LA GARZA DE LOS MIL ROJOS

Cuando el duque de Mendoza logró escabullirse de la vista de los alemanes se encontraba en tal estado de confusión que estuvo errando siete horas por el malhadado macizo hasta dar con el desfiladero donde había escondido los caballos. Era bien entrada la noche cuando regresó al campamento. En seguida se metió en la tienda y su fatiga era tan grande que antes de haberse quitado la bandolera cayó en un profundo sueño. Este sueño duró toda la noche y también el día siguiente, y era tan profundo que el duque no despertó ni cuando su servidor moro entró en la tienda para anunciarle que el señor de los indios había aparecido en el campamento español acompañado de sus cancilleres, cortesanos y consejeros para llegar a un acuerdo con Cortés sobre la paz.

Cortés estaba esperando al Gran Señor apoyado en su espada y rodeado de sus oficiales más apuestos, en un lugar al aire libre en medio del campamento. Alrededor de este lugar se había formado una doble fila de hombres armados comandados por dos capitanes, Juan de Leone y Antonio de Quiñones.

Llegaba una extraña música a nuestros oídos cuando el desfile de la corte india entró por la calle del real. Porque en cabeza iban los músicos del Gran Rey, con unos cubiletes de cobre en las manos y lanzaban bolitas de plata al aire para atraparlas luego. Cada una de estas bolas emitía un sonido diferente; si las unas producían sonidos graves, las otras agudos y el resultado era una melodía muy parecida a la que los campesinos castellanos cantan cuando cubren de estiércol las tierras, de modo que los españoles rompieron a reír y se acordaron de la letra de aquella estúpida canción y uno de ellos comenzó raudo a cantarla:

Si matas un cerdo, chorizos tendrás

Tras los músicos venía una curiosa comparsa: prestidigitadores, saltimbanquis y mimos, individuos que lanzaban aros al aire o que andaban con las manos, y cuya actividad agradaba al rey indio. Tras ellos venían los tullidos y enanos: personas que habían nacido sin brazos, otros que tenían seis dedos en cada mano y otro que tenía boca de pez. Caminaban muy dignos porque los indios los tenían por piezas valiosas y extraños trofeos.

A continuación llegaron indios con flores en las manos que corrieron a donde estaba Cortés y lo cubrieron de coronas de rosas por los hombros y la frente y también a otros españoles, soldados y oficiales que no estaban preparados para tal cortesía por parte de los indios. Detrás de ellos a su vez venían otros cuatro que parecían no tener otro oficio que el de correr delante del palanquín del Gran Señor y recoger las pajitas del camino que los pies de su amo iba a hollar. Por fin llegó el mismísimo Gran Señor en su palanquín, flanqueado a izquierda y derecha por muchos de sus parientes y cortesanos, todos descalzos y con los vestidos hechos jirones, que desplegaron una frenética actividad de besos en la mano y reverencias cuando el Gran Señor ordenó que lo bajaran de su palanquín. Luego retrocedieron y al lado del emperador quedó tan sólo un hombrecillo gordo y bajito, a quien el Gran Señor se dirigía con el nombre de Calpocua, es decir, «Maestro de la materia». Sólo él quedó cerca del emperador y estudiaba a Cortés y a sus hombres con mirada inquisitiva.

El Gran Señor iba muy apuesto adornado con pasadores de oro, cinturones y anillos, y también llevaba una gran perla al cuello que igual no se encontraría en todo el mundo ni recorriéndolo de cabo a rabo. Los españoles lo vieron llenos de contento pensando que allí había cosas que afanar, y todos habrían palpado las espaldas del Gran Señor con ávidos dedos.

Cortés recibió con gran acato y honores al emperador indio, de nombre Moctezuma, que quiere decir «Señor Sañudo». A continuación empezó a hablar de la muy augusta persona, su católica majestad y emperador romano, Carlos Rey de España, explicando a los indios que en realidad todas sus tierras y muchas más tierras y reinos pertenecían al rey español y que a aquellos que aceptaban ser sus vasallos los favorecía y honraba, mientras que a los rebeldes castigaba por mandato de la justicia.

