso concederme los minutos que yo necesitaba. Con una furia tan exuberante que habría podido iluminar la noche, se abalanzó sobre mí, y yo tuve que escurrirme entre dos de los pequeños coches y saltar sobre un tercero. Estuvimos dando vueltas alrededor del recinto un rato, en cierta forma habiéndose cambiado los papeles con respecto al momento en que yo había traspasado la puerta. Ahora él era el gato, de una sola oreja, pero en absoluto intimidado, y yo el ratón con una pata entumecida. Y aunque yo no paré de correr con una rapidez, una agilidad y una astucia nacidas de una renovada y aguda sensación de mortalidad, él hizo lo que hacen siempre los gatos con el ratón: cerró el boquete a pesar de todas mis maniobras y estratagemas.
Aquella lenta persecución se llevaba a cabo en medio de un silencio estremecedor, interrumpido únicamente por el sonido sordo de las pisadas en el suelo hueco, por el seco roce de los zapatos en la madera, por los golpecitos que dábamos a los coches cuando en algún momento dado nos apoyábamos en ellos para mantener el equilibrio al saltarlos o rodearlos, y por una pesada respiración. Ninguna palabra airada, ninguna amenaza, ninguna súplica de clemencia o de discusión, ningún grito de ayuda. Ninguno de nosotros le habría dado al otro la satisfacción de un suspiro de dolor.
La circulación fue volviendo poco a poco a mi mano derecha y, aunque mi torturada muñeca estaba hinchada y palpitaba, consideré que estaba lo bastante recuperado como para hacer uso de una habilidad que había aprendido de un hombre llamado Nervios MacPhearson en otra feria de menor categoría con la cual había pasado unas cuantas semanas en Michigan, a principios de verano, después de haber huido de la policía de Oregon. Nervios MacPhearson, sabio, mentor y muy añorado, era un extraordinario lanzador de cuchillos.
Mientras me decía que ojalá Nervios hubiese estado allí conmigo, pasé el cuchillo (el cual tenía el mango pesado y estaba equilibrado en su conjunto con el objetivo de utilizarlo para lanzamientos) de la mano izquierda a la derecha. No se lo había lanzado al duende cuando él estaba arrodillado junto al auto de choque porque su posición no era propicia para un golpe limpio y mortal. Y no se lo había lanzado la primera vez que me había liberado de él porque, a decir verdad, no confiaba en mi habilidad.
Nervios me había enseñado mucho acerca de la teoría y la práctica del lanzamiento de cuchillos, e, incluso después de despedirme de él y dejar las atracciones con las que habíamos viajado juntos una temporadita, seguí estudiando la técnica de esa arma, pasando otros cientos de horas perfeccionando mi habilidad. Sin embargo, era más que cierto que no era lo bastante bueno para lanzar el cuchillo al duende como primer recurso. Teniendo en cuenta las ventajas de mi enemigo en cuanto a tamaño y fuerza, de haberme limitado a herirlo de levedad o haber fallado habría quedado prácticamente indefenso.
Ahora, por el contrario, después de haber librado con él un combate cuerpo a cuerpo, sabía que no estaba a su altura y que un bien calculado lanzamiento de cuchillo era la única oportunidad que tenía para sobrevivir. Él no pareció advertir que, al cambiar el cuchillo de mano, lo había cogido por la hoja en lugar de por el mango y, cuando me volví y corrí un largo trecho por donde no había coches obstruyendo mi camino, supuso que el miedo me había vencido y que huía de la pelea. Me persiguió, triunfante, haciendo ahora caso omiso a su seguridad. Cuando oí sus recias pisadas sobre las tablas detrás de mí, me detuve, giré sobre mis talones, calculé posición, ángulo y velocidad en un abrir y cerrar de ojos y dejé volar el cuchillo.
El propio Ivanhoe, lanzando su mejor colocada flecha, no lo habría hecho mejor que yo al arrojar el cuchillo. Dio exactamente el número adecuado de vueltas y golpeó con total precisión en el momento y la vuelta adecuada; le dio en la garganta y se hundió hasta la empuñadura. La punta debió de asomar por su nuca, pues la hoja tenía una longitud de más de quince centímetros. Se detuvo de repente, se tambaleó y abrió la boca. La luz en el lugar donde él se hallaba era más débil, pero suficiente para mostrar la sorpresa tanto en los ojos humanos como en los feroces y diabólicos ojos que había detrás. De su boca salió un solo chorro de sangre, como un borbotón de aceite color ébano en la penumbra, así como unos ruidos semejantes a graznidos.
Tomó aire con un silbido y un estertor infructuosos.
Estaba estupefacto.
Llevó las manos al cuchillo.
Cayó sobre las rodillas.
Pero no murió.
