EL TRIBUTO

Desde la ciudad de Tenochtitlán a Veracruz se puede llegar por muchos caminos y sendas, pero todas estas veredas llevan al paso de Iztaplán que los españoles llaman actualmente «el paso de San Pedro».

Grumbach alcanzó este paso tras tres días de marcha y decidió descansar y esperar a que el padre Agustín llegara por el camino.

A escasa distancia de la orilla del lago, muy cerca del paso, había varias chozas de indios cada una de ellas con una empalizada de palisandro, porque a los indios de estos parajes les gustaba guerrear más que cualquier otra cosa. Todos ellos, magníficos guerreros, iban pertrechados con lanzas y arcos, y Grumbach eligió a seis u ocho para que le ayudaran a recuperar el oro de los españoles. Jäcklein, mientras tanto, consiguió que le dieran dos grandes peces que asó en una parrilla que se hizo con varillas de madera.

—¡Aquí estaremos sentados y esperando al infame cura hasta el día de nunca jamás! —dijo mientras deglutía su pescado—. Conozco mucho mejor al duque que vos; su mayor placer consiste en contar las más grandes mentiras del mundo. En Gante colocó una vez a mi primer señor el cuento de un pez que vive en la mar oceana y que a los marineros que se encuentra saluda graciosamente desde lejos con un pequeño sombrero que lleva en la cabeza. Hidalgo, cuando cruzábamos el mar, ¿nos encontramos con uno de tales peces que nos hiciera reverencias?

—¡Melchior! —dijo Grumbach—. ¿Acaso no hemos visto cangrejos que subían a los nogales para abrir las nueces con sus pinzas? ¿Los peces que nos acabamos de comer no llevaban una coraza como la de los caballeros alrededor del pecho? Hay muchos animales extraños en el Nuevo Mundo, así que ¿por qué no iba a existir un pez semejante cuya cabeza tuviera forma de sombrero?

—Hidalgo, la madre del duque era una mora pagana de Granada; de ella ha heredado esa lengua mentirosa —respondió Jäcklein—. Sabed que los moros no hacen otra cosa que pasarse el día en las plazuelas y contarse unos a otros mentiras y cuentos. Unos hablan de ciudades hechas de esmeraldas y diamantes, otros que el perrito que corre por la callejuela es un príncipe o rey encantado y a todo porteador y asnero se le han aparecido de noche tantos espíritus, fantasmas y demonios que uno no acabaría jamás de contarlos. ¡Ése es el alma mentirosa que Mendoza ha conservado a pesar de su bautismo cristiano! ¡Vos, sin embargo, os habéis dejado engañar miserablemente y ridiculizar por él, hidalgo!

—¡Déjame en paz de una vez, necio! —le espetó Grumbach encolerizado—. No he creído tan sólo sus palabras. La noche anterior al pasar ante la tienda del padre Agustín vi que los indios cargaban muchos víveres en un carro: pescado, pan, tocino y agua. Además hablaban entre sí algo acerca de un largo viaje; ¡pero eso no lo oíste, estúpido, porque los indios hablaban en su lengua, de la cual seguís sin entender una sola palabra!

—¿Cómo queréis que entienda una sola palabra del galimatías de su lengua india, si apenas llevo dos años viviendo con ellos? ¡Pero Ruprecht Schellbock, ése si que es listo! ¡Conversa con los indios en su idioma y hace más doctos y más largos discursos que vos, hidalgo!

—¡Sí, claro, Schellbock! —dijo Grumbach—. Ése sabe cómo decir en lengua india: pan, verduras, zanahorias, pescado, carne, vino y maíz y con eso se pasa el día mortificando a los indios.

Melchior no respondió sino que buscó para él y su señor un lugar entre los matorrales donde pudieran tenderse y dormir.

Cuando Grumbach se despertó a la mañana siguiente, encontró a Jäcklein que le miraba desconcertado rascándose detrás de la oreja y le decía:

—Hidalgo, esos tipos que habíais elegido ayer han puesto pies en polvorosa y se han llevado a los demás. ¡Quiero decir que han huido de vos, sus chozas están vacías!

—¿Estás hablando en sueños o es que te has vuelto loco? —le gritó Grumbach—. ¿Por qué iban a huir los indios de mí?

—¿No me creéis? Pues id y mirad vos mismo. Todos esos indios son algo extraños y caprichosos, ¡tienen una madeja enredada de hilo en vez de cerebro! —¡Rápido, sube al árbol! —ordenó Grumbach—. A ver si todavía alcanzas a ver a alguno de ellos.

Melchior hizo lo que se le ordenaba. De inmediato gritó desde lo alto:

—¡Hidalgo! ¡Los veo en una nube de polvo como a un cuarto de milla o a media milla de aquí!

