La antesala de la tienda estaba desierta y Grumbach penetró en la estancia donde había visto su abrigo en el suelo a través de la rendija de la lona después de descorrer una cortina de paño verde. Había un reclinatorio junto a la pared sobre el que ardían dos velas, pero en la pared opuesta frente a la entrada colgaba un mapamundi con ciudades, palacios, reinos, mares, montañas y ríos, y ante el mapa de espaldas a Grumbach estaba el duque de Mendoza, pensativo y en digna pose con el cabello castaño cayendo en suaves rizos sobre su gola blanca.
En aquel mapamundi estaba España superando a los demás países e islas en tamaño y sombreado en un rojo púrpura; a su lado estaban dibujados los demás reinos del mundo, pequeños e insignificantes. La mayoría estaban coloreados con el mismo tono rojo que España y Grumbach empezó a buscar Alemania en el mapa, y la encontró después de que su vista recorriera una y otra vez el mapa, pequeña y dividida entre los otros reinos y coloreada por todas partes con el rojo español.
Alemania se abrió ante sus ojos: sus bosques, sus prados, sus campesinos bailaban de noche en la pradera del pueblo al son de una música de violas y gaitas; un carretero bajaba la calle haciendo restallar su látigo, y a las espaldas del pueblo se abrían los bosques y el gran río —el verde de los prados, el follaje del bosque y las olas del Rin—, pero todo ello lo veía inmerso en aquel sombrío rojo español. Grumbach sintió que la tristeza invadía su corazón y sin querer se le escapó un suspiro del alma al pensar en Alemania.
El duque de Mendoza percibió este suspiro a pesar de su levedad.
Se dio la vuelta y contempló aterrorizado la expresión amenazadora de Grumbach muy cerca de él.
Una maldición quedó ahogada en su interior batallando contra una oración que solía rezar en su infancia para vencer el miedo; las paredes de la tienda giraban vertiginosamente a su alrededor, las velas danzaban como luces en la noche de San Juan. Pero su expresión no se alteró lo más mínimo, su semblante seguía siendo igual de pálido que siempre y con una voz que denotaba un algo de sorpresa, dijo:
—¡Conde del Rin! ¿Vos aquí en el campamento español? ¿Os habéis extraviado?
Pero Grumbach respondió seca y brevemente:
—No me he extraviado, estoy en el lugar correcto.
—Entonces debéis saber —dijo el duque— que vuestra vida está en mis manos. Cortés está despierto y escribe un informe a nuestro augusto rey acerca de la retirada de la ciudad, a menos de veinte pasos de aquí. En ese escrito vierte duras palabras contra vos, diciendo que sois el peor adversario de nuestra Sagrada Iglesia y de nuestro augusto rey.
—Cortés puede escribir lo que le plazca. No terminará su relación —dijo Grumbach secamente.
El duque se sintió atenazado por el miedo a la muerte y el terror que sentía. Su cerebro buscaba desesperadamente la salvación, y parecía que sentía el cañón del arcabuz apuntándolo a la frente a través de la lona. Y del mismo modo que los marinos cuando les sorprende la tormenta echan por la borda toda la mercancía para salvar el barco, empezando primero por la carga más valiosa, luego por el matalotaje, toneles llenos de agua y pescado seco y por último el mástil, igual lanzó el duque de todo para salvar su vida, y primeramente se liberó de Hernán Cortés.
—¡Conde del Rin! —respondió—. El Señor no permita que le ocurra una desgracia a Cortés. Si él faltara, esta tropa desalentada y desamparada ya se habría disgregado. Solo él puede continuar esta guerra para ganar la capital india y recuperar el oro. Si él muere, la guerra está acabada y nuestro destino se hundiría en el lodo.
Eso dijo el duque esperando que ahora Grumbach le perdonara la vida y atacara a Cortés en su tienda, y no a él. Pero Grumbach no se movió del sitio sino que riendo sonoramente dijo:
—Entonces estad seguro de que esta guerra habrá terminado antes de que despunte el alba.
Mendoza se sintió perdido al oír esa risa. Pero su ágil cerebro le facilitó otra artimaña para salvar su vida y decidió tirar otra cosa por la borda. Se trataba de su orgullo español y de su altivez.
—Creedme —comenzó a decir—. Cortés es el mayor héroe de nuestros días, y la gloria de España depende de su cabeza.
Mas de pronto mutó su voz y la tornó triste, la tristeza se dibujó en su cara y empezó a quejarse como un niño se lamenta a su madre de la injusticia que ha sufrido.
