CATALINA

¡Camaradas que estáis escuchando en esta noche de lluvia la historia de Grumbach y de sus tres balas, que aconteciera hace ya muchos años allende los mares! ¡Camaradas, mi historia está llegando a su fin!

Ahora os narraré la historia de la segunda bala de Grumbach que según el difunto García Navarro debía matar a Dalila en vez de al joven español de quien Grumbach quería vengarse.

Hernán Cortés se había atrincherado en un pueblo llamado Tacuba, que estaba situado al otro lado del gran dique y a corta distancia de la orilla oriental de la laguna de agua dulce. En este pueblo fortificado pensaba quedarse unos días hasta que sus huestes se hubieran recuperado de las penurias y miserias que habían padecido y recobraran el valor y las fuerzas.

Durante tres días estuvo Grumbach y su sirviente rondando el pueblo, pero no dieron con la manera de pasar ante el vigía español sin ser vistos y entrar.

Al cuarto día vieron que una docena o más de españoles salía del pueblo, internándose en la espesura de bosque indio para talar árboles.

Grumbach los miró desde lejos y pensó que sería una buena oportunidad para entrar en el campamento español. Al caer la noche los españoles regresaron al campamento transportando sus troncos de árbol, y ambos, Grumbach y su criado, se echaron a los hombros una carga de leña y se mezclaron con ella.

Pasaron de verdad el puesto de vigilancia español sin ser reconocidos. Fueron junto con los demás hasta una plaza donde un corporal ya entrado en años esperaba para dar el visto bueno a los troncos. Pero cuando Grumbach y Jäcklein pusieron su hatillo de leña a los pies, el viejo se encolerizó y empezó a gritar:

—¿Es que queréis gastar bromas conmigo? ¿Qué significa esta madera?

—Vuesa excelencia, se me dijo que recogiera leña del bosque —dijo Jäcklein asustado.

—¡Se te ordenó que trajeras troncos para construir un patíbulo! —gritó el español enfadado—. ¡Miradlo, aquí lo tenéis boquiabierto con la lengua colgando como si fuera un buey flamenco! ¡Esfúmate, necio! Tienes serrín en el cerebro.

—Eso tendréis que dirimirlo con Dios, porque así me creó —dijo Melchior Jäcklein. Grumbach y él tomaron de nuevo su leña en los hombros y se alejaron contentos por haber solucionado el incidente sin mayores.

Los españoles habían levantado más de cien tiendas con vigas, palos y telas de algodón que encontraron a cientos en las chozas de los indios, porque solían adornar las paredes de sus casas con tapices y alfombras.

Mientras Grumbach y su criado se escabullían entre las tiendas vieron acercarse a lo lejos un portador de antorcha que venía hacia donde ellos estaban e iba iluminando el paso a dos oficiales que iban tras él. Grumbach se detuvo en el acto y arrastró a Jäcklein consigo a la penumbra de una choza de adobe; allí se agacharon manteniendo sus rostros en la oscuridad y se pusieron a hurgar en sus hatillos de leña.

Eran Alvarado y el de Neyra que se acercaba cojeando. Se detuvieron donde estaban Grumbach y Jäcklein, discutieron un instante, estrecharon las manos y se fueron por separado a sus alojamientos.

Grumbach y Jäcklein se levantaron del suelo.

—¡Hidalgo! —dijo Melchior Jäcklein—. Tenemos que encontrar un sitio donde podáis ocultaros hasta que los españoles estén en sus tiendas durmiendo. Medís seis pies y medio y cualquier oficial de Cortés os reconocería en cuanto os viera.

Por una rendija de la choza se filtraba un rayo de luz. Grumbach miró al interior.

Se trataba de una estancia amplia pobremente iluminada. En los rincones yacían algunos españoles, mosqueteros y mozos de cuadra; estaban quemando la hierba acre de la Santa Croce expeliendo su vapor en espesas nubes después de inhalarlo, a la manera india. Además bebían vino indio de unas jarras. Muchos de ellos tenían a su lado fulanas muy maquilladas y emperejiladas con las que saciaban sus apetitos.

Grumbach miró a su criado y dijo:

—Melchior, nos quedamos aquí. Estos tipos han convertido la choza en una taberna secreta, a pesar de sus oficiales. Están tan borrachos y atontados que hasta escupen por encima de los bancos y de las mesas, seguro que no me van a reconocer.

Entraron en la posada y se dejaron caer en un rincón. Nadie les prestó atención, sólo el que hacía las veces de posadero se acercó y puso una jarra de vino en el suelo para ellos. Grumbach rebuscó en su bolsillo y encontró un adorno indio, un pececillo de plata, que entregó al posadero.

Un espeso humo invadía la choza y penetraba en la garganta y el pecho.

—¡Hidalgo! —se quejó Jäcklein—. Yo me voy, no puedo resistir el humo indio, me destroza la garganta. Quedaos mientras aquí, a mí no me reconocerá nadie. Vendré a por vos en una hora o dos, cuando todos duerman.

Jäcklein se escabulló por la puerta. Grumbach se quedó solo en un rincón, se terminó su jarra y luego vació otra sin moverse del sitio.