El Gran Señor escuchó en silencio y con gran atención y tomó la palabra en cuanto Cortés hubo concluido, diciendo que se encontraba en gran deuda y obligación con este augusto rey de España, que se había tomado la molestia de enviarlo a tan lejanas tierras para interesarse por su bienestar. Que con gusto se convertiría en vasallo de rey tan generoso. Que bastaba con que Cortés le dijera cuánto oro, plata, piedras preciosas así como telas de algodón quería. Que todo eso lo enviaría por medio de Cortés y rogaba que se retirara con ese tributo a la ciudad donde residía su rey, porque esta vez no podía entrar en la capital india porque no estaba preparada para tales huéspedes y carecía de alimentos.

A esto respondió Cortés que no se podía marchar antes de que él y su armada pudieran devolver la visita al Gran Señor en la capital y permanecer un tiempo en ella. Porque estaba obligado a transmitir un informe exacto a su rey acerca de la augusta persona del Gran Señor y sobre la vida en la ciudad de Tenochtitlán.

Estas palabras intranquilizaron y consternaron a los indios. Dos de ellos, Cacama, hermano del Gran Señor, y su hijo Guatimotzin se acercaron a Moctezuma y le suplicaron que no accediera al deseo de Cortés, sino que impidiera la entrada a la capital. El indio Calpocua señaló a dos españoles que estaban junto a Cortés y habló con profundo respeto y a media voz unas palabras a su rey, describiendo con su mano izquierda algunas extrañas figuras y líneas curvas en el aire.

—¿Qué dice ese indio gordo? —preguntó Cortés a su capitán de Aguilar, quien entendía algo de la lengua de los indios.

Pero el de Aguilar no había comprendido a Calpocua, pero no quiso darlo a entender a Cortés así que tras recapacitar un instante dijo:

—Dice que los españoles tienen unas narices tan aguileñas que huelen el oro hasta en las tumbas y lo robarán.

Cortés había hecho traer a su presencia al alemán herido que estaba cautivo en su campamento, porque lo quería emplear como intérprete junto con de Aguilar, pero además para demostrar a los indios cómo él, Cortés, también tenía autoridad sobre los alemanes que habían llegado antes que él a la tierra.

Este alemán, un sujeto corpulento y alto de nombre Balthasar Strigl, a pesar de que estaba herido de muerte y que no viviría más allá de unas horas, se dirigió a los indios en su idioma aconsejándoles que no dejaran entrar a los españoles en la capital.

—¡Será vuestra perdición! —gritó—. Si los dejáis entrar os expulsarán y aniquilarán hasta acabar con vosotros—. Y alzándose con gran penalidad frente al Gran Señor, gritó:

—El ave de rapiña española se muestra ahora muy cándida, pero ¿hay algún gavilán que no coma palomas?

A los príncipes Cacama y Guatimotzin les espetó:

—¡Los españoles lo roban todo, una vez metida la cuña empujan hasta el final!

Luego miró a los españoles y empezó a insultarlos en español:

—¡Sois una vergüenza! —gritó—. Habéis venido a estas tierras porque aquí podéis cometer todas las infamias que no se os permite en vuestro país, queríais pasar unos días felices y ociosos, llevar vestidos caros y llenaros la tripa sin trabajar.

Pedro de Olio, uno de los capitanes de Cortés, hombre muy piadoso, se acercó a Balthasar Strigl y dijo:

—No hemos venido para gastar trajes caros, sino para llevar a los indios la fe verdadera en nuestra Iglesia construida con la sagrada sangre de Jesucristo.

El alemán estalló en carcajadas y respondió:

—¡Qué sabréis vosotros de la fe verdadera! No deseáis sino convertiros todos en hidalgos y señores, siendo como habéis sido campesinos y aprendices de artesanos.

Se dio la circunstancia de que entre los oficiales de Cortés había uno, Diego Tapia, que en verdad había sido en su juventud aprendiz de carpintero. Pero ahora se paseaba con trajes lujosos y anillos de oro, olía a todas hora a valeriana y esencia de regaliz, y andaba siempre vestido de pantalones de seda y con un abrigo forrado de piel. A este Diego Tapia le incomodaban las palabras del alemán. Sacó su espada, la blandió ante los ojos de Balthasar Strigl agitándola de un lado a otro y gritó:

—¡Fíjate en lo que tengo, una espada! Y con ella te voy a pulir la piel hasta alisarla tanto que brille como mi yelmo de hierro.

Diciéndolo se tocó el yelmo con una mano e hizo un gesto como de un buho cuando va a atacar.