—Y al cabo, ¿qué soy yo? El día en que nací auguraron que mis hazañas harían palidecer las de César y Alejandro, resonabit fama per orbem, dijeron los astrólogos. «El mundo se hará eco de tu fama». Pero yo recorro sin paz ni sosiego un país y otro, voy de guerra en guerra, pero las grandes hazañas las realizan otros, y mi juventud se ha volatilizado como el humo de una chimenea.
El duque se acercó a Grumbach y le habló con expresión de ruego y turbación:
—Decid, ¿es mi culpa que mis manos se enredaran en los cabellos femeninos? ¿Es mi culpa que mis ojos los cegaran labios de mujer?
El duque se llevó las manos a la espalda como si las tuviera atadas con un mechón de mujer, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos como si sintiera los besos de alguna mujer en sus párpados. Y Grumbach jamás lo había visto tan bello como en ese momento: el duque, con semblante triste, con su rostro de muchacho echado hacia atrás y sus labios soñando con el beso de alguna mujer ya olvidada.
Mas Grumbach no sentía compasión, sino que esperaba ansioso el disparo del arcabuz y su mente sólo giraba en torno al Juicio de Dios que iba a ejecutar con su tercera bala en Cortés, aquel gran asesino.
Pero el duque siguió hablando:
—Todos me envidian por el don de que las mujeres me adoren, pero ninguno de vosotros sabe lo que os voy a confesar esta noche.
Se acercó a Grumbach como si quisiera hacerle partícipe de una confidencia pronunciada al oído, pero de pronto estalló y dijo:
—¡No! ¡Jamás he poseído otra cosa que zorras, yo el duque de Mendoza, lo mismo que un tendero contrahecho y pitañoso que tuviera que saciar su pasión en un prostíbulo por medio castellano!
Retrocedió un paso y dijo en voz baja:
—Aunque estuviera semanas solicitando el amor de la más digna de las mujeres que no conociera ni el beso ni el cariño de un hombre, en cuanto yo la besaba se transformaba en una zorra como las demás. Con labios blandos de ramera me sonreía, con ojos lascivos de ramera suplicaba mis besos, su voz chillona de ramera me taladraba el oído, y por la noche se escapaba a los brazos de otro y bailaba con el vestido subido hasta los muslos ante mis criados, o bien se tumbaba de espaldas llamando al mozo de establos que casualmente pasara por allí… ella, a quien yo días antes había robado su candidez con un beso.
Grumbach, al oír las palabras del duque, vio ante sí la imagen de Dalila, y la vio de la misma guisa que a Catalina, tumbada en el suelo riñendo con las demás fulanas por el mozo de establos. Una profunda tristeza le invadió y sintió que jamás había sentido tanto pesar en toda su vida.
Pero habíase jurado en lo más hondo de su corazón no pensar nunca más en Dalila y por eso espantó furioso el ensueño de aquella niña de su alma. Y la imagen se consumió igual que el último rescoldo de un fuego que se extingue. Sólo quedó odio y desprecio hacia el muchacho español que joven aún clamaba con astucia por la vida que se escurría entre sus dedos. La impaciencia se apoderó de él y cada fibra de su cuerpo esperaba con ansiedad el disparo del arcabuz.
Como quiera que aquel disparo no quería resonar, gritó al duque duramente:
—¡Ya basta! ¡Tomad vuestra espada y vuestro abrigo y venid conmigo!
El duque, lleno de pavor pero impertérrito, quiso tomar el abrigo, pero se echó atrás al ver que se trataba del abrigo con el que Grumbach le había salvado la vida en el palacio de Moctezuma. Este titubeo le salvó de la bala de Melchior. Afuera aguardaba con el arcabuz pegado a la mejilla y cuando vio que una mano se extendía para recoger el abrigo, pero que éste seguía en su sitio, dejó caer desilusionado el arma entre maldiciones.
Mas el duque aún pensaba echar a un tercero y último por la borda y con una delicada voz dijo:
—Ved, aquí yace y duerme. La llevé como a un cabestro, me arrepiento de haberla traído conmigo, porque sólo piensa de día y de noche en regresar a vos.
Levantó un tapiz oculto y detrás de él yacía Dalila en una cama adornada con ricos cortinajes y piezas de oro. Se había despertado y estiraba sus miembros delgados y torneados en una exótica madera oscura por el más artista de los maestros.
Cuando vio a Grumbach en la tienda se asustó terriblemente y se levantó en silencio de su catre.
