CAPÍTULO 1
LA FERIA

Fue el año en que mataron a nuestro presidente en Dallas. Fue el final de la inocencia, el final de cierta forma de pensar y de ser; algunos se mostraban pesimistas y decían que era la muerte de la esperanza. Pero si bien es cierto que las hojas que caen en otoño dejan al descubierto unas ramas esqueléticas, luego llega la primavera y vuelve a vestir al bosque; una querida abuela muere, pero en compensación por la pérdida, su nieto sale al mundo con fuerza y curiosidad; cuando termina un día, el siguiente da comienzo, pues en este universo infinito no hay una conclusión final para nada, y menos para la esperanza. De las cenizas de los viejos ha nacido otra generación, y el nacimiento es esperanza. El año que siguió al asesinato nos traería a los Beatles, nuevas tendencias del arte moderno que alterarían la forma en que veíamos nuestro entorno y el comienzo de una estimulante desconfianza hacia el Gobierno. Si contenía asimismo las semillas en germinación de una guerra, ello sólo habría debido servir para enseñarnos que el terror, el dolor y la desesperación, al igual que la esperanza, son compañeros constantes en esta vida, una lección que nunca carece de valor.

Llegué a la feria el sexto mes de mi decimoséptimo cumpleaños, en las horas más oscuras de la noche, un jueves de agosto, más de tres meses antes de aquella muerte en Dallas. Lo que me sucedió durante la semana siguiente cambiaría mi vida tan profundamente como un asesinato podía transformar el futuro de una nación, a pesar de que, cuando llegué, la abandonada y desierta feria parecía un lugar improbable para que el destino estuviera al acecho.

A las cuatro de la madrugada, hacía cuatro horas que la feria había cerrado sus puertas al público. Los feriantes habían parado la noria, el bombardeo en picado, el látigo y otras atracciones. Habían cerrado las casetas, los chiringuitos de comidas, los puestos de tiro al blanco, los antros de juego; habían apagado las luces, acabado con la música y guardado el estridente encanto. Con la marcha del público, los feriantes se habían ido a sus remolques ambulantes, aparcados en el gran prado que había al sur del recinto ferial. En aquellos momentos, los hombres tatuados, los enanos, los timadores, las mujeres del espectáculo erótico, los encargados de las casetas, los operarios del lanzamiento de botellas y anillas, el hombre que se ganaba la vida haciendo algodón de azúcar, la mujer que bañaba manzanas en caramelo, la dama barbuda, el hombre de los tres ojos y todos los demás estaban durmiendo, luchando con el insomnio o haciendo el amor como si fueran ciudadanos corrientes, cosa que eran en aquel mundo.

La Luna, en sus tres cuartas partes, bajaba deslizándose por un lado del cielo y estaba lo bastante alta como para difundir un pálido y glacial resplandor que parecía anacrónico a aquellas sepulcrales, calurosas y húmedas horas de una noche de agosto en Pensilvania. Mientras me paseaba por el recinto y me iba acostumbrando al lugar, noté lo extrañamente blancas que se veían mis manos en aquella luminiscencia helada, como las manos de un muerto o de un fantasma. Fue entonces cuando percibí por primera vez la vaga presencia de la muerte entre las atracciones y las casetas y presentí confusamente que la feria sería el escenario de un asesinato y de derramamiento de sangre.

Sobre mi cabeza había unas hileras de banderolas que colgaban fláccidas en el aire bochornoso; si bien eran triángulos brillantes cuando les daba la luz del sol o las diez mil luces de la feria las rociaban con su deslumbrante resplandor, en aquellos momentos estaban despojadas de color y parecían un montón de murciélagos dormitando suspendidos sobre la explanada alfombrada de serrín. Cuando pasé junto a los silenciosos caballitos, tuve la sensación de estar ante una inmóvil estampida detenida a medio galope: sementales negros, yeguas blancas, caballos pintos y bayos y potros que se lanzaban hacia delante sin avanzar, como si el río del tiempo se hubiese dividido a su alrededor. A semejanza de una fina capa de pintura metálica, pizcas de luz de luna se adherían a las barras de latón que traspasaban los caballos; pero, en aquel misterioso resplandor, el latón era plateado y frío.

Como cuando llegué las puertas del recinto estaban ya cerradas, había saltado la alta valla que lo rodeaba. En aquellos momentos me sentía vagamente culpable, como un ladrón en pos de un botín, lo cual era extraño, pues no era ni un ladrón ni albergaba intenciones criminales con respecto a nadie de la feria.

