LA NOCHE DE CARNAVAL

Cuando Schellbock, Thonges y Jäcklein abandonaron la choza, deambularon durante un tiempo por las callejuelas del campamento hasta que percibieron sonar de violines, pitos y gritos; hacia ese alboroto se dirigieron. Llegaron a un lugar en el que los españoles celebraban su noche de carnaval al raso y bebiendo. Los tres tuvieron que sortear a los festejantes andando en fila india y con las piernas separadas, contoneándose como tontos para no tropezar con ellos o pisarlos.

No era vino de verdad con el que se emborrachaban los españoles, sino el traicionero brebaje que los indios destilan del jugo de una caña. Se les había subido a los españoles a la cabeza y los había alterado de tal modo que tanto blasfemos, perjuros, pendencieros y rufianes no pensaban en otra cosa que en gastarse bufonadas unos a otros o en injuriarse groseramente.

En medio de la plaza había algunos músicos con violines y gaitas. Pero no sabían utilizar bien sus instrumentos y componían un espectáculo tan deleznable que daba pena. Delante de ellos bailaba un individuo de rodillas huesudas, que ladeaba la cabeza, guiñaba un ojo y gritaba que estaba bailando el passamezzo, baile muy virtuoso que todos debían bailar con él.

Pero los demás no le prestaban atención, cada cual quería ser el que más bebía. A algunos, aquel vino peleón les había vuelto cansinos, lentos y desganados; estaban sumidos en una gran tristeza y gemían pidiendo unirse para siempre en Cristo porque no les gustaba lo que ocurría en la Tierra. Otros por su parte discutían de cosas de guerra y actos heroicos que pretendían haber realizado en Holanda e Italia, pero ninguno creía al otro, y se insultaban llamándose picaros, blandengues y gallinas; mientras tanto tragaban diligentemente el vino indio, y el que hacía un momento bailaba el passamezzo se había subido a un barril, daba grandes saltos en el aire y quería hacerse pasar por el rey de Apulia.

Los alemanes intentaban sortear a grandes zancadas los borrachínes, cuando de pronto uno de ellos gritó:

—¡Diablos, los alemanes han olido a asado, les cosquillea la nariz cuando corre el vino!

Y otro agarró por el pie a Jäcklein que en ese instante pretendía pasar por encima de él y gritó:

—¡Eh! ¿Adonde vais? ¿Es que pensáis que no tenemos vino suficiente? ¡El gran pagano nos ha agasajado con su vino!

A los alemanes no les podía venir mejor una orden tan deseada y Jäcklein se sentó de inmediato y dijo:

—Con esta alegre música, ¿quién se resiste a un trago de vino?

También Schellbock y Thonges se dejaron caer al suelo y el primero sacó un gran queso del bolsillo y lo mordió, y entre mordisco y mordisco tomaba un sorbo de la jarra para que el queso pasara con más facilidad por el gaznate.

—Hoy se os ve de buen humor —dijo Schellbock con la boca llena un poco después—. Me alegra verlo.

—¿Cómo no iba a estar de buen humor? —respondió uno de los españoles de barba tan enmarañada que parecía un nido de golondrina—. Cómo no iba a estar de buen humor sabiendo que mañana el mismo Gran Rey indio ha de cepillar personalmente mi caballo y con la misma mano con la que hoy porta su cetro de oro.

Los alemanes aguzaron el oído, miraron a aquel individuo y Thonges, dirigiéndose a un corporal español —un hombrecillo que estaba sentado a su lado— preguntó:

—Vuesa ilustrísima, ¿de qué habla ése?

—¡Eh! —dijo el corporal que no era mayor que un enano—. Mañana al despuntar el día toda la armada se moverá para apoderarse de la capital india. Porque el viento ha barrido las nubes y la niebla que la cubrían.

Y el hombrecillo empezó a estirarse, a hincharse y a pavonearse como si hubiera sido él quien barriera la niebla de un soplido.

