LA HUIDA DE CORTÉS

El estruendo del arcabuz arrancó a Grumbach de su ensueño. Ante sus ojos se desgarró y se esfumó aquel día de invierno, la ventisca y el bosque alemán. De pronto se vio de nuevo en la tienda de Mendoza y recordó que había venido para vengarse del duque. Al oír el estruendo del arcabuz pensó que Mendoza había muerto y su pensamiento se desplazó a la tienda de Cortés y al Juicio de Dios que pensaba acometer más que nunca.

En ese instante la nube de pólvora que llenaba la tienda se disipó y vio a Mendoza incólume en medio de la tienda palpándose los brazos y remirándolos lo mismo que un ciervo que hubiera escapado del cazador en el último segundo dando un osado salto.

La mirada de Grumbach recayó en ese instante en Dalila, que yacía muerta en el suelo. Mas no sentía ni pena ni dolor, sino sorpresa ante el extraño prodecer de Melchior Jäcklein, que había matado a Dalila en vez de al duque. Buscaba alguna palabra de consuelo, pero no le salió ninguna y a media voz dijo a Mendoza, sacudiendo asombrado la cabeza:

—Esto ha sido el necio de Melchior, ya sabéis que tiene la cabeza llena de pájaros y una imaginación desbordante.

El duque de Mendoza estaba de rodillas en el suelo, sosteniendo la cabecita oscura de Dalila muerta.

—No comprendo por qué me habéis perdonado a mí, y habéis matado a esta criatura —se lamentó—. Debisteis tener piedad con esta niña. Rezad, conde del Rin, rezad por vuestra alma porque nuestro Redentor no perdona tan fácilmente el pecado de Herodes.

Grumbach se acercó al cadáver, luego se detuvo mirando a un lado como si buscara algo. Lentamente y sumido en sus pensamientos recogió el sombrero del suelo y se lo caló hasta los ojos, por miedo a que la fallecida Dalila se asustara de su ojo vacío.

—Fue siempre una avecilla perdida y asustadiza —dijo Mendoza triste—, revoloteaba temerosa entre vos y yo, sin saber a quién de los dos pertenecía. Debe existir una pequeña e ínfima parte que vos y yo tenemos en común, y que ella supo reconocer y amar. Tal vez fuera la forma de ladear la cabeza, tal vez un mohín de labios, o tal vez fuera nuestra risa o nuestra forma de reñirla o de dormir, lo que nos asemejara el uno al otro un breve instante… no lo sé. Pero esa niña sabía lo que otros ignoraban: que tenemos un mismo padre y la misma sangre… ¡hermano! Por eso voló de ti a mí, hermano, y por eso ha tenido que morir.

El duque recostó la cabeza de Dalila en el suelo y tomó su mano en la suya.

Grumbach enmudeció sin rastro de dolor por la muerte de Dalila, como si nunca la hubiera visto o conocido.

El duque aprovechó para ir hasta el catre donde dormía Dalila. Regresó con dos pequeñas campanillas de plata en las manos, una de ellas tenía la forma de una mariposa y la otra tenía el cuerpo lleno de escamas igual que una serpiente; hizo tintinear esta última y la introdujo entre los dedos rígidos de Dalila.

—Le pertenecían —dijo—. Esta niña testaruda tenía más de cien campanillas de plata en su habitación, no paraban de sonar y tintinear. Pero estas dos se las llevó consigo cuando tuvimos que huir, porque quería escuchar su repicar. Amaba la música de todas las cosas; podía pasarse horas escuchando el crepitar de las antorchas de pez, se despertaba y prestaba oídos al monótono ruido de la lluvia, bailaba al compás del martilleo cuando se herraba un caballo… lo único que no le gustaba era el relincho de los caballos, le daba pena.

El duque miraba abatido al suelo como un niño que hubiera perdido su juguete preferido.

