Grumbach regresó a altas horas de la noche a la choza. No había podido apoderarse del arcabuz que con tanto empeño y ansiedad buscaba. Sin embargo, poco tiempo duró la tristeza de su corazón. Se le había ocurrido un plan atrevido y temerario que no lo dejaba en paz.
Mathias Hundt, que hacía guardia tumbado ante la puerta, lo vio venir desde lejos y se dio cuenta de la expresión terca y decidida de su señor, y comprendió que le había llegado la hora a la fatuidad cortesana y que Grumbach iba a actuar. Pero no dijo palabra ni tampoco preguntó nada, se limitó a contemplar a su señor con curiosidad y expectación.
—¡Mathias! —dijo Grumbach—. Abre bien los ojos y cuida de que nadie entre en la estancia. No permitas que entren ni Thonges ni Jäcklein ni Schellbock. Porque por fin voy a conseguir el arcabuz aunque tenga que engañar al mismo diablo en el infierno.
Mathias aguzó el oído, sacó su navaja, extendió las piernas cuan largo era y pegó los pies contra el pilar de la puerta para impedir que entrara ni una mosca sin su consentimiento.
Grumbach entró en la choza, cerró la puerta, levantó a Dalila que dormía y la llevó en brazos hasta la otra estancia para que no la despertara el alboroto y griterío del diablo.
Porque había maquinado invocar al demonio mediante su magia negra y obligarlo a acudir y que le entregara el arcabuz.
Para ello prendió una fogata en el centro de la estancia, trazó un círculo en el suelo con su espada y se metió en él; a continuación extrajo unas raíces de raras formas y hierbas venenosas del bolsillo y las tiró al fuego. Mientras lo hacía empezó a musitar conjuros y encantos en latín, que ponían la carne de gallina con sólo oírlos.
Pero nada quebró el silencio, el demonio no acudió y Grumbach seguía solo en la estancia y se restregó los ojos porque el fuego desprendía un humo agrio y apestoso.
—¡Ea! ¡Vaya un demonio más inculto! —pensó Grumbach enojado—. No entiende latín. —Comenzó a recitar de nuevo conjuros secretos pero esta vez en hebreo, porque se dijo que si el demonio no era un cura entonces tenía que ser un judío.
Pero el demonio tampoco quería acudir, y Grumbach se enfureció al ver cómo el diablo le enseñaba tan ignominiosamente el trasero, y no quiso pasar por bufón ni ser motivo de burla en el infierno.
Así que se hizo un corte en el brazo con su espada y dejó caer tres gotas de sangre al fuego. Al hacerlo invocó tres veces el nombre del diablo en español.
El fuego se agitó formando llamaradas azules, rojas y amarillas, y Grumbach saltó rápidamente al centro del círculo, creyendo que debía ser el diablo en persona quien iba a presentarse a la vista de semejante tumulto y vendaval que parecía que las vigas se doblaban y que iban a caer en pedazos.
Pero todo quedó en silencio, el fuego ardía pacífico y el diablo no quería presentarse.
Grumbach se fue hacia la puerta y de pronto comprendió por qué todo su esfuerzo había sido inútil. Ocurre que el demonio no se presenta ni se hace visible si alguien por curiosidad o estupidez es testigo del oscurántico conjuro. Grumbach vio que en la puerta asomaba Pedro Carbonero, sosteniendo dos huevos en la mano derecha y un trozo de panceta en la izquierda, y entraba adelantando un pie y luego el otro con gran sumisión y desconcierto.
Grumbach se enfadó y encolerizó porque la estupidez del verdugo había echado por tierra todo su trabajo. Así que le espetó indignado a Pedro Carbonero:
—¡Estúpido, necio, hatajo de huesos retorcidos! ¿Qué buscas aquí, quién te ha llamado?