Thonges quería seguir preguntando pero un barullo de voces se interpuso y un borracho gritó:

—¡Que no pare la fiesta! ¡Bebed con valor así tengáis que vomitar mil y una vez después! —¡Hoy es noche de carnaval! —gritó otro—. Hay que beberse todo lo que hemos traído. ¡Mañana le quitaré de la boca la fuente de oro al Gran Rey indio con la que come sus pajarillos!

—Al señor de Leone —gritó un tercero— el Gran Pagano le ha regalado unos zapatos a capas: una capa de oro, la otra de plata y la tercera otra vez de oro. Y con estos zapatos ha recorrido el de Leone el campamento pavoneándose.

—Al señor de Quiñones el pagano le ha honrado con cuatro saltimbanquis o comediantes, que ahora están obligados a entretenerlo con sus bufonadas.

—¡Pues si esta noche es de carnaval, tengamos un juego de carnaval! —gritó otro.

—Sería un buen pasatiempo —opinó otro—. Deberíamos jugar al lansquenete y al verdugo que apuestan a ver quién salta más, pero el verdugo se queda corto.

—Yo me sé una comedia de un tratante de caballos hebreo a quien el diablo se lleva al infierno en un carromato, pero el judío le coloca al diablo un jamelgo ciego para que tire del carro en lugar del suyo.

—Yo también sé un juego muy entretenido con dos judíos —gritó Thonges—. De Abraham e Isaac, lo vi en Colonia junto al Rin y el angelito del Señor humilla a Abraham con una jugarreta rastrera.

—¡Pues que los alemanes interpreten su juego de carnaval! —intervino el corporal levantándose y gritando—: ¡Callaos, dejad de gritar y de pelearos, los alemanes van a interpretar la comedia de los dos judíos!

Los españoles se levantaron y se colocaron en círculo alrededor de los tres alemanes: Thonges, Schellbock y Jäcklein.

—Compañero —dijo Thonges a Schellbock—, tú serás Isaac y no tienes más que tumbarte de barriga y lloriquear. Tú, Melchior, eres el angelito del Señor, abre tu bragueta, pero yo seré Abraham y Dios Padre al mismo tiempo. Ahora me hace falta un arcabuz.

—¿Y para qué necesitas un arcabuz, bellaco? —preguntó el español de la barba enmarañada.

—Porque Abraham quiere descerrajarle un tiro a Isaac con el arcabuz, por eso necesito tu arcabuz. ¡Préstame el tuyo!

Thonges le arrebató al español el arcabuz de la mano, guiñándole un ojo a Schellbock, dando a entender que se habían salido con la suya.

Mientras Schellbock continuaba en el suelo, Thonges se arrodilló junto a él, le apuntó con el arcabuz en la mejilla, puso cara de pocos amigos y empezó a cantar:

Abraham apunta con la escopeta y dice:

«¡Ha llegado vuestra hora,

tengo que dispararos, hijo mío.

Para un Padrenuestro tenéis tiempo

pero luego disponeos a la muerte!

No os mováis, quedad quieto

que he de apuntar con tiento».

Cuando lo hubo recitado apuntó el cañón del arcabuz al trasero de Schellbock, y los españoles rieron a carcajadas cuando vieron a Schellbock que lloriqueaba, castañeteaba y se resbalaba como si lo sintiera de verdad.

Pero Thonges ya se había convertido en Dios Padre, se rascaba detrás de las orejas y recitaba:

Dios Padre encontró un ángel:

«Ven aquí y vuela corriendo a la tierra

y haz lo que te ordeno.

Para que el judío no pueda disparar,

la pólvora has de mojar

y así el tiro tendrá que fallar.

Pero pon atención

porque el viento sopla con vigor,

no vaya a salirte mal».

Los españoles rompieron de nuevo a reír cuando vieron como Jäcklein hacía obscenidades con más presteza que un perrillo en la pólvora de Abraham. Pero Thonges le pasó hábilmente y en secreto el arcabuz a Schellbock y terminó su canción apresuradamente:

El ángel de la callejuela judía

moja la pólvora de Abraham

tal y como ordenó el Señor.