Balthasar Strigl lo miró despectivamente, le dio la espalda y farfulló:

—No me preocupa lo más mínimo que tengas o no espada.

No dijo nada más hasta que se lo llevaron.

Los indios habían mantenido consultas mientras tanto y llegaron a una decisión unánime. El Gran Señor se dirigió a Cortés y dijo que impediría con todas sus fuerzas que un solo español entrara en la ciudad, consagrada a los dioses y sagrada por el recuerdo de sus augustos antepasados.

Al oír este discurso, Cortés también empezó a hablar grandilocuente y a amenazar, diciendo cuánta gente tenía a caballo y de a pie, cuánta artillería y demás aparejos de guerra, y lo que había ganado y conquistado y cómo había hecho huir a los indios obligándolos a recluirse en su capital y que había capturado a muchos principales.

Este discurso dirigido por Cortés en parte al Gran Señor y en parte a Calpocua —hombre que le parecía de gran importancia ya que sólo él podía permanecer al lado del Gran Señor— tuvo tal efecto que el Gran Señor se mostró indeciso y titubeante. Cortés, al darse cuenta, se dirigió al Gran Señor en tono aún más amable y correcto, y dio ceremoniosamente la orden de que se invitara a los indios a cenar.

Pero antes de que esto ocurriera los indios que estaban alrededor de los príncipes Cacama y Guatimotzin se tiraron a suelo y señalaron al cielo con sus brazos. Cortés alzó la vista y distinguió sólo una gran grulla o cigüeña que volaba en círculos sobre el campamento a considerable altura.

Los indios estaban sumidos en una gran conmoción y uno de ellos, Cuitlahua, pariente del Gran Señor, se dirigió a Cortés, lo abrazó respetuosamente al estilo indio, caminó un trecho junto a él y mientras hablaba frenéticamente en lengua india señalando insistentemente la grulla en el cielo. Además, dos abades o prelados indios que llevaban los rostros pintados de ocre y bermejo, tal que más parecía la careta del demonio que el rostro de un hombre, se acercaron rápidamente y empezaron a tirarse al suelo y a bailar horripilantes danzas.

Cortés, entretanto, había preguntado a su intérprete por las razones de tan extraño comportamiento y se había enterado que los indios habían creído reconocer en la figura de la grulla a uno de sus demonios del infierno que adoptaba a ratos esa forma para anunciarles una desgracia. Nadie había visto jamás este ave o demonio de cerca, porque construía su nido en las mismas nubes y no en las copas de los árboles o en los peñascos; además apenas se dejaba ver y la última vez había sido unos catorce años atrás cuando murió el padre del Gran Señor Moctezuma.

En ese momento se acercaron a Cortés los dos príncipes rebeldes, Cacama y Guatimotzin, con gesto hostil para decirle que era deseo y voluntad irrevocable de su emperador prohibir el paso a la ciudad a todo español, porque eso iba en contra de las órdenes de su dios de la guerra. Que Cortés debía amoldarse a los deseos de su Gran Señor e iniciar el regreso en el acto a su patria. Al mismo tiempo los indios que rodeaban a Moctezuma blandieron sus armas y reclamaban con mucho griterío batirse con los españoles. Pero hasta los indios que estaban a servicio de Cortés se empezaron a rebelar al descubrir a la grulla ídolo, y no quisieron seguir luchando contra el mandato de su dios, mostrándose muy ansiosos de pasarse al bando de su Gran Señor.

Cortés al ver que la victoria sobre los indios quería escapársele de las manos decidió demostrar al Gran Señor que él también tenía poder sobre los dioses y a grandes gritos llamó a García Navarro.

García Navarro vino andando despacio con una boina roja sobre la cabeza, arrastrando la culata de su arcabuz por la arena detrás de sí. Andaba flexionando las rodillas y mascullando no se sabe qué.

Cortés le agarró del brazo, señaló la grulla que volaba en círculos sobre el campamento y ordenó:

—¿Ves ese pájaro? ¡Bájalo de los aires, en seguida!

En vez de responder, García Navarro se tiró al suelo y empezó a aullar, sin que nadie pudiera comprender si se había golpeado, clavado o quemado.

—¡A qué viene esto! —gritó Cortés—. ¡O disparas o te vas a enterar!

El ave había ascendido mientras a tal altura que sólo se veía como una nubécula en el cielo.