Pero se incorporó de inmediato, echó hacia atrás la cabeza y en un tono muy altivo dijo:

—Podría haceros matar en el acto, porque merecéis diez veces la muerte. Pero he reflexionado y decidido que os dejaré escapar. Hace unos días me salvasteis la vida, ahora os regalo la vuestra. Idos —pero la aflicción volvió a hacer presa en él y dijo en voz baja—: Tal vez dentro de muchos años volvamos a encontrarnos allá en Alemania o en Flandes. El mundo tendrá otro aspecto distinto y más maduro. Nos miraremos a los ojos y en silencio con el corazón triste evocaremos a esta maravillosa criatura que nos amó y que ahora yace en medio de los dos, pálida e inerte con dos campanillas de plata en la mano, una mariposa y una serpiente.

Pero la tristeza no quería llegar a su corazón. Grumbach oyó de pronto ruido de gente a la que el estruendo del arcabuz había despertado. Sus gritos quedaron solapados por la voz de Melchior Jäcklein, que estaba de pie a la entrada de la tienda y juraba que metería una bala en la cabeza del primero que se atreviera a cruzar el umbral.

Pero Grumbach, al oír que su criado iba a malgastar de aquel modo la tercera bala, soltó una maldición, empujó a Mendoza a un lado y se precipitó afuera.

Afuera estaba Melchior Jäcklein defendiéndose con su arcabuz de los españoles que querían entrar en la tienda.

Grumbach hizo retroceder a dos o tres de ellos y le arrebató el arcabuz que estaba cargado con la tercera bala. A continuación dijo a Melchior Jäcklein:

—Melchior, buena maña te has dado con tu bala para que diera de lleno a Dalila y no al duque. ¡No vas a conseguir grandes elogios!

Al dedicar estas palabras de burla a Jäcklein sintió que lo invadía la tristeza que minutos antes se resistía a entrar en su corazón. Sentía que las palabras de Mendoza eran verdad, que habían transcurrido muchos años y que era un anciano que evocaba los días pasados de su juventud y rememorara el pálido recuerdo de la difunta Dalila. Cabizbajo y abatido no escuchaba lo que su criado trataba de responder entre balbuceos a sus comentarios burlones; de pronto era un anciano soñador.

Mas a poca distancia de él se producía ruido y ajetreo en una tienda a cuya entrada había plantado un estandarte con la efigie de la Virgen María. Dos mosqueteros salieron por la puerta y se colocaron a derecha e izquierda gallardamente. Por detrás venía un portaantorchas.

—¡Huid! —oyó que Mendoza le decía al oído—, Cortés viene. Venid conmigo, antes de que os vea, yo os sacaré de aquí.

Pero Grumbach negó con la cabeza y sus dedos se aferraron al cañón del arcabuz.

—¡Que venga! —dijo—. Estoy esperando.

Fue andando al encuentro de Cortés, que salía de la tienda, y en lo más profundo de su corazón se juró que aquella bala tomaría el rumbo de sus deseos y no obedecería a los de García Navarro.

Cortés se acercó a paso lento como un sonámbulo que sigue a la luna. Llevaba un penacho blanco y negro que se balanceaba adelante y atrás al ritmo de sus pasos. Una coraza de límpido acero le protegía el pecho, y en ella se reflejaba la llama de la antorcha como si fueran brasas ardientes. La tienda y las personas y hasta el mismo Grumbach se reflejaban en la coraza, y a Grumbach se le antojaba que todo lo que ocurría en el campamento, en el mundo entero y hasta en las más lejanas tierras en aquellos instantes se reflejaba en la coraza mágica, de Cortés. Además portaba una espada desenfundada que tenía grabadas las palabras a fuego rubet ensis sanguine hostium.