Aunque yo era un criminal, buscado por la policía de Oregon, no me sentía culpable por la sangre que había derramado allí, en el otro extremo del continente. Maté a mi tío Denton con un hacha, porque no tuve fuerza suficiente para acabar con él sólo con las manos. Ni me remordía la conciencia ni me sentía culpable, pues tío Denton era uno de ellos.

Sin embargo, la policía me perseguía y no podía contar con la certeza de que el hecho de haberme dado a la fuga y estar a casi cinco mil kilómetros me hubiese procurado alguna seguridad. No usaba ya mi verdadero nombre, Carl Stanfeuss. Al principio me había llamado Dan Jones, luego Joe Dann y, a continuación, Harry Murphy. En aquellos momentos era Slim MacKenzie, y me constaba que seguiría siendo Slim una temporada; me gustaba cómo sonaba. Slim MacKenzie. Era el tipo de nombre que podía haber tenido alguien que hubiese sido el mejor amigote de John Wayne en uno de los westerns de Duke. Me había dejado crecer el pelo, si bien no me lo había teñido y seguía siendo castaño. Aparte de permanecer libre el tiempo suficiente para convertirme en un hombre diferente, no había mucho más que pudiese hacer para cambiar mi apariencia.

Lo que esperaba obtener de la feria era asilo, anonimato, un lugar donde dormir, tres buenas comidas por día y dinero para pequeños gastos; y tenía la intención de ganarme todas y cada una de estas cosas. A pesar de ser un asesino, era el criminal menos peligroso jamás visto en el Este.

No obstante, aquella primera noche me sentía como un ladrón y esperaba que en cualquier momento alguien hiciera sonar una alarma y se precipitase corriendo hacia mí entre el laberinto de atracciones, puestos de hamburguesas y quioscos de algodón de azúcar. Si bien debía de haber un par de guardias de seguridad rondando por el lugar, cuando yo había llegado no estaban a la vista. Sin dejar de aguzar el oído para escuchar su coche, continué mi ronda nocturna por las famosas atracciones de la feria Hermanos Sombra, la segunda gran feria ambulante del país.

Al final me detuve junto a la gigantesca noria, a la que la oscuridad aportaba un escalofriante aspecto; al resplandor de la luna, a aquella hora sepulcral, no parecía una máquina, y mucho menos una máquina destinada a la diversión, sino que daba la sensación de ser el esqueleto de una enorme bestia prehistórica. Era muy posible que las vigas, los travesaños y los pilares no fuesen de madera y metal, sino una acrecencia ósea de calcio y otros minerales, los restos de un enorme buque arrojados a una playa solitaria de un antiguo mar.

De pie en medio del complejo dibujo de las sombras de la luna proyectadas por aquel imaginado fósil paleolítico, levanté la vista hacia las cestas de dos asientos que colgaban inmóviles y supe que aquella noria tendría un papel en un acontecimiento fundamental de mi vida.

No sabía cómo, por qué o cuándo, pero no me cabía duda de que algo trascendental y terrible pasaría allí. Lo sabía.

Las premoniciones veraces son una parte de mis dotes. No la parte más importante. Tampoco la más provechosa, sorprendente o alarmante. Poseo otros talentos especiales que utilizo pero no comprendo. Son talentos que han determinado mi vida, pero que no puedo dominar o emplear a voluntad.

Tengo ojos crepusculares.

De hecho, mientras miraba la noria no veía detalles del espantoso hecho que había en el futuro, pero me embargaba una ola de sensaciones malsanas, de impresiones anegadas de terror, dolor y muerte. Me tambaleé y faltó poco para que me desplomase de rodillas. No podía respirar, mí corazón latía salvajemente, los testículos se me endurecieron y, por espacio de un instante, tuve la sensación de que había caído un rayo sobre mí.

Luego pasó la tormenta y las últimas energías físicas recorrieron mi cuerpo, no quedando más que las tenues y apenas perceptibles vibraciones que sólo alguien como yo podía haber percibido, unas amenazadoras vibraciones que emanaban de la noria, como si ésta hubiese estado irradiando partículas sueltas de la energía mortal en ella almacenada, muy semejante a como un cielo borrascoso carga el día de una incómoda expectación, incluso antes del primer rayo o trueno.