—¿Por qué me obligas a matar a esa inocente criatura? —se quejaba García Navarro—. ¿Acaso quieres que pierda para siempre el favor de este mundo y la gracia del cielo?

Cortés, colérico, amenazaba completamente furioso porque el ave había subido a tal altura que apenas se distinguía.

—¡Dispara o te mando al taller de cuerdas a probar una de ellas!

Pero García Navarro apartó de sí su arcabuz con odio y desprecio y exclamó con altanería:

—¡Que dispare quien quiera, pero yo no voy a derramar la sangre de Cristo que está en todas sus criaturas!

—¡Llevaos a este desgraciado y que lo ahorquen! —ordenó Cortés.

Entonces Pedro Carbonero, el verdugo, dio un tremendo salto en el aire y agarró a García Navarro por el cuello:

—¡Ya te tengo, estúpido! —gritaba triunfante—. ¡Servirás de entretenimiento a los cuervos!

A García Navarro se le desorbitaron los ojos de terror. La boina roja se le había caído al suelo.

—¡Dejadme pasar! —gritaba el verdugo y empujaba al pobre infeliz por detrás—. ¡Ahora comienza el baile!

Cuando García Navarro se percató de que le llevaban hacia la horca, el miedo a morir se apoderó de él. Cogió corriendo su arcabuz y gimoteaba:

—Dejadme, dejadme, dispararé.

—Ahora es demasiado tarde. ¡El pájaro ha desaparecido! —respondió encolerizado Cortés.

Y así era, porque ninguno de los españoles podía distinguir el ave que parecía haber desaparecido detrás de las nubes. Pero García Navarro alzó el arcabuz y disparó al vacío.

Entonces se oyó un crujido y batir de alas, y la grulla cayó en picado delante de nuestras narices al suelo. La bala de García Navarro le había atravesado la cabeza.

Ninguno de nosotros había visto jamás un ave de tal tamaño, medía más de nueve pies de ancho con las alas estiradas. Era una garza, pero de plumas azules y verdes como un pavo; en el cuello y en el vientre eran de un color rojo admirable: llevaba todos los rojos de la tierra dibujados en su cuerpo, el de las bayas silvestres, de serbal y el de la hojarasca reseca, tinto, rojo sangre y rosado, escarlata, púrpura, bermejo y carmesí.

Los indios se acercaron atropelladamente porque ninguno de ellos había visto jamás tan de cerca a la garza de los mil rojos. Estaban muy consternados por el hecho de que los españoles tuvieran el poder de abatir a uno de los dioses más distinguidos y matarlo. Se llevaron al ave en silencio y preocupados en procesión muy ceremoniosa, más el Gran Señor ya no se opuso a que entraran los españoles en la ciudad de Tenochtitlán, sino que consintió que dos oficiales españoles, Quiñones y de Leone, les acompañaran en el acto con un pequeño séquito, y que Cortés y el resto de los españoles vendrían cuando estuvieran listos sus aposentos y la espesa niebla se retirara de la ciudad.

Cortés al oírlo se acercó al Gran Señor, lo abrazó y le colgó un collar de cuentas de cristal al cuello, y lo mismo hizo con los príncipes Cacama y Guatimotzin y con el indio Calpocua a quien tenía por un mariscal, coronel o archicanciller. Pero en secreto dio la orden a Quiñones y de Leone de no perder de vista a esos tres caballeros.

De inmediato ordenó a todos sus oficiales y soldados que se esforzaran en conseguir otra garza de este tipo, porque quería enseñarla a la primera ocasión a su Rey, al Papa y a toda la Cristiandad junto con otras maravillas del Nuevo Mundo.

Pero ningún español volvió a ver jamás la garza de los mil rojos. Al parecer aquel ave que abatió García Navarro era la última de su especie. Es probable que muchas de ellas surcaran en otros tiempos los cielos, y que esta multitud de garzas poblara los cielos del Nuevo Mundo mucho antes de que los españoles pisaran estas tierras, pero sólo una había sobrevivido. Tal vez ésta última, anciana y sabia, volaba en círculos sobre el campamento para ver con sus ojos a los futuros dueños de la tierra, de cuya venida había tenido noticia. Pero hubo de perder la vida en su empeño.

