ALEMANIA EN SUEÑOS

Grumbach pasó dos días y dos noches en el campamento español, y durante ese tiempo pareció que hubiera sellado la paz con Cortés y con su armada. Pero esa paz no perduró y llegó a su fin la noche en que Cortés y Grumbach soñaron al mismo tiempo con Alemania.

Por la noche había llegado al campamento un primo del Gran Señor indio desde la ciudad de Tenochtitlán acompañado del señor Juan de Leone, uno de los dos caballeros que Cortés había enviado a la capital india. Estos dos señores llevaron a Cortés un trono de oro artísticamente trabajado y ornamentado con las tallas de diversos animales, águilas, grifos, leones y terroríficos dragones marinos. Además de treinta barras de oro, cien lingotes de plata y dos bolsitas llenas de polvo de oro, pero el trono valía por sí solo más de noventa mil pesos de oro, y todo esto lo entregaba el indio a Cortés transmitiendo muchos cumplidos y bonitas palabras como regalo del Gran Rey.

Cortés se llenó de júbilo al recibir este tesoro y mandó de inmediato que se hiciera pedazos el trono, porque quería dividir el oro en dos montones. Luego reunió en su tienda a sus jefes de caballería y a sus capitanes.

Bien pronto el vestíbulo del alojamiento de Cortés se vio repleto de oficiales y caballeros que se agolpaban asombrados ante el montón de oro, porque ninguno de ellos había visto jamás tanto oro junto. Ninguno de los oficiales osó pronunciar una palabra en voz alta, sino que hablaban temerosos en susurros, sin atreverse tampoco a tomar un pedacito de oro en la mano, hasta que uno de ellos, Cristóbal Díaz, se arrodilló, miró los pedazos de oro y dijo que la garra del grifo valdría unos treinta pesos de oro y que la boca del dragón sesenta. Entonces los demás vencieron su temor y de Aguilar dijo:

—¡Sabéis lo que valen los rubíes! Yo daría doscientos pesos de oro.

Diego Tapia tomó entonces un trozo en su mano, lo sopesó y exclamó que con lo que tenía en la mano podría pagarse criados, caballos, cochero y carroza. Entonces el de Olio gritó:

—¡Oh, que grandes honores!

Y otro, el señor de Sandoval, turbado y desconcertado, dijo que estaba cansado de guerrear, que con su oro iba a convertirse en comerciante. Alvarado, sin embargo, caminaba en círculos alrededor del montón de oro y lanzaba miradas hostiles a todo aquel que mirara el oro de cerca, comportándose como el gato que protege el plato de leche.

El tesoro que yacía en medio de los oficiales produjo el extraño efecto de que cada cual hablara más alto que los demás y de golpe Alvarado empezó a rugir: «¡A la horca! ¡A la horca!», con tal vozarrón que asustó a los otros, queriendo decir que habría que ahorcar a quien se escabullera de allí con un pedazo de oro en su jubón; y el de Neyra gritaba que Dios le había enviado la pobreza llevándola desde entonces como una brida bien sujeta a su quijada, pero que ahora sólo sentía ganas de luchar, pelear, beber, estar alegre y de buen humor; pero Tapia acallando su voz con sus gritos exclamaba que los tontos y los zoquetes no recibirían nada, que el oro estaba destinado a los escogidos; Sandoval por su parte se había cargado de oro como un mulo de carga, no podía ni moverse ni girarse, y Alvarado lo tenía cogido por el cuello y le gritaba a la cara «¡A la horca! ¡A la horca!», y el de Neyra había llegado a las manos con el de Tapia mientras que Pedro de Olio gritaba sin pausa «¡Oh, qué grandes honores! ¡Oh, qué grandes honores!»; y en esta jaula de locos entró súbitamente Grumbach con el sombrero calado hasta las cejas. Al verlo Tapia soltó inmediatamente al de Neyra y daba gritos exclamando:

—¡Mirad a ése de ahí! Debe creer que es la máxima autoridad del Emperador alemán ya que no se quita el sombrero en nuestra presencia.

