Grumbach y Jäcklein cabalgaron hasta la noche, vieron a lo lejos un pueblo o aldea abandonado por los indios y fustigaron con brío el caballo para llegar antes de que cayera la noche. Cuando estaba a un tiro de piedra de las chozas, Grumbach paró en seco, saltó del caballo y dijo:
—Melchior, hay españoles en ese pueblo.
—¿Españoles? —inquirió Jäcklein—. No veo arder ninguna choza.
—¿Es que no lo ves? Allí hay una mula delante de la choza.
Había una mula blanca en la calzada mordisqueando los hierbajos y cardos que crecían en abundancia en el margen del camino.
—¡Melchior! —susurró Grumbach—. Esta vez los tenemos. Seguro que son los que transportan el oro. Hay que ir en seguida y vaciar las sacas de estos tipos.
—¡Maldita sea! —dijo Jäcklein—. ¿Es que no os dais por vencido? ¿Es que el duque aún os tira de la cuerda haciéndoos bailar como una marioneta por el oro?
Pero Grumbach no le escuchaba. La fiebre del oro se había adueñado de él, porque creía que por fin había caído el pez en la red. A galope enfiló hacia el pueblecito, mientras Jäcklein llevaba el arcabuz, lo mismo que un sacristán lleva la pila de agua bendita al capellán en domingo.
La mula blanca seguía sola entre las chozas y arrancaba tallos y cardos del borde del camino.
Grumbach miró a todas partes sin ver a un solo español; se impacientó y ora metía la cabeza por una puerta ora por una ventana o respiradero mientras gritaba:
—¡Eh, hola, salid!
Pero ningún español asomó la cabeza por muchos gritos que diera Grumbach.
—¡Hidalgo! —dijo Jäcklein—. Si seguís pensando en el oro vais a arder como un puñado de paja. ¡No doy un centavo por ese oro!
—¡Eh, hola, eh! —siguió gritando Grumbach iracundo—. ¡Responded! ¡Dad la cara! ¡Que la peste se os lleve!
Luego miró a Jäcklein y dijo:
—¡Se han escondido, no se mueven de su escondrijo, contienen la respiración para que no los pueda escuchar esos bellacos!
—¡Acaso debían tocar la corneta, la trompeta o armar jaleo cuando se supone que llevan un montón de oro! —se burló Jäcklein acercándose a la mula y mirándola por uno y otro lado, hasta que dijo:
—Hidalgo, se dice que los caballos de nuestro señor se parecen todos. Pero yo juraría que esta mula es la misma que la que el duque regaló a Dalila.
En ese momento Grumbach aferró el brazo de Jäcklein y dijo:
—¡Escucha! ¡He oído un grito!
Jäcklein aguzó el oído un instante, luego dijo:
—Oigo gemidos y quejidos —y de inmediato gritó—: ¡Cuidado! ¡Por allí se arrastra alguien en la oscuridad hacia vos! ¡Levántate, necio! ¡Ya te hemos visto! ¡Levántate o te moleré la espalda a golpes que ni en doce días podrás curar!
Grumbach para entonces también había visto al hombre, pero su vista era más aguda y dijo a Melchior Jäcklein:
—Melchior, no vas a conseguir que se levante por mucho que lo insultes. Debe estar borracho o gravemente herido.
Melchior Jäcklein se acercó corriendo hacia el hombre que yacía en el suelo y gemía. Pero a mitad de camino se paró en seco, miró a Grumbach, se llevó las manos a la cabeza y gritó:
—¡Dios Santo! ¡Hidalgo, venid presto! ¡Es Mathias!
—¿Quién? —gritó Grumbach corriendo hacia él—. ¿Quién es?
Delante de Grumbach yacía Mathias Hundt. Su guerrera estaba desgarrada, el pelo pegajoso en la frente. Estaba plenamente consciente pero no podía hablar, abría y cerraba la boca y tanteaba con las manos en busca de las rodillas de Grumbach.
