PEDRO ALVARADO

En aquella Noche Triste en que los indios de todo el reino se lanzaron sobre la armada de Cortés dejando a su paso daño, miseria y destrucción, sucedió que mientras los españoles huían hacia el puente situado al este del dique perseguidos y hostigados por miles de indios, Juan de Leone, capitán de Cortés, caía al suelo alcanzado en el pecho por una lanza.

Este de Leone, hombre valeroso y que no temía la muerte, convocó de inmediato a los hombres de su compañía para que no se preocuparan por él, sino que intentaran salvarse como pudieran. Luego se arrastró hasta el borde de la calle y ordenó a un mozo que estaba a su servicio personal y que se había quedado junto a él que le disparara a la cabeza para que los indios no lo cogieran con vida.

Pero de repente Cortés estaba al lado del herido, que sangraba, jadeaba, completamente asaeteado por flechas y lanzas. Miró en derredor para ver cómo podía ayudar a de Leone en tal aprieto y vio a otros dos españoles que yacían en el suelo tan malheridos que comprendió que era inútil cargar con ellos.

En las proximidades del palacio del difunto Gran Señor se alzaba un edificio de piedra que Cortés precavidamente había mandado fortificar días atrás y pertrecharlo para la defensa. Mandó a los heridos que se refugiaran en este edificio y los conminó a que resistieran a los indios como cristianos, bravos hombres y fieles servidores del rey, hasta que él pudiera mandar por ellos. Tomando las manos de De Leone le dijo que le deseaba lo mejor y que él, Cortés, nunca lo olvidaría. Luego mandó llamar al criado de De Leone y ambos se batieron en retirada calle abajo, luchando cuerpo a cuerpo con los indios, que en cuanto reconocieron a Cortés se le echaron encima en tales multitudes que bien pronto se vio rodeado y sitiado.

El palacio, situado detrás de un amplio jardín, estaba construido totalmente en piedra y rodeado en tres de sus lados por agua de la laguna, lo que facilitaba que unos pocos hombres pudieran defenderlo fácilmente durante unas horas, a pesar de la supremacía enemiga.

Los dos españoles heridos arrastraron a de Leone hasta la puerta que encontraron cerrada. Después de tocar un buen rato, abrió un español herido también como ellos.

Los tres llevaron penosamente a de Leone por una angosta escalera de caracol. Llegaron a una sala iluminada por infinidad de velas y lámparas de madera, que era tan grande y amplia como el mercado de las aceitunas en Valencia.

En medio de la sala ardía una buena hoguera y a su alrededor había dos figuras sentadas y calentándose. Una de esas personas se levantó, miró a de Leone y gritó:

—¡Por el amor de Dios! ¿Vienen más? ¿Por qué os arrastráis por el suelo? ¿Qué sois, un hombre, un animal o un gusano? ¡Maldito sea Cortés que me envía todos sus tullidos y lisiados como si esto fuera un hospital de beguinas!

Los recién llegados vieron a otros dos españoles heridos que Cortés había hecho traer con anterioridad. Estaban de rodillas y cavaban un agujero en el suelo con sus cuchillos.

De los dos hombres que estaban junto al fuego reconocieron a uno por la voz. Era Pedro Alvarado el que los había recibido de tan mal humor. El otro seguía callado junto al fuego y no se movía.

—¿Cómo, señor Alvarado? —gritó uno de los heridos—. ¿Todavía estáis aquí? Cortés ha huido con toda la armada de la ciudad. No queda un solo cristiano en nuestro acuartelamiento aparte de vos y de nosotros que no pudimos seguir.

—¡Sí! —gritó Alvarado furioso—. ¡Ya lo sé, Cortés ha huido ante esos locos indios desnudos que no tenían ni caballo ni coraza, dejando el oro atrás!

Los españoles miraron a su alrededor y se dieron cuenta de que el suelo de la sala estaba cubierto de infinidad de alhajas de oro, plata, piedras preciosas en forma de flores, fuentes, campanillas con forma de animales, objetos exóticos y maravillosos procedentes de la cámara del tesoro de Moctezuma. Hasta la vajilla del Gran Rey yacía esparcida por el suelo, fuentes, tazas y copas de oro, además de lujosos vestidos de mil colores y formas; y por fin, los españoles pudieron reconocer al silencioso compañero de Alvarado: se trataba del difunto Gran Rey Moctezuma, que estaba sentado desnudo ante el fuego en medio de sus tesoros; Alvarado lo había arrastrado hasta aquí al verlo derrumbarse muerto al suelo para poder quitarle con toda tranquilidad sus lujosos trajes, collares, prendedores y anillos.