«Mort de ma vie! ¿Quién ha sido?

¡Diantre, que me las ha de pagar

el que gastara broma tal!

¡Pestes y serpientes!».

Escuchad cómo maldice el severo judío,

mientras busca el angelote pío.

Cuando Thonges hubo terminado todos los españoles le aplaudieron y uno blandía su espada en el aire como si fuera a ensartar gorriones, mientras gritaba:

—¡Que los demonios se lleven a los judíos, asesinos, usureros y testarudos!

Y un segundo gritó:

—En Utrecht tres de ellos raptaron a un muchacho y lo llevaron a su sótano y allí lo degollaron; yo mismo vi el cuchillo curvo de judío clavado en su garganta.

—En mi pueblo, en Pfinsingen —gritó Schellbock lleno de alegría—, los bueyes se llevaron el cuerpo de un judío a la horca el día de su entierro, de sobra sabían cuál era el sitio que le correspondía.

—¡Por todos los demonios! —bramó de pronto el barbudo—. ¿Dónde está mi arcabuz?

—Yo no lo tengo —respondió Thonges—. Seguro que lo tenéis vos.

—¡Mientes! —gritó el español y los ojos se le desbocaban de terror como a las reses que llevan a matar—. ¡Por los clavos de Cristo que no lo tengo, devuélmelo de inmediato o te retorceré el cuello hasta que destiles savia roja!

—Eh, déjame en paz con tus pendencias, yo no lo tengo —dijo Thonges dándole la espalda al español.

El español que hacía un instante aseguraba que el mismo Gran Rey iba a cepillarle su jamelgo clavaba la mirada de terror de uno a otro buscando ayuda. Pero a su alrededor todos callaban, sólo el borracho que momentos antes se hacía pasar por el rey de Apulia yacía en el suelo y roncaba sonoramente.

—¡Oh, Dios mío! —empezó a lamentarse el español—. Yo no quiero que me cuelguen. ¿Qué te he hecho para que me lleves a la horca? ¡Por la sangre de Cristo, dame mi arcabuz!

De pronto uno de los que tenía al lado le dio un golpe.

—¿A qué vienen tantos gritos? Isaac es quien tiene tu arcabuz.

Y así era. A Schellbock se le había deslizado el arcabuz por debajo del abrigo y todos podían verlo.

—¡Rayos! Sólo he querido tomarte el pelo y entretenerme un rato —dijo Schellbock sonriendo estúpidamente.

—¡Diviértete y entretente con el diablo, pero no conmigo! —gritó el español enojado. Con el susto había escupido todo el vino que había bebido poco antes y tenía las ropas y el jubón manchados, y no tenía gracia verlo.

Thonges le quitó a Schellbock el arcabuz de las manos y se lo entregó al español diciendo:

—Aquí tienes tu arcabuz, cerdo.

—¡Me ha llamado cerdo! —gritó el español, que había recobrado todo su valor—. ¡Dadme mi espada!

—¡Ya basta! —exclamó otro, agarrándolo por el cuello—. Con tanto beber, blasfemar y pelear no ganaremos el cielo esta noche. A ver, ¿por qué no hemos jugado todavía a los dados?

—¡Tiene razón! —gritaron los otros—. Hemos perdido demasiado tiempo con las bufonadas de los alemanes. Adelante con esos dados.

Extendieron sus abrigos sobre el suelo, rebuscaron en sus bolsillos hasta encontrar unos ochavos o alguna perra gorda y empezaron a tirar los dados sin preocuparse más de los alemanes.

Los alemanes permanecieron sentados y de mal humor, callados, les enojaba el hecho de no haber podido conservar el arcabuz. Bebían una jarra tras otra en silencio, pero cuanto más bebían mayor era su obsesión por hacerse con un arcabuz y no pensaban levantarse de sus sitios hasta dar con él.

A lo lejos iba despuntando el día y un frío viento matinal les abofeteó la cara. Habían tirado una jarra y el vaho cálido y húmedo del vino derramado se les subía por las narices, entristeciéndoles el corazón.

