EL ARCABUZ

A mediodía los españoles habían deshecho sus tiendas. En los carros amontonaban en grandes hatillos atados con cuerdas las lonas, cordelería y pinzas de hierro. Los animales de carga y los asnos estaban dispuestos en largas filas y detrás de cada animal estaba preparada la carga que debía llevar a su lomo. La artillería, morteros, culebrinas, «passevolantes» y «cortanas» ya estaban sujetos a los bueyes, pero tan sólo un «passevolante» y un pequeño mortero al que los españoles llamaban «el sacristán» y «el perro del sacristán» estaban cargados de pólvora; con ellos iban a dar la señal de partida acallando el relincho de los caballos y la algarabía de las mulas, infundiendo, eso sí, temor, devoción y sumisión en los indios de la ciudad de Tenochtitlán.

Cortés se había dirigido a una pequeña colina no muy lejos del campamento junto con sus oficiales, y escuchaba a de Leone que le explicaba las características de la ciudad de Tenochtitlán, su ordenamiento y su gobernación.

El día había amanecido gris y lluvioso; las nubes de lluvia oscurecían el cielo, pero sin embargo se podían distinguir con toda nitidez las plazas y calles de la ciudad india. Se veía el mercado de los artesanos repleto de una multitud de tiendas azules, gris plata y blancas en las que los tejedores, urdidores, anudadores, curtidores y torneros realizaban sus oficios. En esta plaza confluían dos callejuelas: una era la calle de los cazadores, en la que se subastaban codornices, colibrís y grullas, y la otra era la de los jardineros, donde se podían adquirir flores, frutas, miel, cebollas, ajos y berros. A poca distancia de estas dos calles discurría la de los alfareros, a donde había que acudir si se quería cacharros de arcilla, jarros, macetas y azulejos esmaltados y bellamente ornamentados, y a la izquierda del mercado, de Leone afirmaba reconocer perfectamente la calle de los cocineros, pretendiendo que hasta olía los aromas de los pescados, pasteles de ave y los bizcochos de huevo.

Pero de Leone explicó además que todas aquellas calles y callejuelas apestaban y estaban terriblemente sucias, con el suelo cubierto por la porquería de los animales y de las personas.

—Es el establo adecuado para semejante ganado —dijo Tapia, quien diariamente se untaba con cremas y pociones, tiñéndose y rizándose el cabello—. Porque todos los paganos están llenos de piojos, van desgreñados, padecen la sarna y se los comen las pulgas.

—Ese ídolo —dijo de Leone continuando con su descripción— que podéis ver desde aquí, señor Cortés, lo tienen los indios por la imagen de su dios más sagrado, en quien tienen mucha confianza y veneración. Detrás de esa imagen se alza la mezquita del ídolo supremo, tan inmensa en su perímetro que en su emplazamiento se podría construir una ciudad para mil doscientas personas o toda la catedral de Sevilla —admirada en todo el mundo por su grandeza— junto con la Giralda, el Alcázar y los dos palacios reales de Granada en su lugar. Pero los indios están tan lejos del conocimiento del Dios verdadero que sus sacerdotes no llevan tonsura sino el cabello largo y sin cortar. También se privan del placer de la carne, y comen papilla y beben agua como burdos campesinos.

Cortés no respondió, pero Mendoza tuvo que reír y exclamó:

—¡Vaya unos sacerdotes más necios! ¿Es qué no saben ir de noche a la puerta de las ciudades en busca de sus mozas? Entonces de nada les han servido sus horas y vigilias.

—En el patio de esta mezquita —prosiguió de Leone— acuden en las noches de luna llena los hijos de los príncipes, gobernantes y consejeros, tocados con valiosos abrigos y con todas sus joyas de oro. Ocultan sus rostros con unas máscaras demoníacas y realizan unos espantosos bailes nocturnos en honor de su ídolo satánico.

Cortés, que hasta ahora había permanecido callado y sin prestar excesiva atención a las palabras de De Leone, le miró súbitamente a la cara y preguntó pausadamente:

—¿También bailan los señores Cacama y Guatimotzin?