Una escalera de caracol subía por una de las esquinas hasta una puerta de madera, desde donde llegaba un martilleo y el ruido de unos golpes. Alvarado se había acercado a una de las ventanas que miraban al jardín para vigilar a Cortés, pero regresó a la estancia y gritó escalera arriba:

—¡Calla de una vez, jovencita! ¡O subiré y te enseñaré modales!

Arriba se calló el ruido. Alvarado miró a de Leone, que gemía en el suelo, y dijo:

—Es Dalila, la moza pagana del alemán tuerto; Mendoza la ha tomado de amante. En verdad que sabe el oficio de convertir a las mujeres en zorras.

Fue una y otra vez de un lado a otro de la sala, luego se paró y dijo:

—Tiene un cuerpo en el que no encontraríais ni un defecto por mucho que buscarais.

—¿Por qué la habéis encerrado arriba en la cámara? —preguntó uno.

Alvarado se enfureció, amenazó con los puños la cámara y gritó:

—¡Es que se le antoja todo lo que ve! Ya me ha robado una cinta para el pelo, unas agujetas, una aguja y dos campanillas de plata para su absurdo traje de carnaval. Luego ordenó a los heridos:

—Tomad vuestros cuchillos y ayudad a ésos a cavar un agujero en el suelo, para esconder el oro y que los indios no lo encuentren en mucho tiempo.

Los españoles empezaron a remover las losas del suelo y cavar; Alvarado mientras tanto llenaba los arcones vacíos y los sacos con alhajas de oro que yacían por el suelo. Cuando llevaban una hora cavando en el suelo, uno de ellos se levantó, dejó el cuchillo en el suelo y fue cojeando hasta la ventana mirando al jardín. —¿Veis venir a Cortés? ¿O es el mismo Santiago que viene a rescatarnos con su caballo blanco? —preguntó Alvarado sarcástico—. No veo más que cientos de indios —se lamentó el español— que pululan alrededor de la casa como abejorros a la miel.

—Debisteis pedirle a Cortés que dejara en prenda su guerrera para que volviera a buscarla —dijo Alvarado mordaz.

De Leone empezó a gemir, se dio la vuelta en el suelo y quiso decir algo.

—¡Vaya! —se rió Alvarado—. ¡Señor de Leone! ¿Qué tal se duerme con la piel hecha jirones?

—Cortés… —farfullaba de Leone—… llegará por el agua —y señaló con la mano la ventana y dijo en un susurro—: Por el lago.

Alvarado no se había tomado la molestia de pensar cómo iba a sacar la carga de oro. Pero ahora prestó atención, se fue a la estancia contigua, por la que se podía ver buena parte de la laguna. Poco después regresó muy alterado, porque había divisado realmente la silueta de un barco de vela a lo lejos. No dijo nada a los españoles sino que de inmediato se puso a maquinar cómo sacarlos a todos afuera por la puerta, para que no se dieran cuenta de la ayuda que enviaba Cortés.

Entonces observó que uno de los españoles dejaba a un lado el cuchillo y se hacía un nuevo torniquete en la pierna alanceada, pero en vez de usar un trozo de trapo vendó su herida con uno de los preciosos vestidos del tesoro del Gran Rey.

Esto encolerizó de tal manera a Alvarado, que arrebatándole el tejido de las manos, gritó:

—¡Mirad el estropicio que me habéis causado con vuestra sangre, ni un cerdo lo hubiera hecho peor! ¡Fuera, esperadme al otro lado de la puerta!

Los españoles empezaron a protestar, a clamar y gemir, pero Alvarado no los escuchaba sino que los empujó sin piedad fuera, cerrando la puerta a sus espaldas; cuando los tuvo fuera, cerró la puerta y gritó:

—¡Es más fácil cavar afuera en el barro!

Regresó junto al fuego y se calentó las manos, lanzó una mirada a la sala en la que ahora quedaba sólo él —el difunto Gran Rey seguía en cuclillas junto al fuego— y de Leone con el rostro en la tierra gimiendo quedamente.

—¡Vaya! —dijo Alvarado—. ¡Señor de Leone! ¿No tenéis también dos manos? ¿Qué hacéis aquí en el suelo con la nariz pegada a la tierra? ¿Es que buscáis trufas?

