En esta contienda en la que tantas personas se empecinaban en causar dolor y tristeza a otras tantas —porque ya sabemos que el hombre es un demonio con su prójimo—, en esta guerra, la sangre que se vertió por última vez fue la sangre inocente de una criatura. Tal vez fuera el lamento de Dalila el que ascendiendo hasta los cielos llegara a oídos de Dios y ablandara su ira, y que gracias al lamento de esta criatura concediera la merced a estos míseros hombres, españoles e indios, de una breve paz antes de que se iniciara la gran catástrofe y el baño de sangre.
El duque de Mendoza había ideado un astuto ataque para sorprender a Grumbach y a sus alemanes y arrebatarles el control de las fuentes que surtían de agua la ciudad de Tenochtitlán.
Por la noche partió con otros veinte jinetes y los llevó en una cabalgada de más de dos horas en la oscuridad hasta llegar al angosto e impenetrable desfiladero cubierto de arbustos indios. Ordenó a sus hombres que desmontaran y los condujo a través del cauce seco de lo que fuera otrora un arroyo, yendo dos siempre por delante con machetes abriendo camino a través de la hiedra espinosa indígena. Tras haber marchado por espacio de más de una hora, llegaron a un valle estrecho en extremo, situado entre dos abruptos macizos, y uno de ellos lo reconocieron los españoles de inmediato pues se trataba del macizo donde estaban los alemanes, pero por su lado oeste que era más escarpado.
El duque no tenía pensamiento de subir aquel rocoso, sino que guió a los españoles por una pradera inclinada, situada frente a la montaña de los alemanes y cubierta de cantos rodados y bloques de piedra. Poco después llegaron a un estrecho peñasco de aspecto agreste que crecía hacia arriba y tenía la apariencia de una torre.
En este lugar mandó el duque que dejaran los arcabuces, las espadas y lo que llevaran de armamento en un montoncito. Que se quitaran también la coraza para poder trepar mejor. Todos aguardaron un rato en este lugar, pero en cuanto la luna llena apareció detrás de las nubes, el duque inició la escalada de la escarpada pared, colocando el pie entre las estrechas grietas del Peñasco y agarrándose con las manos a los ángulos e irregularidades del salvaje peñol. Tras él subieron los hermanos Cristóbal Guzmán de Orgiva, naturales de la serranía del sur de Granada y acostumbrados desde su juventud a escalar intransitables macizos. A continuación venían los demás españoles a prudente distancia uno de otro, pero no a todos resultaba tan fácil trepar como a Mendoza, a la mayoría les resultaba muy arduo. A pesar de todo, subían con penosos esfuerzos y agarrándose donde podían por el peñasco, pero ninguno sabía a qué fin pues las armas habían quedado en el valle vigiladas por el teniente de Mendoza. De haber llevado un arcabuz en las manos ninguno habría podido escalar el abrupto macizo.
Pero aconteció que uno de los hombres del duque, un mozalbete de la ciudad de Ronda, no pudo seguir sujetándose a la empinada pared por la que ascendía a las alturas; perdió el juicio y soltó las manos con que se asía fuertemente a los ángulos del macizo. Se precipitó al vacío y a pesar de que apenas le separaban dos hombres del sitio en donde quedaban los arcabuces, fue tan salvaje la caída que se rompió las dos piernas. El teniente de Mendoza le habría llevado con gusto lejos de allí, pero el muchacho daba alaridos de terror en cuanto el teniente le rozaba lo más mínimo. Como el griterío podía dar al traste prematuramente el plan de ataque de Mendoza, el teniente le apretó el cuello hasta que no pudo gritar más y le propinó tantas cuchilladas en el cuerpo que quedó muerto poco después.
Cuando esto hubo pasado, los otros continuaron lentamente y con máximo cuidado el ascenso y ninguno levantaba el pie de su sitio hasta no haber encontrado un fuerte apoyo con el que sujetarse con ambas manos bien a un ángulo o a un saliente de la roca. De esta guisa fueron llegando sin más infortunios a lo alto; entretanto había comenzado a amanecer, pero la luna aún no había palidecido y los españoles se asustaron y encogieron por la doble sombra que proyectaban los bloques de piedra. Pero además ahora, gracias a la incipiente luz del día, podían verse por vez primera los unos a los otros y se dieron cuenta de que la pared de la que colgaban era más empinada que un campanario y que cada cual iba trepando sobre la cabeza del otro; arriba del todo se veía a Mendoza, y verlo en aquella altura encogía el corazón de terror.
