Los indios habían bañado, limpiado de sangre y vestido con ricos atuendos el cuerpo del rey Moctezuma. Tenían la intención de enterrarlo en el jardín de su palacio, y miles de indios estuvieron todo un día arreglando y disponiendo a toda prisa lo que se precisaba para las exequias fúnebres del rey.
Al caer la noche habían terminado de construir una capilla de piedra en medio del jardín y en el interior de esta capilla habían cavado una tumba, engalanada con oro y piedras preciosas y en forma de trono bajo un palio de flores. En torno a la capilla habían dispuesto tres verjas, las dos primeras de plata y la última de oro.
Los artesanos habían decorado con bellos tapices las salas y escaleras del palacio donde los indios habían apresado y atado la noche anterior a los españoles heridos, restableciendo el orden anterior y mostrando sus mejores galas; porque estaba previsto que el príncipe Cuitlahua y Guatimotzin asistieran a las exequias de su rey Moctezuma acompañados de sus cortesanos y principales desde las ventanas de este palacio.
De los españoles que Alvarado había traicionado, sólo se había salvado uno de la venganza de los indios: el duque de Mendoza. Cuando los indios entraron en el palacio se refugió en la cámara de Dalila. Ella lo escondió en el estrecho recinto donde los cocineros de rey Moctezuma guardaban sus provisiones de miel, mosto y fruta en conserva. El duque permanecía escondido impotente y angustiado porque no veía la manera de escapar y alcanzar la armada de Cortés; además oía durante todo el día a los indios deambular de un lado a otro en la casa, temiendo que de un momento a otro lo descubrirían.
Dos horas antes de la media noche se reunieron en el jardín más de cuatrocientos sacerdotes indios, tocados con sus mantos y sombreros blancos. Llevaban fanales de plata en las manos, sartenes con fuego donde quemaban sahumerio diverso y entonaron una gran letanía con réplica y contrarréplica; muchos cantaban, otros respondían a simple voz, pero de pronto callaron y cayeron de bruces al suelo, porque el príncipe Guatimotzin y sus cortesanos habían aparecido en las ventanas del palacio.
El príncipe hizo una señal con la mano a los sacerdotes que de inmediato se levantaron del suelo para continuar con sus cánticos, y aquella triste ceremonia siguió su curso.
Grumbach y Melchior, su criado, estaban en la gran sala del palacio entre los nobles. Ambos estaban sumidos en una gran tristeza al ver cómo los sacerdotes de Moctezuma traían su cuerpo, y Melchior Jäcklein decía en voz baja y lamentándose:
—Hidalgo, él no merecía este agradecimiento de nuestra parte. Vedlo, nuestra bala le ha causado tal agujero en el pecho que hasta un caballo podría abrevar en él.
Grumbach cabizbajo y serio dijo:
—¡Calla! No pudo ser de otra forma. El oro no debía caer en las manos del Emperador.
—Este gran infiel nos dio pan, tierras para cultivar y aparejos, cuando nuestro barco se hundió ante su costa. ¡Os colmó de grandes honores, hidalgo! Nos acusará de su triste final cuando el ángel Uriel toque su trompeta.
—¡No pudo ser de otro modo! —le espetó Grumbach a Jäcklein—. ¡A Dios acuso en su Altísimo Poder!
—García Navarro —dijo Jäcklein en un susurro y temeroso—. Él lo profetizó. ¿No os acordáis, hidalgo?
—¡Calla, necio! —gritó Grumbach—. Reza un padrenuestro por la paz eterna del rey pagano.
Jäcklein oyó en ese instante que alguien pronunciaba su nombre. Se dio la vuelta como un rayo y vio en la escalera de caracol al extremo opuesto de la sala a Dalila.
Dalila descendió indecisa la escalera, se acercó despacio a Grumbach, lo rodeó con sus brazos y escondió su cabecita bajo su abrigo. Pero no tenía otra cosa en mente que estudiar la manera de sacar de la ciudad a su nuevo amante, el duque de Mendoza.
—¡Dalila! —exclamó Grumbach intentando sonreír—. Te he buscado durante todo el día por las casas y rincones del barrio. Has sido una gran preocupación para mi alma, ahora me siento aliviado.
—¡Mirad a los indios, cómo bailan y efectúan sus mascaradas! —exclamó Jäcklein—. ¡A fe mía que harían mejor persiguiendo a los españoles y acabar del todo con ellos!
—Son un pueblo de sacerdotes, bailarines y de niños. Disfrutan más con los bailes y con la música que luchando o guerreando. Pero yo he tomado su causa en mis manos y la voy a llevar hasta el final —dijo Grumbach.