De Leone ardía en fiebre y el frío lo atenazaba. Tomó a Alvarado por uno de sus criados, gimió y dijo en un susurro:

—Corre, ve a buscar hierbas y especias para un baño de vapor, tengo frío.

—¿Para qué necesitáis un baño de vapor? —inquirió Alvarado—. Siempre os tuve por cristiano viejo, señor De Leone; ahora me doy cuenta de que vuestro padre era un moro infiel, que sólo entienden de baños de vapor y de sudar.

En ese instante percibió el ruido del barco que tocaba en la orilla. Dejó a de Leone y ayudó a bajar del barco al duque de Mendoza y a Pedro de Olio, a quien Cortés había enviado a rescatar a de Leone.

Alvarado se puso muy contento al ver el barco. De haber tenido una flauta hubiera bailado y tocado de alegría. Kyrie eleison, rió para sí y señaló el oro.

—Alabado sea el Señor que os ha enviado. Casi temía que Cortés dejara su oro atrás. ¿Tenéis espacio suficiente en vuestro barco?

—Apenas para vosotros —dijo de Olio—. Sólo nos podremos llevar un hatillo o dos de ese oro.

—¿Un hatillo? —musitó alterado Alvarado—. Con todo el oro que hay por aquí esparcido… hay que llevárselo todo, que no les quede a esos sucios infieles ni para comprarse una jarra de vino.

—No puedo hacer otra cosa, primero habrá que subir a nuestros pobres y maltrechos compañeros al barco y luego veremos si queda espacio para vuestro oro —dijo Pedro de Olio dando la espalda a Alvarado.

Alvarado enrojeció de ira con la misma rapidez que un asado cuando se le echa azafrán.

—¡Sois estúpido! —le espetó—. No dejaré subir a nadie a bordo. Por un puñado de plata Cortés puede conseguir gente más digna que esos tullidos de ahí fuera, que ya no sirven sino para alimento de gusanos.

—Yo obedezco órdenes de Cortés, y no ha mencionado una palabra del oro —dijo secamente el de Olio.

Luego, dando palmas, llamó:

—¡Eh, los de afuera! ¡Venid!

Pero Alvarado no lo dejó acabar, lo tiró al suelo, le puso una rodilla en el pecho y le oprimió el gaznate.

—¡Calla! —dijo echando espumarajos de ira—. ¡No sé qué me contiene para no utilizar tu barriga como funda para mi espada, necio!

Pedro de Olio resistía y trató de tomar aliento. Pero el duque de Mendoza, guiado por su astucia y su crueldad, ya estaba desde hacía mucho tiempo del lado de Alvarado; comprendió en seguida al ver tanto oro que sería mucho más razonable poner a recaudo el tesoro que cargar con aquellos desgraciados que constituirían sólo un estorbo innecesario y muy pesado en la huida de los españoles. Por eso, acercándose rápidamente a Pedro de Olio le dijo en susurros:

—No le irritéis más, cuando se encoleriza es como un animal. Nos matará a los dos. Hay que obedecer sus deseos, adaptaos.

—¿Me pedís que traicione a mis pobres compañeros a causa de su tiránica altivez? ¿Vamos a permitir que tantos cristianos caigan en las manos de estos indios rabiosos?

—¡Eh, pues por mí que pacten con los infieles y que se dediquen cada uno de ellos a su oficio, deshollinador o a capar cerdos, me importa bien poco! —maldijo Alvarado mientras Pedro de Olio se levantaba lentamente del suelo.

Mendoza mientras tanto había reconocido a de Leone, que yacía inconsciente en medio de un charco de sangre.

—Ahí está de Leone, para ése si tendremos sitio en nuestro barco, señor Alvarado —dijo en un susurro.

—Carne para gusanos, carne para gusanos, nada puede hacer ya el cirujano —dijo Alvarado con desprecio dando una patada a de Leone, que no se inmutó, y Alvarado mirándolo dijo—: Ni una chispa de vida, dejadlo donde está.

Al mismo tiempo agarró un arcón lleno de oro que cargó a las espaldas de Pedro de Olio.

—¡Cómo os atrevéis a cargarme de esta manera como si fuera un burro de carga o de tiro! —gritó de Olio—. ¿Es que un miembro de la nobleza no merece más respeto? ¡Búscaos a quien gustéis para que cargue estos sacos pero no a un noble castellano!

—¡Que seáis noble o no, eso se lo contaréis al diablo! —dijo Alvarado y Mendoza le dijo al oído:

—Haced lo que os pide, es lo mejor, ¿no veis lo furioso que está?