—¡Mathias! —se lamentó Jäcklein—. ¿De dónde sales? ¿Qué ha ocurrido?
—¡Mathias! —dijo Grumbach secamente—. ¿Me reconoces? Soy yo, Grumbach.
Mathias alzó la cabeza, apoyó ambas manos en el suelo con intención de incorporarse, pero se desplomó de nuevo. Grumbach se arrodilló junto a él, le ayudó a que se incorporara un poco y dijo:
—¡Mathias! Soy yo, Grumbach. No tengas miedo. ¿Me puedes ver?
Pero Mathias Hundt volvió a desplomarse pesadamente.
—¡Hidalgo! —dijo Jäcklein—. Tiene un balazo en la espalda. Mirad, su guerrera tiene más sangre que el delantal de un carnicero.
Mathias miró fijamente a Grumbach, se metió lentamente la mano derecha bajo la camisa, abrió la boca, quiso decir algo, pero no pudo emitir una sola palabra.
—Mathias —dijo triste Jäcklein—, que toda su vida prefirió callar que hablar, y ahora que está a punto de morir, ahora de repente quiere hablar y se le ha olvidado.
Grumbach mientras tanto había agarrado al moribundo por la camisa y extrajo una carta anudada con cintas de cuero del tipo que los indios se envían unos a otros.
—Ha querido traernos un mensaje, pero los españoles le obsequiaron con esta bala. Leed, hidalgo, ¿qué dice esta carta? —preguntó Jäcklein.
Grumbach comenzó a leer la carta, bajó la mano y dijo:
—¡Melchior! ¡A partir de hoy Herodes y Judas Iscariote también forman parte del santoral!
—¡Pestes! —exclamó Jäcklein—. ¿Qué ha ocurrido, hidalgo? ¡Hablad pronto!
—Quinientos indios de la nobleza que bailaban en su catedral fueron atacados por los españoles con sus arcabuces y artillería. ¡Todos han muerto!
—¡Hidalgo! ¿Cómo ha permitido el Gran Rey semejante horror en su ciudad?
—Cortés ha encarcelado y puesto cadenas al Gran Señor.
—¿Puesto cadenas? —gritó Jäcklein—. ¡O rueda de la fortuna! Cuando uno de los duques o gobernantes del Gran Señor pedía audiencia, se acercaba arrastrándose por el suelo en sus harapos hasta su presencia. ¡Y Cortés ha encadenado al Gran Señor! ¿Os lo escribe el príncipe Cacama?
—No. Cacama ha muerto. Esta noticia me la envía el príncipe Cuitlahua.
—¿El del verderón? —preguntó Jäcklein.
—¡Sí! —dijo Grumbach—. Es el hermano del Gran Rey. El del verderón.
Uno de los príncipes de la Casa Real poseía un pajarillo de color amarillo y rojizo, al que apreciaba tanto que no salía a la calle sin llevar ese pajarillo en una rama florida. Por eso Jäcklein, que no podía recordar su nombre, lo llamaba «el del verderón».
Melchior Jäcklein mientras tanto se había levantado y miraba fijamente a Grumbach.
—¡Hidalgo, ved! Nuestro Mathias ha muerto. Ahora sólo quedamos cuatro en esta tierra.
—¡No! —dijo Grumbach en voz baja y triste—. ¡Sólo somos dos, Melchior!
—¡Hidalgo! —gritó Jäcklein—. Schellbock y Thonges…
Se contuvo. Grumbach inspiró larga y pesadamente y luego dijo:
—Ambos han muerto. Cortés los mandó ahorcar.
Jäcklein clavó su mirada en él sin poder articular palabra.
—No quisieron consentir impunemente la masacre de los españoles entre los indios. Imprecaron a Mendoza con graves insultos y Thonges le abofeteó. Él los llevó ante Cortés, que los hizo ahorcar.
—¿Eso pone la carta? —pregunto Jäcklein.
Grumbach asintió.