—¡Calla! —dijo el de Neyra— no se puede humillar ni hacer reverencias, pues hubo un tiempo en que era conde o príncipe allá en Alemania, y eso es más que ser un grande en España.

—¡Lo fue! ¡Lo fue! ¡También mi jubón fue la mortaja de un gran señor! —exclamó el de Tapia.

—¿Quién murió con vuestro jubón, señor? —preguntó Grumbach.

—¡El buey más grande de Baracoa, señor, mi talabartero me hizo con su piel este jubón! —gritó Tapia y todos sus capitanes rompieron a reír estrepitosamente; pero de golpe se hizo el silencio, porque Cortés estaba en la puerta.

Llevaba una antorcha en la mano que introdujo en una anilla de cobre que prendía del techo de una cadena. Luego se agachó y empezó a dividir el tesoro con sus manos mientras el brillo del oro refulgía en el yelmo de acero. Separó el oro en dos montones, uno grande y otro pequeño, y cuando hubo acabado se levantó y defendió el tesoro para su rey.

—¡Señores! —dijo a sus oficiales—. De todos los honores y glorias guerreras que hemos ganado en esta campaña y que aún nos quedan por ganar, la mayor parte le corresponde a la ilustre persona de nuestro rey —después de Dios— y sólo una insignificante a nosotros; de igual manera procederemos con el oro, a saber, que esta parte de aquello que hemos ganado nos corresponde a mí y a vosotros y al interés público en general, y la otra parte pertenece a nuestra Altísima Majestad Católica, tal y como es menester estando al servicio real.

Los capitanes quedaron mudos al oír este discurso, porque no quería entrar en sus cabezas que pudiera corresponder al rey ni tan siquiera el pequeño montoncito de oro que Cortés había apartado.

Pero Cortés señaló el montón grande y dijo:

—Este oro revertirá en la corona real, porque los pleitos alemanes han dejado un gran agujero en las arcas del rey y han volados los pfennig de oro. Pero este pequeño montón lo repartiré entre la armada con vuestro beneplácito, y cada uno de vosotros recibirá oro por valor de doce pesos, mientras que el soldado raso recibirá dos y medio.

Los oficiales, al comprender que debían despedirse del gran montón, empezaron a murmurar en voz alta y Díaz, rojo de cólera, gritó:

—¿He entendido bien? ¿No vamos a recibir más de doce pesos en total? Eso es a fe mía la mayor de las injusticias e ignominias.

—¡Señor Díaz! —le imprecó Cortés severamente—. Nuestro Ilustre Señor ha enviado cartas urgentes a todos los virreyes de sus tres reinos para que enviaran cuatro veces mil pesos de oro. Porque es imperioso que se reclute y mantenga un gran ejército en Alemania, y los aliados quieren que se les pague, de lo contrario triunfará la revuelta y la rebelión.

—¡Con qué presteza recordáis, señor Cortés, lo que quieren oír en la corte! —dijo Sandoval—. ¡Pero qué nos importa a nosotros! ¡Si el rey necesita dinero que lo reclame a los campesinos, pero no a nosotros!

Cortés no respondió, pero su silencio era de enojo.

—¡Cortés quiere olvidar a sus capitanes y soldados, pero no se olvida de besar las posaderas a cualquier cortesano palaciego! —gritó de Neyra.

—¡Si yo me he olvidado de mis capitanes y soldados, vosotros os habéis olvidado de la gloria de España! —respondió Cortés encolerizado dando un paso atrás, de modo que quedó prácticamente en la penumbra y sólo su yelmo brillaba y refulgía con el reflejo del oro; y a Grumbach se le cruzó un pensamiento extraño y absurdo por la mente mientras aguardaba de pie en silencio apoyado a la pared de la tienda, un pensamiento que le causó risa. Fue como si ese brillo y fulgor del yelmo no fuera otra cosa que la gloria de España que Cortés acababa de mencionar y que ésta estuviera cimentada sólo en la cabeza de Cortés.