Y mientras Pedro de Olio transportaba, jadeando y gimiendo, el arcón repleto de oro hasta la playa, intimidado y asustado por Alvarado, Mendoza se sentó junto al fuego y se calentó las manos pensando que Alvarado no le iba a exigir a él que realizara semejante trabajo.

Contempló a Moctezuma muerto, lo empujó a un lado y rió.

—Vaya, Gran Infiel, no pongas esa cara tan extraña y tan enojada. ¡Si hubieras aceptado el bautismo, al menos te quedaría ahora el consuelo de la resurrección y la vida eterna, y no estarías tan abatido!

De pronto vio a Alvarado ante él, quien mirándolo hostil y malévolamente, le preguntó mordaz:

—¿No le importaría a vuestra excelencia echar una mano? ¿O tal vez prefiera su excelencia subir la escalera y visitar a vuestra amante o ramera, a quien he encerrado allí arriba? Está enamorada y seguro que no rechazará una o dos visitas vuestras.

El duque de Mendoza sintió en aquel momento miedo ante la expresión amenazadora de Alvarado. Obedientemente se levantó y cargó en silencio los sacos que contenían el oro.

Jadeando llevaron uno tras otro los pedazos del tesoro del Gran Rey muerto hasta la orilla del lago. Mientras tanto, los otros cinco españoles heridos cavaban febrilmente un agujero en el suelo de la antesala de la casa, tal y como les había ordenado Alvarado, sin sospechar que Mendoza y Alvarado les habían traicionado cegados por el oro.

Pedro de Olio aguardaba subido en el barco y recibía uno tras otro los sacos que Alvarado le iba pasando, pero cuando se dio cuenta de que la ristra de arcones, hatillos, cajas y sacas no tenía fin, exclamó:

—¿Es que este padrenuestro no tiene «amén»? Ya es suficiente; si no, nos ahogaremos los tres.

Pero aún quedaban en la orilla tres arcones pesados llenos de oro y plata, y la mezquindad de Alvarado no le permitía dejar aquellos tres arcones y gritó:

—Tomad los tres, no pesan demasiado.

—Sólo cabe uno más, de lo contrario volcará el barco cuando vos y Mendoza subáis —respondió de Olio mientras llamaba a Mendoza, diciendo—: ¡Bajad de ahí de una vez, y subid a bordo!

—Un instante todavía —gritó Mendoza desde la casa—. Tengo que zanjar un pequeño asunto con los indios.

El duque de Mendoza cargó con el cuerpo del rey Moctezuma. Deseoso de ver el dolor y la desesperación de los indios, se acercó con su carga a la ventana al otro lado de la casa, les mostró a su rey muerto y luego lo lanzó abajo en un acto de infinita crueldad. Sonriente contempló cómo los indios se volcaban sobre el cuerpo desnudo de su rey y cómo presos de dolor y de ira arremetían contra la casa con tanta violencia que hacían temblar los muros y el suelo de la sala.

En ese momento empezaron a lamentarse y a gritar también los españoles heridos, que estaban tras la puerta. Se asustaron de la ira de los indios comprendiendo que se les había engañado acerca de la ayuda que Cortés les enviaba. Desesperados gritaban que no se les dejara caer en las manos de aquellos iracundos indios.

Pero Mendoza se burló de sus ruegos y súplicas. A paso lento atravesó el palacio hasta llegar a la orilla del lago donde creía que iba a encontrar el barco.

Mientras tanto, Pedro Alvarado había abierto el primero de los tres arcones de los cuales había tenido que dejar dos atrás. Cuando descubrió que contenía objetos mecánicos prodigiosos, elaborados artísticamente en plata y oro —aves que movían las alas arriba y abajo; tortugas que asentían con la cabeza y escupían agua; abejas que zumbaban— decidió subir aquel arcón a bordo, ya que no podía dejar aquella maravilla artística en tierra.

Una vez puesto aquel oro a buen recaudo, picado por la curiosidad abrió el segundo arcón y lo miró; la pena hizo que se le saltaran las lágrimas de los ojos, porque precisamente este arcón contenía los objetos más valiosos: vestidos pesados, hilados en oro adornados con piedras preciosas. Le asaltó el pensamiento de que también hubiera podido llevarse este oro en el barco si Mendoza hubiera venido solo y no con el necio de Pedro de Olio, y maquinó la forma de librarse de alguna manera de Pedro de Olio.