—¡Dejadme leer!
Grumbach le pasó las cintas de cuero anudadas. Jäcklein les daba vueltas con la mano mirando fijamente y dijo:
—No puedo leer, no lo aprendí.
Quedaron en silencio un instante con la mirada fija en el suelo. Luego Jäcklein, levantando el puño en un juramento, dijo:
—En aquel entonces Thonges, Schellbock y yo repartimos las tres balas acertadamente, la primera será para Cortés, la segunda para el duque y la tercera para el verdugo.
—¡Melchior! ¡Con estas tres balas voy a aniquilar a toda la armada española, y no quedará ninguno que pueda confesarse con un cura de regreso a su país!
—¿Cómo vais a hacerlo con estas tres balas? —preguntó Jäcklein.
—¡Lo voy a hacer con estas tres balas! —juró Grumbach—. ¡Con estas tres balas!
Pero ninguno se acordó en esos momentos de la maldición que García Navarro había proferido al morir.
Entretanto había caído la noche. Desde las montañas se veían las señales de fuego que convocaban a todo el reino a la lucha y a la venganza contra los españoles.
—¡Hidalgo! —dijo Jäcklein—. Ayudadme, debemos llevar a Mathias a la choza; mirad cómo los buitres abren sus picos cantándole a Mathias el requiescat.
Llevaron al muerto a una de las chozas y lo tumbaron en el suelo. Grumbach se derrumbó cansado en un rincón y apoyó la cabeza entre las manos.
—¡Cómo voy a dormir esta noche! ¡Yo tengo la culpa de esta desgracia! Seguro que los dos a los pies de la horca gritaron mi nombre pidiendo ayuda. Debí quedarme con ellos, los dos me aconsejaron bien.
—Lo hecho, hecho está, os dejasteis engañar y cegar por el duque, y de nada sirve que ahora entonemos a dúo el «ay-de-mí» —dijo Jäcklein.
—Schellbock —se lamentó Grumbach— me pidió hace unas semanas, cuando hizo tanto frío en las montañas, que le regalara los dos trozos de piel fina que llevo bajo el arnés para que se pudiera hacer unos guantes. Y yo le dije: «¡Estúpido, para qué necesitas tú guantes de piel de nutria, caliéntate las manos a soplidos si tienes frío!». Ahora, Melchior, con gusto le regalaría la piel, pero me parece que ya no la va a querer. Daría parte de mi alma eterna por devolverle la vida.
Jäcklein mientras tanto había inspeccionado la estancia y encontró dos jarras con el aguardiente indio que se llama «pulque». Trajo las jarras hasta el centro de la estancia y dos cuencos de madera diciendo:
—Hidalgo, ¿no podéis dormir? Entonces brindemos por nuestro camarada muerto. ¿Acaso no estuvimos más de una vez todos ebrios de vino, mientras aún se encontraban en este reino terrenal? ¿No apostamos a ver quién vaciaba antes un jarro tras otro, a pesar del enfado de alguno?
Llenó los cuencos con el vino indio, apuró el suyo, pasó el otro a Grumbach y dijo:
—Oficiemos una alegre Misa de Difuntos para nuestros camaradas muertos, sin incienso ni cantos santos ni benedictos de los curas.
Grumbach bebió lentamente el aguardiente, clavó la mirada en el techo y dijo:
—¡He oído decir, Melchior, que las cosas no son como eran en Alemania! ¡Los curas enseñan al hombre humilde cómo debería ser el servicio religioso y la auténtica doctrina de Dios!
Volvió a llenar su cuenco, lo apuró y empezó de nuevo:
—¿Podrás creer, Melchior, que hay un cura que predica que no deben existir las indulgencias ni la penitencia ni la peregrinación ni tampoco el poder mundano de la Iglesia? A fe mía, juro que me gustaría estar de vuelta en Alemania, en compañía de mis fieles camaradas muertos.
—No hace falta que juréis —dijo Jäcklein—. Yo os creo lo mismo.