Mas Grumbach no perdió el valor, a pesar de que sentía escalofríos al ver a Cortés tan cerca de él. Nosotros dejamos escapar un leve murmullo, porque sabíamos que la vida de Grumbach y su cabeza eran carne de verdugo, desde el momento en que había vuelto a dirigir sus armas por segunda vez contra la armada española. Ninguno se atrevió a decir una palabra más alta que otra, porque conocíamos de sobra el mal genio y la crueldad de Cortés, pero todos estábamos dispuestos a saltar sobre Grumbach a la menor seña.

Cortés, sin embargo, permaneció en silencio. Tenía el semblante pálido y como petrificado, sólo en su coraza bullía la vida. Veíamos infinidad de imágenes y sucesos en cientos de colores ardientes; pero al comienzo parecía que contemplábamos como en un espejo llameante la imagen de Grumbach, sombrío y furioso, sujetando en actitud amenazadora el arcabuz con las manos.

Todo quedó en silencio durante unos instantes, pero de pronto los que estábamos alrededor vimos llenos de sorpresa y pavor que Cortés se llevaba lentamente la mano a la cabeza y que se quitaba el sombrero ante Grumbach.

Cortés había estado a solas durante toda la noche en la tienda. Delante de él sobre la mesa estaba el informe en el que describía y relataba al rey la retirada de los españoles de la capital.

«Así fue —decía aquel informe— cómo aquella noche cayó la victoria del lado de los enemigos. Considerando el peligro en que nos encontrábamos y el terrible daño que nos habían infligido los indios, preocupado de que pudieran destruir el último dique, lo que hubiera supuesto la muerte para todos nosotros, y puesto que todos mis compañeros o la mayoría estaban heridos, decidí ordenar la retirada aquella misma noche. Abandoné la fortaleza con gran priesa. Mas llegando a las proximidades del dique nos atacaron infinidad de enemigos que nos hostigaban desde el agua y desde la calzada. Ganamos tierra firme a duras penas cayendo más de la mitad de nosotros en la lucha; además el oro, las alhajas y los vestidos que había recogido para Vuesa Majestad quedaron en manos de los indios, y sólo Dios sabe las penas y peligros que hubimos de sufrir.

»He contado a Vuesa Majestad la auténtica verdad de lo que ocurrió aquella Noche Triste. Y todo mi empeño fue para mayor gloria de Cristo. Dios Nuestro Señor la vida y muy real persona y potentísimo estado de vuestra majestad conserve y aumente con acrecentamiento de muchos más reinos y señoríos, como su real corazón desea».

Cortés había llegado hasta ese punto del relato, pero el cansancio le había vencido. Se quedó profundamente dormido. El sopor se apoderó de su ser, llevándole a un extrañísimo sueño.

Cortés veía al rey de pie en los escalones de una escalera de mármol que bajaba hasta el mar desde lo alto de una terraza. Muchos príncipes mundanos y eclesiásticos rodeaban al rey; próximo a él estaba el señor Guillermo de Croy, gran chambelán, y a su lado el confesor del rey, el padre Adrián Floriszoon de Utrecht. Cortés también reconoció a los generales del rey, signor di Leva y el señor Bautista de Lodron, además de diversos grandes de España y príncipes alemanes.

Cortés, sin embargo, estaba hincado de rodillas con gran sumisión en el último escalón de la escalera de mármol relatando con profundo desaliento al rey la gran desgracia que se abatió sobre la armada aquella Noche Triste, y se oyó a sí mismo decir entrecortadamente: «… y sólo Dios sabe las penas y peligros que hubimos de sufrir».

El señor Bautista de Lodron tomó la palabra y dijo seca y rudamente:

—No hay fortuna ni progreso si una guerra se lleva sin concierto.

Signor di Leva apoyó el brazo en la cadera haciendo crujir su manga de seda, lanzó a Cortés una mirada fría y despectiva y dijo:

—Habéis despilfarrado sin provecho alguno hombres y aparejos de guerra, y sois sólo uno de los más humildes servidores de su sagrada Majestad.

