EL TRIGO DEL DEMONIO

La noche que siguió al ataque de Mendoza, Dalila cayó presa de una persistente fiebre, lloraba y gritaba, diciendo cosas sin pies ni cabeza. Por la mañana, Grumbach despertó a Schellbock y a Jäcklein, ordenó que llevaran a Dalila a la ciudad de Tenochtitlán a través de los espesos bosques a la casa de uno de los curanderos indios; confeccionó una misiva hecha al estilo indio con hebras trenzadas e infinidad de rabillos de cuero, porque los indios no entienden la escritura, sino que tejen sus documentos lo mismo que nosotros tejemos lino o alfombras.

Schellbock confeccionó una hamaca valiéndose de un abrigo y una cuerda, tendió a Dalila en ella, se la echó a la espalda y se puso en camino con Melchior Jäcklein. Los dos tenían idea de regresar antes de que despuntara el día, porque temían que los españoles atacaran de nuevo las fuentes de los caños.

Pero aquella mañana Alvarado había salido del campamento con algunos servidores para cortar árboles del bosque indio. Al atravesar la espesura se encontraron de pronto con los dos alemanes que iban tropezando con todas las raíces a causa del fardo que llevaban a la espalda; y en seguida corrieron los españoles detrás de Schellbock y Jäcklein. En cuanto comprendieron que no podrían huir de los españoles se detuvieron, dejaron su carga en el suelo, tomaron dos ramas y se fabricaron unas estacas con las que devolvieron golpes a los españoles, pero les vencieron porque eran superiores en número y los tiraron al suelo.

Alvarado se precipitó a la hamaca, la levantó con dos manos y exclamó que había arrebatado al enemigo un tesoro del Gran Señor indio, que seguro que era más valioso en oro y piedras preciosas que el del legendario Creso. Al oír sus gritos los españoles dejaron a los alemanes y corrieron para obtener cada uno su parte.

Una maldición surgió de los labios de Alvarado cuando al iluminar con una antorcha de pez vio a Dalila en la hamaca, aterrorizada y cegada por el humo de la antorcha, sin saber en qué escondrijo podría refugiarse. Alvarado no podía controlar su enfado y enojo y, por dos veces golpeó a Dalila con la mano. Pero en seguida se percató que llevaba todo tipo de adornos de oro en el pelo, prendedores, aros y empezó a arrancar apresuradamente las joyas del pelo. Pero tiraba con tan poca delicadeza que Dalila soltó un grito en voz alta pidiendo ayuda a Grumbach. Y gritaba: «¡Hidalgo! ¡Hidalgo!», porque no llamaba a Grumbach por el nombre de pila, sino que lo llamaba tal y como lo hacía Melchior Jäcklein, es decir: «Hidalgo».

—¿Quién es tu hidalgo? —preguntó Alvarado retirando su mano del pelo.

—Mi hidalgo —dijo Dalila— es más grande, más fuerte y más guapo—. Pero de inmediato se le cruzó el rostro del duque de Mendoza en lugar del de Grumbach a causa de la fiebre y se quejó: —Me ha hecho tanto daño que estoy enferma, me duele la mano y sangro—. Y el miedo volvió a apoderarse de ella y empezó a protestar y a llorar: —¿Qué queréis de mí?

Alvarado sintió compasión y la llevó junto con los dos alemanes al campamento. Una vez allí mandó que los encerraran en una choza de madera y apostó a dos españoles con sus arcabuces cargados delante de la puerta. Luego se fue a reportar a Cortés que había capturado otros dos alemanes.

Algo más tarde llegó Pedro Carbonero cojeando hasta la choza de los alemanes, comunicándoles que era voluntad y orden de Cortés que anduvieran libres por el campamento y que podían conservar todo lo que llevaran en sus ropas. Pero si demostraban tener un carácter rebelde o intentaran escapar del real, él, Pedro Carbonero, tenía la orden de prepararles un sitio en el piso más alto de la horca. Y señalándose a sí mismo con el dedo dijo:

—Soy el verdugo de Cortés.

A Melchior Jäcklein le había enojado sobremanera que el verdugo de piernas arqueadas viniera a amenazarlo con la horca. Salió de la choza y dijo:

—¡Eh, maestro cordelero! ¿Tan falto está el campamento de españoles de piernas derechas y hocicos limpios para que Cortés tenga que mandar al verdugo chevalier de la manche a dar recados? Mas ahora que habéis cumplido con vuestra obligación con tan elegantes maneras, ¡largaos!