Grumbach subió de inmediato al árbol. No bien hubo llegado a lo alto, volvió a bajar gritando:

—¡Ésos no son indios! He visto carros de bueyes y jinetes. —Y rápidamente bajó a ensillar su caballo y darle de beber mientras gritaba—: ¡Baja! Ése no puede ser sino el cura que lleva el oro para el rey español. Vaya, bribón, ¡cómo me has aturdido con tus comentarios diciéndome que el duque me había engañado! ¡Pues ahora ves cómo tenía razón!

Mientras montaba su caballo reía para sus adentros: «¡Ni tres ochavos de ese oro van a llegar a manos del Emperador! ¡Si quieres oro, Carlos, tendrás que seguir yendo de rodillas y pedírselo a Fugger en Augsburgo!».

Con gran alegría hablaba a Melchior Jäcklein mientras cabalgaban, diciendo:

—¡Creías que sabías más que yo, que hasta oyes toser las liebres en el monte!

Melchior trotaba tras él con el arcabuz, avergonzado y muy confuso, porque ahora hasta él creía reconocer en la distancia tres carros de bueyes y hasta el hábito de la orden de los dominicos del padre Agustín, un abrigo negro sobre una camisola blanca.

—¡Hidalgo! ¡Controlaos y moderad vuestra lengua! —dijo cuando estuvieron a mil pasos de distancia de los españoles—. Son cinco, sin contar al cura, y van muy bien armados.

Entretanto los españoles ya habían divisado a Grumbach y a su criado, pararon y aguardaron a que se acercaran. Pero se habían detenido precisamente en el lugar en que la senda está a veinte pasos del borde del acantilado en cuyas profundidades existe una pequeña charca a la que los indios llaman «Iztaplán», que quiere decir «lago negro» en su idioma.

Los carreteros mostraron gran sorpresa al reconocer a Grumbach. El padre Agustín le saludó diciendo:

—¡Merced y favor de Cristo nuestro Salvador! —pero de inmediato preguntó a qué se debía que Grumbach los estuviera esperando. Porque antes de abandonar el campamento había visto a Grumbach en compañía de Cortés y de otros oficiales.

—He venido a vuestro encuentro, quiero liberaros de vuestra pesada carga —dijo Grumbach brevemente señalando el carro. Al hacerlo sopesó el arcabuz con las manos, pensando que al hacerlo los españoles iban a defenderse duramente.

Pero vio que los españoles saltaban de alegría en sus monturas y se acercaban corriendo a él y estrechaban su mano y la de su criado. Pero el que más contento estaba era el padre Agustín, y poco le faltó para levantarse el hábito y empezar a bailar.

—¡Dios os lo pague! —exclamó—. ¡Ni los judíos en sus cuarenta años de marcha habrán sudado tanto como yo en estos tres días!

Grumbach estaba sorprendido de que le cedieran con tanta alegría el carro cargado con el oro del Gran Rey, porque se había hecho a la idea de una encarnizada batalla y lucha. Pero mientras aún cavilaba sobre el asunto, uno de los carreteros dijo:

—¡Pero cómo vais a realizar los dos solos tamaño trabajo! ¡Si nosotros seis hemos tenido dificultades suficientes para arrastrar los pesados carros entre los cañaverales desde que nos abandonaron los indios!

—¿Cómo? —gritó Jäcklein—. ¿También a vosotros os han abandonado los indios?

—Anoche, cuando vieron las señales de fuego en las montañas; no hubo forma de contenerlos y todos huyeron.

—¿Habéis visto hogueras en las montañas? —preguntó Jäcklein asombrado—. A fe mía que yo no he visto ninguna.

—¡Porque hemos dormido entre los matorrales! —respondió Grumbach, y dirigiéndose al padre Agustín preguntó—: ¿De qué forma y qué figura tenían las hogueras de las montañas? ¿Eran como serpientes, como bolitas o como plumas de pavo? ¿Ardieron durante una hora, dos o toda la noche?

—Eran parecidas a ruedas de fuego, ardieron toda la noche —respondió el fraile.

—¿Ruedas de fuego? —gritó Grumbach—. ¿Os habéis fijado bien?

—Eran dos ruedas de fuego en cada montaña o peñasco, y entre ambas se agitaba una lanza alargada llameante, que señalaba al oeste.

—¡Por el cuerpo de Cristo! —dijo Grumbach a Jäcklein—. Qué estará pasando en la ciudad de Tenochtitlán para que ardan esas señales en las montañas.

Ambos se miraron en silencio un instante. Luego Grumbach saltó del caballo y llamó a Jäcklein:

—Melchior, manos a la obra, ¡no hay tiempo que perder!

Arrebató a uno de los carreteros las riendas del tiro de bueyes y con el látigo en la mano los condujo hasta el borde del precipicio y Jäcklein detrás de él hizo lo propio con los otros dos carros.

—¿Adonde lleváis los carros? —gritaron los españoles corriendo tras él—. ¿Qué vais a hacer?