Los sacerdotes indios habían concluido su letanía y empezaron a ejecutar una extraña danza, agachándose hasta el suelo y saltando de nuevo a lo alto. Se tapaban el rostro con caretas de madera que representaban animales y demonios, y simulaban con su voz todo tipo de animales; unos gritaban como buitres, otros croaban como sapos y otros aullaban como lobos. Seis niños indios atravesaron las filas de los sacerdotes portando el cuerpo de su rey muerto sobre los hombros a paso lento hasta la cripta.
Cuando Grumbach y Jäcklein vieron cómo desaparecía en el interior de su capilla mortuoria el fallecido Moctezuma, se sumieron de nuevo en gran tristeza y arrepentimiento, y Jäcklein se restregó los ojos con la mano y dijo:
—Hidalgo, vamos a rezar un padrenuestro cristiano o un avemaría al infortunado rey pagano mientras baja a su fosa.
Ambos juntaron las manos pero ninguno de los dos quería empezar, sino que miraba a los labios del otro.
—¡Melchior, reza en voz alta! —dijo Grumbach por fin.
—Hidalgo —musitó Jäcklein aterrorizado—. No sé qué me ocurre pero no me acuerdo de las palabras del padrenuestro, tengo la mente confusa. ¡Rezad vos!
—Melchior, se me ha olvidado a mí también, una palabra no lleva a la otra —exclamó Grumbach.
Melchior Jäcklein se enjugó el sudor de la frente.
—El Señor tenga piedad de mí, no me sale y lo he rezado mil veces.
—¡Padre nuestro! —balbuceó Grumbach desconcertado. Pero no supo seguir, miró a Jäcklein y empezó de nuevo, pero no le salía sino las palabras: padre nuestro.
—Hidalgo, Dios no quiere oír nuestra oración porque hemos matado al buen rey —susurró Jäcklein desencajado.
—¡Dalila! —exclamó Grumbach—. Reza tú un padrenuestro o el avemaría.
Dalila no había oído en su vida el padrenuestro. Pero temiendo que Grumbach pudiera reprenderla empezó a recitar un acertijo.
Rabunzel, Rabunzel, cuando la luna brilla,
es bueno para la fiebre y para la gota.
—¿Qué demonios de jerigonza estás recitando? —gritó Jäcklein furioso—. ¿Es que no te sabes el padrenuestro?
Dalila se asustó al ver a Jäcklein tan enfadado. Se acordó de otra cancioncilla que solían cantar los sirvientes de Grumbach, pensó que sería el padrenuestro y comenzó a cantarla a toda prisa:
El santo José cuando sale de viaje
lleva en la mano una pequeña alforja;
dentro lleva chorizo, pan y vino
para estar bien comido y servido;
tortitas, tocino y pastel
y dos patas de ternero en salmuera.
Te ruego con tesón, Santo José,
que en tu viaje me lleves también.
Jäcklein rompió a reír a pesar del temor que sentía.
—Dalila, eso no es el padrenuestro. Eso lo cantaba Schellbock continuamente, porque el padrenuestro le parecía muy aburrido, y tenía que incluir lo que su barriga le pedía con ansiedad: pastel, tocino y patas de ternera. Dios mío, hidalgo, tengo que escabullirme, por allí viene el del verderón.
El príncipe Cuitlahua había hecho su entrada en la sala en ese preciso instante, rodeado de sus cortesanos y con su pajarillo de colores en la mano. Jäcklein se esfumó rápidamente hacia la puerta, temiendo la venganza del príncipe a quien había propinado un puñetazo en la cara el día anterior. Pero el príncipe no se dignó siquiera mirar al criado, sino que se colocó en la ventana al lado de Guatimotzin.
Los indios en cuanto vieron aparecer a Cuitlahua en palacio se tiraron al suelo en silencio y con gran veneración, porque era a este príncipe a quien iban a nombrar rey como sucesor de Moctezuma.
Cuitlahua hizo una señal con la mano. A esta seña se levantó todo el pueblo, pero al mismo tiempo se oyó un terrible griterío que procedía de los españoles presos, a quienes se traía a rastras atados. Debían morir en ese mismo lugar en honor del rey Moctezuma para que sus espíritus sirvieran y obedecieran al alma del difunto rey.
Dalila al oír el griterío comenzó a temblar, porque se acordaba de Mendoza y de que ésa era la muerte que le esperaba si los indios lo encontraban en la cámara.