Entonces se percató de que Pedro de Olio sacaba pan y carne del bolsillo para calmar el hambre.

Alvarado extrajo de inmediato su lanza y bramó:

—¡Cómo os atrevéis a comer en viernes! ¡Que el diablo os lo bendiga!

Pedro de Olio lo miró sin dejar de masticar y se rió, porque no era viernes, sino lunes. Pero Alvarado le propinó tal golpe en la cabeza con la fusta de la lanza, que de Olio cayó de inmediato por la borda y el peso de su coraza lo arrastró directamente a lo hondo.

—¡Tú, enemigo de Dios y de los Santos, has sido la causa de tu propia perdición! —le iba gritando Alvarado mientras se hundía. La preocupación por el oro le había obcecado y enloquecido de tal manera que no sentía remordimiento alguno sino que realmente tenía por verdadero lo que afirmaba que había castigado como merecía a Pedro de Olio por haber pecado contra los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

Por fin acarreó el arcón con sus valiosos tejidos al barco, y de nuevo le picó la curiosidad por saber qué había en el tercer arcón. Éste contenía figuras de santos hechas en plata, custodias y crucifijos que el orfebre del Gran Rey había elaborado siguiendo los modelos españoles por encargo de Cortés. Alvarado, al ver que aquel último arcón estaba lleno de utensilios e imágenes tan sagradas asumió que debía ser la voluntad del Señor que el oro no cayera en manos de los infieles. Por eso tomó también el tercer arcón y decidió abandonar al duque de Mendoza en el palacio.

Cuando el duque llegó a la playa vio que el barco estaba ya a un tiro de piedra lago adentro.

—¡Eh! ¡Señor Alvarado! —gritó sorprendido.

—¡El viento ha soltado las amarras del barco y lo ha arrastrado lago adentro! —respondió Alvarado a gritos mientras manipulaba febrilmente el timón y las velas.

—¡Pues regresad y recogedme!

—¡No puedo! ¡No sé cómo maniobrar con las velas y el timón! ¡De lo contrario me honraría tener a vuesa merced de huésped!

—¡Señor Alvarado! ¡Sed razonable! —gritó el duque inquieto.

Alvarado no respondió, sino que daba manotazos en el aire como si quisiera espantar las palabras del duque como si fueran moscas que lo tuvieran rodeado.

Mendoza entendió de inmediato que él también había resultado engañado por el oro de Alvarado igual que él había engañado a los pobres heridos. Y aterrorizado le gritaba a Alvarado:

—¡Tened piedad! ¡Los indios están asaltando la casa!

—¡Matad cuantos podáis y así prestaréis un gran servicio a Cristo! —respondió Alvarado a gritos y el viento lo impulsó tan rápidamente que pronto dejó de oír las súplicas del duque.

Alvarado navegaba rumbo a su meta e imaginó entrecerrando los ojos como era su costumbre a Cortés y los españoles y los caballos aparejados esperando ansiosos la llegada del oro. Imaginó que lo recibía la armada con gran júbilo y que lo colmaban de honores y recompensas, porque había sabido traer hasta la última pepita de oro de la ciudad sin dejar un solo centavo atrás gracias a su astucia y a sus engaños, a su crueldad y a su dureza, y se alegraba de su fortuna riéndose bajito.

En el palacio del Gran Rey había un puente desmontable y portátil, una verdadera maravilla arquitectónica, que el Gran Rey había mandado construir para poder cruzar todos los ríos que quisiera desde cualquier punto del mismo cuando salía de cacería o de viaje.

Cortés había utilizado este puente para pasar el dique oriental que llevaba desde la ciudad isla de Tenochtitlán por encima del lago hasta tierra firme y que ahora habían destruido los indios rebeldes, habilitándolo de nuevo para el paso de caballos y de tropas. Toda la noche se había luchado por el poder de ese puente.

Cortés había levantado una barricada y una trinchera con barro y piedras a la entrada del dique donde estaba apostado el capitán Gonzalo de Sandoval con quince arcabuceros y otros españoles que aún no habían perdido del todo la esperanza.

Este grupo contuvo hasta la mañana siguiente, con disparos y a cuchilladas, el ataque de la multitud de indios que luchaban por apoderarse de aquel puente y del dique, arremetiendo con tal ímpetu y griterío que parecía que el cielo iba a desplomarse sobre sus cabezas.

Pero por el dique huían los despojos de la gran armada de Cortés para llegar a tierra firme.