Pero Pedro de Olio saliendo del grupo dio una patada al oro y dijo:

—¡Anda y lárgate! ¿Quieres irte a la corte del rey? Hará contigo fuentes de oro en las que comerá capones, ortegas, pasteles y mazapán; nosotros en cambio hemos comido pan negro con sebo. Hará sillones de oro tapizados en terciopelo; nosotros en cambio hemos dormido en el duro suelo…

—¡Ya basta! —gritó Alvarado y empujando a Pedro de Olio a un lado se colocó ante el montón de oro—. ¡Yo tengo la palabra de Cortés! ¡Nos prometió que llenaría nuestros sombreros hasta el borde con oro! ¡Haced lo que gustéis, señores, yo tomaré mi parte!

Se arrodilló junto al montón de oro, se quitó el sombrero de la cabeza y empezó a llenarlo con el oro del Gran Rey.

Cortés, preso de una ira ebullescente, desenvainó la espada y la levantó ante la cabeza de Alvarado. Pero éste ni lo veía ni lo oía, sino que a cuatro patas revolvía en el oro con las manos.

Cortés entonces recapacitó, le dio la espalda a él y al oro, bajo la espada y no dijo palabra.

Los oficiales y los caballeros de Cortés fueron acercándose uno tras otro, llenaban sus sombreros en silencio con el oro y se retiraban. Poco a poco el montón de oro iba haciéndose más y más pequeño desapareciendo en los sombreros de los españoles. Paulatinamente el fulgor y el brillo del yelmo de Cortés fue también apagándose, su cabeza desapareció en la oscuridad y fue como si en aquella hora también se hubiera apagado la gloria de España en su cabeza.

La antorcha se mecía de su cadena desprendiendo un humo espeso que envolvía a los capitanes de Cortés, rodeándolos de una luz tan engañosa que parecía que se balanceaban de un lado a otro como indecisos o ebrios por el oro que escondían en sus abrigos.

Sin embargo, del oro del Gran Señor no quedaba sino una mísera barra y algunos lingotes de plata desperdigados en mitad de la tienda.

Cortés estaba a un lado en la penumbra con los ojos clavados en el suelo, y en plena vigilia soñó con Alemania.

Veía Alemania como un campo infinito y fangoso sin árboles ni matorrales, sobre el que caía una llovizna débil y continua. Por el campo cabalgaba un grupo de jinetes; había obispos y prelados, cancilleres del reino y consejeros secretos. A la cabeza iba el Emperador. Arrastraba su abrigo por el suelo que estaba muy sucio por el fango húmedo. Pero ninguno de los que cabalgaba detrás del Emperador levantaba el abrigo, tal era la prisa con la que huían. El Emperador se protegía de la lluvia metiendo la cabeza entre los hombros, los labios le colgaban y estaba furioso. Cortés al ver el semblante enfurecido de su rey en el sueño despertó de su ensimismamiento y retomó la lucha por el oro del rey que estaba prácticamente perdido.

Buscó a Grumbach con la mirada, lo encontró con el sombrero calado hasta los ojos, apoyado a la pared de la tienda y le espetó:

—A decir verdad, yo me siento tan apenado como vos al saber que vuelve a ser precisamente un alemán el causante de toda esta agitación y rebelión.

Grumbach alzó la cabeza.

—Señor Cortés —respondió—, ¿de qué habláis? Sé muy poco de lo que ocurre en Alemania. Hay revueltas y rebelión en todas partes, porque se mortifica al campesino con rentas, tributos, impuestos, servidumbre y los elevados derechos aduaneros del Rin.

—¡Eh! —exclamó Cortés— ¡no me refiero a eso! A fe mía que me resulta vergonzoso tener que contar que los alemanes ahora se van a convertir en una nueva horda de paganos, herejes, turcos y tártaros con su nueva doctrina.