Con lo que pareció ser un esfuerzo monumental, el duende empezó a desprenderse de su caparazón humano. Para ser más exacto, nada se desvaneció; más bien, la forma humana empezó a perder definición. Los rasgos faciales se fusionaron y el cuerpo empezó también a cambiar. Aquella transformación de un estado al otro parecía ser horrible, agotadora. Cuando la criatura cayó sobre sus manos y rodillas, la máscara humana empezó a debilitarse y apareció aquel espantoso morro porcino; luego desapareció y volvió a aparecer varias veces. De la misma forma, el cráneo tomó una forma canina, permaneció así un momento, empezó a volver a las proporciones humanas, para luego reafirmarse con nuevo vigor y crecerle unos dientes mortíferos.
Yo retrocedí, llegué hasta la barandilla y me detuve, listo para saltar a la avenida si el duende adquiría mágicamente nuevas fuerzas y se recuperaba de la herida de cuchillo por el mero hecho de su espantosa metamorfosis. Tal vez, en su forma de duende, tenía algún modo de curarse, cosa de la que no era capaz cuando estaba atrapado en la condición humana. Ello parecía poco probable, fantástico; pero no más fantástico que el propio hecho de su existencia.
Finalmente, después de haberse transformado casi completamente, de haber hecho trabajar sus enormes mandíbulas y rechinado los dientes y que sus garras hubiesen perforado el cuero de sus zapatos, se arrastró por el suelo del recinto en mi dirección. Sus deformes hombros, brazos y caderas, cargados de unas extrañas excrecencias óseas inútiles, se movían con dificultad, si bien yo tenía la impresión de que habrían hecho avanzar a la bestia con velocidad y una inexplicable gracia, si no hubiese estado herida y debilitada. Sin el filtro del vestido de humanidad, sus ojos eran ahora no solamente rojos sino, además, luminosos; no brillaban con la luz refractada como los ojos de un gato, sino que desprendían un resplandor sanguinolento que relucía en el aire delante de ellos y dejaba una estela roja en el suelo por lo demás oscuro.
Pasó por mi mente la certeza de que la metamorfosis había renovado al enemigo, y estoy seguro de que cambió por esta razón. En su forma humana estaba atrapado y no iba a tardar en morir, pero en su identidad de duende podía invocar una fuerza desconocida que, aunque no lo salvase, fuese susceptible por lo menos de proporcionarle los suficientes recursos adicionales para perseguirme y matarme en un último y desafiante acto. Se arriesgaba a esta revelación porque estábamos solos, porque no había nadie más para ver en lo que se había convertido. Yo había sido testigo de un hecho semejante una vez con anterioridad y en circunstancias similares, con otro duende, en una pequeña ciudad al sur de Milwaukee. La segunda vez no fue menos aterrador. Asió el mango del cuchillo con una mano de dedos acabados en garras, se extrajo la hoja de la garganta y lo arrojó al suelo. Babeando sangre, pero sonriendo como un demonio surgido del infierno, se lanzó en mi persecución a cuatro patas.
Trepé a la barandilla y estaba a punto de saltarla, cuando oí un coche que se acercaba por la amplia avenida que pasaba junto al recinto de los autos de choque. Supuse que se trataba de los largamente esperados guardas de seguridad que hacían la ronda.
La bestia, sin dejar de sisear y golpear su corta y gruesa cola contra las tablas del suelo, había llegado casi a la barandilla. Levantó la vista hacia mí, y en sus ojos brillaron intenciones mortíferas.
El motor del coche que se acercaba se oyó más fuerte, pero no me precipité hacia los guardas de seguridad en busca de ayuda. Sabía que el duende no se prestaría a mantener su forma verdadera para que ellos lo examinasen; por el contrario, volvería a vestirse con su disfraz y yo conduciría a los guardas hasta lo que aparentaría ser un hombre muerto o moribundo, mi víctima. Por consiguiente, cuando los faros aparecieron ante mi vista, pero antes de ver el coche, salté dentro del recinto desde la barandilla por encima de la bestia, que retrocedió, trató de asirme, pero falló.
Aterricé sobre ambos pies, me deslicé sobre manos y rodillas, rodé por el suelo, volví a ponerme sobre las manos y rodillas, y recorrí a gatas casi todo el recinto antes de volverme y mirar atrás. Los destellos gemelos color rubí de la ardiente mirada del duende estaban puestos sobre mí. La destrozada garganta, la tráquea rota y las aceleradas arterias lo habían debilitado, y se veía reducido a arrastrarse sobre el vientre. Se acercaba lentamente, como un lagarto tropical aquejado de un enfriamiento y su consiguiente coagulación de la sangre, acortando el espacio entre nosotros con evidente dolor pero igual determinación. Estaba a seis metros.