Hacinados y en medio de una gran confusión corrían hacia el puente, sin orden ni concierto, los ballesteros, arcabuceros, carreteros, jinetes, mujeres y sirvientes, la mayoría heridos, andando con muletas y trapos ensangrentados cubriéndoles cabeza y manos, con los vestidos chorreando agua. Estaban tan extenuados y aterrorizados que corrían por ser los primeros en llegar al puente para salvar su vida ante los indios enloquecidos. Ninguno quería esperar por temor a ser abandonado en la orilla.

Cortés estaba sentado en un carro volcado al borde del dique con el lago a su espalda. Sumamente abatido contempló el miserable espectáculo en que se había convertido de la noche a la mañana su flamante armada. Recordó de pronto que él y aquella masa vociferante y quejumbrosa se encontraban en tierra extraña sitiados por los enemigos, sin alimentos para el día siguiente, sin pólvora ni artillería, porque todo lo habían perdido en su lastimosa retirada. Escondió el rostro con sus manos y el dolor y la ira hicieron mella en él, y oculta tras sus manos una lágrima corrió por su mejilla.

Pero súbitamente se levantó. Desde la retaguardia donde combatía Sandoval oyó que gritaban su nombre. Alguien se acercaba corriendo por el dique pertrechado con toda su coraza, blandiendo tan sólo su espada, y gritaba desde lejos llamando a Cortés, a quien reconoció a la luz de las antorchas; se detuvo y anunció entrecortadamente que Sandoval precisaba ayuda urgente porque no podía hacer frente por más tiempo a los indios, la mitad de sus hombres habían caído y Sandoval en persona había sufrido una grave herida en la cabeza.

Cortés comprendió que ya no le quedaba más tiempo para su tristeza y su dolor. Quería prestar rápidamente ayuda a Sandoval y llamó a gritos a Díaz y a Tapia, pero los dos yacían muertos. Ordenó a voces a un tropel de arcabuceros que corrían desesperados y enloquecidos de terror por el puente que se detuvieran, pero no le escucharon sino que siguieron corriendo. Entre los fugitivos identificó a su capitán de Neyra y lo agarró por el brazo. De Neyra, pálido y desencajado, se detuvo y miró fijamente a Cortés.

—¡Señor de Neyra! —exclamó Cortés furioso—. ¡Que el miedo no os haga perder la dignidad! Acompañadme hasta la barricada, aún tenemos que repartir algunos estoques.

Pero de Neyra se zafó de su mano y echó a correr con presteza como queriendo demostrar que en aquello era el primero. Cortés miró a su alrededor sin saber qué hacer para detener aquella huida, y en ese momento se le ocurrió una idea; se interpuso en el camino del tropel que huía y gritó:

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Los indios se han apoderado del oro!

Uno de esos hombres de nombre Francisco Montjaraz, intrépido y temerario, se detuvo y Cortés gritó:

—¡Dios tenga piedad! ¡Los indios se han lanzado sobre el equipaje y se han apoderado del oro!

—¡Dios tenga piedad! —gritó Montjaraz asustado, y un hombre, un segundo y un tercero se detuvieron y a su vez otro y otro y todos miraron a Cortés y Montjaraz dijo:

—¡Debemos recuperarlo, quien lo deje a los indios es un bellaco! —y siete u ocho individuos corrieron gritando:

—¡Hay que recuperar el oro! —y Cortés corrió con ellos hasta la barricada donde Sandoval aguardaba la ayuda; pero quiso la desgracia que en ese preciso instante arribara Pedro Alvarado con su barco.

Durante todo el viaje no había pensado en otra cosa que el momento en que llegaría con el oro. De inmediato saltó a tierra y dando gritos de júbilo dijo:

—¡Aquí! ¡Aquí tengo el oro!

Levantó un hatillo y lo lanzó al suelo para que se oyera el tintineo del oro a distancia y los hombres se detuvieron, se lanzaron sobre el barco y cargaron dando gritos de júbilo el oro recuperado en arcones, cajas y hatillos, y Cortés al darse la vuelta comprendió que su argucia había sido en vano y que sólo él corría a prestar ayuda a Sandoval.

En ese instante llegaron corriendo por el dique los hombres de Sandoval, que había muerto cayendo la barricada en poder de los indios.

—¡Rápido! —ordenó Alvarado—. ¡Cargad el oro a las espaldas y lleváoslo de aquí! —y dirigiéndose a Cortés dijo—: Aquí hay oro suficiente como para comprar dos o tres imperios. He arriesgado mi vida por él.

