Pero ahora me toca relatar los sucesos de una noche en que el infierno abrió todas sus puertas.
Se la conoce por la Noche Triste. Y muchos de vosotros sabréis lo que aquella noche sobrevino a Cortés y al ejército español y por qué la llamamos la Noche Triste.
Pero lo que nadie sabe es que fue Grumbach quien desató aquella catástrofe sobre los españoles. Y que él, con una sola bala, satisfizo, de forma terrible y aniquiladora, sus deseos de venganza contra la armada española.
Y de esa bala, de esa primera de las tres balas del conde del Rin, voy a hablaros ahora, y de cómo se cumplió al mismo tiempo la espantosa maldición de García Navarro.
Los españoles, después de haber provocado la terrible masacre entre la nobleza india y haber apresado al Gran Rey Moctezuma, no se atrevieron a abandonar sus estancias en todo el día por temor a encontrarse de frente con la muchedumbre de indios enloquecidos que recorrían en gran número las calles y plazas de la ciudad, aullando y gritando.
Los indios nombraron rápidamente a dos jefes que sustituyeron al señor Moctezuma, a quienes ahora obedecían ciegamente: el príncipe Cuitlahua y Guatimotzin, que por pura casualidad no habían participado en el baile de la mezquita y se habían librado, por tanto, de la «gran olla podrida».
Mediante señales de fuego llamaron a alzarse en armas a todo el país, y a la mañana siguiente llegaron remando muchos de los indios que vivían al otro lado de la laguna. Un día más tarde entraron indios de otras ciudades y provincias que atestaron las plazas, calles y casas de la ciudad, y venían en tales multitudes, que fue motivo de asombro para los españoles.
El príncipe Guatimotzin era un joven adolescente, impetuoso y belicoso. Animaba a los indios a que construyeran trincheras y se fortificaran; además era impaciente y se mostraba firmemente decidido a encerrar a los españoles en sus estancias y combatirlos a conciencia. Por el contrario, el príncipe Cuitlahua, hombre mayor y reflexivo, hubiera parlamentado amigablemente con los españoles y no permitía que sus hombres iniciaran ningún ataque contra las estancias españolas; su preocupación y sus desvelos se centraban en que se horneara diariamente el pan que hacía falta para alimentar a todos los indios que habían llegado a la ciudad. Además nombraba nuevos funcionarios para que mediaran en las discrepancias entre los indios, y otros debían asignar sus aposentos a cada recién llegado.
El príncipe Guatimotzin tenía pocos amigos y seguidores; sin embargo, eran cada día más numerosos los que tomaban partido por Cuitlahua. Porque los indios que llegaban de las provincias a la ciudad no entendían de guerras. Eran bondadosos y estaban acostumbrados a vivir en paz y tranquilidad, dedicándose hasta la fecha tan sólo a sus oficios y comercio. Muchos de ellos venían por vez primera a la ciudad de Tenochtitlán y se habían traído a sus mujeres y niños. Pululaban por las calles vestidos con sus camisas largas de algodón con borlones blancos y rojos, admirando los palacios, los mercados, las fuentes ornamentales y los mausoleos. Otros montaban en las grandes canoas que surcaban el lago cubiertas con coloridos baldaquines, y se comportaban como si estuvieran realizando una visita de placer a la ciudad.
Los ciudadanos regresaron poco a poco a sus mercados y a subastar sus mercancías en las calles, de modo que pronto se recuperó el florido comercio de antaño y quien tenía piedras de cantería, maderos, cacharros de cerámica, conchas, fuentes o plumas de sobra iba al mercado y las subastaba, como si se hubieran olvidado de la guerra y de la venganza.
Pero era deseo de Dios que la sangre volviera a correr. Los acontecimientos tomaron tal curso que pronto volvieron a resurgir las batallas y la Noche Triste se abatió sobre los españoles.