—Todos los nobles bailan esta danza —respondió de Leone—. Y estos dos señores son parientes de la Casa Real.

Cortés volvió a sumirse en su mutismo, se subió la gola blanca y dio media vuelta en silencio, pasando una mirada a sus capitanes, Díaz, Tapia, Sandoval, de Neyra y Alvarado.

De pronto y sin motivo alguno, el rostro gordo de Díaz enrojeció y gritó:

—¡Sí!, me acuerdo perfectamente de esos dos príncipes, iban muy altaneros, pavoneándose y grandilocuentes, sin saber que el hombre es tan perecedero como una pompa de jabón.

—Los indios de la ciudad de Cholula estaban alzados en rebeldía —gritó Sandoval—. ¿Y qué hicimos con ellos? ¡Una ollapodrida bien roja y en lugar de sal utilizamos pólvora, y plomo en lugar de granos de pimienta!

—¡Hay que machacar a esos indios hasta que piensen que son menos que esos tallos de hierba!

—¡Hay que capturar al mismísimo Gran Rey para que nos dé su oro o se arrepentirá de estar con vida! —graznó el de Neyra.

Y Alvarado, apretando los puños, amenazó a la ciudad diciendo:

—¡Vamos a celebrar la fiesta mayor!

Tan sólo uno de los oficiales de Cortés, Pedro de Olio, no se dejó llevar por la ira. Estupefacto tuvo que oír cómo Tapia y los otros arremetían contra los inocentes indios con palabras crueles, sarcásticas y hostiles. Sacudió la cabeza y dijo:

—¡Os habéis vuelto locos! ¿Qué os ha ocurrido para que de pronto profiráis desvarios tan iracundos que hablan de asesinato y ollapodrida? Si sois tan sanguinarios de mente, Santo Dios, yo prefiero que mi mano no…

Pero no prosiguió su piadoso discurso, porque la mirada de Cortés se había detenido en él un instante. De pronto le sobrevino el recuerdo de un viejo que estaba en el séquito del Gran Rey, feo y jorobado, que no había parado de rascarse con una vara o mosqueador la cabeza y la joroba, lo mismo que un mono. Al evocar en su mente el recuerdo de aquel viejo indio, también en él creció la ira y la crueldad. Empezó a desvariar y a odiar como los otros:

—¡Pues habrá que rascar con picas y despiojar a golpe de culata a esos paganos tercos, piojosos y ateos, ya que no se merecen nada mejor!

—¿Ese alemán loco y sus palurdos servidores van a intervenir? —exclamó Sandoval—. No se va a quedar cruzado de manos cuando vea que ponemos la mesa y servimos la gran ollapodrida.

—¡Dejad a mi cuidado! —dijo Mendoza—. ¡Grumbach no cabalgará con nosotros ni entrará en la ciudad, dejadlo de mi mano!

—¿Acaso vais a descerrajarle un tiro en la boca a ese hereje? —preguntó ansioso Tapia—. Sois hombre de mundo y de sobra sabéis que un caballo muerto no da coces.

El duque negó con la cabeza.

—No puede ser. Tiene primos y valedores en la Corte imperial, podría formarse un gran alboroto.

—¡Eh! —gritó Díaz—. ¡A qué tanto cuidado! Esos alemanes no tienen más que sus picas y sus dientes. ¿Qué pueden contra nuestras armas de fuego y «cortanas»? Aprenderán a callar y a quitarse de en medio.

Los oficiales de Cortés no dijeron una palabra más, sino que contemplaron con ojos ávidos e implacables la ciudad de Tenochtitlán con sus calles repletas de hombres trabajando que no intuían nada malo y que no pensaban más que en cómo ganar su modesto mendrugo de pan al igual que los demás días con su trabajo y ocupaciones, con sus compras y ventas, haciendo de carpinteros o de herreros, de recaderos o cargando mercancías.