—¡Hidalgo! —respondió el verdugo temeroso—. Vi salir humo de vuestra chimenea y pensé que tendríais lumbre para cocer estos huevos. ¡Con vuestro permiso, hidalgo! —Entró en la estancia, colocó su panceta al fuego, metió los huevos y se calentó las manos.
—¿Qué le has mentido a mi sirviente para que te dejara pasar? —preguntó Grumbach muy serio.
—Hidalgo, vuestro sirviente duerme en la entrada y ronca con tal fuerza que ahuyentaría a una manada de lobos si se acercaran —respondió Pedro.
Grumbach salió y encontró a Mathias Hundt durmiendo tan profundamente delante de la puerta que ni a golpes ni empujones lograba espabilarlo y hacer que se levantara.
—Eso ha sido la hiedra india —despotricó Grumbach—; lo ha dejado inerte y sin sentido; ¡que se vaya al cuerno! Echaré al verdugo de Cortés y empezaré de nuevo.
Regresó a la choza. El fuego había menguado y la estancia estaba prácticamente a oscuras. Oía a Pedro comiendo ruidosamente sus huevos en el rincón.
—¿Es que aún no has acabado, puerco? —espetó al verdugo—. ¿Es. que eres un saco sin fondo? Lárgate de aquí y sal afuera a eructar y envenenar el aire.
—¡Eh, hidalgo pendenciero! —resonó en la oscuridad—. ¿Buscáis más líos? ¡Estáis hasta el cuello con los líos antiguos y no sabéis cómo libraros de ellos!
—¡Es que cada vez que te llenas la barriga tienes que abrir tu bocaza y apestar a todo el mundo con tu hedor! —gritó Grumbach al verdugo—. ¡Sal fuera y deprisa, desgraciado!
—¡No soy tan desgraciado! —se oyó gritar a las esquinas—. ¡No soy tan desgraciado! ¡No tenéis derecho a insultarme! ¡Siempre he sido un buen vasallo vuestro, muchas veces os he servido dándoos un buen consejo!
—¡Eh tú, necio y soñador! —dijo Grumbach asombrado—. ¡No recuerdo haberte visto antes, ni tampoco que ningún verdugo haya sido jamás mi vasallo!
—¿Ya no os acordáis de mí? —se oyó retumbar enfurecido en la oscuridad—. ¿Ya no os acordáis de cuando mandabais a los campesinos rebeldes que luchaban en la calzada junto a Pfinsingen contra el obispo de Speyer? Entonces os di un buen consejo: «Dejad al obispo, se anda muy mal Rin arriba». «Dejad ese asunto», os dije; «ya tenéis suficientes líos». Pero no me escuchasteis, teníais que pelear, luchar y reñir con todos.
Grumbach se vio transportado en sus pensamientos a Alemania, a su causa perdida; había extraviado por completo el hoy, el ayer y el mañana y se había olvidado también de con quién hablaba. La cólera hizo presa en él al acordarse del obispo.
—¡Ese cura se metió en mis pueblos! —bramó—. ¡Robando, saqueando y torturando a la pobre gente!
—¡Pero vos podríais pasearos ahora con toda pompa! —resonó burlón en las esquinas—. Podríais tener preferencia en todos los lugares. ¡Pero en cambio habéis sido expulsado del reino, desposeído y sois tan pobre que apenas os queda el bautismo y vuestra fe cristiana!
—No he malgastado mi vida ociosamente —gimió Grumbach cabizbajo—. ¡Nunca he sido un holgazán ni he rehuido mi deber!
—¡Ah, pero en aquel entonces sí que holgazaneasteis! —se oyó en la oscuridad—, cuando os dije que debíais ayudar a Carolo, el español, y poneros de su lado para que fuera coronado Emperador en Aquisgrán! «¿Os ofende el honor? ¿El honor es una sombra?», os dije, Carlos de Gante os proporcionará dinero, tierra y servidores. Pero no me obedecisteis y os voy a decir por qué: Porque secretamente abrigabais el deseo de oír el gran Tedeum en la catedral de Aquisgrán, porque vos en persona queríais extender la mano para tomar la áurea corona imperial.