Mientras seguían sentados y apretados, obsesionados y de mal humor, a uno de ellos se le ocurrió que podrían ganar el arcabuz a los dados. Porque veían que muchos de los jugadores habían perdido todo lo que llevaban encima, otros en plena desesperación para poder seguir jugando habían vendido sus abrigos, sombreros y espadas a un individuo que hacía las veces de arbitro en el juego, prestando los dados, cambiando pesos de oro por monedas de plata y obteniendo en todas las ganancias su parte y provecho. Los alemanes, al ver que muchos de los españoles estaban desesperados y tristes porque no podían seguir jugando, empezaron a cuchichear entre sí. Y Schellbock se levantó de golpe, se arrimó al grupo de jugadores y dando un manotazo a uno de ellos a la espalda, dijo:

—Yo también quiero jugar.

—¡Lárgate, no te queda ni un mísero pfennig en el bolsillo! —exclamó el español. Schellbock se puso lentamente en cuclillas, metió la mano en el bolsillo y empezó a vaciarlo. En primer lugar sacó un pañuelito rojo, luego un ovillo de torzal, un cuchillo, un queso, un pedernal con su yesca, un pañito con el que se engrasaba los zapatos, dos zanahorias, un diente que se había sacado días antes, un tocino y por fin un puñado de pepitas de oro, pulidas por el agua en forma de lentejas y cada una valdría medio ducado; todo eso llevaba en su bolsillo.

Cuando Schellbock enseñó las pepitas de oro al español los alemanes volvieron a ser considerados como huéspedes queridos y los jugadores se hicieron a un lado y pidieron nuevos dados.

Schellbock colocó algunas pepitas en el suelo delante de él y uno de los españoles gritó:

—¡Apuesto dos pesos de oro contra eso!

Pero Schellbock negó con la cabeza:

—No queremos vuestro dinero. —Entonces tengo en mi tienda nueve varas de tela roja de la ciudad de Malinas para hacerme un abrigo.

Schellbock volvió a negar.

—Yo tengo un par de guantes en piel muy trabajados —dijo otro.

—Yo tengo una imagen de la Sagrada Virgen, pintada artísticamente sobre un huevo de ave. Además añado dos tocinos bien cebados y una pierna de cordero mechada con ajos.

Pero Schellbock seguía impertérrito en sus trece, a pesar de que la boca se le hizo agua cuando oyó hablar de los dos tocinos. Retiró el oro y dijo:

—¡Apuesta tu arcabuz!

Los españoles se miraron unos a otros y dieron una señal a hurtadillas al individuo que repartía los dados. Luego el que tenía el huevo pintado se dirigió a Schellbock y dijo sin más:

—¡Vaya! ¿Y por qué no? Apuesto mi arcabuz contra tu oro.

Schellbock estaba asombrado al comprobar con qué ligereza el español confiaba su arcabuz a los dados, pues sabía que la amenaza de la horca se cernía sobre el cuello de aquel que lo perdiera. La desconfianza y la sospecha se apoderaron de él. Agarró el arcabuz y lo analizó por todas pares. Pero pronto se dio cuenta de que no estaba ni podrido ni roto como había pensado.

—¡Quiero además pólvora y plomo! —dijo por fin cuando lo hubo inspeccionado cuan largo y ancho era.

—¡Por mí no ha de quedar, que sea también pólvora y plomo! —exclamó el español impaciente—. Ahora toma el dado, te toca tirar el primero.

Schellbock tomó el dado, lo lanzó a lo alto, vio que había sacado un dos y bramó:

—¡Maldita sea, qué número tan espantoso ha salido, el dos!

El español le arrebató el dado de la mano, lo lanzó, sacó un cinco y gritó:

—¡Un cinco! ¡He ganado, venga ese oro!

Schellbock le pasó el oro y exclamó:

—Sigamos, sigamos, no hay tiempo que perder. —Lanzó el dado bastante más alto, pero no sacó más que un uno y volvió a perder.