Pero los capitanes españoles se repartían mentalmente este pueblo y todo su haber, y cada uno se veía dueño de inmensas tierras con bosques, prados y albercas con peces, atendidos por una infinidad de esclavos que multiplicarían la fortuna de sus señores arando, segando, trillando y cortando leña para ellos.

Alvarado era el único que no imaginaba nada de eso, su mente se concentraba en el oro que en el relato De de Leone llevaban los danzarines indios en las noches de luna llena colgando al cuello. Lo veía a sus pies: grandes montones de prendedores de oro, broches en forma de cangrejos, peces, carneros y serpientes, iguales que los que solían llevar al cuello los indios; anillos con piedras azules, rojas y amarillas; yelmos áureos de filigrana y brazaletes forrados por dentro en algodón o cuero. Todo esto imaginaba Alvarado en montones a sus pies, y cerraba los ojos y ora alzaba la siniestra y ora la diestra, abriéndolas y cerrándolas alternativamente como si en pleno éxtasis pasara los collares de oro de una mano a la otra.

Más abajo en la choza, Schellbock estaba colocando a su señor la gola y por encima el abrigo; debajo llevaba escondido el arcabuz y cuando terminó miró a Grumbach desde todos los ángulos y preguntó:

—¿Lo he escondido bien, hidalgo? Nadie adivinaría el gato que lleva escondido bajo el abrigo.

Pero Grumbach no respondió. Schellbock se enfadó y masculló:

—Hidalgo, ¿qué mosca os ha picado para que no me hayáis dirigido una palabra en todo el día? ¡Maldita sea! ¡Ni que os hubierais tragado un cubo entero de cerveza agria!

Grumbach había apoyado la cabeza entre las manos y miraba fijamente a la nada.

—¿Qué os ha ocurrido? —insistió Schellbock—. ¡Hidalgo, hablad!

—¡Ruprecht! —respondió Grumbach—. Esta noche he visto al demonio.

—¡Rayos y centellas! ¡Demonios! —respondió Schellbock, y quedóse boquiabierto mientras se santiguaba.

—El diablo ha estado aquí —dijo Grumbach en voz baja—. Exigió ver mi rostro. Aquí, en este mismo rincón estuvo sentado. Cuando retiré el sombrero de la cabeza sintió tal pavor que salió aullando; ¡aún resuena su aullido en mis oídos!

—¡Cuernos! ¡Pestes! —dijo Schellbock asustado.

—¡Dios! Con qué frenesí se tapó los ojos con las manos para no ver ni por un instante más mi malhadado rostro. Dios, con qué saña y maldad lo han debido desfigurar para que asuste al mismísimo diablo.

Schellbock tuvo una idea.

—Eso es que habéis comido lentejas y tocino de noche. Cuando como lentejas y tocino de noche veo en sueños al demonio acompañado de muchas mujeres viejas.

—Palideció del susto al ver mi rostro. Rechinó con los dientes y amenazó con los puños como si pergeñara una cruel venganza contra mí para causar mi infelicidad en este mundo.

—¡Sapos y culebras! —maldijo Schellbock—. Si no volvéis a convocar al demonio comiendo lentejas y tocino nunca volverá a presentarse ni podrá vengarse de vos. Porque Dios en su grandeza y sabiduría ha puesto riendas al demonio para que sólo pueda burlarse de un cristiano cuando éste ha comido mucho en la cena.

—¡Ruprecht! —ordenó Grumbach— ve afuera y tráeme un espejo o un trozo de vidrio. Quiero ver mi cara, mi frente desollada y la cuenca vacía de mi ojo, lo he ocultado durante mucho tiempo de la mirada ajena.

Schellbock salió y regresó al cabo con un trocito de vidrio que los indios truecan con los españoles a cambio de oro y plata para colocárselo de adorno alrededor del cuello.

—Aquí tenéis vuestro espejo, hidalgo, miraos en él. Vuestro rostro no será tan horrendo como el diablo ha querido haceros pensar.