—¡Es cierto! —intervino Sandoval—. No se oye de Alemania sino noticias de uniones y alianzas de los estamentos y vasallos contra su Majestad el Rey. Desde que el diablo despertara a ese impío enemigo de la Iglesia todo va de mal en peor.

—¡La peste se lleve a ése que desprecia a Dios y a su sagrada comunidad! —bramó súbitamente Alvarado que estaba sentado en el suelo acariciando su oro, pero enmudeció inmediatamente y continuó valorando y contando su fortuna.

Pero Grumbach se acercó, lo sacudió por el brazo y exclamó:

—¿Quién es ése al que llamáis despreciador de Dios y qué doctrina enseña?

—Es un redomado bellaco que vive en Wittenberg —contestó de Neyra— no vale un pfennig, y enseña y afirma que no es menester confesar los pecados, que la misa es una atrocidad, la peregrinación superchería y que los sacerdotes no deben conservar su castidad.

Grumbach palideció, retrocedió unos pasos e inquirió en voz baja:

—¿Cómo se llama ése a quien Dios ha revelado esos secretos?

—¡El verdugo pronunciará bien alto su nombre cuando ponga fuego a la pira de leña! —gritó Tapia—. Yo no lo sé. ¿Acaso debo acordarme de los nombres de todos los bellacos? A un bellaco simplemente lo llamo: bellaco.

—Quiere eliminar las ancestrales ceremonias de la sagrada Iglesia, no quiere ni oír hablar de castidad o penitencia, se burla de las indulgencias… —gritó Díaz.

—¡Y a fe mía que lleva razón! —explotó Grumbach violento—. ¡Y no es una doctrina equivocada, sino la verdadera, y yo jamás he tenido otra fe que ésa!

Los españoles enmudecieron al oír estas palabras, retrocedieron de modo que de repente se encontró solo en mitad de la tienda y de Neyra dijo en voz baja, mirándolo asustado:

—¡Jesús, ten piedad de nosotros!

Tapia fue el primero en recobrar la palabra, escupió y dijo que siempre había sabido que es tan cierto que los alemanes son poco cristianos como que el murciélago no es un ave.

—¿Así que queréis destruir los altares y expulsar a los sacerdotes? —exclamó Sandoval.

—¡Acabemos con los monjes y los curas! —gritó Grumbach—. ¡Son los servidores predilectos del diablo!

—¡El sacrificio y la oración son bufonadas para los herejes! —gritó Tapia.

—Guárdate, lobo de Wittenberg. Ya aparecerá quien te lleve atado con cuerdas ante el Emperador —aulló Díaz.

—¡Estoy convencido de que el Emperador encontrará un Judas! —gritó Grumbach con más fuerza que los demás— ¡pero le faltan los denarios de plata!

—¡El Emperador tendrá suficiente dinero para luchar contra todos los lobos herejes, rebeldes y rabiosos! —gritó Alvarado.

—Tendrá dinero suficiente para acabar con todos los herejes de su tierra.

—¡Para eso tendría que recuperar el trono de oro que empeñó al judío! —exclamó Grumbach en mitad de aquel terrible barullo.

Pedro de Olio se colocó súbitamente frente a Grumbach, lívido de ira, quiso hablar pero no le salió una palabra, alzó el oro con dos manos a las alturas y lo lanzó estrepitosamente a los pies de Grumbach. Y detrás de De Olio estaba Tapia, lo empujó a un lado, tiró también su oro sin guardarse nada y exclamó:

—¡Para qué quiero el dinero, aquí está! Para qué quiero yo honores y lujos.

Y de Neyra, soltando también el dinero al suelo, gritó:

—¡Tendrás caballos y servidores y artillería, Carole, tendrás tanto oro como necesites!

Y Sandoval, Díaz, de Aguilar y todos los demás capitanes y caballeros, todos lanzaron el oro al montón y gritaron:

—¡Así te pudras en el infierno! ¡Rufián y hereje!

—¡Asco de Alemania! ¡Sucio país! ¡Escupo sobre él!— y añadían:

—¡Carole, compra con esto falconetes y culebrinas, mata a todos los herejes!