Cortés, al ver que los indios aparentaban estar más pacíficos que antes, mandó llamar a Cuitlahua para decirle que el señor Moctezuma había trasladado su residencia a los aposentos de Cortés y que él procuraba servir en todo al Gran Rey para que no echara de menos las comodidades. Pero como el Gran Rey acostumbraba a ver sobre la mesa diariamente más de cuatrocientas fuentes con todo tipo de alimentos y platos para él y sus cortesanos, Cortés quería enviar a uno de sus oficiales al mercado y que él, Cuitlahua, determinara en persona el precio de trueque para la cantidad de alimentos que se requería.
Al príncipe Cuitlahua no se le escapaba que Cortés sólo buscaba la forma de conseguir harina y carne para él y para su armada. Sin embargo, por deferencia hacia la persona de Moctezuma concedió el permiso solicitado, muy a pesar del príncipe Guatimotzin. Porque él hubiera debilitado gustosamente por hambre a los españoles, por eso intimidaba a Cuitlahua con palabras de desprecio acusándolo de cobardía, y lo amenazaba diciendo que ya demostraría él a Cortés que Cuitlahua no era el primero sino el segundo en esta guerra.
Y en verdad, porque al día siguiente mandó atacar al capitán de Aguilar que volvía a caballo del mercado, derrotó a muchos de sus criados y consiguió arrebatarles las provisiones; pero de Aguilar escapó con vida aunque maltrecho y sucio.
Cortés, al enterarse, ordenó que desde las murallas de las estancias españolas se mandara llamar a personas principales para comunicarles que su Gran Rey quería hablar al príncipe Guatimotzin.
Poco después apareció en los alrededores del acuartelamiento español Cuitlahua rodeado de su cuerpo de guardia acompañado de muchos cortesanos. Cortés se acercó a uno de los balcones que sobresalían de la fortaleza del brazo del señor Moctezuma, ataviado al efecto con todo el lujo y la pompa de su rango de emperador, enjoyado hasta la saciedad de esmeraldas y otras piedras verdes. Cuitlahua y los demás, en cuanto vieron a su emperador con este atuendo, se tiraron al suelo y guardaron un respetuoso silencio aguardando sus palabras.
El Gran Rey empezó a hablar en un tono apagado e inaudible, y les decía a los indios sin mirarlos que le placía residir por algún tiempo en el acuartelamiento de los españoles y que lo hacía libremente por su gusto y que no estaba preso. Y diciéndolo levantó las manos y los pies para que los indios vieran que no llevaba cadenas.
Luego les apercibió para que cesaran en sus ataques a los españoles y para que rindieran tributo y sirvieran a Cortés en todo lo que demandare lo mismo que si fuera una orden emanada de los labios del Gran Rey. Porque él también había decidido servir en todo lo posible al rey español.
Los indios al oír estas palabras quedaron tan abatidos que no pudieron contestar. Pero finalmente Cuitlahua se levantó del suelo y dijo en voz baja que lo respetaban como su señor y que harían exactamente lo que ordenaba.
Cortés abandonó el balcón y regresó acto seguido con de Aguilar, malherido y maltrecho. Cortés se dirigió a Cuitlahua diciéndole que puesto que el príncipe había demostrado tal diligencia en servir al rey de España, debía dar un ejemplo. Señalando al herido dijo que eso era obra del príncipe Guatimotzin, que Cuitlahua debía traerlo de inmediato a su presencia para que ese rebelde recibiera de inmediato el castigo que merecía, y evitar de ese modo que continuara instigando revueltas.
Cuitlahua meditó un instante y poco después desprendió una figurilla de piedra que hacía las veces de sello de una pulsera. Se la entregó a uno de sus cortesanos con la orden de que el príncipe Guatimotzin se presentara sin tardanza ante Cortés para explicar el ataque.
Pero al poco regresó el enviado con un mensaje del príncipe Guatimotzin para Cortés: Que si todos los indios habían enloquecido por las ganas de paz, él aún estaba cuerdo. Que iría al acuartelamiento español, pero no para justificarse, sino que espada en mano liberaría a su Gran Señor Moctezuma de la servidumbre, y que mataría a Cortés, que había traído semejante oprobio a la ciudad.