—Además resulta cruel derramar tanta sangre inocente de los pacíficos indios —dijo el señor Guillermo de Croy—. Habéis asesinado sin motivo alguno a hombres, mujeres y niños en masa.

—Y son hombres como nosotros, redimidos por la preciosa sangre de Cristo —susurró el padre Adrián Floriszoon.

Cortés seguía arrodillado en el escalón de mármol, quiso hablar pero no pudo. El temor se había introducido en su corazón, un temor que no había sentido ni en las peores contiendas bélicas. Pero hizo acopio de fuerzas a pesar de todo y se dijo:

«¡Ese engreído de Leva! ¡En su vida ha visto otra cosa que ballets pero no batallas! ¿Quién es él para hablarme así?».

Se levantó y habló:

—He contado a Vuesa Majestad la auténtica verdad de lo acontecido.

Todos los que rodeaban al rey desaparecieron de pronto. Un viento húmedo soplaba desde el mar. Su Majestad estaba a solas en la terraza.

Cortés sentía la mirada callada del rey clavada sobre él y se oyó decir en voz queda y temerosa:

—Todo mi empeño fue para mayor gloria de Cristo.

Pero calló porque leyó tal ira en la expresión del rey que tuvo que cerrar los ojos. No podía soportar la mirada de su Majestad por más tiempo, retrocedió un paso y buscó a tientas con el pie el otro escalón. Pero no lo encontró y se precipitó en la nada infinita.

Por fin despertó y se vio sentado desconcertado en su tienda. Afuera se oían gritos y jaleo. Se levantó lentamente, pidió luz y ordenó que le colocaran la coraza al pecho.

A continuación salió y se encaminó a paso lento hacia la tienda de Mendoza, donde se aglomeraba el gentío. Sus sentidos y su mente aún seguían aturdidos por el sueño de aquella noche. Por eso caminaba con los ojos bajos y no podía olvidar el semblante iracundo de su rey.

Repentinamente se vio ante Grumbach y al mirar el rostro de aquel hombre de barbilla estrecha y labio prominente, le recordó extrañamente el de su Majestad que había visto en sueños. Se estremeció y volvió a sentir tal miedo en su corazón que retrocedió atemorizado y se quitó el sombrero respetuosamente ante Grumbach. Pero nadie sospechaba que ese saludo iba dirigido a su invencible rey y señor, Emperador del Sacro Imperio Romano, Carlos Quinto.

Grumbach le espetó:

—¡Ya que habéis venido, voy a dirimir un Juicio de Dios con vos, señor Hernán Cortés!

—¡He dicho a Vuestra Alteza la auténtica verdad! —farfulló Cortés en su locura.

—Esta tierra —exclamó Grumbach— vivía en paz y armonía antes de vuestra llegada. Ahora no hay campo que no hayáis sembrado con sangre ni árbol que no hayáis convertido en horca.

—Puse todo mi empeño para mayor gloria de Cristo —musitó Cortés.

—¡Robar, saquear y rescatar oro, en eso ha consistido vuestra gloria cristiana! —gritó Grumbach—. Ejecuciones, saqueos y asesinatos, en eso habéis empleado vuestros esfuerzos. Esta bala será vuestro salario.

Alzó el arcabuz y se acercó a Cortés.

Cortés volvió a sentir el terror de su sueño. Ocultó el rostro con el brazo, dio un paso atrás, y luego otro, y otro más, primero despacio, pero acelerando más y más hasta acabar huyendo de Grumbach, porque creía que era el rey en persona quien le gritaba de aquel modo.

Ésa fue la primera vez que los españoles vieron huir a Cortés. Vieron cómo les daba la espalda y corría precipitadamente; y de golpe se cernió sobre ellos un profundo desaliento, se dieron cuenta de que eran muy pocos, de que estaban en tierra extraña rodeados de enemigos por doquier, y que la gran mar oceana les separaba de su patria. Y fue tal el temor y la confusión que se apoderó de ellos al ver cómo huía Cortés que ninguno tuvo la idea de apoyarlo.