Alvarado dejó su oro en último lugar, torció el gesto y dijo preocupado:

—¡Las ropas y vestidos del rey siempre se han tejido con dolor ajeno!

Grumbach, al darse cuenta del mal que había infligido a la nueva fe a causa de sus airadas palabras, apretó los puños y gritó:

—¡El oro no llegará a las manos del Emperador, así me tenga que convertir en ladrón y salteador de caminos!

Pero nadie le prestaba atención, porque los españoles presos de una contagiosa locura empezaron a arrojar al montón sus anillos y collares, y uno lanzó una bandolera de plata y un crucifijo de oro, y Tapia su hebilla con un rubí y dos esmeraldas, y en medio de ellos estaba Cortés con su semblante férreo y altivo y el brillo de oro refulgía en su yelmo, y gritando por encima de sus gritos dijo:

—¡Escúchame, insolente maestro de Wittenberg, que te jactas de conocer la sabiduría de Dios, pero no sabes que hoy en el Nuevo Mundo Hernán Cortés te ha disparado directamente al corazón!

A la misma hora en que Cortés ganaba la batalla sólo contra sus capitanes por la gloria y el poderío de España, a la misma hora el duque de Mendoza se escabullía hacia la choza de los alemanes, pues era tal la pasión y el deseo por poseer el cuerpo de Dalila que había olvidado completamente al rey, a Cortés y todos los asuntos mundanos; y sólo pensaba en cómo engañar astutamente a Grumbach para conseguir la doncella. Pero no pudo entrar a la choza, porque Schellbock estaba sentado ante la puerta, lo vio deslizarse en la oscuridad y lanzó una piedra con tal puntería que el duque hubo de saltar velozmente a un lado para evitar salir magullado.

Así que mandó llamar a su tienda a Pedro Carbonero, exigiéndole con duras palabras que le ayudara a satisfacer su amor por Dalila y calmar su lujuria.

—¿Es eso todo? —preguntó Pedro—. Vuestra Señoría me ha encargado cosas más difíciles.

—¡Eh! —exclamó el duque furioso—. No quiero un súcubo, una artimaña infernal en mi cama para que luego a la mañana siguiente me dé cuenta de que he saciado mi ansia con un pedazo de carbón negro o con un sapo.

—Vuestra Señoría podrá juguetear con Dalila cuanto quiera, porque a mí me obedecen todas las cosas —dijo Pedro febril—. Abrirá sus puertas de par en par a Vuestra Señoría.

Salió y encontró un gato en el suelo que llevaba muerto tres días y apestaba horriblemente. Lo levantó y con arte de encanto empezó a soplar en aquel gato como si fuera una gaita.

Con este instrumento se deslizó hasta la pared trasera de la choza de los alemanes, sopló con el gato muerto y sonaba como una dulzaina.

Dalila escuchó esta extraña música y desde ese momento no pudo parar de moverse en el interior de la choza, sino que iba de aquí para allá, saltaba y brincaba. Cuando se hubo cansado del baile sacó la cabeza por el ventanuco, atravesando la espesa mata de hiedra india que en aquella precisa noche había abierto sus flores amarillas. Vio a Pedro apoyado en un solo pie ante la choza soplando en su gato con los carrillos hinchados y le preguntó:

—¿Quién eres y cómo te llamas?

Pedro contestó:

—Me llamo «Odio del Mundo».

—Entonces vuelve mañana y toca para mí, pero sólo cuando mi hidalgo no esté, porque no le gustan las dulzainas y mucho menos verme bailar.

—Tu hidalgo —dijo Pedro saltando sobre la otra pierna—, tu hidalgo es uno de esos diablos o demonios, guárdate de él, he venido a advertirte.

Y volvió a soplar en su gato.

—¿Qué son los diablos o demonios? —preguntó Dalila llena de curiosidad.

—Los diablos atormentan, asustan y vejan a las personas, también son los responsables del rayo y del relámpago —respondió Pedro.