Recobré el aliento. Mi corazón se apaciguó. Mucho antes de que entrase en el recinto, la calurosa y densa noche de agosto había provocado una grasienta película de transpiración en mi rostro, pero en aquellos momentos el sudor salía a raudales. Me saqué la camiseta que llevaba y me sequé la cara.

En parte con la esperanza de que pudiese aclarar de alguna forma aquellas vagas y clarividentes percepciones de peligro y ver con exactitud qué violencia era la que había delante de mí y en parte porque estaba resuelto a no dejarme intimidar por la emanación maligna adherida a la gran máquina, me desprendí de la mochila que llevaba en la espalda, desenrollé el saco de dormir y me dispuse a pasar las últimas horas de la noche en medio de la confusa masa de sombras negras y de luz de luna gris ceniza, con la enorme y amenazadora noria ante mí. El aire era tan pesado y caliente que usé el saco de dormir como colchón.

Me tumbé boca arriba, mirando la imponente atracción y también las estrellas visibles más allá de su curva y entre sus vigas. A pesar de intentarlo, no presentí nada más sobre el futuro, aunque sí vi una humilde plenitud de estrellas que me hicieron pensar en la inmensidad del espacio y sentirme más solo que nunca.

Al cabo de menos de un cuarto de hora, me quedé adormilado y, cuando mis ojos estaban parpadeando a punto de cerrarse, oí un movimiento en la desierta avenida central, no lejos de mí. Era un sonido crujiente, crepitante, como si alguien estuviera pisando papeles de caramelos.

Me incorporé y escuché.

El crujido cesó, pero fue seguido por el ruido sordo de pisadas sobre tierra muy comprimida.

Un momento después, una figura envuelta en un velo de misterio surgía de detrás de una tienda que albergaba uno de los espectáculos de la danza del vientre, para seguidamente cruzar el tiovivo, sumergirse en la oscuridad de la parte más alejada de la noria, a sólo poco más de seis metros de donde yo estaba, y volver a aparecer a la luz de la luna junto a la oruga. A menos que las sombras, como voluminosas capas, le diesen una engañosa apariencia imponente, se trataba de un hombre alto.

Se alejó de mí, sin percatarse de mi presencia. Aunque sólo lo vislumbré y no vi su rostro, me puse de pie de un salto, temblando, helado de pronto a pesar del calor de agosto, pues lo poco que había visto de él había sido suficiente para generar una corriente de miedo que recorrió mi espina dorsal.

Era uno de ellos.

Saqué el cuchillo que llevaba oculto en la bota. Mientras le daba vuelta a la hoja en mi mano, unos brillantes rayos de luna pasaron lamiendo el cortante filo.

Titubeé.

Me dije que lo mejor sería coger mis bártulos y marcharme, irme y buscar cobijo en otro lugar.

Oh, pero estaba harto de escaparme y necesitaba un lugar al que llamar mi casa. Harto y desorientado por demasiadas autopistas, demasiadas ciudades, demasiados desconocidos, demasiados cambios. Durante los meses anteriores, había trabajado en media docena de pocilgas, lo peor del mundo de las atracciones, y había oído decir cómo cambiaba la vida trabajando en empresas como E. James Strates, Hermanos Vivona, Royal American o Hermanos Sombra. Y ahora que había recorrido aquel recinto ferial en la oscuridad, absorbiendo las impresiones tanto físicas como psíquicas, quería quedarme. A pesar de las malas vibraciones que envolvían la noria, a pesar de la premonición de que habría algún asesinato y se derramaría sangre en los días siguientes, la feria Hermanos Sombra desprendía otras y mejores vibraciones, por lo que presentía también que allí podría encontrar felicidad. Deseaba quedarme como jamás había deseado ninguna otra cosa.

Necesitaba una casa y amigos.

Sólo tenía diecisiete años.

Pero, si yo iba a quedarme, él tenía que morir. Estaba convencido de que no podía vivir en aquella feria, sabiendo que uno de ellos también se hospedaba allí.

Con el cuchillo en mi costado, fui tras él.

Pasé delante de la oruga, rodeé por detrás el látigo, pisando gruesos cables eléctricos y tratando de evitar poner los pies sobre cualquier envoltorio de papel, que le habría revelado mi presencia como había revelado la suya. Nos desplazábamos hacia el oscuro y silencioso centro de la feria.