El verdugo miró a Jäcklein con altanería y mirada enfurecida, apretó los puños contra su cintura y graznó con su voz de pájaro.

—¡A ti, miserable, he de privarte de esa lengua o que me quede hoy mismo sin manos!

Los dos alemanes se encolerizaron al oír estas palabras, especialmente Schellbock, que asomó la cabeza y gritó al verdugo mientras se iba:

—¡Eh, tú, pedazo de mierda! ¿Cómo te atreves a decir esas porquerías? ¡Así se te lleve el demonio!

Luego se sentó junto a Melchior Jäcklein, sacudió la cabeza y dijo:

—Los verdugos son una gente ruda, tosca y hostil, no conocen modales, porque tienen un oficio asqueroso, y por muchos trajes de seda que le pongas a un cerdo siempre se revolcará en la mierda.

Entretanto habían traído pan, vino y carne fría que atacaron ferozmente, mientras en la tienda el médico que Alvarado había mandado lavaba la herida de Dalila.

Grumbach al oír a Dalila gritar a lo lejos «¡Hidalgo! ¡Hidalgo!», se asustó y aguardó impaciente el regreso de Schellbock y Jäcklein. Pero al despuntar la mañana sin que hubieran regresado bajó de la montaña con los otros dos campesinos que habían quedado con él, Jakob Thonges y Mathias Hundt.

Tras una hora de caminata vieron a dos españoles que acababan de talar un árbol con hachas y que ahora desmochaban las ramas. Junto a ellos había una hoguera y sobre el fuego un trozo de carne de caballo en un pincho.

Grumbach se acercó vestido como un cazador con dos gallinas indias atadas por las patas colgadas a los hombros. El sombrero se lo había calado tapando el ojo izquierdo. Detrás de él iban Jakob Thonges y Mathias Hundt, los dos llevaban caza en los hombros.

Los dos españoles no reconocieron a Grumbach ni a sus dos servidores, creyeron que se trataba de alguno de los nuevos jinetes contratados que habían entrado con el verdugo en el campamento. Uno de ellos dejó el hacha y preguntó a Grumbach:

—¿De dónde venís? ¿Habéis cazado?

Grumbach se sentó, echó un leño seco al fuego y empezó a afilarse un pincho de madera.

—Hemos estado de caza y hemos matado este faisán o grulla, vamos a asarnos una mazorca.

El español se dio cuenta de que ninguno llevaba su arcabuz y preguntó:

—¿Dónde habéis dejado vuestros arcabuces?

Grumbach, dándose una palmada en la frente, gritó a Thonges:

—¡Eh, nos hemos dejado las tres escopetas en la fuente en la que te empeñaste en beber agua, animal, así te lleven los demonios, corre y ve a por ellas!

Thonges se empezó a reír a carcajada limpia, pero no se levantó del suelo ni se inmutó, porque no sabía una palabra de fuente ni de agua ni de arcabuces.

—¿Es que se os ha olvidado que Cortés ha jurado ahorcar a todo aquel que pierda su arcabuz? —preguntó el español.

—¡Se me había olvidado! —exclamó Grumbach—. ¡Eh, venga ya, echa a correr de una vez!

Pero Thonges se quedó sentado, perplejo y con una tonta expresión en la cara y volvió a reír como un bobo.

—¡Venga, trae acá esas aves, estúpido! —gritó Grumbach y le quitó a Thonges la caza de los hombros. Una de las aves de colorido plumaje no era mayor que un zorzal, y Grumbach señalándola dijo:

—En estos bosques tan espesos hay cosas maravillosas. Sapos que aúllan como lobos, cangrejos que suben a los árboles, lagartijas que balan como ovejas, pero este pájaro canta con voz humana.

El español levantó la vista de su trabajo, sacudió la cabeza y dijo:

—¿Es que me tomas por tonto? ¿Cómo puede un pájaro cantar con voz humana, no siendo cristiano ni estando bautizado?

—¡Ea! —exclamó Grumbach— ¡pues no lo creas! Pero ayer mismo por la mañana lo oí llamar a su pareja no muy lejos de aquí. Chilló tres veces, casi como un lamento con voz de doncella.

Entonces el español empezó a reír.

—¿Pero quién te ha contado semejante cuento? Lo que oíste fueron los gritos de la muchacha india que Alvarado capturó ayer junto con los dos alemanes.

Al oír esta respuesta Grumbach soltó el zorzal y dijo:

—¿Dónde tiene a la muchacha? ¿Qué ha hecho Alvarado con ella?