Grumbach no la vio. Mantenía los ojos cerrados, el bueno y el vacío. No quería oír por más tiempo las charlas de Mendoza. No pensaba sino en el momento que pudiera acercarse con su arcabuz a Cortés con su tercera bala y llevar a cabo el Juicio de Dios con aquel grandísimo asesino, sobre cuya cabeza se asentaba la sangrienta gloria de España. Se le antojaba que la noticia de aquel hecho iba a viajar más allá de los mares hasta Alemania. Súbitamente vio en su imaginación una gran catedral alemana llena de devotos dedicándole a él loas y honores por haber combatido al dragón español. Se elevaban a las alturas los clamores de una coral con más de mil voces que resonaban majestuosamente, y en medio se escuchaban trompetas y trombones y una voz que gritaba jubilosas:
—Resonabit fama per orbem!
Mas de golpe enmudeció aquel gran tedeum cantado por miles de voces y sólo una voz pronunció quedamente a su oído: «¿Qué queréis de mí?».
Grumbach abrió el ojo al oír aquella voz, y de pronto se vio de nuevo en la tienda de Mendoza cansado y sumido en gran tristeza. El estruendo de la catedral había desaparecido, pero ante él tenía a Dalila.
Apoyaba la cabeza en el pecho de Mendoza, sus brazos rodeaban su cuello. «¿Qué queréis de mí?», volvió a preguntar. Pero no había rastro de miedo o de temor en aquellas palabras, como cuando vio el ojo y el rostro desfigurado de Grumbach. La pregunta iba dirigida a Mendoza, su amante, y por eso su voz sonaba dulce y suave.
Pero el duque retiró sus brazos.
—Dalila —dijo—. Tu hidalgo ha venido a llevarte consigo a su patria, hermosa e invernal, a Alemania.
Sus ojos brillaron y divagaron como si realmente estuvieran viendo Alemania a lo lejos tras las montañas.
Grumbach, sin inmutarse, no podía alejar su mirada del cuerpo tembloroso de Dalila.
Mendoza, sin embargo, empezó a hablar del Nuevo Mundo y de Alemania.
—El bochorno es tal en este Nuevo Mundo que uno pierde hasta la alegría. El viento cálido trae un hálito pestilente que turba los sentidos, haciendo que los hombres se odien sin motivo y que el uno no entienda la naturaleza del otro. Nos impulsa una sangrienta locura y el aire de este país es tal que hace subir sin motivo la ira y el desprecio en cada criatura. ¡Conde del Rin! Llevaos a Dalila a vuestra patria, lejos de aquí. Cuando lleguéis al Rin será invierno y habrá nieve, y el día será uno de esos días claros de invierno alemán, un día de esos que añoro en vano en esta tierra, que sofoca mi garganta y me destroza con su mal.
Mendoza había vencido por fin las intenciones de Grumbach. Sobre Cortés, que escribía en su tienda el informe de la batalla perdida; sobre Melchior, el criado, que aguardaba afuera arrodillado con el arcabuz; sobre el abrigo mortal que yacía en el suelo; sobre todo esto se cernía el velo neblinoso del olvido en el alma de Grumbach.
Surgía Alemania. Volvió a ver a los campesinos bailar en los prados. Vio los bosques de pinos y el ancho río, pero esta vez la tierra no estaba sumergida en el rojo sangre de España, sino que era blanca como la nieve. Había nieve en los prados. El río estaba helado y los cuervos planeaban sobre la capa de hielo. Se vio cabalgando entre abetos y pinos en el bosque que extendían sus ramas adornadas con barbas heladas. Un golpe de viento hacía caer pesados montones de nieve desde las copas de los árboles y Grumbach creía oír quejarse a su caballo del frío pero con la voz de un viejo.
Tan fuerte era el poder de la magia y el hechizo de la estampa invernal que el duque había provocado ante sus ojos, que Grumbach creía percibir el frío y la ventisca en el rostro. Vio a Dalila temblando, se agachó y levantó su abrigo del suelo echándoselo a Dalila sobre los hombros, como protegiéndola del frío y de la ventisca.
Mientras sostenía el abrigo en las manos percibió como el aleteo de un recuerdo lejano, mitad dolor, mitad temor; pero no pudo retener lo que sentía, sacudió la cabeza y olvidó a Melchior Jäcklein, el arcabuz, a Cortés y el gran Juicio de Dios; había olvidado también por qué estaba en la tienda del duque de Mendoza. Estaba en Alemania, acariciando con la mirada el cuerpo de Dalila.
El arcabuz de Melchior Jäcklein rompió de pronto el encanto que el duque de Mendoza había tejido y mantenía atado y cautivo a Grumbach.
Melchior Jäcklein vio dibujarse como en un negativo la silueta de la mano que recogía el abrigo y pudo ver perfectamente el perfil de una persona que llevaba el abrigo de Grumbach sobre los hombros.
La segunda bala salió con tremendo estruendo del arcabuz destrozando el pecho de Dalila, que cayó inerte al suelo.