LA TERCERA BALA

¿Qué ha ocurrido? Estoy en el suelo. ¿Me ha abatido un disparo del caballo? Iba a galope tras Cortés, los caballos soltaban espumarajos por la boca, los árboles, matorrales y rocallas pasaban vertiginosamente ante mis ojos, estaba muy cerca de Cortés…

Ahora me hallo de pronto en Alemania. Hay tiendas a mi alrededor, abajo un río y ahí detrás están las murallas, las torres y la puerta de la ciudad… ¡sí! ¡Ya me acuerdo! Estaba en Halle en el campamento del ejército del Emperador junto a un fuego apagado; estaba cansado y quería dormir cuando escuché que un español contaba mi historia de las tres balas y cómo combatí con ellas a toda la armada española en el Nuevo Mundo y galopaba detrás de Cortés por la colina, y… ¡No sé cómo continúa! ¿Por qué se ha callado? ¡Que acabe de contarlo!

¡Atención! ¡El estallido de un arcabuz! Alguien ha disparado. Se oye un grito, agudo, largo y pavoroso. Gran confusión allí donde está mi jinete español, se oyen gritos y lamentos. Llegan españoles y alemanes corriendo de todas partes, mi criado Melchior está en medio. Tiene el rostro desencajado, lanza horripilantes gritos de mudo, sostiene un arcabuz humeante en la mano.

Sí, ya recuerdo. ¡Llevo aquí tumbado toda la noche! Fue ayer, ayer noche cuando trajeron a los consejeros luteranos del príncipe sajón. Me acuerdo muy bien del anciano con la venda sanguinolenta a quien le di un golpe con el sable en la cara. ¡Dios misericordioso! ¿Qué es lo que he hecho? ¿He perdido la razón? ¡He permitido que los españoles y papistas me utilizaran contra los príncipes luteranos! ¡Luché en Mühlberg contra la causa luterana! ¡He servido al afán de dominio español y al fanatismo papista! ¡He construido las horcas del Emperador para que ejecutaran a mis hermanos luteranos! ¡Por Jesucristo! ¿Qué locura es la que se apoderó de mí? ¿Por qué no ha mantenido Melchior Jäcklein su juramento permitiendo que olvidara mi odio y mi sed de venganza?

Ya recuerdo, Melchior Jäcklein no tiene culpa. No olvidó su juramento. Le arrancaron la lengua en el Nuevo Mundo, la lengua que iba a recordarme para siempre el odio contra los españoles y papistas por los siglos de los siglos. Cuántas veces no le he visto apretar los puños y rechinar con los dientes gesticulando y haciendo ademanes absurdos cuando veía que dedicaba alguna reverencia a un español o a un cura, pero sin entender lo que me quería decir.

Pero aún no es demasiado tarde. La causa evangelista no está derrotada. ¡Wittenberg, Erfurt y Gotah aún resisten a los curas! Voy a reunir a los vasallos luteranos del ejército imperial y me alzaré en rebelión. No voy a permitir que mañana en el puente corten la cabeza de mis hermanos luteranos. No es la primera vez que me rebelo. El Emperador me desterró. El Papa me excomulgó. He asaltado con mis campesinos los castillos de los príncipes y los monasterios de los curas. Con mis tres balas mantuve en jaque al Imperio español y hostigué a Cortés en persona. Aquel jinete español conoce la historia. ¿Cómo continuaba? ¿Qué me ocurrió con Cortés y con la tercera bala? No, no sé cómo termina, pero aquel jinete español lo sabe.

Tumulto y ruidos a mi alrededor. Los servidores españoles y alemanes pelean. Pasan ante mí corriendo, gritando, maldiciendo, disparando y se lían a estoques unos contra otros, no sé por qué. Siguen llegando nuevas avalanchas de soldados por las calles del campamento y se lanzan al grupo que combate y que baja por la colina.

Hay alguien tieso y rígido en el suelo, inerte. Está en mitad de un charco de sangre… ¡el cielo me ayude, es mi jinete español!

Mi jinete español está muerto. No volverá a hablar. ¡Jamás podré conocer el final de mi historia contra Cortés y la armada! Creía que la historia de las tres balas estaba muerta y enterrada en mi recuerdo. Sin embargo, estaba viva y presente durante todos estos años y noches en la vida de un jinete viejo y canoso. Mi imagen de entonces cabalgó a su lado, se recostó junto a él al fuego y asaltó noche tras noche sus sueños. Ha alborotado y se ha rebelado mientras yo envejecía y me convertía en un hombre mayor y cansado.

Melchior Jäcklein, el muy necio, ha matado al jinete sin motivo ni razón igual que en aquel entonces cuando disparó sobre Dalila. Al hacerlo ha destruido de golpe mi pasado y la imagen de mi juventud, y a fe mía que la maldición de García Navarro se ha cumplido hasta la última letra: Sí, la tercera bala me alcanzó a mí.