Grumbach tomó el espejo pero volvió a bajar la mano, porque tenía miedo de contemplar aquel horror.

—¡Oigo a Dalila reír y cantar! —le espetó a Schellbock—. ¡Cierra la puerta, que no entre nadie!

Schellbock cerró la puerta y echó el cerrojo. Pero Grumbach seguía vacilando.

—Cierra los ventanucos para que nadie pueda mirar adentro. Nadie debe ver las marcas que los españoles me dejaron en la isla Fernandina con sus cuchillos.

Schellbock se apresuró a cerrar un ventanuco y otro hasta que no entró ni un ápice de luz en la estancia.

—¡Ahora enciende una luz! —ordenó Grumbach. Schellbock le entregó una tea ardiendo.

Grumbach tomó el espejo, pero volvió a soltarlo como si fuera un hierro candente y vociferó:

—¡Aún estás aquí, necio, vete al rincón! No debes ver nada, nadie debe verlo, sólo yo.

Schellbock fue con toda su humanidad al rincón. Grumbach fue retirando lento y vacilante el sombrero de la cabeza. Pero en el instante en que debía mirarse en el espejo alguien tocó fuertemente a la puerta y se oyó la voz de Thonges que gritaba:

—Hidalgo, es el duque de Mendoza, exige veros en persona.

Grumbach soltó de inmediato el espejo y se caló rápidamente el sombrero hasta los ojos tapando el izquierdo. Luego salió.

El duque de Mendoza había venido a caballo y a su lado tenía un caballo negro y una mula. En cuanto reconoció a Grumbach, saltó del caballo, lo abrazó y dijo:

—Os traigo este caballo regalo de Cortés para vos, que además os pide que entréis en la capital de estas tierras cabalgando a su lado. Para vuestra criaturilla de piel morena he traído esta mula.

Rodeó a Dalila con su brazo, la levantó sin esfuerzo, la sostuvo un instante en el aire y luego la sentó a la grupa de la mula diciendo:

—¡Ya puedes cabalgar dignamente detrás de tu amante, terciopelo oscuro!

—Schellbock se va a poner más contento que Dalila —dijo Jäcklein—, porque hasta la fecha ha tenido que cargarla resoplando y sudando la gota gorda.

—¡Eh, Melchior Jäcklein! —exclamó Mendoza—. ¿Sigues teniendo la imaginación y la fantasía de antaño? Los caballos son muy escasos en el campamento español, de lo contrario te habría traído también un rocín para que no tuvieras que ir a pie. Fuiste el servidor de mi mejor amigo, amenizabas nuestras veladas con infinidad de canciones hermosas. ¿Cómo iba aquella canción que hablaba de luz de luna y de vino que cantaste cuando festejamos por última vez en mi jardín de Gante tu señor y yo?

Rememoró un instante, empezando luego a canturrear con su vocecilla:

La luna hace su ronda silenciosa,

llega la hora de la noche quejumbrosa.

¡Hazme compañía, tú, luz lunar,

y tú, vino ejemplar!

Porque el sueño me ha abandonado

y mi amor me ha traicionado.

Melchior Jäcklein quedó algo abatido, porque aquélla era la canción que solía tocar al laúd para su primer señor, el joven castellano a quien el duque había matado en duelo.

Pero el duque interrumpió bruscamente la canción y exclamó:

—Maldición, yo aquí cantando mientras que Cortés y todos sus capitanes nos esperan. Montad, conde del Rin, y venid porque el «perro del sacristán» va a empezar a ladrar de un momento a otro.

Grumbach montó su caballo y cabalgó feliz, porque hacía ya mucho tiempo que no había tenido un jamelgo entre las piernas. En el Nuevo Mundo no existían en aquel entonces ni caballos ni burros. Las gallinas eran el ganado más preciado de los indios.