—Eh, deja que los lance yo —dijo Thonges—. Yo soy más hábil con las manos.

Schellbock no quería pasarle los dados, gritaba que jugaba desde hacía más tiempo que Thonges porque en Alemania había sido posadero.

Pero Thonges le arrebató los dados, echó a Schellbock a un lado, pero él tampoco pudo ganar una sola vez, de modo que las pepitas de oro fueron a parar una tras otra al bolsillo del español.

Pero cuanto más perdían, más se enardecían y se apasionaban con el juego, y sus cargadas cabezas no se daban cuenta de que los españoles les engañaban con dados trucados.

Así que los alemanes iban perdiendo una pepita tras otra, maldiciendo e injuriando, pero mientras jugaban apareció inesperadamente García Navarro, encorvado, arrastrando los pies con una bolsa de cuero en las manos y contaba el oro al andar.

—Eh, señor Secretario —se burló uno del grupo—, ¿tan temprano y estáis contando ya vuestras piezas de oro?, ¿es que pensáis que durante la noche se han reproducido y hay una más?

—¿Cuántas os quedan para reunir los veinte? —gritó otro.

—Me faltan tres —murmuró García Navarro—. Tres pesos de oro y tendré veinte.

—El demonio del dinero se ha adueñado de él. Ya ni come, ni bebe pero se bate con armas judías —dijo un tercero riendo.

—Quiere devolver a Cortés los veinte ducados que pagó para rescatarlo de la torre de castigo, pero aún le faltan tres —exclamó el que hacía de arbitro.

—No quiero seguir disparando sobre las infelices criaturas que Dios ha creado de la misma arcilla y barro que a mí —dijo García Navarro en baja voz.

—¡Pues entonces, únete! —dijo el arbitro señalando a los alemanes que lanzaban los dados—. Aquí puedes ganar tus tres ducados de una sola tirada.

—¿Debo confiar a estos perniciosos dados todo mi sudor y mi esfuerzo?

—No se trata de apostar tus ducados, sino tu arcabuz contra el oro de los alemanes.

García Navarro puso cara de terror, le hubiera gustado ganar los tres ducados pero vacilaba.

—Anímate, anímate —musitaba el arbitro—. No puedes perder; son dados trucados, holandeses, debes hacerlos rodar suavemente; así siempre te saldrán cincos o seises, pero los alemanes los lanzan hacia lo alto y no sacan más que unos y doses o treses.

García Navarro cobró valor, se acercó a Jäcklein y dijo:

—Yo apuesto mi arcabuz contra tres ducados.

Los alemanes vaciaron sus bolsillos y sacaron sus tres últimas pepitas de oro, y Jäcklein dijo:

—Voy a arriesgarme una vez más; si volvemos a perder, se acabó y nos marcharemos a casa con los bolsillos vacíos.

—¡A tres tiradas! —gritó el arbitro—. Señor Secretario, a vos os corresponde la primera tirada.

García Navarro tomó el dado con mano temblorosa, lo santiguó y lo hizo rodar tal y como le había enseñado el arbitro.

—¡Cinco! —gritó el arbitro.

Jäcklein tomó el dado y sacó un tres.

—¡El tres! ¡Otra vez el tres! —gritó Jäcklein furioso—. ¿Por qué no sacó un cinco o un seis?

—Todavía te quedan dos tiradas —le dijo Thonges— vas a ganar.

García Navarro había vuelto a lanzar su segundo tiro y volvía a sacar el cinco.

Jäcklein tomó los dados pero sólo consiguió un tres.

Jäcklein calló preocupado, porque lo había apostado todo. Pero Schellbock le susurró:

—Aún no has perdido. Ahora él sacará un uno, pero tú un seis.

García Navarro ya había efectuado su última jugada.

—¡Seis! —gritó el español—. ¡El juego se ha acabado! ¡Los tres ducados son míos, dame los tres ducados!

—¡Aún me queda una tirada! —gritó Jäcklein.