—Eso de verdad no lo sé. Pregúntaselo a Alvarado —dijo el español dando la vuelta a su asado de caballo.

—¡Basta de disimulos! —gritó Grumbach con tal dureza, que al español se le cayó el asado al fuego—. ¡Soy Grumbach, llévame a vuestro campamento!

Apenas había acabado Grumbach de mencionar su nombre cuando uno de los españoles dejó su hacha clavada en el tajo y salió corriendo presa de pánico ladera abajo, desapareciendo rápidamente entre los arbustos. El otro metió la mano en el fuego; quería recuperar el asado y poner pies en polvorosa, pero no pudo porque Mathias estaba a su espalda y le cortaba la retirada. De modo que se quedó quieto, miró confuso a su alrededor y escupió en la mano soplando y maldiciendo a continuación, porque al ir a coger el asado se había quemado los dedos. De pronto se le ocurrió que si hacía los honores a Grumbach y le daba la bienvenida como a un caballero de elevada cuna, podría tal vez salvar su vida. Pero en su terror no se le ocurrió otra cosa que un latinajo: Ora pronobis, creyendo que estas palabras significaban «¡sé bienvenido!»; así que se quitó la boina de la cabeza y haciendo una reverencia hasta el suelo dijo: «¡Ora pronobis, nobles señores!». Y creyó haber dado una elegante bienvenida a Grumbach.

Pero Grumbach se encolerizó, le agarró por los hombros, lo sacudió y le espetó:

—¡Qué puñetas farfullas! ¿Acaso soy un cura? ¡Que rece el verdugo contigo! Ahora ve delante y guíame a vuestro campamento.

El español no podía creer que Grumbach quisiera entrar de veras en el campamento de Cortés, habiéndolo combatido antes tan encarnizadamente. Estaba atemorizado porque creía que Grumbach le hacía ir por delante para poder matarlo por la espalda con la espada. Se revolvía como una anguila en la red, y aparentaba preocuparse mucho por la vida de Grumbach y dijo:

—Nobles caballeros, ¿a qué vais al campamento español? Cortés os hará cortar la cabeza—. Además, en mitad de su miedo empezó a mentir:

—Nobles caballeros, seguid mi consejo y huid de aquí antes de que mi capitán Diego Tapia os oiga, pues anda cerca buscando zorros con dos oficiales.

—¡Como si quiere ser el mismo diablo el que busca zorros! —gritó Grumbach—. ¡Qué me importa! ¡Andando y en marcha!

El español, al ver que no podía zafarse de Grumbach, suspiró y comenzó a andar delante mirando a hurtadillas hacia atrás, alerta por ver qué maldad tramaba Grumbach contra su persona. Pero Grumbach y los otros dos anduvieron por espacio de más de una hora detrás de él, en silencio hasta que salieron del bosque y llegaron a las puertas del campamento español. El español cobró valor y daba unas zancadas cada vez más grandes, seguía creyendo que los alemanes recapacitarían y que de un momento a otro se darían la vuelta y pondrían pies en polvorosa; pero ahora tomó la firme resolución de no dejar escapar a Grumbach a tan corta distancia del campamento. Mientras atravesaba las primeras hileras de tiendas, observó con gran sorpresa que los alemanes continuaban detrás de él. Empezó a hacer señas con disimulo para que quienes los vieran pasar reconocieran a Grumbach y supieran la presa que había capturado y se lo comunicaran a Cortés. Pero nadie se fijó en el español ni en sus gestos hasta que se cruzó de frente con Pedro de Olio; éste había visto a Grumbach en la batalla de Cualtepec, en la que Grumbach había atacado a Cortés y había destruido un puente de barcas. Este Pedro de Olio lo reconoció en el acto, hizo una seña a dos de sus hombres y éstos se colocaron con sus escopetas cargadas detrás de Grumbach. Él por su parte se acercó a Grumbach, se quitó el sombrero con toda cortesía y dijo que el señor hidalgo seguramente deseaba ver a los dos servidores que habían caído en manos de los españoles el día anterior. Añadió que los llevaría donde estaban alojados. Grumbach vio bien pronto a Jäcklein y a Schellbock sentados ante su choza de madera, mientras Schellbock remendaba su guerrera.

—Vaya un tipo curioso —dijo Pedro de Olio señalando a Schellbock—. En un solo día ha devorado seis libras de carne y dos barras de pan, regadas con tres jarras de vino, pero no le pareció suficiente y quería más. ¡Qué criaturas más extrañas hay en este mundo!