Cortés, al escuchar ésta osadía, ordenó fríamente que se levantara en lo alto de la muralla una horca para Guatimotzin.
A continuación se dirigió a Cuitlahua y los demás indios diciendo que ya se vería quién era más fuerte si él o Guatimotzin. Que permanecieran tranquilos, que las cosas seguirían su curso, y que él sabría reconocer si eran realmente fieles vasallos de su Gran Rey. Y con estas palabras se retiró.
Luego reunió cincuenta arcabuceros y varios jinetes para que se pertrecharan con escalas, palancas y hachas, encomendando al duque de Mendoza la misión de atacar y arrasar de inmediato la casa de Guatimotzin.
Ese mismo día había regresado Grumbach a la ciudad.
Estaba en su aposento y dormía, fatigado por el calor y por la larga cabalgada.
Despertó bruscamente, porque creía haber oído en sueños el tronar de los arcabuces españoles.
Se incorporó de un salto y miró hacia afuera.
Pero los indios continuaban como siempre con sus faenas. Delante de la casa había un sastre indio que preparaba mantos de plumas de colores y tejidos, ofreciéndolos a quienes pasaban. A poca distancia había un carpintero terminando un remate de madera para un tejado, a su lado los pescadores tiraban de las redes del lago, los marineros transportaban en sus canoas baldes de agua, que llevaban de casa en casa, y otros indios se dedicaban a sus quehaceres diversos; Grumbach, a pesar de todo este trajín, oía el tronar de los arcabuces. Pero en su mente confusa por el sueño pensó que tal vez los truenos se debían a una tormenta que se acercaba a la ciudad. Y ebrio de sueño se fue tambaleando hasta su catre, se echó, cerró los ojos y en su imaginación creyó oír el ruido de la lluvia al caer.
Melchior Jäcklein irrumpió en la estancia y gritó:
—¡El Señor bendiga vuestro sueño! ¿Cómo podéis dormir con los disparos que se escuchan ahí afuera?
Grumbach se levantó de un salto. Mientras Jäcklein le informaba apresuradamente del peligro en que se encontraba Guatimotzin, y que los otros indios no estaban del lado del príncipe, él seguía viendo desde su casa al sastre indio corriendo detrás de los compadres para ofrecer sus mantos como si la ciudad disfrutara de una inmensa paz. La cólera hizo presa en él y sin más lanzó una tinaja de arcilla vacía al indio mientras los maldecía, diciendo: ¡la peste se lleve a estos estúpidos indios! ¡Hasta en el día del Juicio Final serán capaces de correr de un lado a otro buscando compradores para sus cachivaches!
Luego miró a Jäcklein y le ordenó:
—¡Corre a la casa del Gran Papa y ordénale que toque alarma en el gran tambor de los paganos! ¡Que de lo contrario iré yo mismo a por él!
Los indios tenían en su gran mezquita un tambor gigantesco, tres veces el tamaño de un nombre y realizado con piel humana. Los sacerdotes tocaban gran alarma cuando llegaban enemigos.
Jäcklein salió disparado; Grumbach, sin embargo, subió por la escalera hasta el tejado de la casa. Desde allí se asomó por la empalizada y buscó con la mirada la casa de Guatimotzin.
Al principio no pudo ver más que una nube de polvo y pólvora. De esta nube procedía el tronar de los arcabuces y las órdenes de mando de los capitanes españoles y el ruido de los golpes de las palancas y hachas; porque los españoles habían sitiado la casa de Guatimotzin y se disponían a destrozar las puertas a golpes de hacha. Los ojos de Grumbach se fueron acostumbrando a penetrar la polvareda de la nube y poco a poco fue distinguiendo el tumulto de los españoles e indios que combatían, y en el centro del alboroto reconoció al duque de Mendoza. En las azoteas de las casas vecinas se agolpaban infinidad de indios que no luchaban, en parte por obediencia al mandato de Moctezuma y en parte porque Guatimotzin había insultado y ofendido a Cuitlahua anteriormente. Contemplaban sin inmutarse la encarnizada batalla, comentado y charlando curiosos como si todo aquello sólo fuera un juego algo ruidoso de sus prestidigitadores y músicos.