Porque aquí me tienen inútil y cansado como un jamelgo viejo que escapara del cuchillo de matarife. Aún veo mi pasado detrás de mí. Pero empieza a palidecer. Es como un paisaje al atardecer. Hay siluetas, sí, reconozco a Cortés y al joven Mendoza, a Schellbock, a quien Cortés mandó ahorcar, a la bella Dalila que murió en la tienda del duque, y ¿cómo se llamaba el pobre desgraciado que perdió su arcabuz jugando con mi criado? Mas empiezan a desdibujarse los contornos, no los puedo retener, van a desaparecer en la noche de los tiempos y se perderán en un santiamén.

La multitud desciende en confuso tropel ladera abajo, hacia el río Seale. Los españoles y los alemanes siguen combatiendo entre sí, sin saber por qué, ¡pobres necios!

Mas ¿cómo me atrevo a reírme de ellos? ¡Yo también fui igual de necio en otro tiempo! ¿Qué me importaban a mí los líos de los españoles en el Nuevo Mundo? Que Cortés iniciara una campaña contra los indios de aquellas tierras, por todos los demonios, ¿qué me importaba a mí? Bien es verdad que los tiempos y los destinos se enredaron de tal manera que yo mismo me vi atrapado en su madeja. Cuando corría a galope tendido detrás de Cortés para descerrajarle un tiro en la cabeza, ¿qué locura me movía a hacerlo? ¿Fui yo en realidad? Entonces no comprendo mi extraño comportamiento de aquella noche y me sorprende realmente haber sentido instintos tan malvados y cruentos. Y aquel noble rey que estaba subido a la muralla de la ciudad, ¿qué mal me hizo para que lo matara de un tiro? Sí, somos débiles y juguetes en manos del diablo, y a fe mía que es justo que del Nuevo Mundo sólo haya traído huesos, contusiones, cicatrices y un ojo de cristal.

La noche pasa deprisa, pero el sueño no quiere acudir. El alboroto se ha apaciguado. Dicen los hombres que el Emperador se despertó por el tumulto y que bajó a caballo hasta la muralla de la ciudad para imponer la paz entre los españoles y los alemanes. ¡Hay que ver lo zopencos que son los alemanes que se niegan a llevarse bien con los españoles! Ha sido un asunto feo y terrible el de allí abajo. Parece que el hermano del Emperador, Fernando de Austria, ha resultado herido y que un primo o pariente del Emperador ha perdido la vida. Y pensar que todo esto ha sucedido porque mi criado, Melchior Jäcklein, mató de un disparo a un jinete español, charlatán y viejo, que contaba a los otros el estúpido cuento de uno que tenía tres balas y que con la primera mataba a un rey, con la segunda a una niña… tengo un vago recuerdo en la cabeza, de haberlo leído en alguno de esos libros absurdos, en el Amadis o en el Ritter Löw.

Por fin vuelve a reinar la paz y la tranquilidad en el real. Despunta el día. ¡Capitán Ojo de Cristal, estás cansado! ¿Qué tal si te estiraras e intentaras volver a dormir, una o dos horas…?

¿Dónde estoy? No se ve un alma alrededor. Debe ser casi mediodía, el sol luce alto en el cielo. He dormido muchas horas y soñado cosas absurdas, he olvidado todo, no me acuerdo de nada más que de un lejano rumor como si sostuviera una caracola al oído.

La tierra en derredor está pisoteada y aplastada. Un tambor rasgado y unos palillos rotos yacen juntos como si alguien se hubiera pasado tocando toda la noche un compás interminable, hasta que se rompió la piel de becerro y el mazo quedó roto en pedazos.

¡Alemania! Cuan árido y triste es tu paisaje. Bosques, prados y valles todo cubierto de escarcha. Siento que la tristeza atenaza mi corazón, y no sé por qué.

¿Dónde estará Melchior? ¿Por qué no me traerá la sopa de la mañana, o me pone el abrigo a los hombros y cepilla mi caballo? Ya no existe la fidelidad entre los hombres si Melchior Jäcklein también me abandona.

Tiempo de abril

el amor de una doncella,

el canto de una alondra

y los pétalos de una rosa

son cosas tan hermosas y…

¡Maldición! ¿Qué es esa cancioncilla de amor que me ha venido a la cabeza? No recuerdo dónde la oí tiempo atrás.

¡Abajo junto a la muralla de la ciudad la gente camina hacia el río! ¡Casi lo olvidaba! Hoy a mediodía se ejecutará en el puente a los rebeldes luteranos que ayudé a capturar en Mühlberg. Debo ir rápidamente, quiero estar presente cuando el verdugo les corte la cabeza. Vaya unos bellacos, ¡qué tercos y obstinados! ¿Os rebelasteis? Pues aquí tenéis vuestro salario, no habéis merecido otro mejor.

Oigo a tres jinetes a mis espaldas. ¡Rápido, capitán Ojo de Cristal, salta a un lado! Ése es un gran señor, lo conozco, es el duque español con sus hombres, el señor Juan de Mendoza. Lleva tres días en el campamento, el Emperador lo quiere nombrar canciller, eso he oído. Ahora pasa de largo. ¡Haz una reverencia, quítate el sombrero hasta rozar el suelo! ¡Tal vez merezcas una mirada de gracia de su parte!

—¡Vuesa excelencia, mis respetos! ¡Vuesa merced, soy vuestro más humilde servidor!

***