Jäcklein ya había divisado a Grumbach, corrió a su encuentro y exclamó:

—¿También os han detenido a vos, hidalgo? Entonces todo está perdido.

—¿Dónde está Dalila? —inquirió Grumbach.

—Está en la choza durmiendo —respondió Jäcklein.

Grumbach entró y vio a Dalila durmiendo en un rincón sobre una alfombra. Su respiración era reposada, porque la fiebre había desaparecido desde que el médico había lavado la herida.

Thonges y Mathias Hundt entraron en la choza detras de Grumbach. Éste no despertó a Dalila sino que se acercó a la pared de madera donde había un tragaluz por el que se veía el real español.

Afuera había tres indios cargando maíz en un carro. Otros dos apilaban maderos, ladrillos y piedras de sillería. Un mozo paseaba el semental de un oficial delante de la tienda. Por la calle del real llegaron a una tienda diez jinetes españoles a galope.

—Así pues, los españoles nos han dominado —dijo Thonges quedamente.

—¿Quién nos ha dominado? —preguntó Grumbach.

—Los españoles, porque nos han capturado.

—A ti puede que te hayan capturado. ¡A mí no! —respondió Grumbach—. Yo he entrado por mi propio pie y ahora me iré.

Thonges miró por el tragaluz.

—Han rodeado la choza. Hay más de diez ahí fuera y todos muy bien armados.

Grumbach, en vez de responder, sacó su espada, la clavó en el suelo, la dobló y probó.

—¡Mathias y Jakob! ¡Prestad atención! Al primero que entre le voy a dar de estocadas. Luego saltáis vosotros, le quitáis el arcabuz y también mecha y pólvora.

—¿Y luego qué, hidalgo? —pregunto Thonges.

—¿Luego qué? —gritó Grumbach—. Maldición, en cuanto tenga un arcabuz seré el rey y señor. De haber tenido uno al comienzo los españoles no habrían podido penetrar ni dos millas en esta tierra.

—¡Esto va a salir mal! —dijo—. Tres hombres son pocos.

—¿Tienes miedo? Entonces quédate atrás —dijo Grumbach—. Mathias, ¿estás listo? ¡Entonces apaga la luz! Mathias Hundt no dijo palabra, apagó la luz y se colocó detrás de Grumbach. Grumbach levantó la espada e inclinó la cabeza hacia adelante aguzando el oído.

Durante un instante no se oyó nada. Los tres contenían el aliento.

De repente se oyó un leve crujido de arena ante la puerta.

—Entra uno —susurró Thonges.

Grumbach se inclinó completamente hacia adelante como si quisiera ganar la puerta de un salto. Dalila dormía.

De pronto se abrió la puerta.

Se recortaba la figura de un español. Se agachó y mantuvo la cabeza baja mientras cruzaba el umbral. Dudó un instante, luego cerró la puerta tras de sí.

Thonges había agarrado a Mathias por la mano, resoplaba y esperaba el momento en que Grumbach saltara sobre el español.

Pero Grumbach no se movió del sitio.

El español se enderezó y dio dos pasos hacia Grumbach. Andaba sigiloso, y no se oía más que un suave crujir de arena.

Grumbach enfundó súbitamente la espada en la vaina, se caló el sombrero bien hondo y dijo:

—¡Mathias, prende una luz!

Mathias Hundt sacudió la cabeza. Le sorprendía sobremanera que Grumbach no diera una buena estocada al español tal y como habían apalabrado. Pero se calló y encendió una luz.

Cuando se hizo la luz, el duque de Mendoza estaba ante ellos, sonriente y desarmado.

De inmediato se acercó a Grumbach, lo abrazó e intentó alegrarle con todo tipo de cortesías y cumplidos.

—¡Conde del Rin! —dijo—. Siempre os he apreciado. Me apena, Dios es testigo, que hayáis caído en manos de Cortés. Porque Cortés no es un caballero y vale tanto de comandante como una hoz curva en la vaina de una espada. Pero en las guerras ocurre a veces que caen cabezas preclaras, llenas de astucia y sabiduría, en el preciso lugar donde los tarugos más grandes llegan al poder—. Y añadió:

—Hay que esperar que la suerte cambie hasta que vengan tiempos mejores.

Y ninguno de ellos reconoció al muchacho que dos días antes había disparado cruelmente con su arcabuz contra tres de ellos. Sólo Dalila, que se acababa de despertar, lo reconoció de inmediato, se asustó y corrió a Grumbach rodeándolo el cuello con sus brazos y ocultándose en su abrigo.