Pero de repente Grumbach oyó a Jäcklein dando voces en la calle y lo vio saltar corriendo el dique de piedra que parecía que perdía los zapatos, porque lo perseguían varios indios armados con piedras y porras como perros de caza. Grumbach bajó precipitadamente escaleras abajo en el preciso instante en que Jäcklein atravesaba la puerta, caía al suelo y gritaba:
—¡Hidalgo, cerrad presto la puerta, a mis espaldas llueven piedras y palos!
Grumbach cerró la puerta y atravesó la viga.
—¿Qué demonios les has hecho a los indios para que te enseñen a bailar de ese modo?
Jäcklein quedó tumbado unos minutos en el suelo como un cerdo sobre el estiércol. Se abanicaba con la mano como si le faltara el aire mientras se frotaba la espalda y se incorporó lentamente. Luego respondió a Grumbach:
—¡Que se los lleve la tina, la sarna y la tuberculosis! ¡Necios y estúpidos!
Afuera se oían los gritos de los indios.
—¿Te han molido la espalda a golpes? Por todos los Santos, ¿qué les has dicho? —demandó Grumbach.
—Hidalgo, corrí donde el Papa indio, pero no querían tocar alarma sin la orden de Cuitlahua; entonces fui a su casa le grité e imprequé para que atacara a los españoles con sus indios. Pero él permaneció sentado con su verderón en la mano, acariciándolo y alimetándolo con migas de pan, mientras que allá Guatimotzin luchaba por su vida. Entonces volví a gritarle, pero tampoco me respondió. Entonces…
Jäcklein dio prudentemente un paso atrás y miró de refilón a Grumbach.
—Entonces pensé: «Si no ayuda por las buenas, entonces por las malas». Y le di un puñetazo con tal fuerza que cayó al suelo y tuve que correr hasta aquí. ¿He obrado mal, hidalgo?
—¡Por qué me habrá castigado el diablo con semejante estúpido! —vociferó Grumbach—. ¡Ahora los indios no nos dejarán salir de esta casa! ¿Cómo pretendes que ayudemos a Guatimotzin? Está visto que eres más bruto que un arado.
—¡Hidalgo! —se defendió Jäcklein—. Subamos al tejado. Desde allí no nos será difícil saltar a la casa vecina y luego a la calle.
Ambos fueron escaleras arriba. Pero en cuanto asomaron la cabeza les cayó encima una granizada de palos y piedras que los obligó a bajar rápidamente. Los indios habían ocupado las casas vecinas y estaban ansiosos de vengar el puñetazo que Jäcklein había propinado a Cuitlahua.
Grumbach, al comprender que no podría salir de su casa sin peligro de su vida, descendió por la escalera y fue a uno de los aposentos donde había un mirador salidizo de piedra.
En ese preciso instante los españoles habían logrado romper la pesada puerta de la casa de Guatimotzin con sus hachas y palancas. Grumbach vio cómo iban derribando, uno a uno, a los indios que defendían la entrada. Creyeron que habían vencido y empezaron a gritar victoria.
Pero Grumbach tomó el arcabuz de García Navarro en las manos.
El sol se ponía a esa hora. Melchior Jäcklein vio con los últimos rayos de luz del día que moría la horca sobre la muralla, acordándose de inmediato de Schellbock y de Thonges, y preso de ira gritó:
—¡Mirad allí a los pies de la horca está Pedro Carbonero, el verdugo! Hidalgo, dadme el arcabuz para hacerle un boquete en el cuerpo y que el sol alumbre a través de su barriga.