—¡Callad! —gritó Grumbach. Con voz temblorosa preguntó a la oscuridad—: ¿Quién os ha revelado mi secreto? Sólo Dios y yo mismo conocíamos la existencia de ese instante.
—¡Dios no supo nada! —se oyó desde el rincón—. A Dios poco le importan las artimañas palaciegas de príncipes y señores. Dios se preocupa más de que un pobre tenga sus gachas que de las vanidades de los reyes mundanos. Pero yo, hidalgo pendenciero, yo lo supe. Fue conmigo y no con Dios con quien mantuvisteis aquel examen de conciencia.
Un sudor frío le recorrió la espalda. Grumbach aventó la hoguera, la removió y sacó un leño ardiendo, y con esa antorcha iluminó todas las esquinas. Pero el leño se le cayó de la mano, porque se dio cuenta que era el mismo demonio quien estaba en el rincón y se reía de él.
Pero su intrépido corazón dominó el espanto. Levantó la antorcha del suelo, se acercó al diablo y le dijo riendo:
—Vaya, compadre, ¡cómo no os habré reconocido en seguida al oír vuestras charlas sin sentido! Mucho me habéis hecho esperar vuestra llegada.
—Tengo prisa —gruñó el demonio incorporándose en su rincón—. Tengo una muy buena clientela en el real español, debo servir a dos grandes señores y estar a su disposición sin pestañear.
—¿Quiénes son esos dos caballeros que os tienen en su poder, maestro Belcebú? —preguntó curioso Grumbach.
—El duque de Mendoza —dijo el demonio— y Hernán Cortés. A uno le he prometido amoríos y lujuria, al otro gloria y poder. ¿Pero qué queríais vos de mí, hidalgo pendenciero?
Grumbach quedó muy sorprendido y consternado al saber que Cortés y Mendoza se habían sometido al demonio y comprendió sin tardanza por qué había sido inútil su resistencia y la de los indios contra la armada de Cortés.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó de nuevo el demonio, acercándose directamente a Grumbach—. ¿Queréis que os transporte en mi joroba a Alemania? ¿Queréis que os ayude a ganar de nuevo vuestra tierra en la que ahora reina el obispo a su manera, saqueando y derramando sangre? ¿Queréis que reconstruya vuestra sólida casa, «la Alta Fortaleza del Rin», que el cura quemara y arrasara? Nada me resulta imposible, soy muy poderoso en la tierra.
—No ansío tales cosas, hidalgo Lucifer —respondió Grumbach—. Sólo quiero un arcabuz con su pólvora y su plomo, nada más.
—¡Hidalgo! —dijo el demonio enfadado—. No puedo daros un arcabuz, contravendría el pacto que he concertado con Cortés y con Mendoza.
—¡Tú tampoco quieres conseguirme un arcabuz! —gritó Grumbach rojo de ira sosteniendo el puño bajo las narices del diablo—, entonces vuélvete a tus infiernos y púdrete, ya encontraré la forma de volver a Alemania también sin tu joroba.
—¡Sea, entonces nuestro pacto se ha ido al garete, no voy a retomarlo, que lo acepte otro! —dijo el diablo indiferente dándole la espalda a Grumbach.
Grumbach empezó a caminar furioso arriba y abajo, pero comprendió al punto que se había precipitado y que había sido muy torpe. Se detuvo, tomó al diablo por los hombros y empezó a adularlo y a llamarlo mi señor y maestro.
—Mi señor Uiras —dijo al fin—, ¿qué os ha prometido Mendoza a cambio de vuestra ayuda?
—El duque de Mendoza —dijo el diablo orgulloso— me ha prometido su sangre roja.