—Me presentaría a ese honrado cura y le diría: «¿No me conocéis? Soy Grumbach, pero antes me llamaban conde del Rin. El Emperador me ha desterrado porque me repugnaba el gobierno mundano de los curas. Y si opinas como yo que las indulgencias y la confesión son una mascarada romana, cura, entonces sois un rebelde como yo y vamos por el mismo camino».
Los dos, Grumbach y Jäcklein, dieron largos tragos de vino. Jäcklein asentía encantado con la cabeza, Grumbach peleaba con sus puños en la nada y gritaba:
—¡Eres un rebelde como yo! ¿Vas a despreciar mis servicios? ¡Mira, no estoy solo!
Volvió a vaciar el cuenco, miró en derredor porque en su desbordada fantasía había llenado la choza con las sombras de los campesinos muertos. Grumbach apuntaba con los cuencos vacíos a un lugar impreciso del rincón a oscuras:
—¡Mira, cura! ¡Cura honrado! ¡Cura piadoso! Éste de aquí es Mathias Hundt. Mantenía la boca cerrada como otros sus bolsillos, pero era rápido y hábil. ¡Dos como él hubieran podido dar caza al diablo en campo abierto!
—¡Ahora estás muerto, Mathias! —se lamentaba Jäcklein con voz llorosa—. Cuántas cosas buenas y malas hemos pasado juntos.
Pero Grumbach se incorporó de un salto e iba de un lado a otro de la estancia, deteniéndose tan sólo cuando quería rellenar con vino el cuenco.
—¡Éste de aquí es Schellbock! —gritó—. Tiene una considerable barriga, pero podía saltar el más grande montón de estiércol. ¡Éste de aquí es Jakob Thonges, y quería tanto a los curas como un hurón o una comadreja a las gallinas gordas!
Jäcklein se sentía confuso y pesado por el vino, empezó a lloriquear a voces, pero Grumbach seguía dando grandes zancadas de un lado a otro imparable, haciendo desfilar por su nombre a los camaradas muertos:
—¡Dillkraut, Peter Dillkraut! ¡Sí, tú sal de ahí! Eres más peludo que un mono, pero das buenos golpes y trompadas, y si alguno recibe un golpe tuyo en la cabeza, ¡queda muerto para siempre en el suelo!
—¡Peter Dillkraut! —sollozó Melchior—. ¡Los españoles lo mataron de un tiro cuando se estaba subiendo los pantalones!
Grumbach no lo escuchaba, sino que se había vuelto a acercar a la jarra de vino, se limpiaba la boca con la mano, levantó su cuenco y gritó:
—¡Georg Knollbein! ¡Adelántate también! ¡Tenías la cara con más pliegues que las tripas de un cerdo, y la boca desdentada, sin embargo, quien se acercaba con malas intenciones a sus puños, ése no se podía enderezar en unos cuantos días!
—¡El bueno de Jörg Knollbein! —sollozó Jäcklein—. Los españoles lo acuchillaron en los montes de la isla Fernandina.
—¡Stephan Eberlein! —bramó Grumbach—. ¡Klaus Lienhard! ¿Estáis en vuestros puestos? ¡Cáspita! Tipos rudos y sucios, no me gustaba acercar mi nariz a su boca, pero era gente verdaderamente piadosa, honesta y decente…
Súbitamente se calló, miró al techo, se llevó la mano a la cabeza y empezó a gritar:
—¡Maldita sea! ¡El techo tiene goteras, la lluvia se cuela! ¡Dillkraut! ¡Qué se te lleven los demonios! ¿No te he dicho que arreglaras el tejado y pintaras las paredes?
—¡Hidalgo! —dijo Jäcklein mirando a Grumbach atónito—. ¿Qué rábanos gritáis a Dillkraut? ¡Está muerto!
Pero el vino hacía desvariar a Grumbach y ahora veía la choza llena con sus camaradas muertos.
