LA MALDICIÓN

García Navarro había estado durmiendo entre la paja. De allí lo había sacado a rastras Pedro Carbonero; le había atado las manos y ahora lo llevaba caminando hacia adelante a empujones y empellones mientras gritaba:

—¡Estúpido necio! ¡Por fin te tengo en mi poder!

García Navarro no sabía qué había ocurrido. Iba tambaleándose medio dormido y se restregaba los ojos con las manos atadas. Se había echado el abrigo sobre la cabeza para protegerse de la fuerte lluvia. Llevaba prendidas pajitas entre su pelo y sus ropas.

—¡García! —dijo secamente Alvarado—. Despídete de tu oro, te vamos a colgar.

García Navarro clavó los ojos lleno de espanto en Alvarado, se metió las manos en el bolsillo del pantalón y sacó la bolsa con los veinte ducados tendiéndoselos a Alvarado, porque creía que se trataba de un asunto de dinero.

—Teñíos —dijo— y déjame. No he hecho nada que merezca la horca.

—¿Dónde está tu arcabuz? —preguntó Alvarado.

—¡Vaya, señor! —se lamentó García Navarro—. Lo he perdido en el juego.

—¡Entonces tú mismo te has condenado! —le espetó Alvarado—. A causa de tu atrevimiento vas a morir ahorcado en este día. ¡Voy a enseñarte a ganar oro con el arcabuz de tu rey!

—¡Señor! —gimoteó García Navarro—. No fue atrevimiento ni petulancia. ¿Vais a entregarme a las garras infernales de éste?

—¡Lo has hecho porque eres un bribón! —gritó el verdugo, agarrándole por el cuello—. ¡Y ahora basta de tanta chachara, la horca se impacienta!

—¡Tened merced, señor! —gimió García Navarro—. Os lo pido por lo más sagrado.

—¡Pamplinas! —gritó el verdugo temiendo que Alvarado le dejara escapar—. ¡Vas a morir colgado y te voy a balancear con tal fuerza en la horca que tu alma saldrá alegre de tu cuerpo!

Alvarado señaló a Grumbach.

—Aquel de allí puede apiadarse de ti. Si consigues que te devuelva el arcabuz eres libre, palabra de honor.

García Navarro se dio la vuelta y vio a los alemanes que la noche anterior le habían ganado el arcabuz. Eso le puso contento, porque pensó que había logrado escapar de la lazada de cáñamo que el verdugo le estaba preparando. Creía que no sería muy difícil recuperar el arcabuz de manos de aquellos alemanes simplones.

Así que fue hacia Schellbock y le amonestó con gesto enfadado y de mal humor:

—¿A qué viene tanta chachara? ¿No has oído que el diablo me quiere ahorcar a causa del arcabuz?

—¡Qué mala nueva! —dijo Schellbock rascándose detrás de la oreja—. ¡A fe mía que el cáñamo es la más áspera de todas las hierbas!

—¡Pues devuélveme de inmediato el arcabuz! —ordenó García Navarro—. ¡Me estáis haciendo perder el tiempo, moveos!

—¿El arcabuz? —dijo Schellbock—. ¡No, hermano! Es mío. Lo gané honestamente en el juego. ¿O es que no te acuerdas que sacamos un «once»?

García Navarro, al oír que los alemanes tenían la firme decisión de conservar el arcabuz, abandonó de golpe su actitud de enfado y de desafío y clamó quejumbroso lleno de espanto:

—¿Es que no me lo vais a devolver? ¿Es que no lo veis?: ¡El verdugo viene a por mí!

—Mal negocio tener que compartir la cebada con el verdugo —dijo Schellbock encogiéndose de hombros—. ¡Siempre desea que la cabeza de uno esté en el trillo! Ya nada te puede salvar, has perdido.

—¿Es así como respetáis la palabra de Dios? —chilló García Navarro desesperado—. ¿Es que no habéis leído jamás los Evangelios? ¿Qué sois, cristianos o paganos?

Thonges se encolerizó al oír que García Navarro lo insultaba llamándolo pagano, se abrió paso y apoyando las manos en las rodillas gritó:

—¿En qué Evangelio dice que debemos devolverte el arcabuz? ¿Acaso lo escribió Paulus a los Éfesos o a los Corintios? ¡Púdrete! Me sé el Evangelio mejor que tú y no dice que no merezcas la horca.

Schellbock mientras tanto había estado cavilando con qué astucia tranquilizar a García Navarro. Se le ocurrió un buen consejo que se apresuró a comunicar:

—Como no puede ser de otra manera —dijo él—, te aconsejo lo siguiente: Ten coraje y deja que te ahorquen.

—¿Estás listo? —gritó en el mismo instante Pedro Carbonero desde la escala que había apoyado a un grueso árbol—. ¡Entonces tú y yo, compañero, vamos a dar un paseíto juntos!