Grumbach seguía torturando su mente para acordarse del padrenuestro. Pero al oír el griterío de los españoles presos alzó la vista y descubrió a Dalila temblando y quiso consolarla:
—No son sino asesinos y ladrones. No debes llorar por ellos, merecen la muerte. Saqueos, asesinatos y robos, eso es su quehacer diario.
Los verdugos se acercaron a los españoles provistos de cuchillos de pedernal bien afilados, que al verlos gritaron aún con más fuerza y miserablemente que antes.
Dalila temblaba con todo su cuerpo y se zafó sollozando de la mano de Grumbach.
—Voy a interceder ante Cuitlahua, tiene mucho poder entre los indios —dijo Grumbach—. Tal vez el Señor me perdone un gran pecado que tuve que cometer, si salvo a esos españoles de su destino.
Se acercó a Cuitlahua, lo abrazó según la costumbre india con gran reverencia por debajo de los brazos e hizo su petición al oído del príncipe. Pero Cuitlahua estaba furioso, bajó los brazos y dio la espalda a Grumbach.
Grumbach regresó lentamente junto a Dalila.
—Todos deben morir —dijo preocupado—. Dios no ha querido concederme la gracia de liberar mi alma de un pecado.
Dalila se enjugó las lágrimas de las mejillas, miró a Grumbach y le dijo en un susurro:
—Hidalgo, aún queda uno de ellos en la casa, es un muchacho, los verdugos no lo han encontrado. ¡Ayudadle, hidalgo, ayudadle!
Grumbach alzó la vista:
—¿Todavía hay un español escondido en la casa? Mas le valiera que su madre lo hubiera ahogado en el primer baño.
—¡Hidalgo, ayudadle! —clamaba Dalila desesperada—. Seré otra vez vuestra amante como antes, dormiré con vos todas las noches.
—Cómo quieres que lo ayude, Dalila, son muchos los verdugos y yo estoy solo.
Grumbach tomó a Dalila de la mano, la llevó hasta la ventana y señaló las masas de indios que llenaban el jardín apiñados. En aquel momento los verdugos empezaron su tarea con los presos, hendiendo con tal ímpetu los cuchillos en sus cuerpos que la sangre les salpicaba los brazos. Dalila se tambaleó y emitió un grito que resonó más alto y más agudo que los alaridos de los moribundos, porque sentía que era la sangre del corazón de su amante, Mendoza, la que veía saltar.
—¡Dalila! —dijo Grumbach—. Voy a ayudar a ese muchacho movido por tu lamento y por el asesinato que oprime mi corazón, y por ese padrenuestro que de pronto no sé rezar. ¿Dónde se ha escondido?
—Allí, en la cámara —respondió Dalila—, donde los cocineros guardan la miel y la fruta en conserva. Hidalgo, ayudadle, seré siempre vuestra amante.
Grumbach reflexionó un instante.
—Que salga por la ventana. Desde allí atravesará muchas estancias y pasillos y se encontrará con muchos indios. Por eso debe llevar mi abrigo puesto y mi sombrero calado hasta los ojos, para que la guardia india crea que soy yo y le franquee el paso.
Dalila escuchaba atenta y expectante sin moverse.
—Mi barco está en la playa frente al palacio, debe tener la osadía de subir en él y remar para cruzar el lago; tal vez tenga la suerte de encontrar a Cortés y a los españoles. ¿Lo has entendido, Dalila?
Dalila asintió.
—¡Entonces ve! ¡Corre!
Dalila seguía de pie sin inmutarse mirando a Grumbach.
—¡Vuestro abrigo, hidalgo! —rogó.
Grumbach se quitó el abrigo de los hombros y se lo entregó a Dalila.
—¡Hidalgo, vuestro sombrero! —dijo en susurros Dalila indecisa.
Grumbach se estremeció, porque se acordó de su cuenca vacía y de su rostro desfigurado. Se llevó la mano al sombrero para quitárselo, pero no lo hizo.
—¡Hidalgo, seré siempre vuestra amante, hidalgo! —dijo rápidamente Dalila. Recordó algunas de las palabras amorosas que le dedicaba Mendoza, y se las recitó todas a Grumbach—: Mi amor, mi tesoro, mi prenda querida.
Grumbach se quitó lentamente el sombrero de la cabeza y se lo entregó a Dalila. Por segunda vez contempló el ojo destrozado de Grumbach y su frente desgarrada, y el horror volvió a impactarla y recordó el semblante hermoso y delicado de Mendoza. A toda prisa tomó el sombrero y el abrigo y quiso marcharse.