Más allá del duende, al otro lado del recinto, los faros del coche que se acercaba empezaron a brillar con más intensidad; luego apareció el propio Ford que pasaba lentamente con el motor ronroneando y los neumáticos produciendo un extraño y suave sonido sobre el serrín y los desperdicios. Las luces iluminaron la explanada, no así la estructura de los autos de choque, pero uno de los guardas de seguridad del coche estaba manejando un foco, que en aquellos momentos recorría la parte lateral del recinto.
Me apreté contra el suelo.
El duende estaba a cinco metros de mí y se iba acercando centímetro a centímetro.
La barandilla, de aproximadamente un metro de altura, que rodeaba el campo de batalla, es decir los autos de choque, era tan pesada y sólida que los espacios entre los gruesos balaustres, muy próximos entre sí, eran más estrechos que los propios balaustres. Tal característica de la barandilla era muy conveniente; si bien la luz del foco se filtraba por los huecos, no había espacio para que los guardas pudiesen ver bien el interior de recinto, sobre todo teniendo en cuenta que ellos seguían moviéndose.
El moribundo duende se dejó caer hacia delante mediante otra espasmódica flexión de sus resistentes piernas y apareció en un sitio iluminado por la luz de la luna. Pude ver la sangre que rezumaba de su hocico porcino y manaba de su boca. Tres metros y medio. Chasqueó las mandíbulas, se estremeció y se puso a arrastrarse de nuevo; su cabeza salió de la luz para introducirse en la sombra. Tres metros.
Me fui deslizando hacia atrás sin dejar de estar boca abajo, ansioso por poner distancia entre aquella gárgola viviente y yo; pero me paré en seco después de haberme desplazado unos cincuenta centímetros, pues el coche patrulla se había detenido completamente en la avenida, justo al lado de los autos de choque. Me dije que el hecho de pararse de vez en cuando durante su patrulla debía de formar parte de su rutina, que no se había detenido en respuesta a algo que habían visto en el recinto, y recé fervientemente para que así fuese. Sin embargo, en una noche tan calurosa y pegajosa como aquélla, debían de llevar las ventanas abiertas y, una vez detenidos, era más probable que oyesen cualquier sonido que yo o el duende pudiésemos hacer. Ante esta idea, dejé de alejarme de mi enemigo, me apreté contra el suelo y maldije en silencio aquel golpe de mala suerte.
Acompañando sus movimientos de gruñidos, sacudidas y una respiración profunda, la bestia herida se acercaba a mí sin dejar de reptar, reduciendo así la distancia que yo había empezado a agrandar; de nuevo estaba sólo a tres metros. Sus ojos bermellones no eran tan claros o brillantes como antes; ahora estaban turbios; su extraña intensidad se había nublado; eran tan misteriosos y llenos de presagios como los faros de un lejano buque fantasma visto por la noche en un oscuro mar inmovilizado por la niebla.
Los guardas, desde el coche, recorrían con el foco las cerradas casetas del otro lado de la avenida; luego fueron desplazándolo despacio hasta que quedó apuntando luminosamente el flanco del recinto, pasando entre los anchos balaustres de la barandilla. Si bien era poco probable que nos localizasen a mí o al duende a través de la pantalla de balaustres y entre el montón de pequeños coches, no era tan improbable que, por encima del ruido del motor del Ford parado, oyesen las ruidosas inhalaciones del monstruo o el ruido sordo de su cola sobre el suelo hueco.
Estuve a punto de gritar en voz alta: «¡Muérete, maldita sea!».
La bestia avanzaba con más energía que antes; ya había cubierto dos metros completos, cuando se desplomó sobre el vientre a tan sólo un metro de mí.
El foco dejó de moverse.
Los guardas de seguridad habían oído algo.
Una deslumbrante lanza de luz pasó entre dos balaustres y su punta se hincó en el suelo del recinto a dos metros y medio o tres a mi izquierda. Con el estrecho y revelador haz de luz, las planchas de madera, su fibra, muescas, arañazos, estrías y manchas tenían un aspecto sobrenatural, por lo menos desde mi punto de mira a ras de suelo, con unos intrincados detalles de lo más extraordinario. Una diminuta astilla desprendida parecía un imponente árbol, como si el foco no solamente iluminase sino que también agrandase lo que tocaba.
La respiración del duende salió de su destrozada garganta emitiendo un ligero chisporroteo… y no volvió a entrar aire. Para mi intenso alivio, el resplandor de sus odiosos ojos se desvaneció; el fuego abrasador se convirtió en una llama vacilante, la llama en carbones calientes y éstos en débiles rescoldos.
El haz de luz del foco se movió en aquella dirección, volvió a detenerse, pero sólo a menos de dos metros del duende moribundo.