Cortés, que estaba en gran aprieto sabiendo que los indios podían llegar en cualquier momento al puente y apoderarse de él, le espetó furioso:

—¡El diablo es quien os lo ha ordenado, que él os lo agradezca!

Mientras tanto, Montjaraz y sus compañeros se habían echado a los hombros los hatillos y arcones y corrían para cruzar el puente antes de que llegaran los indios. Pero Cortés tenía otras intenciones, miró a Alvarado enojado y de malhumor y ordenó:

—¡Abajo con ese oro!

—¡Señor, no os preocupéis! —gritó Montjaraz agriamente—. Cada uno de nosotros puede cargar tranquilamente y sin problemas uno de esos hatillos.

—¡Ya tendréis suficientes cosas que cargar! —gritó Cortés—. ¡Abajo con ese oro, he dicho!

—¡Por todos los mártires! —maldijo Alvarado—. Señor Cortés, ¿acaso pretendéis que acarree yo solo el oro a mis espaldas?

A Cortés se le ocurrió de pronto la forma de detener la persecución de los indios y ganar tiempo para cruzar el puente. Si esparcía todo el oro por la calzada, los indios —así pensaba— se detendrían a recoger el oro y él ganaría tiempo. En seguida abrió un hatillo y lo volcó balanceándolo en todas las direcciones, de modo que el oro rodó por la calzada.

—¡El oro se queda aquí! —gritó.

Alvarado soltó un grito y clavó su mirada desencajado y lleno de pavor en Cortés, pero éste ya había abierto un arcón y lo estaba vaciando haciendo que los anillos de oro bailaran y saltaran por toda la calzada y de una patada volcó el barril del que salieron de inmediato fuentes de oro y plata que cayeron al agua.

Alvarado se tambaleó y se llevó las manos a las sienes, pero Cortés ya estaba abriendo otro arcón y esparcía su contenido haciendo que las imágenes sagradas de oro rodaran por la arena.

Alvarado no pudo más. Se fue encima de Cortés de un salto para detener aquella barbarie, porque creía que Cortés había perdido la razón debido al infortunio de aquella noche.

Pero Cortés soltó de inmediato el arcón, desenfundó su espada y atacó a Alvarado.

Alvarado perdió de golpe su valor, alzó aterrorizado las manos, se agachó y huyó. Se escondió detrás de un arcón, como si Cortés fuera un demente.

Desde allí espiaba las locuras que Cortés seguía emprendiendo. Y con horror tuvo que contemplar cómo Cortés vaciaba uno tras otro los hatillos sin olvidarse de ninguno, esparciendo y perdiendo para siempre todas aquellas maravillas.

Mientras tanto, las huestes españolas habían pasado el puente y llegado a la otra orilla. Cortés abandonó los arcones y cofres vacíos y cruzó el último el puente. Una vez en tierra firme dio la orden a sus carpinteros de que descolgaran el puente, porque los indios ya habían rellenado con tierra y escombros la trinchera que estaba ante la barricada y llegaban corriendo por encima del dique.

Uno de los carpinteros vio a Alvarado sentado entre los arcones vacíos y lo llamó a gritos para que cruzara sin demora. Pero Alvarado no respondió, sino que completamente desconcertado apoyaba la cabeza en los puños y quería quedarse con el oro.

El español volvió a llamarlo para que salvara su vida porque los indios estaban llegando. Pero Alvarado se negaba obstinada y tercamente a abandonar el sitio donde yacían esparcidos aquellos tesoros que él había rescatado de la ciudad con tanto esfuerzo y riesgo de su vida. No quería morir, pero le parecía que no tenía sentido seguir con Cortés y los españoles si el oro se quedaba atrás.

Miraba a todas partes sacando la cabeza por encima del arcón que lo ocultaba, y cuando se dio cuenta de que estaba solo empezó a recoger a cuatro patas todo el oro colocando los collares en un arcón, los anillos en otro, las grandes fuentes y los cuencos en otro y en el último colocó las imágenes de santos y los crucifijos. Realizaba su labor con tal frenesí que no se percató de lo que ocurría a sus espaldas y los indios cayeron de pronto sobre él con grandes alaridos.

Alvarado se incorporó indignado y arremetió enojado con su lanza contra los indios, porque no le dejaban tiempo de recoger y ordenar los tesoros desperdigados. En un abrir y cerrar de ojos alanceó y mató algunos indios y su furia le transmitía tal fuerza que los indios se asustaron y retiraron pensando en regresar en mayor número, porque no eran bastantes.