Sólo uno de ellos quiso detener a Grumbach: era Alvarado.

Pedro Alvarado había soñado siempre desde su juventud de día y de noche en cómo hacerse con un puñado de oro. Estuviera donde estuviera veía bailar los doblones y los ducados en el aire y hasta con los ojos cerrados oía el tintineo y repicar de los ducados de oro. Fue este sueño dorado el que le había traído hasta el Nuevo Mundo, haciendo que venciera penurias y peligros y enseñándolo a desdeñar la muerte. Ni tan siquiera durante la Noche Triste había perdido la seguridad de que con la armada de Cortés podría ganar tanto oro y piedras preciosas como ansiaba lo más profundo de su ser.

Mas ahora, al ver a Cortés huir ante un solo hombre, aquel sueño dorado se deshizo en la nada. El relumbrar de los doblones de oro ya no le cegaban, los ducados de oro ya no tintineaban en su oído; aquel puñado de oro se pulverizaba y desaparecía ante sus ojos y allí estaba él, un hombre pobre, engañado de pie ante su tienda contemplando un mundo vacío y triste.

La sangre se le subió a la cabeza, una terrible desesperación se apoderó de él. Tomó la pica y apuntó al pecho de Grumbach.

Grumbach no lo vio venir, tenía la mirada clavada en Cortés, que huía ante sus ojos, no prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor. Sólo Melchior Jäcklein se había percatado del ataque de Alvarado y a voz en grito, dijo:

—¡Hidalgo, guardaos! ¡Hidalgo, agachaos!

Grumbach se giró y vio la lanza de Alvarado apuntándole. Se quedó en el sitio y buscó un arma; recogió del suelo una piedra de aristas afiladas y la estrelló contra la frente de Alvarado.

Cuando alzó la vista descubrió que Cortés había conseguido llegar entre tanto a donde estaban tres o cuatro caballos atados. Cortés saltó en un abrir y cerrar de ojos a uno de estos caballos y enfiló colina arriba. Pero no le sirvió de mucho esta ventaja, porque Grumbach ya iba al galope tras él.

El duque de Mendoza se acercó sonriente a Melchior Jäcklein y dándole unas amistosas palmaditas en la espalda le dijo:

—Vaya, avecilla alemana, ya has vuelto a entonar una nueva canción, pero ésta ha sido la última. ¡Qué voz tan bella, clara y melodiosa tienes! No sabes qué pena me va a dar. ¿Cómo era el romance del señor Hermoso que cantabas en el albergue La estufa dorada mientras yo jugaba a los dados con el señor el día de Reyes?

El duque en persona entonó la canción con una voz delicada y conmovedora:

¡Melchor, Gaspar, Baltasar!

Mi madre bailaba y reía sólo una vez al año,

una vez al año:

En la noche de los tres Reyes Magos.

Madre, ¿quién toca tan quedo a la puerta?

Madre, ¿quién sube la escalera?

«Es el hijo de un rey,

la corona de oro ciñe su frente».

¡Melchor, Gaspar, Baltasar!

Una vez al año, una vez al año,

quiere ver a su esposa e hijo,

y se llama: señor Hermoso.

Pero el criado no recordaba esta canción, jamás la había cantado y nunca antes la había oído. Se le antojaba que era el duque quien habría inventado aquella triste melodía y que en aquélla desvelaba su procedencia y la de su augusto padre Felipe, a quien llamaban el Hermoso.

Melchior Jäcklein se acercó al duque mientras éste cantaba con aquellos soñadores ojos de mozalbete, mirándolo compasivamente mientras parecía rememorar a su padre y a su madre. Mendoza se interrumpió abruptamente, señaló a Melchior Jäcklein y gritó breve y rudamente a sus hombres:

—¡Que le arranquen la lengua!