Y en aquel momento la criatura sufrió otra notable transformación, como la reacción final del hombre lobo de las películas, herido por una bala de plata: abandonó su fantasmagórica forma y volvió a adoptar el rostro, los miembros y la piel visiblemente terrestres de un ser humano. Dedicó sus últimas energías a mantener el secreto de la presencia de su raza entre los hombres corrientes. La gárgola había desaparecido. Ante mí, en la penumbra, yacía un hombre muerto. Un hombre muerto a quien yo había matado.
No podía seguir viendo al duende dentro de él.
En la avenida, el Ford avanzó un poco, volvió a detenerse y la luz del foco de los guardas se deslizó a través de algunos otros balaustres, encontrando otro hueco por el que se puso a fisgonear. Exploró el suelo del recinto y tocó el tacón de uno de los zapatos del hombre muerto.
Contuve la respiración.
Yo veía el polvo que había en aquella parte del zapato, el dibujo que había formado el roce en el borde de la goma y un trocito de papel pegado donde el tacón se une con la suela. Por supuesto, yo estaba mucho más cerca que el guarda del Ford que estaba escudriñando la trayectoria de su luz, pero si yo podía ver en esa medida, de forma tan clara, sin duda él podía vislumbrar algo, lo suficiente para condenarme.
Transcurrieron dos o tres segundos.
Dos o tres más.
La luz se deslizó por otro hueco. En esta ocasión a mi derecha, a algunos centímetros más allá del otro pie del cadáver.
Un estremecimiento de alivio recorrió todo mi ser, y tomé aire…, pero éste quedó sin ser espirado cuando la luz retrocedió unos cuantos balaustres en busca de su punto previo de interés.
Aterrorizado, me deslicé hacia delante lo más silenciosamente posible, agarré el cadáver por los brazos y lo arrastré hacia mí; sólo unos cinco centímetros; no demasiado, a fin de no hacer mucho ruido.
El haz de luz volvió a atravesar la barandilla en dirección al tacón del zapato del hombre muerto. No obstante, yo había actuado con la suficiente rapidez. El tacón estaba ahora a salvo, aunque a sólo poco más de dos centímetros del inquisitivo alcance del foco.
Mi corazón palpitaba más deprisa que un reloj, dos latidos por segundo, pues los acontecimientos del cuarto de hora anterior me habían sacudido en extremo. Después de ocho latidos, cuatro segundos, la luz se alejó y el Ford se puso poco a poco en movimiento por la avenida, en dirección al extremo posterior del parque. ¡Estaba a salvo!
No, a salvo no. Relativamente a salvo.
Todavía debía deshacerme del cadáver y limpiar la sangre antes de que la luz diurna hiciese más difícil estas operaciones y antes de que la mañana trajese con ella a los feriantes al recinto. Cuando me puse de pie, una punzada de dolor me atravesó ambas rodillas, pues, al saltar de la barandilla por encima del duende que se arrastraba a gatas, había tropezado y caído sobre las manos y las rodillas sin nada del garbo del que me he estado jactando hace un rato. También tenía las palmas de las manos con leves rasguños, pero ni estos malestares ni los otros, ni el dolor de la muñeca derecha donde el duende había apretado con tanta fuerza, ni el dolor del cuello y de la garganta donde me había golpeado podían hacer que me echase atrás.
Mientras miraba los restos de mi enemigo envueltos en las sombras de la noche, y trataba de llegar al plan más sencillo para mover su pesado cuerpo, recordé de repente la mochila y el saco de dormir que había dejado junto a la noria. Eran unos objetos pequeños, entre las sombras y la vaga y perlada luz de la luna, y no era probable que fuesen advertidos por la patrulla. Por otra parte, los guardas de seguridad de la feria habían hecho tantas veces su ronda por aquel recinto que sabían exactamente lo que debían ver en cada lugar determinado de su ruta. No resultaba pues difícil imaginar sus ojos recorriendo la mochila y pasando por encima del saco de dormir…, para volver al instante, como el haz de luz del foco había regresado inesperadamente para explorar de nuevo el lugar ocupado por el cadáver. Si veían mis cosas, si encontraban la prueba de que algún vagabundo había saltado la valla durante la noche y había pernoctado en el recinto ferial, se apresurarían a volver a los autos de choque para cerciorarse de nuevo. Y encontrarían la sangre. Y el cuerpo.
¡Joder!
Tenía que llegar a la noria antes que ellos.
Me encaminé rápidamente a la barandilla, la salté y eché a correr por el oscuro corazón del parque, moviendo las piernas arriba y abajo, apartando el denso y húmedo aire con los brazos y con el cabello ondeando furiosamente, como si hubiese un demonio dentro de mí, como así era, aunque muerto.