El Gran Señor se había retirado entretanto a su ciudad de Tenochtitlán. Estaba muy preocupado y afligido porque había visto por vez primera en aquel día la naturaleza tempestuosa de Cortés y de los otros españoles, y se había asustado. En días anteriores solía ignorar a los indios que cuando se cruzaban con él se tiraban al suelo y le cedían el paso arrastrándose de rodillas, pero aquel día les daba las gracias con gran amabilidad levantando y bajando los brazos.

Al llegar a su palacio sintió hambre y pidió comida. Entraron sus sirvientes y trajeron todo tipo de platos: carne, pescado, fruta y encurtidos, todo servido en fuentes sobre sartenes con brasas ardiendo para que no se enfriaran las viandas. Pero aun siendo tantos los platos cuyo aroma impregnaba la sala, no probó ni uno solo, sino que miraba ausente y en silencio sentado en su asiento de cuero.

Por la mañana recibió la visita de Calpocua, el indio a quien Cortés había tomado por un mariscal y a quien había amenazado primero y abrazado y obsequiado después. Este Calpocua trajo al Gran Señor las figuras de Cortés y dos de sus oficiales, las tres del tamaño de un dedo, que había fundido y modelado aquella misma noche en plata, cobre y madera con arte y fidelidad. Además traía la imagen de García Navarro en el momento en que abatía la garza mil rojos con su arcabuz, unos caballos, una mula y un cerdo que sólo tenía una oreja, porque la casualidad había querido que el animal original que pudo ver Calpocua se hubiera descalabrado y perdido una oreja con la rueda de un carro y el «Maestro de la materia» creyó, por tanto, que todos los cerdos sólo tenían una oreja.

El Gran Señor contempló con mucho interés esta figurilla y elogió el trabajo fino y delicado realizado por Calpocua, razón por la que lo había llevado al campamento español. Sólo le regañó en cuanto al arcabuz de García Navarro, porque no había plasmado la nubécula de humo que se había formado de pronto en la embocadura. Calpocua explicó en voz baja y humilde que había probado reproducir de muchas maneras esa nubécula, pero que ninguna de las materias, ni el oro ni la plata ni la madera, eran adecuadas; no obstante, seguiría intentándolo hasta cumplir los deseos del Gran Señor y haber acabado artísticamente la nubécula.

A continuación el Gran Señor mandó que llevaran las figurillas a una gran sala en donde guardaba todas las criaturas de la tierra y del mar que los indios conocían hechas en plata y oro, de piedras preciosas y de plumas, siendo representaciones tan fieles que podrían pasar por los originales.

En esta misma sala hizo colocar con sumo cuidado la efigie de Cortés y de sus hombres, y una vez hecho se sintió más tranquilo y casi feliz, porque se le antojaba que ahora Cortés y su gente no eran nada nuevo ni peligroso para él pues su imagen se encontraba entre cosas antiguas y muy conocidas. Entró en otra estancia y permitió que sus bailarines, prestidigitadores y tullidos estrambóticos participaran de su bienestar. Mientras éstos se dedicaban a sus bufonadas, él aspiraba lentamente el vapor de la hierba Santa Croce que hace reflexionar y convierte en sabios a los hombres que la inhalan.

Los oficiales españoles esperaban con su gente a Calpocua, el «Maestro de la materia», a la salida de palacio. Lo habían visto entrar y se habían dado cuenta de que había permanecido más de una hora hablando confiadamente con el Gran Señor. Ya no tenían la menor duda de que el Gran Señor había transmitido órdenes secretas para provocar daño y quebranto a los españoles. Por eso Quiñones lo agarró fuertemente por los hombros, lo sacudió y le llamó en español pagano, miserable y rebelde. El Maestro no le entendió, pero extrajo lentamente y trabajosamente una vara de madera de su túnica y pegó por dos veces lentamente a Quiñones en los dedos.

Quiñones no se lo pensó dos veces y le hizo pagar con la vida su atrevimiento. Retrocedió dos pasos, levantó el arcabuz y atravesó el pecho a Calpocua de un disparo.

Calpocua no se dio cuenta al principio de que estaba herido sino que estaba sorprendido y contento de ver de nuevo el humo del arcabuz. De golpe supo de qué material y cómo iba a representar la nube de humo: se valdría de los plumones del cuello de cierta ave de cañaveral que poblaba los pantanos del norte de la ciudad. Recordó que estos últimos tenían por sí mismos el color de la nubécula de humo, es decir, eran blancos, azul pálido y verde, y se alegró.

Luego cayó al suelo.