García Navarro al oír las crueles palabras del verdugo desde la escala, le fallaron las rodillas de terror y miró desesperado en derredor para ver a dónde podría escapar. De pronto descubrió el arcabuz por el que iba a morir en las manos de Grumbach y de inmediato recuperó la esperanza, se acercó, hizo una reverencia y dijo:

—Dios me ha ayudado a encontrar de nuevo el arcabuz. Me lo vais a entregar, ¿de qué os sirve?

Pero Grumbach sacudió la cabeza.

—No os puedo dar el arcabuz. No es mío, pertenece al rey de este país, el Señor Moctezuma a quien sirvo.

—¿Y por ese pagano seréis capaz de entregarme a la horca?

—Que Dios me perdone —dijo Grumbach—. Él nos dio pan, tierras y aparejos cuando naufragamos en sus costas. ¡No puedo hacer otra cosa!

—Entonces es que queréis ser cómplice de Lucifer y ayudarle a cumplir su venganza en mi contra.

—¿Quiere el diablo vengarse de ti? ¿Es que lo has engañado o estafado? —preguntó Grumbach curioso.

—Escuchadme, hidalgo —rogó García Navarro y empezó a contar a toda prisa lo siguiente—: Hidalgo, vais a saberlo todo. En mi pueblo hay una capilla, dentro hay una campana que repica llamando a misa a los feligreses. Una noche el diablo quiso robar el badajo para que la gente se perdiera la misa. Yo paso por la capilla, oigo al diablo dando brincos alrededor de la campana, refunfuñando y resoplando. Dibujé una cruz debajo de la campana para que no pudiera escapar. Salgo corriendo y llamo a los vecinos. Y toda la noche hasta bien entrada la mañana hacemos sonar y balancearse la campana con tanta fuerza que el diablo se descalabró todos los huesos, y hoy todavía cojea. Por eso quiere conducirme a la horca.

—¿La venganza del demonio es siempre tan cruel? —se le escapó a Grumbach.

—¡Hoy serás tu el badajo! —gritó el verdugo desde la escala balanceando la soga—. ¡Pero en una campana de cáñamo!

—¿Lo oís? —clamó García—. Por el amor de Dios, devolvedme el arcabuz.

Pero Grumbach siguió firme. Si con anterioridad había defendido el arcabuz frente al poder de Cortés ahora lo defendía contra la compasión que quería apoderarse de él con los ruegos y lamentos de García Navarro.

—¡Que Dios me perdone! —dijo—. Estáis rogando en vano. No puedo hacer lo que me pedís.

Para entonces Pedro Carbonero ya había acabado la horca. Saltó de la escala y agarró a García Navarro por el brazo diciendo:

—Ven conmigo. ¡Voy a impregnar ese cuello con incienso de cuerda!

Pero García Navarro se soltó y corrió hacia Dalila suplicando:

—Niña, pídele a tu amado que me dé el arcabuz, por Dios y por todos los santos, ¡si no, moriré, ya lo ves!

Pero Dalila no entendía nada de Cristo y de todos los Santos. Había encontrado una cinta de cuero llena de cascabeles de plata atada al cuello de su mula. Los hacía sonar y se alegraba con su tintineo.

Pedro Carbonero agarró a García Navarro, lo empujó hacia la horca, lo arrastró escala arriba y tomó el lazo en las manos.

Éste miró de nuevo a Grumbach y gritó:

—¡Tened piedad y devolvedme mi arcabuz! ¡Ya veis que voy a morir!

Pero Grumbach permaneció en silencio.

Entonces García Navarro cesó repentinamente en sus lamentos y súplicas. Se enderezó, apretó los puños y preso de ira soltó una maldición tan horrible que todos los que estaban debajo del patíbulo quedaron espantados.

—¡Entonces idos al infierno! —le gritó a Grumbach—. ¡Y llevad con vos la maldición de Dios que os llenará de inquietud y desasosiego! Que la primera bala alcance a vuestro rey pagano; que la segunda a vuestra mujerzuela infernal y que la tercera…

Pero el verdugo ya le había colocado el lazo al cuello y lo había empujado de la escala.

Mas García Navarro se resistía a morir antes de terminar su terrible maldición. Se sujetó el cuello con las dos manos para intentar sacar la cabeza del lazo. Abría la boca, farfullaba algo con los labios esforzándose inútilmente en gritar una palabra que tenía en la punta de la lengua. Los ojos se le saltaban de las cuencas y clavaban su odio en Grumbach. Pero Grumbach, preso de una repentina arrogancia, se acercó a la horca, miró hacia arriba y gritó:

—¿Es qué no me vas a dedicar tu tercera bala? ¿Por qué callas de pronto?

Todos los que estaban bajo la horca se estremecieron de horror y retrocedieron.

Porque entre silbos y estertores aquella garganta había dicho:

—¡Y la… tercera… a… ti!