Alvarado soltó su lanza, recogió un traje tejido en oro adornado con carbuncos parcialmente hundido en el agua, lo torció, lo sacudió, alisó y lo dobló con mucho esmero mientras lo colocaba en un arcón; luego recogió un zapato de plata del suelo y buscó el compañero, y de pronto los indios se le echaron encima y esta vez en gran número.

Alvarado lograba librarse de sus ataques manteniéndolos a raya con su lanza, embistiéndolos incluso salvajemente matando a los que se acercaban demasiado. Pero dos indios consiguieron acercarse sin ser vistos por la espalda, se lanzaron encima de él con grandes gritos y trataron de atarlo con cuerdas, porque lo querían apresar vivo. Los demás se lanzaron al unísono, dos agarraron la lanza y Alvarado se vio abatido en tierra.

Al sentir que los indios lo tenían en su poder, lanzó una mirada hacia atrás buscando la ayuda de Cortés y de su armada.

Se dio cuenta de que el puente que atravesaba el dique ya no existía, y allá a lo lejos, a la luz del alba del nuevo día, vio huir precipitadamente a la armada española corriendo por la calzada, mientras se defendían de los ataques de los indios desde ambos lados del agua.

El asombro, sin embargo, le hizo proferir un grito, porque Alvarado creyó que soñaba al ver que los españoles portaban enormes fardos a la espalda, caminaban encorvados y muy cargados como si sacaran de la ciudad el tesoro del Gran Rey que yacía desperdigado en el suelo, y de pronto descubrió qué era aquello tan pesado que hacía resoplar a los españoles al caminar. Los hombres, dando golpes a diestro y siniestro mientras huían, portaban el puente, el mismo que habían desmontado convertido en vigas, palos, tablazones, pivotes, cuerdas, ganchos y clavos; todo eso llevaban a sus espaldas y hasta los caballos iban cargados; también los dolientes, los heridos, los tullidos, todos llevaban la misma carga y hasta Cortés en persona iba en cabeza sosteniendo en una mano la espada y dos pesados ganchos de cobre en la otra. Fue entonces cuando comprendió Alvarado que Cortés no huía en un arrebato de locura sino con mucho orden y concierto, pues a pesar de su desgracia tenía la misma confianza en la victoria final que al principio; el oro no estaba perdido, Cortés iba a volver por él, y por eso había dejado atrás sin mayor preocupación el oro, el equipaje, las armas e incluso hasta el pan para el día siguiente, porque cargaba con el puente que le iba a servir para volver a atacar y embestir la ciudad. Alvarado, al darse cuenta, sintió que le acuciaban el dolor y el arrepentimiento por haberse quedado con aquel montón de baratijas de oro, con las fuentes, las figurillas de animales y las campanillas de oro mientras los otros cargaban con el puente.

Este sentimiento le confirió tal fuerza que pudo levantarse de un salto y sacudirse a los indios que tenía encima. En cuanto estuvo de pie agarró su lanza, cortó las ligaduras de los pies y dando golpes a diestro y siniestro como un caballo encabritado hizo retroceder a los indios. Alvarado sujetó la lanza con ambas manos y la clavó en la tierra, y lanzando un grito se impulsó cruzando de un salto tremendo la brecha que le separaba de la calzada, antes de que los indios pudieran lanzarse de nuevo sobre él.

De pronto se vio con el agua al cuello, pero hacía pie y caminando llegó hasta la orilla y salió del agua. Oía gritar a los indios desde la otra orilla. Se sacudió el agua de sus ropas y se olvidó por completo del oro, pensando exclusivamente en cómo alcanzar rápidamente a Cortés. Pero no quiso presentarse con las manos vacías y miró en derredor.

Vio una viga en el suelo carcomida y medio podrida por la humedad. Pero Alvarado, que apenas unos minutos antes había poseído y guardado el tesoro de Moctezuma, se agachó muy alegre y se echó a los hombros aquella miserable viga. Tambaleándose y jadeando corrió por el dique tras la armada de Cortés, llevando aquella viga destrozada, que le robaba el aliento y oprimía la espalda, que no servía para nada, sucia y maloliente, completamente carcomida por los gusanos, y que sin embargo hubiera defendido con su vida, puesto que en su fantasía aquello era parte del puente que le permitiría entrar de nuevo junto a Cortés en la ciudad dorada de Tenochtitlán.