—¿Cómo? —exclamó Grumbach dando un manotazo a la mesa— ¿así se deja engañar el demonio? ¡Hasta el último de los curas de Granada predica desde el púlpito que Mendoza no lleva sangre roja en sus venas, sino arena del desierto moro, porque su madre era pagana!
—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —clamó el diablo asustado.
—Tan cierto como que Pentecostés cae después de Pascua —rió Grumbach.
—¡Entonces no era mentira el rumor que corría por el campamento! Yo no quise creerlo —se quejó el demonio y empezó a rechinar con los dientes y a resoplar por las narices.
—¿Y qué os ha prometido Cortés? —demandó Grumbach.
—Cortés me ha prometido su palpitante corazón —respondió temeroso el diablo.
Entonces Grumbach rompió a reír incontenible, se tiró al banco de madera como si no pudiera tenerse en pie de la risa y exclamó por fin:
—¡Entonces han vuelto a embaucar al demonio! Todo el mundo sabe que el gobernador del Emperador, el señor Diego Velázquez, envió precisamente a Cortés a esta tierra para que la sometiera sanguinariamente a la corona imperial porque Cortés no tiene corazón sino una piedra en el pecho. ¡Ja! ¡Qué ominosamente se os ha engañado!
El diablo empezó a tirarse de los pelos salvajemente dándose una y otra vez con la cabeza contra la pared, entre alaridos.
—Pues que bien ominosamente me han engañado los dos —exclamó—, os voy a ayudar a ganar el arcabuz. ¿Pero qué me daréis por mi ayuda?
—Podéis llevaros mi ojo izquierdo —dijo Grumbach en voz baja.
El demonio al oír que podía llevarse el ojo izquierdo de Grumbach olvidó todo su infortunio y se lanzó como el azor sobre las gallinas.
—¡Voto a bríos! ¡Acepto! —exclamó—. El pacto queda sellado. —Y corrió raudo hacia el rincón donde estaba la cuba de madera con agua y la arrastró jadeando hasta el centro de la estancia.
—¡Mirad dentro! —le dijo a Grumbach—. ¿Qué veis?
Grumbach se inclinó sobre la cuba.
—Veo como en un espejo a dos individuos tumbados sobre el suelo jugando a los dados. Reconozco a mis servidores, Thonges, Schellbock y Jäcklein, pero a los otros no los reconozco.
—¿Qué más veis? —preguntó el diablo.
—Jäcklein toma el dado y lo lanza. Luego tira el otro. Jäcklein está cabizbajo, ha perdido el muy tonto. Va a tirar por segunda vez.
—Me habéis dado en prenda vuestro ojo —dijo el diablo—. Ahora me gustaría ver lo agudo de vuestra vista. Cuando Jäcklein haga su tercera tirada, preparaos para asestar un golpe y acertad al dado justo en la mitad con vuestra espada antes de que llegue al suelo.
Grumbach sacó su espada y miró el cubo de agua.
—Jäcklein ha vuelto a perder. Hay una riña. Quiere lanzar por tercera vez… ahora está el dado por los aires…
—¡Acertadle! —bramó el diablo—. ¡Dad un golpe de espada!
La espada de Grumbach silbó por los aires y cayó estrepitosamente en la cuba y el agua salpicó furiosa por todas partes.
—¿Qué veis ahora? —preguntó el demonio.
—Ahora no veo nada —dijo Grumbach—. El agua está movida, el espejo está roto.
Ambos, Grumbach y el demonio, quedaron un instante en silencio sin decir palabra. Grumbach miraba fijamente la cubeta.
—¡Ahora lo veo! —dijo Grumbach de pronto—. La imagen se está formando. Veo a Jäcklein, a Thonges y a Schellbock, juntan las cabezas y tienen un arcabuz en las manos.
—¡Habíais atinado bien! —exclamó el diablo satisfecho—. ¡El arcabuz es vuestro! ¡Ahora quiero mi recompensa!