—Entonces mi hidalgo no es uno de esos diablos, jamás me ha vejado —dijo Dalila.

—Y sin embargo —graznó Pedro en su oído— no ansia otra cosa que tu corazón y tu sangre.

Dalila al oírlo rompió a reír y dijo:

—¡Eh, tú, «Odio del Mundo», estás inventando! ¿Qué iba a hacer con mi sangre y mi corazón?

—Él no tiene sangre en las venas ni corazón en el pecho, por eso ansia el tuyo —susurró Pedro.

Dalila se indignó y gritó:

—¡Ve a mentir a otra parte, «Odio del Mundo»! ¡Yo misma he visto correr su sangre y latir su corazón!

—Tienes que venir conmigo —insistió Pedro—, conozco un amante mejor para ti, delgado y hermoso.

—¿Es moreno? —preguntó Dalila—. ¿De semblante pálido y cortesano?

—Sí, su rostro es pálido y cortesano —dijo Pedro febril— y su corazón siempre late.

Dalila oyó los pasos de Grumbach ante la puerta, retiró la cabeza del ventanuco y susurró a Pedro.

—Vete, oigo venir a mi hidalgo.

Mientras Pedro se escabullía, ella fue al encuentro de Grumbach.

Dalila, por los andares de Grumbach, entendió que éste estaba enfadado y preocupado. Se detuvo en medio de la estancia, olfateó el aire y dijo:

—Aquí huele a pez y azufre, ¿no lo percibís?

Schellbock, Jäcklein, Hundt y Thonges, que habían entrado detrás de él, empezaron a olisquear presurosos el aire y Thonges habló:

—Seguro que es la hiedra india, crea una atmósfera tan pesada que a uno se le va la cabeza.

Grumbach se dejó caer en una silla, se quitó el abrigo, quiso descubrirse el sombrero cuando se dio cuenta de que había luz en la estancia y gritó:

—¡Jakob, apaga esa luz! —porque sólo se quitaba el sombrero cuando estaba completamente a oscuras.

Dalila se puso titubeante a su lado y le rodeó el cuello. Por un instante quedaron todos en silencio en la estancia a oscuras; a continuación Grumbach gritó:

—He de hacerme con un arcabuz antes de que despunte el día, el oro no ha de llegar a manos del Emperador. ¡Vaya unos vagos estáis hechos!

—¡Hidalgo! —dijo Schellbock—. No es culpa nuestra, lo hemos intentado de todas las maneras, con mentiras, robando y con riñas. También hemos hecho sonar el oro en nuestros bolsillos. Pero no pudimos hacernos con un arcabuz ni ofreciendo la paz eterna.

—Y ello es debido —dijo Jäcklein— a que Cortés ha jurado colgar de inmediato a todo aquel que pierda su arcabuz, y lo lleva a rajatabla.

—¡El oro no ha de llegar a manos del Emperador, así me tenga que convertir en ladrón y salteador de caminos! —gritó Grumbach—. ¡Lo utilizarán para reprimir la nueva doctrina y para satisfacer la sed de venganza de los curas!

—¡Hidalgo! —dijo Thonges—. Hoy celebran los extranjeros carnaval. Además, cada español ha recibido dos piezas de oro, van a emborracharse de lo lindo, porque el español se come las uvas a ser posible sin cascara. ¡Todos estarán ebrios y atontados esta noche, y si alguno de ellos pierde su arcabuz no seré yo quien lo baje mañana de la horca!

—¡Tiene razón! —convino Schellbock—. ¡Vamos, compañeros, pues si no lo conseguimos esta noche no lo conseguiremos ni el día del Juicio Final!

—No tengo muchas esperanzas —dijo Jäcklein—. Los españoles están locos con sus arcabuces y les hacen la corte como si se llamaran Margarita o Elisa. ¡Así se los coman los piojos! ¡Quedad con Dios, hidalgo!