Pero Grumbach no respondió. En su mente no tenía otra idea de cómo destruir el poder español con sólo sus tres balas y salvar al príncipe Guatimotzin.
Mas Jäcklein ya había encontrado otra diana para su arcabuz. En medio del fragor de la batalla vislumbró al duque de Mendoza e instó a Grumbach.
—¡Allí está ese pavo vanidoso! ¡Dadme el arcabuz, que voy a estropearle su bonito vestido de seda!
Pero Grumbach no le prestaba atención, sino que sopesaba en silencio el arcabuz, pensando y cavilando cómo acabar con todos los españoles desde su mirador. Porque sabía que la guerra estaba perdida y que esta tierra quedaría para siempre en poder de los españoles si Guatimotzin caía en las manos de Cortés. Por eso empujó a Jäcklein cuando quiso agarrar el arcabuz y le lanzó una mirada hostil e iracunda.
Pero Melchior había perdido el juicio a causa de la impaciencia y de la cólera. Olvidó que era su hidalgo el que estaba de pie ante él. Agarró a Grumbach por los hombros y resopló:
—¿Vas a darme el arcabuz? ¡Necio, bellaco, ladrón! ¡Dámelo o te voy a romper los dientes uno a uno!
Pero Grumbach ya había distinguido por fin a quien buscaba. Se sacudió la mano de Jäcklein del hombro y gritó:
—¡Lo ves allí, es Cortés en la muralla! ¡Rápido, pólvora, mecha, fuego!
Grumbach se arrodilló, levantó el arcabuz y apuntó a Cortés.
—¡Disparad, hidalgo! ¡Dadle! ¡Matadlo! —gritaba Jäcklein a sus espaldas.
Mas en el preciso instante en que Grumbach iba a disparar, se alzó una tremenda algarabía en las filas de los españoles, porque los hombres del duque sacaban a Guatimotzin atado de manos de su casa y lo arrastraban al acuartelamiento español, donde estaba la horca.
El júbilo de los españoles era tal que hasta los indios le aplaudían desde las azoteas de sus casas, saludando a sus enemigos como si lo que habían visto no fuera sino un juego más de sus cómicos y saltimbanquis.
Grumbach se levantó abatido y silencioso. Comprendió que todo era vano e inútil y que ni la muerte de Cortés podría salvar de la horca al príncipe Guatimotzin. Desconcertado y confuso bajó el arcabuz y no disparó. La locura y el frenesí hicieron presa definitivamente de la mente de Jäcklein. Amenazó a Grumbach con los puños y gritaba lleno de odio y cólera:
—¡Te han comprado y pagado los españoles! ¡Bellaco! ¡Dispara o te mataré!
Grumbach estaba de pie en el mirador y respiraba con dificultad. Recorría con la mirada los cuarteles del enemigo y a la luz del atardecer vio a Cortés en la muralla, altivo y cruel con todos sus oficiales: Díaz, Tapia y Alvarado. A poca distancia estaba el rey Moctezuma con sus cortesanos, con semblante serio y triste, con sus galas reales, ataviado con su manto azul, los zapatos dorados y la diadema real ciñéndole la frente. La oscuridad de la noche quería cernirse sobre todo esto, y de pronto Grumbach tuvo una idea, tan terrible como el acto de Judas Iscariote, tan cruel que parecía maquinada por el cerebro enfermo de un perro rabioso, tan sanguinaria que se estremeció, pero terriblemente audaz. Temblando de impaciencia se dio la vuelta y dijo a Melchior Jäcklein.
—¡Melchior! ¡Deprisa! Toma el arcabuz y dame mecha.
Describió en el aire un círculo alrededor del cuartel español y balbuceó:
—¡Aniquilaré a los españoles con una sola bala!
Y con voz bronca añadió:
—¡A todos, Melchior, a todos!
Jäcklein recobró de inmediato la razón. Se arrodilló y levantó el arcabuz. Conteniendo el aliento clavó la mirada en los labios de Grumbach.