Mendoza empezó a hablar muy dicharachero, intentando animar a Grumbach.

—¡Eh! —dijo señalando a Dalila—. ¡Tenéis una piel morena aterciopelada, tan bonita y lujosa, que tentaría a un monje! Conde del Rin, mi primer amor tenía la piel morena y aterciopelada. Era la bella señorita italiana con la que aprendimos los dos de niño a tocar el laúd en el castillo de Gante, ¿os acordáis? ¡Cómo me gustaba acariciar con mis dedos ese terciopelo! Y aún ahora cuando veo una piel oscura me acuerdo inmediatamente de mi amor infantil. Una musiquilla de laúd me viene a la mente, cierro los ojos y deslizo los dedos por el suave terciopelo, y a continuación me asusto y tengo miedo de que alguien nos haya visto a mí y a mi amada del terciopelo.

El joven duque miró a su alrededor aparentando estar asustado y confuso, mientras pasaba los dedos por la mejilla, el hombro y los senos de Dalila. E imitaba con tanto gracejo y tan bien el comportamiento tímido de un muchacho enamorado, que Thonges propinó un codazo en el costado a Mathias Hundt y estalló en carcajadas.

Dalila seguía pegada a Grumbach y no se movía. Pero sus vividos ojos recorrieron la figura delgada del duque y quedaron prendidos a su semblante juvenil.

Mendoza se dirigió de nuevo a Grumbach y preguntó:

—Conde del Rin, ¿es cierto que en esta tierra las mujeres conciben con dolor y paren con placer? Vos lo debéis saber.

Los dos alemanes rieron con mayor fuerza aún al oír esa pregunta, pero Grumbach no respondió.

La risa de los alemanes enmudeció de golpe. Una ráfaga de aire frío entró de pronto en la estancia haciendo temblar a Grumbach, que tuvo que envolverse en su abrigo tiritando. Una oscura zozobra había hecho presa en él y pesaba como una gran losa sobre su pecho y sobre su corazón.

Cuando alzó la vista vio a Cortés en el umbral de la puerta.

Quiso sacar su espada, pero el brazo parecía como lastrado por plomadas. Quiso pedir ayuda a Thonges y a Jäcklein, pero la zozobra le oprimía el pecho. Mendoza ya estaba junto a Cortés y le susurraba:

—Tengo al oso cogido por las garras—. Y dirigiéndose a Grumbach exclamó:

—Acercaos, conde del Rin, para que pueda presentaros al señor Cortés. Señor Cortés, éste es mi amigo y primo Franz Grumbach, conde del Rin…

Aquel día en que los españoles vencieron a Grumbach por el grito de un niño fueron dominados a su vez por la hiedra verde y vivaz del bosque indio.

Llegó de los espesos bosques por todas partes rodeando al principio el campamento español como un seto de espinos. Pero al anochecer se había internado más. Se arrastraba de noche como un espía por las calles del real y si encontraba una estaca en su camino o un artilugio de madera, trepaba a él hasta las alturas. Se enroscaba a las alabardas de la guardia, encadenaba los arcabuces a la tierra. Cubría el suelo como una alfombra pesada, sitiaba la artesa formando un verde enrejado, construía puentes de tienda. Su avance era cada vez más intenso. Las estrechas callejuelas entre las tiendas quedaron bloqueadas de golpe. Aquellos que habían dormido delante de la tienda contemplaban con asombro por la mañana que no veían el cielo, sino un manto verde de hiedra por encima de sus cabezas. Uno quiso levantarse medio borracho de sueño y la hiedra le arrebató el yelmo de la cabeza. Sucedían cosas extrañas. Un guante pendía del mástil de una bandera. Una jarra de vino flotaba en el aire. Los caballos no podían levantarse oprimidos por el peso de la hiedra. El mismo Cortés tardó dos horas en poder salir de su tienda, hubo que abrirle camino a machetazos y fuego a través de la exuberante hiedra.

Y esta hiedra, este milagro del bosque indio estuvo tres días y tres noches, y a la tercera noche floreció en capullos amarillos y pesados, cuyo aroma enturbiaba la mente y confundía los sentidos. Luego desapareció con la misma rapidez con la que había llegado y los españoles la llamaron: el trigo del demonio.

Pero en esta tercera noche en que floreció el trigo del diablo enturbiando los sentidos de los hombres con su aroma venenoso, en esa noche Grumbach consiguió las tres balas y el arcabuz.