—¿El arcabuz ya es mío? —preguntó Grumbach suspicaz—. ¿No me lo puede arrebatar ya nadie?
—Tan seguro —respondió el diablo— como si ya lo tuvierais en vuestras manos. Y si Cortés os lo quisiera arrebatar por la fuerza, decidle lo siguiente: «Señor Cortés, os mando saludos de vuestro querido primo, que se acuerda mucho de vos y se limpia el hocico». Entonces Cortés os dejará en paz. Pero recordad bien estas palabras. ¡Ahora quiero vuestro ojo izquierdo!
Entonces Grumbach rompió a reír por tercera vez y exclamó:
—¡Entonces siempre se engaña al diablo! ¿Queréis mi ojo izquierdo? ¡Entonces id vos mismo a por él, tuve que dejárselo a los españoles en la isla Fernandina, id y recogedlo!
Y al decirlo se descubrió la cabeza y mostró la cuenca vacía de su ojo al demonio y su rostro desfigurado y señalado por los cuchillos de los cazadores de esclavos españoles; y era tan horrible que el mismo demonio soltó un alarido de espanto al verlo y retiró la vista horrorizado.
Grumbach al ver que el mismo demonio se espantaba de su cara dejó de reírse y se caló de nuevo el sombrero hasta la frente. A continuación regresó deprisa a su círculo, porque el engañado demonio empezó a saltar y a lanzar espumarajos por la boca y a golpearse con las manos. Grumbach vio cómo el demonio revoloteaba vertiginosamente por la choza aullando y preso de una ciega cólera se daba lastimosamente contra las paredes hasta que por fin salió por el ventanuco.
Mientras Grumbach permanecía en su círculo, espantado por el horripilante lamento y dolor que había mostrado el diablo, oyó de pronto que tocaban a la puerta y la voz de su servidor, Melchior Jäcklein:
—¡Despertad, hidalgo! ¡Ya es de mañana! ¡Los españoles van a partir, la niebla ha desaparecido!
Grumbach abrió la puerta y salió. Fuera estaban Thonges, Schellbock y Jäcklein. También Mathias Hundt estaba despierto y se frotaba los ojos.
—¡Eh, Mathias! —dijo Grumbach—. Has dormido como un leño.
Mathias no respondió, avergonzado, pero Jäcklein blandió el arcabuz y gritó:
—¡Mirad, hidalgo, tenemos un arcabuz, tres balas y un puñado de pólvora!
Mas contuvo su alegría, miró a Grumbach y preguntó:
—¿Cómo es que estáis tan demacrado? ¿Habéis soñado acaso que moría vuestra madre?
—¿No visteis salir a uno por este ventanuco? —preguntó Grumbach.
—Vi salir un murciélago por ese ventanuco —dijo Schellbock.
—¡Qué hablas! —gritó Thonges—. ¡Era una lechuza!
—¡Pamplinas! —exclamó Jäcklein—. Era un gato negro lo que saltó por la ventana. —¡Eh, mirad allí! —gritó de pronto Schellbock—. Por allí va el verdugo de Cortés, Pedro Carbonero. ¡Traed acá el arcabuz! ¡A ése le corresponde la primera bala, me quería ahorcar!
—¿Te has vuelto loco, Schellbock? —gritó Grumbach—. Quita tus manazas del arcabuz. Sólo tenemos tres balas, tendrás que hacer valer cada una por siete.
—¡Pestes! —bramó Schellbock cogiendo una piedra—. ¿Cómo llegó el verdugo hasta aquí? ¿Alguno de vosotros lo vio acercarse? Yo no.
Alargó el brazo y lanzó la piedra contra el verdugo. Pero Pedro Carbonero saltó inopinadamente a un lado, de modo que la piedra pasó rozándolo, luego se detuvo y amenazó furioso a Grumbach con los puños.
A continuación se alejó a toda prisa sorteando hábilmente a pesar de su cojera todos los obstáculos de piedras, maderamen y arbustos.