Los españoles, completamente ebrios, tenían unos temas de conversación absolutamente absurdos entre ellos y sus fulanas, discutiendo si la barba de Herodes habría sido roja o negra o si en la Resurrección habría que hablar hebreo. Cuando se acabó el vino se levantaron uno tras otro con sus fulanas y se fueron a sus habitaciones. Hacia la medianoche sólo quedaban dos fulanas con Grumbach en la estancia aparte del posadero y un mozo de establos que estaba a punto de irse.

Las dos rameras empezaron a reñir a causa de este mozo de establos, gritando y peleándose que parecía que iban a romperse la cabeza, y se insultaban llamándose mona vieja y pellejo inútil.

El mozo de establos aprovechó para salir por la puerta porque no quería a ninguna de las dos, pero las rameras no cesaron en sus gritos e insultos.

—Me roba todos los mozos y eso que es vieja y flaca como un palo de escoba, sin chicha en el cuerpo.

—Y tú —gritó la otra— llevas peluca porque se te cae el pelo como a un zorro viejo.

La fulana se enardeció.

—¡Calla o te van a tener que recoger en el carro de estiércol!

—¡Vaya una pájara de cuenta estás tú hecha! —gritó la otra—. ¿A qué me amenazas? En mi vida he huido de ninguna.

La fulana de la peluca roja se rió y dijo burlona:

—Era mi doncella, recibía el pan de mi mano no hace ni cinco semanas. Pero no consentía que me peinara el pelo ni que me pusiera el velo, porque tenía unos dedos muy torpes y toscos de campesina. Acostumbrada a realizar a diario la limpieza de las habitaciones y a vaciar cubos.

—¿Cómo? —preguntó Grumbach asombrado—. ¿Os habéis traído una doncella al campamento?

—Tuve criados y doncellas de sobra. Fui la amante de un gran señor. Pero se cansó de mí —dijo la fulana triste.

—¿Qué hicisteis, pues? —preguntó Grumbach.

—Tomé otro amante, un capitán de arcabuceros. Pero apestaba como el azufre. Entonces me uní al señor Antonio Quiñones, pero sólo pasé una noche con él. Era un hombre viejo y el mango ya no sostiene el hacha.

La fulana miró a Grumbach y le dijo:

—Si queréis venir conmigo, venid. De lo contrario, seguid vuestro camino, y que la Virgen María, Madre de Dios, guíe vuestros pasos.

Grumbach se estremeció al oír estas palabras de despedida y miró atentamente a la fulana. Porque estas palabras solían ser el saludo preferido de su mejor amigo, ya difunto, aquel castellano a quien el duque de Mendoza matara en duelo en la ciudad de Gante. En ese instante reconoció a la mujer y pronunció asustado su nombre:

—¡Catalina! ¡Catalina Juárez!

—Vaya, ¿me conocéis? —dijo Catalina frívolamente—. ¿He pasado ya alguna noche con vos? ¡Entonces venid otra vez conmigo!

Grumbach reconoció el anillo que llevaba al dedo, porque había pertenecido al castellano.

—¡Regaladme vuestro anillo! —rogó—. Os daré otras alhajas a cambio, anillos y collares.

Catalina se sacó el anillo del dedo.

—Qué me importa a mí este anillo —dijo—. Os lo doy si pasáis la noche conmigo. Sólo quiero que esa mujerzuela se muera de envidia cuando vea que venís conmigo—. Y se levantó y le gritó a la otra fulana:

—¡Eh, vieja bruja! ¿Qué hace esta noche tu amante el diablo?

Luego fue hacia Grumbach, pegó su cuerpo al suyo e insistió:

—¡Venid, no me hagáis esperar más! ¿O es que no queréis?

Pero Grumbach dejó caer el anillo al suelo y no respondió.

Mantenía los ojos cerrados y en sus recuerdos se vio de pronto en Gante arrodillado junto a su amigo moribundo. Vio cómo abría lentamente los labios y oyó su voz triste y dulce. Sintió que las palabras volaban desde lejos y que resonaban indecisas en su oído:

… tiempo de abril, el amor de una doncella,

el canto de una alondra

y los pétalos de una rosa…

La puerta se abrió en ese instante y Melchior Jäcklein entró tambaleándose.

Dio unos pasos hacia Catalina, la agarró por los hombros y la sacudió diciendo:

—¡Hidalgo! ¡Hidalgo!

—¡Aquí estoy, Melchior, aquí! —gritó Grumbach—. ¿Qué demonios ha pasado para que traigas esa cara de espanto?

Por fin reconoció Jäcklein dónde estaba Grumbach.

—Hidalgo, preparaos para el día del Juicio Final. Dios no quiere esperar más a terminar con este mundo —gimió.

—Melchior, ¿qué ha pasado?

—Venid, hidalgo, quiero que lo veáis por vos mismo. Pero no olvidéis vuestro arcabuz, porque creo que he encontrado la tienda del joven que se escapó con Dalila.

Grumbach recogió el arcabuz.

—¿De quién se trata, Melchior?

—No lo sé, sólo he visto vuestro sombrero y vuestro abrigo en una tienda.

Grumbach fue detrás de Melchior Jäcklein. Pero al llegar a la puerta se dio la vuelta y dijo:

—¡Id con Dios, Catalina! —dijo— y que la Virgen María, Madre de Dios, guíe vuestros pasos.