—¡Apunta! —dijo Grumbach en voz baja—. ¡Apunta al pecho de Moctezuma!
—¡Hidalgo! —exclamó Jäcklein asustado—. ¿Qué vais a hacer? Siempre ha sido bueno con nosotros.
—¡Apunta al pecho! —ordenó Grumbach.
—¡Hidalgo! ¡Tened piedad! No me pidáis que me convierta en el asesino del buen rey. ¡Le juramos fidelidad, vos y yo mismo!
—¡Apunta al pecho! —gritó Grumbach enfadado y amenazador.
—¡Hidalgo! —gimió Jäcklein—. Él os ha reconocido. Mirad, os saluda con la mano…
—¡Dispárale al pecho! —gritó Grumbach con una voz terrible.
Jäcklein obedeció y Grumbach prendió la mecha y se oyó el disparo.
El arcabuz de García Navarro escupió con gran estruendo su primera bala. Grumbach cerró los ojos y se tapó el rostro con el brazo.
Allá en lo alto de la muralla el rey Moctezuma se desplomaba en silencio en brazos de sus cortesanos.
En el mismo instante enmudeció el alboroto de los indios y de los españoles. Un estremecedor silencio se abatió sobre la ciudad de Tenochtitlán.
Pero cortando ese silencio se oyó la voz de Cortés:
—¡A los cuarteles!
Al mismo tiempo el duque de Mendoza dio la vuelta a su caballo y regresó como una centella al dique. Cuando hubo llegado al acuartelamiento español, se dio la vuelta y gritó:
—¡A los cuarteles!
Pero era demasiado tarde. De los españoles que iban detrás de él y que llevaban a Guatimotzin no quedaba uno solo con vida. Yacían por el suelo, aplastados, pisoteados, hechos papilla.
Porque todos los cientos de miles de indios que hasta ese instante atestaban ociosos las calles de la ciudad empezaron a avanzar en silencio.
Muchos de ellos no tenían armas. Pero con aquello que llevaban en las manos o que recogían del suelo apedreaban a los españoles. Unos con maderos, otros con guijarros y con calabazas huecas los demás. Incontenibles avanzaban sin orden ni concierto y allí donde las «cortanas» de los españoles abatían a veinte de ellos, otros cientos ocupaban su lugar. Atravesaban los canales a nado, llenaban las trincheras con sus cuerpos y entraron en los cuarteles españoles, en silencio, temibles e invencibles, guiados por un solo recuerdo, que su rey había caído muerto en lo alto de la muralla y que todos los españoles debían pagar su muerte.
Por encima de sus cabezas se oyó un trueno que vibraba en el aire con más fuerza que todas las «cortanas» españolas. Era el gran tambor sagrado, hecho con piel humana y que había permanecido cientos de años en silencio.
De todo ello no vio ni oyó nada Grumbach.
Estaba cabizbajo, se tapaba la cara con el brazo y veía todavía al rey Moctezuma sonreír y caer muerto.
Melchior Jäcklein lo sacudió por el brazo y le gritó secamente al oído:
—¡Hidalgo, venid!
Grumbach alzó la cabeza, dio un paso y se tambaleó. Las calles y casas de la ciudad de Tenochtitlán le daban vueltas. Estaba conmocionado por la fuerza de la tormenta que él mismo había provocado con su primera bala.
Pero Melchior Jäcklein lo agarró por el brazo y lo arrastró escaleras abajo. Y súbitamente se vieron envueltos en la avalancha silenciosa que asaltaba el cuartel español. Avanzaron en aquellas primeras horas nocturnas, obedeciendo a la interminable multitud, siendo tan sólo dos cuerpos más de aquellos cientos de miles que se lanzaban ciegamente y en silencio contra el fuego de las «cortanas» españolas.
Ninguno de los dos tuvo tiempo de recordar al fallecido García Navarro y ver cómo su maldición se había cumplido espantosamente con aquella primera bala.