—¡Eberlein! ¡Acércate! ¡Bebe conmigo o te voy a doblegar! ¿Cómo? ¿No quieres beber? ¿Es que el vino te resulta muy ácido? ¡Son cinco taler la media cuba! ¿Has probado alguno mejor en Pfinsingen? ¡Pues ahora bebe o lo van a pagar tus orejas!
—¡Hidalgo! —aulló Jäcklein—. Dejad en paz mis orejas. Yo no soy Eberlein; un capitán español lo mató de un tiro cuando Eberlein le deseó todo el estiércol de Pfinsingen de almuerzo.
Los vapores etílicos habían hecho desfilar el fantasma de otro campesino ante los ojos de Grumbach. Soltó las orejas de Jäcklein y empezó a reír:
—¡Ja, ja! ¡Balthasar Strigl! ¡También tú has venido! ¡Siéntate a mi lado! ¿No quieres? ¿No tienes tiempo? ¿Vaya, a dónde vas? Las botas abrillantadas, los pantalones perfectamente acordonados, el sombrero preciosamente adornado con plumas… ¿vas a la posada a atacar el asado de cerdo del posadero?
Melchior Jäcklein al oír que su señor nombraba a Balthasar Strigl sintió una gran cólera, porque a este campesino le había prestado antaño una camisa y una chaqueta azul nueva, pero no se las había devuelto. El vino se le había subido de tal forma a la cabeza que creía estar viendo al fallecido Balthasar con su chaqueta azul que lo miraba con malicia. Dio una patada al espectro, lo amenazó con el puño y rugió:
—¿Es que el demonio te ha vomitado y estás de vuelta? ¡Devuélveme mi chaqueta o te voy a poner los ojos azules de verdad! ¡Compañero, eres un ladronzuelo por los cuatro costados!
—¡Compañeros! —gritó Grumbach interrumpiendo—. ¡Acercaos! ¡No tengáis miedo! Sentaos a mi mesa. ¿Por qué vaciláis? Ya no me llamo conde, no soy el conde del Rin. Soy Grumbach, y ya no tengo poder ni sobre la tierra ni sobre la gente, nadie es ya mi vasallo. ¡Yo aro mis campos igual que vosotros, planto mis zanahorias, mi trigo, mi cebada y mis verduras igual que vosotros, y si este año cae granizo, tendré que venir a pediros comida este invierno o pasaré hambre!
—¡Knollbein! —gritó Jäcklein con una risa de borracho viendo en su locura la imagen de un campesino viejo y huraño con la boca desdentada—. ¡Knollbein! Has vuelto a conseguir un taler a duras penas, vas a enterrarlo en el establo. Jörg, ¡las cucarachas se han comido todo tu dinero, Jörg!
—¡Compañeros! —gritó Grumbach—. ¿Qué miráis con esa tonta expresión de asombro? Ya habéis bebido, ahora a divertirse y a bailar. ¡Thonges, saca tu violín! ¡Lienhard, toca tu gaita, yo tocaré el tambor! ¡Ahora saltad y levantad esas piernas al aire que vuelen las pajitas de vuestras botas!
Grumbach encontró un grueso garrote en un rincón de la estancia y empezó a dar golpes en la tinaja de barro que contenía el vino, como si tuviera un tambor entre las piernas.
Melchior Jäcklein daba vueltas como un trompo por las habitaciones y se apoyaba a la pared con las manos.
—Lienhard —decía riendo—. ¿Por qué me miras con esa cara de enfado y malhumor? ¿Es qué te han vuelto a meter heno o mierda de pájaro en la leche?
Grumbach golpeaba su tambor de arcilla con los ojos cerrados. Jäcklein levantó las piernas como para bailar, pero se cayó y quedó tumbado de bruces vociferando:
—¡Vaya cómo se rasca Dillkraut! ¡Compañero, te vuelven a mortificar los piojos! ¿Quieres un buen consejo? ¡Mételos todos en una cesta, tápalos y así te dejarán en paz! ¿Se han vuelto a burlar las mujeres de ti? Tienes más pelos que un mono. Sin embargo, mira a Schellbock, todas lo querrían de amante. ¡Schellbock! ¿De dónde sales, Schellbock? ¿Has vuelto a acostarte con Dalila? ¿Te calentaste las manos con el calor de sus senos?