Los alemanes salieron, sólo Grumbach quedó a solas en la estancia a oscuras sentado en una silla con la cabeza apoyada en la mano, porque tuvo una extraña visión de Alemania.

Al principio no distinguía nada, sino que oía allá a lo lejos una melodía breve y estridente, tocada seis o siete veces por un tambor, un birimbao y una flauta travesera.

Súbitamente adivinaba un pueblecito, era invierno y de noche, pero Grumbach podía reconocer todo lo que ocurría.

Veía la nieve sobre los tejados y el pozo de madera cubierto con una capa de hielo. Una tropa de jinetes imperiales estaba en medio de la plaza. El capitán era un hombre joven y fuerte con una dentadura de caballo, y vestía un jubón español de seda azul. A su alrededor había jinetes, y eran tantos que las picas asemejaban un bosque que mirara al cielo. Otros salían de las casas corriendo, arrastrando arcones de madera, gansos, gallinas y cerdos acuchillados. Tres de los jinetes rompieron una puerta cerrada embistiéndola con una viga de madera. Un joven tenía agarrado a un hombre mayor por el pecho y apuntaba con su arcabuz a la nariz. Ardía un granero. En el suelo yacía un muchacho, sangrando con el pecho destrozado por una bala. Una mujer se echó sobre él gimiendo. Otras dos mujeres corrían sofocadas calle abajo sujetándose el borde de su vestido con la boca: un jinete corría tras ellas.

Dalila soltó un tremendo grito y exclamó:

—Hidalgo, ¿por qué truena así vuestro corazón?

Y Grumbach despertó de su sueño. La imagen del pueblo atacado por los servidores del Emperador desapareció, pero la aguda melodía del tambor, el birimbao y la flauta travesera seguía resonando en su oído. Se restregó el ojo con la mano y dijo:

—Mi corazón resuena porque pensaba en Alemania. Dalila, agarrándolo fuertemente por las manos, preguntó:

—¿Hidalgo, por qué bullía vuestra sangre tan atropelladamente?

Y Grumbach se levantó, se liberó de ella y dijo:

—Mi sangre bulle porque me acuerdo de Alemania.

—¿Adonde vais? —se quejó Dalila—. ¡No quiero quedarme sola! —Y arrancándose el traje de los hombres se arrimó a él y suplicó—: ¡Quedaos, hidalgo, por favor!

Pero Grumbach se indignó y la empujó a un lado gritando:

—¡Basta! He de irme. ¡Esta noche no hay tiempo para tales entretenimientos!

Cuando se había marchado, Dalila corrió hacia la puerta; allí estaba Mathias Hundt de guardia. Dalila se acercó a él, apoyó su cabecita en sus hombros y preguntó:

—Mathias, ¿qué haces durante las largas noches que prestas guardia?

Pero Mathias gruñó y no respondió.

Dalila, entonces, le tiró de las barbas y exclamó:

—¡No gruñas, Mathias, debes responderme! ¿Qué haces en esas largas noches?

Y Mathias le respondió de mala gana y de peor humor:

—Pienso en Alemania.

Entonces Dalila se enfadó y le golpeó en la cabeza, porque Grumbach y sus leales no pensaban más que en Alemania y la dejaban sola.

Se retiró a la estancia y se durmió, porque su cabecita estaba cansada y confusa a causa del aroma de la hiedra india.

Y esa noche también ella soñó con Alemania.

Vio a Grumbach con su bandolera de cuero sin sombrero, de modo que por primera vez pudo ver su frente, su sien y su ojo izquierdo que solía ocultar tras su sombrero. Y se dio cuenta de que su pelo era moreno y caía en ondas, y que su semblante era hermoso y cortesano y más pálido que nunca. Pero de golpe se percató que abrazaba a otra mujer fuertemente que no se parecía nada a ella. Tenía un rostro gordo, muslos grandes, pechos cargados y una respiración fuerte y pesada. Y Mathias Hundt apareció de repente y señalando a la mujer extraña dijo: ¡Alemania!