—¡Vamos a tirarlos a lo más profundo, al agua! —rió Grumbach—. ¡Abajo con ellos!

—¿No estáis en vuestros cabales? —se lamentó el fraile—. ¿Qué terrible demonio se ha apoderado de vos?

Pero Grumbach no se inmutó ante el griterío del fraile, había desatado los bueyes de sus arneses y empujado el carro él solo valiéndose de sus brazos hasta el borde mismo del precipicio. Tomó aliento, sacó el arcabuz y amenazó a los carreteros que vociferaban diciéndoles:

—¡Voy a tirar los carros al precipicio! ¡Si alguno de vosotros se opone sentirá el humo de la pólvora tan cerca de su cara que ya no podrá decir ni «ay ni amén»!

Y empujó con todo su cuerpo el carro para tirarlo abajo.

De repente una de las lonas que cubría el carro se levantó y surgió un rostro barbudo, y luego un segundo y un tercero, y uno de esos individuos aulló:

—¿Pero cómo? ¿Es que además de toda nuestra desgracia queréis ahogarnos? ¡Pues sea, id vosotros al infierno!

En los tres carros se levantaron de pronto las lonas y como conejos que salieran de sus madrigueras empezaron a surgir individuos según iban enterándose de que les querían ahogar. Grumbach lanzó asombrado una mirada al interior, pero de pronto creyó comprenderlo todo, empezó a reír incontenible y exclamó:

—Tres, seis, ocho, diez… ¡por los clavos de Cristo! ¡Con qué argucias tan refinadas ha hecho guardar el duque el oro! ¡De pronto os habéis despertado, parásitos, y no queréis saltar al agua con el oro!

Súbitamente dejó de reír y gritó a los individuos como si en lugar de diez fueran dos:

—¡Fuera de ahí, y rápido, o bailaréis en el agua igual que el oro!

—¡Dios mío! —exclamó uno de los españoles—. ¿De qué oro estáis hablando? ¡Que me ahorquen si encontráis un solo centavo de cobre en la paja!

—¿Es que lo vais a negar? —bramó Grumbach—. ¿Vais a negar que transportáis el tesoro del Gran Rey, oro, plata, piedras preciosas y otras maravillas valiosas y únicas?

El español lo miró boquiabierto, pero luego rompió a reír estrepitosamente sin poder parar, saltó del carro y gritó:

—¡Sí, eso es! ¡Maravillas que nadie ha poseído antes! ¡Rarezas que ningún mortal ha visto antes! ¡Tesoros por los que el mundo entero nos envidiará! ¡Carbuncos azules! ¡Rojos rubíes! ¡Joyas y alhajas que me corroen la carne y los huesos!

Y aullando se levantó la camisa y enseñó las piernas y el cuerpo, que horripilaba verlo plagado de costras, bubas y úlceras por detrás y por delante.

Grumbach retrocedió, miró a uno y luego a otro, y mirando al padre Agustín dijo:

—¿Entonces no lleváis el oro del Gran Rey a Veracruz?

—No sé de qué oro me habláis —respondió el fraile—. Estos enfermos se han contagiado de la peste india y Cortés me ha pedido que los embarque para España, para que puedan curarse en un hospital.

—¡Yo estaría mejor enterrado! —gimió uno de los apestados—. Para mí ya no hay más cura que una palada de tierra.

Grumbach se dio lentamente la vuelta y caminó cabizbajo hacia su caballo. «¡Me han engañado!», dijo, y añadió: «Ahora debo regresar a la ciudad para tener unas palabras con Mendoza».

—¿No podríais llevar antes a esta pobre gente a Veracruz, por caridad? —preguntó el padre Agustín.

—¡Cura! —gritó Grumbach enfadado—. Sabed que no espero un minuto más. Me han engañado. Habría apostado mi vida y mi alma a que llevabais en el carro el tesoro del Gran Rey que Cortés quería llevar como presente al Emperador Carlos… ¡Me habría gustado estropearle la fiesta! ¡Ahora seguid vuestro camino y que Dios os guarde, yo he de volver!

Llamando a Jäcklein dijo:

—¡Melchior, engancha de nuevo esos bueyes a los carros para que el Emperador no tenga que esperar por más tiempo su tributo! Está ansioso por ver los tesoros del Nuevo Mundo, ¡pues sea!, esta plaga es el auténtico y justo presente que el Nuevo Mundo debe a España por la desgracia que Cortés ha provocado.

Y diciéndolo subió al caballo y esperó a que Jäcklein se subiera a la grupa. El padre le gritaba a la espalda: «¿Conocéis de veras esta terrible peste? ¡Yo no he visto cosa igual en todo el mundo!».

Entonces Jäcklein se dio la vuelta desde el caballo y gritó:

—¡Yo sí la conozco! ¡En actos lujuriosos la habéis cogido, en actos lujuriosos la transmitiréis y si queréis darle un nombre llamadla: «la peste de Venus»!