Grumbach dejó bruscamente de tocar el tambor, volcó la tinaja de vino y fue tambaleándose hacia Jäcklein.
—¡Schellbock! —decía Jäcklein entre risillas—. ¡Cuernos! ¿Cómo has conseguido que Dalila se enamorara de tu gran barrigota? ¿Has vuelto a pasar la noche con ella? ¡Es verdad, una moza sabe mejor que un asado de ternero!
—¿Quién se ha acostado con Dalila? —repetía Grumbach mirando colérico en derredor—. Schellbock, ¿dónde estás para que pueda romperte los brazos y las piernas?
Pero la borrachera había hecho estragos en Jäcklein. Yacía de espaldas en el suelo, con las piernas estiradas y empezó a roncar.
—¡Schellbock! —aullaba Grumbach blandiendo su garrote—. ¡Da la cara, rayos y centellas!
Grumbach, preso de su loca fantasía, vio cómo los espectros de los campesinos muertos rodeaban a Schellbock para protegerlo.
—¡Dejad paso! —gritó Grumbach—. ¡Knollbein! ¡Quítate de mi camino! ¡Dillkraut! ¡Lárgate! Voy a darte una paliza de muerte. ¡Quitaos de en medio u os quitaré las pulgas y los piojos a garrotazos!
Grumbach levantó el garrote y empezó a sacudir las cabezas de los asustados campesinos que la borrachera formaba en su imaginación. Los fantasmas de los campesinos muertos salieron aullando dejando el camino libre. Y de pronto vio a Shellbock solo en la choza que lo miraba con sus ojillos astutos y maliciosos con cierto descaro.
Entonces Grumbach sin decir palabra levantó la porra con ambas manos y dio fuertemente a Schellbock en el cogote y volvió a golpearle sin piedad en la espalda, riñones, manos y en la cabeza.
Golpeó y golpeó sin parar hasta que el espejismo de Schellbock cayó muerto al suelo.
Luego se rió para sus adentros completamente satisfecho, anduvo tambaleándose hasta el centro de la estancia; allí dejó caer la porra, se agachó para recogerla, pero no la encontró. Quiso volver a incorporarse, se tambaleó y se desplomó pesadamente, sumiéndose en un profundo sueño.
Grumbach se despertó ya bien entrado el día.
Afuera esperaba Jäcklein con el caballo ensillado y abrevado.
—¡Hidalgo! —dijo—. Esta noche he soñado con mis compañeros muertos.
Grumbach se pasó la mano por la frente.
—A mí también me parece que he soñado con nuestros compañeros muertos, pero ya no recuerdo qué.
—Hidalgo, ¿es verdad que han muerto Thonges y Schellbock?
Grumbach extrajo la piel de nutria debajo de su coraza, la miró y remiró y la tiró al suelo.
—No se la quise regalar a Schellbock, pues aquí se queda, que la recoja quien quiera. —Y cabizbajo suspiró—: ¡Mi vida eterna daría yo por devolverle la vida! —ya no se acordaba de que en sueños había matado a Shellbock.
Jäcklein quiso montar a lomos de la mula, pero Grumbach le ordenó:
—Sube a la grupa de mi jamelgo, corre más deprisa.
—¿Y qué hacemos con la mula de Dalila? —preguntó Jäcklein.
—¡Que vaya donde encuentre un comedero! —dijo Grumbach fustigando la mula que salió corriendo. Luego cogió el arcabuz en la mano y blandiéndolo dijo:
—Melchior, juro que bien pronto habrá suficientes jamelgos españoles trotando libremente por todo el país, pero sin jinetes.