Pero Mendoza ya había maquinado un plan para engañar a Grumbach y evitar que entrara con la armada en la ciudad. Cuando llevaba un rato dedicando palabras hermosas, lisonjeras y amables a Dalila, que cabalgaba en su mula junto a Grumbach, acariciándole las mejillas y los brazos, lanzó de repente una mirada de preocupación al cielo y dijo:

—¡Mirad esas nubes, conde del Rin! Seguro que hoy habrá lluvia y tormenta, eso no le va a gustar nada al padre Agustín.

—¿Por qué justamente al padre Agustín? —preguntó Grumbach.

—Cortés lo ha enviado hoy en secreto antes de que rompiera el alba con varios jinetes con una misión muy importante e inaplazable que debía resolver en Veracruz, y para la que el padre era la persona más adecuada —dijo el duque. Al inclinarse hacia Grumbach le musitó al oído—: Va a llevar las más exóticas preciosidades de esta tierra a España, cosas que nadie ha visto jamás en el Viejo Mundo.

Grumbach al oír estas palabras sintió una punzada en el corazón, porque creyó que el padre llevaba consigo el tesoro del Gran Rey y que el oro ya estaba de camino hacia el bolsillo del Emperador. La color se le mudó y con una mano palpó secretamente el arcabuz.

Entretanto habían llegado a lo alto de la colina donde Cortés esperaba con sus oficiales; todos descabalgaron y Mendoza se acercó a Cortés; Grumbach, sin embargo, se quedó detrás del círculo de los capitanes y hacía señas disimuladamente a Jäcklein para que se acercara.

Cortés sostenía un mapa o plano de la ciudad de Tenochtitlán que Quiñones le había elaborado y enviado por medio de De Leone. Había dibujado muchas calles y también los palacios más grandes de la ciudad, la muralla, las sólidas torres y varios de los canales que atravesaban la ciudad. Con este plano en la mano asignaba misiones y daba órdenes a sus oficiales: dónde debía ubicarse cada destacamento, cuántos vigías debían apostar y en qué lugares, en qué punto se colocaría la artillería, y todos estos encargos los decía a media voz y los oficiales españoles prestaban gran atención y no se perdían ni una sola de sus instrucciones.

Sólo Grumbach no escuchaba lo que Cortés decía. El miedo a la venganza del diablo le atenazaba el corazón. Una y otra vez recordaba la terrible amenaza del demonio; un escalofrío de terror le sacudió y tembloroso miró a Dalila queriendo atraerla hacia sí, como si pudiera encontrar en ella refugio frente a la maldad y venganza del diablo. Pero Dalila estaba a un lado jugando con su mula y no prestaba atención a su hidalgo.

Recordó de pronto la confidencia de Mendoza acerca del viaje secreto del monje y de inmediato recobró el ánimo y la decisión y se juró que el oro no llegaría a manos del Emperador.

—¡Melchior! —dijo llamando en susurros a Jäcklein—. Mantente atento. Tú y yo no entraremos en la ciudad. Tenemos que ir tras un fraile que va camino de Veracruz con el oro.

—¿Os lo ha contado Mendoza? —preguntó Jäcklein—. Pues ha mentido. Tiene una lengua sibilina.

—¡El oro no debe multiplicar el injusto poder del Emperador. Ni un quinto debe cruzar el mar así tenga que enfrentarme al verdugo al otro lado del océano!

—¡Hidalgo! —advirtió Jäcklein—. Mendoza se disfraza con piel de cordero, no le creáis. A mi primer señor lo engañó. Ni un zorro en su madriguera está a salvo de las artimañas del duque.

—Hidalgo, ¿adonde iremos sin vos? —preguntó Thonges inquieto—. ¿Dejáis a Dalila sola? Sabéis de sobra que a los españoles les gustaría echarla un tiento, y aunque desdentados y zafios, a todos apetece una golosina así.

—Vosotros tres —dijo Grumbach— quedaos en casa del príncipe Cacama con Dalila. Es amigo mío y os albergará y servirá lo mejor de su mesa. Que no entre ningún español que quiera galanteos con Dalila.

—¡Hidalgo! —insistió Schellbock—. Tomad nota de lo que os digo. No hará ni dos horas que he visto el oro en la tienda de Cortés cosido en pieles de cerdo. ¡Os ha engañado!