El criado palideció y se tambaleó. Pero no tardó en reaccionar y saltó al cuello del duque.

Pero era demasiado tarde. Los españoles llegaron por los dos lados y lo tiraron al suelo. Pedro Carbonero estaba de pronto ante él y se reía con su vozarrón:

—¡Sí, muchacho! ¿No te prometí una vez que te iba a dejar sin lengua?

El alba despuntaba ya y Grumbach seguía a galope tendido detrás de Cortés, que fustigaba desesperado al caballo con los puños para que corriera más rápido. Pero de nada le valía, porque Grumbach iba ganando terreno. Los españoles del campamento habían recobrado el ánimo y comenzaron a disparar a Grumbach con sus arcabuces. Mas éste no prestaba atención a las balas que le pasaban flanqueándole a derecha e izquierda. El frenesí de la caza se apoderó de él, como si estuviera de vuelta en las montañas del Rin hostigando a los lobos por los bosques.

Pero de sobra sabía que en ese momento el destino de todo un país estaba en sus manos. «Es un pueblo de danzantes, sacerdotes y niños», pensó para sus adentros. «No saben cómo defenderse de sus enemigos. Prefieren tener campanillas de plata en las manos que espadas. Son todos unos niños maravillosos, por eso de su causa he hecho la mía».

Evocó cómo era aquel país antes de la llegada de los españoles. Vio a los jardineros llevando por los canales las rosas en grandes montones sobre sus canoas; vio otras llenas de heces humanas que los artesanos utilizaban para curtir el cuero. Vio en su recuerdo a los hombres correr para atrapar en la orilla del lago los peces que luego habían de servir vivos a la mesa del Gran Rey; los criados que inundaban las calles después de los aguaceros para secar con trapos y paños los charcos. Y se rió al recordar la extraña forma en que todos cumplían su cometido, mientras que él se enfrentaba completamente solo a toda la armada española por salvar el destino del país.

Mientras recordaba todo esto había llegado tan cerca de Cortés que casi podía tocarlo con las manos. La maldición de García Navarro, que decía que aquella tercera bala iba a tocarle a él, se le pasó por la cabeza. Pero se rió de la maldición y se burló del difunto García Navarro por no haber profetizado mejor el destino de aquella tercera bala. Porque había llegado el momento del gran Juicio de Dios. Grumbach sintió que el mundo entero estaba pendiente de aquella tercera bala, como si la mirada de la humanidad estuviera en su mano. Los árboles y matorrales que pasaba a galope parecían rostros humanos que le seguían con la mirada. Las nubes del cielo le miraban también con ojos humanos. El sordo rumor del campamento se transformaba en su oído en las palabras y la exclamación:

Resonabit fama per orbem!

En medio del silbido del viento y del estruendo de los cascos percibió voces ora graves ora agudas que repetían:

Resonabit fama per orbem!

Oía a los árboles y matorrales, a las nubes y a la tierra cantando abrumadoras al unísono:

Resonabit fama per orbem!

Levantó el arcabuz para disparar.

Melchior Jäcklein emitió abajo en el campamento su último grito humano. Muchos años han pasado desde entonces, pero aún me parece que lo estoy viendo, aterrorizado y furioso al tiempo, queriendo defenderse de nosotros con una mano y manteniendo la otra delante de los labios desesperado, y sin embargo…

¡Dios mío, allí está! ¡Por el amor de Dios, ése es Melchior Jäcklein! Sí, es él. Melchior Jäcklein, ¿qué haces aquí en Alemania? Te imaginaba muerto y enterrado desde hace más de veinte años. Bueno, no grites, no riñas, no des manotazos, ya ha pasado todo, ¡deja que termine la historia de Grumbach y las tres balas!

¡Dios bendito! ¿Quieres disparar sobre mí? ¡El arcabuz! ¡Quitadle el arcabuz! ¡Favor!