—¡Dalila! —gritó Grumbach.
Dalila se estremeció, se detuvo y se dio la vuelta. Pero permaneció con la vista clavada en el suelo sin mirar a Grumbach y preguntó llena de miedo y pavor:
—¿Qué queréis de mí?
—Espérame en la estancia cuando se haya ido. Allí te veré.
Dalila apretó fuertemente el abrigo y el sombrero contra su cuerpo y salió huyendo hacia la cámara en la que se escondía Mendoza, cerrando tras de sí la puerta.
Grumbach no se había dado cuenta del horror y del pavor de Dalila. Se refugió en un rincón oscuro y escondió el rostro con el brazo. De esta guisa permaneció mientras los indios de palacio y en el jardín rendían pleitesía a su nuevo rey, el príncipe Cuitlahua. El príncipe Guatimotzin y los demás indios de la sala se echaron al suelo y besaron el dobladillo del manto de Cuitlahua. El júbilo del pueblo resonó desde el jardín y de la calle, mezclándose con el ruido de las caracolas y el retumbar de los tambores y atabales.
Grumbach, refugiado en su rincón, sintió que volvía la alegría a su corazón a pesar de todo el ruido. Sentía como si Dios le hubiera liberado de la culpa que atenazaba su corazón. Las palabras de Dalila resonaban en su oído, recordando cómo lo había llamado «mi tesoro» y «prenda querida» y que sería para siempre su amante. Y de pronto recordó las palabras del padrenuestro una tras otra ocupando el orden y el sitio que les correspondía. Asombrado descubrió que podía volver a rezar, y la alegría que lo invadía era tan grande que dio un paso adelante y por encima del estruendo de las trompetas, las caracolas y los tambores rezó a voz en grito el padrenuestro una y otra vez hasta que Melchior Jäcklein entró en la sala, pegado a las paredes, para que Cuitlahua no lo viera, y mirando a su alrededor descubrió a Grumbach en el rincón.
—La luz de luna es cosa del demonio. ¡Hace ver cosas engañosas! —gritó para hacerse oír entre tanta trompeta y caracolas—. Habría jurado y apostado mis bolsillos vacíos a que había visto subir a vos y a Dalila a un bote y que os ibais remando.
Grumbach dejó caer el antebrazo de su rostro y miró a Melchior Jäcklein con su único ojo.
—¡Hidalgo! —gritó Melchior asustado—. ¿Dónde habéis dejado vuestro sombrero? ¿Por qué me miráis así?
Grumbach no respondió, sino que empujó a Jäcklein a un lado. Corrió hasta la puerta tras la cual debía esperarle Dalila, se detuvo, tomó aliento y gritó con una voz terrible:
—¡Dalila!
Nadie respondió.
Grumbach agarró el aro de cobre de la puerta con ambas manos, temblando de ira e impaciencia sacudía la puerta de roble y volvió a gritar:
—¡Dalila! ¡Dalila!
—¡Hidalgo! —gritó Jäcklein—. ¿Qué os pasa? Parecéis un loco escapado de un manicomio.
Pero Grumbach desenfundó su espada y empezó a dar violentos estoques a la puerta, haciendo saltar astillas.
—¡Hidalgo! —gritó Jäcklein desconcertado—, ¿qué os ha hecho la puerta de madera para que la emprendáis a estoques con ella?
Mientras tanto, Cuitlahua y Guatimotzin se habían percatado del extraño proceder de Grumbach, y los indios de la sala interrumpieron su ceremonial en honor de Cuitlahua. Miraron asombrados a Grumbach, murmuraron algo entre ellos sacudiendo la cabeza, otros se acercaban y uno se rió.
Grumbach había hecho trizas la puerta e irrumpía en la cámara.
—¡Melchior! ¡El arcabuz! ¡Tenemos que marcharnos! —le oyó decir Jäcklein.
Salió inmediatamente después de la cámara, atravesando la puerta destrozada.
Tenía un aspecto horrible con su ojo vacío y el rostro desgarrado y machacado, que además estaba desencajado por la ira.
—¡Me han engañado! —resopló—. ¡Han huido los dos!
Mirando a Jäcklein gritó furioso:
—¡Estúpido! ¿Qué haces ahí parado?
—¡Hidalgo! —gimió Jäcklein—. ¡Entonces se ha cumplido la maldición de García Navarro! La locura y la desgracia han hecho presa en vos. ¿Adonde vamos, hidalgo?
—Al campamento de Cortés —gritó Grumbach.