—Ruprecht, tú puedes quedarte y asar peras a la lumbre, no te necesito. Ya sé que no te gusta cazar conejos a no ser que ya estén ensartados y asados —dijo Grumbach haciendo burla de Schellbock.

—¡Hidalgo! —bramó Thonges—. De nuevo os tragáis las mentiras de Mendoza como un pez el anzuelo.

—¡Necio, estúpido! —estalló Grumbach—. ¡Déjame en paz, pestes!

—¡Hidalgo! ¡Él tiene razón! —gritó Jäcklein—. Os han engañado, hasta un tonto lo vería.

—Bien, pues quedaos aquí, yo iré solo. Tienes agua en la sangre, que se te lleve el demonio —maldijo Grumbach—. Si Stephan Eberlein, de Pfinsingen, aún estuviera con vida me habría acompañado sin tantas preguntas.

La conversación de los alemanes había empezado en susurros, pero a medida que crecía su ira, más subía de tono y las últimas palabras de Grumbach les había gritado a Jäcklein a la cara.

Los alemanes se percataron de pronto de que a su alrededor reinaba el silencio, que los españoles estaban pendientes de su discusión y que el mismo Cortés había interrumpido su discurso y los miraba con su impenetrable y pétreo rostro. Los que les rodeaban miraban, enojados y molestos, a Grumbach y sus servidores, y Diego Tapia torció el gesto y dijo enfadado:

—Siempre dirimen sus diferencias con maldiciones y pendencias. —Los alemanes callaron avergonzados y no dijeron nada más.

Mas Cortés no retomó su discurso en el punto donde lo habían interrumpido los alemanes con sus riñas. Allí estaba de pie, inmóvil con la cabeza inclinada mirando fijamente a Grumbach como si estuviera contemplando una aparición, y los demás empezaron a observar atónitos a Grumbach de arriba a abajo para averiguar qué era lo que Cortés veía en él, cuando súbitamente se oyó gritar a Díaz:

—¡Santa Madre de Dios! ¿Es que no lo veis? ¡Tiene un arcabuz!

El abrigo de Grumbach se había abierto y dejaba al descubierto el arcabuz de García Navarro.

Se formó un gran jaleo y tumulto, todos corrían hacia Grumbach. Díaz y Tapia desenvainaron sus espadas mientras corrían, Sandoval gritaba «¡traición!, ¡perros!», y «¡a por ellos!, ¡a por ellos!». Pero Thonges y los otros tres servidores se interpusieron entre Grumbach y los españoles y calaron sus picas; sólo Mathias Hundt no tenía pica sino un garrote, pero no se lo pensó demasiado y asestó dos golpes a de Neyra en la cabeza, que era quien gritaba con más fuerza. De pronto volvió a reinar el silencio. Cortés en persona había empujado a un lado a los alemanes y españoles y estaba ante Grumbach.

Grumbach al ver ante sí a Cortés comprendió que en ese momento había algo más en juego que el arcabuz de García Navarro. Que se luchaba por algo más que por la tierra de cultivo del país en el que él y sus servidores habían sembrado cebada, trigo y maíz; por algo más que la victoria de las huestes españolas o su derrota; porque no estaba viendo a Cortés frente a sí, sino al gran dragón imperial español que tenía a Alemania en sus fauces y que ahora extendía sus zarpas a través del mar al Nuevo Mundo. Grumbach contempló altivo y con odio a Cortés mirándolo directamente a los ojos, y se sintió con fuerzas suficientes como para derrotar al dragón imperial.

La voz de Cortés sonó ronca y extraña como un viento frío que le abofeteara la era:

—¿De quién es ese arcabuz, conde del Rin?

Grumbach negó con la cabeza, quiso hablar, pero sintió de súbito como si una mano ajena y fría le estrangulara. Percibió un leve temor que fue despertando en su interior y latía con fuerza en su corazón. Pero se liberó de todo ello, se irguió y dijo con voz firme:

—¡El arcabuz, señor Cortés, ahora es mío!