—¡Grandísimo tonto! —le espetó el arbitro—. Tendrías que sacar un once de una sola jugada para poder ganar. ¡Y cómo lo vas a hacer con un solo dado!

—¡Aún me queda una tirada! —gritó Jäcklein obstinado— ¡y voto al diablo que voy a utilizarla!

García Navarro, al oír estas palabras, pensó que Jäcklein había invocado al demonio en su ayuda, y preso de un gran nerviosismo comenzó a santiguarse una y otra vez.

Pero Jäcklein tomó el dado y lo lanzó con tanto ímpetu al cielo que lo perdieron de vista.

Mientras miraban a lo alto se oyó un zumbido e inmediatamente cayó el dado delante de sus narices en el suelo.

Jäcklein se inclinó para ver lo que había sacado, alzó la vista y dijo relajadamente:

—Once.

Schellbock y Thonges también agacharon las cabezas, miraron el dado y exclamaron:

—Once.

El arbitro estaba furioso y gritó:

—¡Me tomáis por tonto! —Se agachó sobre el dado. Pero de inmediato se levantó, apretó las manos y gritó:

—¡Por todos los santos, ha sacado un once!

El dado se había partido en dos mitades debido a la fuerza de la caída, y parecía como si lo hubiera dividido un golpe de espada. Ambos pedazos estaban uno junto al oro, y una cara enseñaba el cinco y la otra el seis.

—Así pues, ha ganado —dijo el arbitro—. Señor Secretario, debéis darle vuestro arcabuz, ha ganado.

García Navarro dirigió una mirada entre tímida e inquieta a Jäcklein y le susurró:

—Sé de buena tinta quién os ha ayudado. Él ha acumulado mucho poder aquí en el campamento de Cortés. —Entregó el arcabuz a Jäcklein diciendo:

—Tomadlo, os lo doy a sabiendas de que me ha traído suficientes quebrantos.

—Todavía me falta la pólvora y el plomo —exigió Jäcklein.

—Aún me queda un puñado de pólvora y no más de tres balas —dijo García.

—¡Traed acá, traedlo! —insistió Jäcklein—. Os daré además tres ducados.

García Navarro, al ver el oro, entregó a Jäcklein su pólvora y su plomo, metió las pepitas en su bolsa y se marchó.

Los españoles lo miraron como a alguien que va subiendo la escalera del patíbulo. Pero García Navarro no se dio cuenta, mascullaba, contaba el oro y estaba fuera de este mundo.

Los españoles se agruparon de nuevo y siguieron jugando, pero los alemanes se hicieron a un lado y contemplaron el arcabuz.

—¡Por fin tenemos el arcabuz! —dijo Thonges.

—¡Pero sólo pólvora para tres balas! —dijo Schellbock.

—¡Es suficiente, es suficiente! —musitó Jäcklein—. No necesitamos más para dar otro cariz a esta guerra.

—Yo deseo que la primera bala vaya a ese verdugo patizambo que me amenazó con la horca —bramó Schellbock.

—La segunda a Mendoza, ese fatuo y presumido; ¡mató a mi primer señor en la ciudad de Gante! —recordó Jäcklein airado.

—¡Y la tercera al corazón de piedra de ese cruel Cortés! —gruñó Thonges.

—¡Mirad a los alemanes! —gritó uno de los españoles.

—¿Por qué juntarán tanto las cabezas? ¿De qué tendrán que murmurar y cuchichear?

Schellbock apenas prestaba atención a los españoles, ahora que tenía el arcabuz.

—¡Y a ti que te importa! —le contestó—. ¡Mete la nariz en tu trasero, mierda de español!

—Repartimos lo que nos queda de nuestra fortuna —gritó Jäcklein.

Thonges blandió sus puños, alzó la barbilla y fulminándolos con la mirada gritó:

—¡No me puedo entretener con vosotros, servidores de curas; sólo Dios sabe lo que lo siento! No tenemos suficiente pólvora para vosotros, así que la peste, la sarna y la tuberculosis acabe con vosotros.