Las venas en la frente de Cortés se hincharon, sus puños se contrajeron, los oficiales empezaron a temblar y se colocaron detrás de Cortés como si quisieran protegerse de la gran tormenta que veían cernirse.

Mas Cortés gritó por segunda vez, con una voz hueca y amenazadora como si procediera de más allá, de los negros nubarrones del cielo:

—¡Dadme ese arcabuz! No es vuestro, yo lo sé muy bien.

Grumbach sintió de golpe una pesada losa en el pecho, no podía respirar como si estuviera enterrado bajo una inmensa montaña. Resonaban estrepitosamente los restallidos del miedo en su interior. Pero de nuevo controló su terror, recobró el coraje y dijo con voz sosegada:

—¡El arcabuz me pertenece, y no lo voy a entregar!

Cortés retrocedió un paso, miró desconcertado a sus oficiales a derecha e izquierda como si buscara ayuda, como si ellos pudieran asistirle para evitar la gran desgracia que se cernía sobre la armada española que ahora estaba en las manos de Grumbach.

En ese instante tuvo una visión horripilante y cruenta de lo que sería el futuro derramamiento de sangre que Grumbach provocaría en la armada española.

Vio en torno a sí a todos sus oficiales muertos. En un lado veía a Sandoval, hombre decidido y valiente, pero ahora se tambaleaba y los mofletes le colgaban inertes y en su pecho sobresalía el mango de un puñal. Veía a Tapia con su presuntuoso vestido hecho jirones y manchado de sangre con su oronda cara destrozada por un hacha. Pedro de Olio se sostenía en pie pero su rostro estaba verdoso e hinchado como el de un ahogado y el agua le corría por la nariz y la boca. Juan de Leone llevaba ligaduras en los pies y mantenía las manos atadas ante el pecho e iba boquiabierto como si estuviera en peligro de muerte y gritaba auxilio, sin que nadie pudiera oírlo.

Cortés, al contemplar este espantoso espejismo, se estremeció y aterrorizó y de nuevo y por última vez volvió a imprecar a Grumbach para que devolviera el arcabuz de García Navarro.

Se acercó, alargó el cuello y con una voz que nacía de las entrañas mismas del espanto, que al oírla temblaba el mismo acero y la piedra, gritó:

—¡Devolved ese arcabuz, conde del Rin!

Grumbach sintió que su fuerza se había agotado.

Vio a Cortés firme ante él. Su cuerpo era enorme. Su cabeza se perdía en el firmamento, los negros nubarrones del cielo pasaban ante su frente y de sus puños goteaba la lluvia. Sin embargo, él, Grumbach, se sintió de pronto desamparado, humilde y débil y el arcabuz le pesaba en las manos y ansiaba apoyarlo en el suelo; no podía sujetarlo por más tiempo, era como si tuviera que dejarlo resbalar hasta caer al suelo.

Más de súbito escuchó una voz débil, tímida e indecisa en su interior, que le susurraba temerosa: «El oro no debe llegar a manos del Emperador». Y en ese mismo instante recordó las palabras que el diablo le había enseñado la noche anterior, y balbuceando y titubeando pronunció:

—Señor Cortés, os mando muchos saludos de vuestro señor primo que se acuerda mucho de vos y se limpia el hocico.

Y no bien hubo dicho lo anterior se rompió el poder de Cortés.

La pesadez de los miembros desapareció y Grumbach dejó de oír el martillero del terror en su corazón. Estaba en pie erguido con el arcabuz bien sujeto y aguantaba tranquilamente la mirada de Cortés que estaba ante él: un hombre de dimensión terrenal ni un palmo más alto que los demás.

Cortés se dio la vuelta en silencio y se fue.

Al pasar junto a Alvarado se detuvo y ordenó:

—¡Ahorcadle!

—¿A quién? —preguntó Alvarado.

—A García Navarro —respondió Cortés.