El duque podía ver desde su situación el campamento de los alemanes en la cumbre del macizo que tenía enfrente. Vio una pradera extensa en cuyo centro había una alberca negra donde crecían cañaverales y juncos. Un poco antes había montoncitos de heno donde dormían cuatro o cinco individuos. Uno de ellos se había despertado, estaba tumbado de espalda y estiraba sus piernas desnudas y velludas a lo alto, queriendo meterse los pantalones. Otro estaba junto a la alberca y sacaba agua con una cubeta de madera. Dos habían hecho una fogata al borde del peñol y calentaban un caldo. Se veían gallinas indias corriendo por la pradera en libertad.
Uno de los dos alemanes que estaba junto al fuego echó un huevo, manteca y un puñado se sal al caldo y dijo:
—Esta noche soñé con mi boda; habían preparado un pollo asado con ensalada. Si no me hubieras despertado tan en mala hora, compañero Dillkraut, ahora bien podría haber saludado a Dios con la barriga llena.
—A mí no me han dejado dormir estos canallas. En estas tierras no hay ganado que valga la pena, ni vacas ni cerdos, pero piojos hay de sobra —dijo el de las piernas velludas mientras sacudía los pantalones que sostenía en la mano.
—¡Eh, Dillkraut! —gritó uno de los que estaba tumbado en el heno—. Voy a darte un buen consejo: toma una cuerda y ata la boca a cada piojo, así tendrás paz.
El duque rompió en carcajadas al oír a los alemanes decirse semejantes tonterías. Los alemanes se asustaron de inmediato y aguzaron los oídos hacia las alturas escrutando la pared del peñol hacia abajo. Al poco habían descubierto a los españoles. A uno de ellos se le cayó del susto el tazón de sopa, fijó la mirada en la cadena de españoles que colgaban uno debajo de otro de la pared del peñol y bramó:
—¡Schellbock! ¡Eberlein! Por el amor de Dios, un arcabuz sube montaña arriba.
Y así era, el teniente de Mendoza había cargado su arcabuz y se lo había entregado al primer español que colgaba más abajo. Éste soltó la mano izquierda del saliente al que se sujetaba, se inclinó con sumo cuidado, agarrándose con la derecha al macizo y tomó el arcabuz. A continuación se lo pasó al siguiente, y así, el arcabuz cargado fue subiendo de hombre en hombre hasta llegar a manos de Mendoza.
En el peñasco al que estaban subidos los españoles crecía un arce a una altura considerable, y tras su tronco el duque escapaba de las miradas de los alemanes. El duque apoyó el cañón del arcabuz en una rama del arce y gritó con todas sus fuerzas a los alemanes:
—¡Os tengo a mi merced, al que no obedezca le voy a enseñar algunos saltos muy interesantes!
Los alemanes contemplaban boquiabiertos, los brazos colgando a lo largo del cuerpo y estaban tan asustados que no se atrevían a moverse de sus sitios. Sólo el que había intentado meterse los pantalones por las piernas corrió agitando los pantalones en la mano.
—¡Ataos unos a otros las manos a la espalda! —ordenó el duque—. Bajad en fila la montaña.
Los alemanes recuperaron de golpe el habla y uno de ellos se acercó desesperado al borde del macizo y gritó:
—¿Es que no va a terminar esta muerte y este dolor? Llegamos antes que vosotros a esta tierra, hemos arado con aplicación nuestros huertos y mantenido paz con los indios, hasta que habéis llegado vosotros, miserables canallas, y queréis traernos también aquí penas y desgracias. ¡Dios os maldiga eternamente, y ojalá tengáis que volver a casa quejumbrosos!
El duque había escuchado tranquilo. Ahora volvió a ordenar:
—¡Ataos las manos a las espaldas los unos a los otros, no volveré a repetirlo!
Y dirigiéndose al alemán, cuyo nombre había oído hacía un instante, dijo:
—¡Eh, tú, Dillkraut, empieza tú!
Pero Dillkraut se acercó corriendo vestido con su camisa de algodón, agitó el pantalón contra el duque, escupió y gritó:
—¡Antes preferiría estar metido en el Rin hasta las orejas que hacer tu voluntad, miserable!
Mendoza no pronunció palabra, deslizó el cañón un poco hacia su hombro, apuntó y disparó. Dillkraut soltó un chillido, dejó caer los pantalones y cayó rodando al suelo.
Los alemanes quedaron confusos y nerviosos y uno de ellos, Melchior Jäcklein, gitó:
—¡Lanzadles piedras hasta que caigan de la pared! —y de inmediato comenzaron a arrancar piedras de la tierra y a tirarlas contra el duque y su gente. Pero ni una sola alcanzó a Mendoza, sino que se enredaron entre las ramas del arce y cayeron al vacío.
Mendoza mientras tanto había pasado el arcabuz humeante a Cristóbal de Orgiva, ya que desde su angosta posición no podía cargarlo de nuevo, a riesgo de caerse porque no tenía sitio suficiente para esa maniobra. Cristóbal se lo pasó a su hermano Guzmán, situado debajo de él, y de este modo fue bajando de mano en mano hasta llegar al teniente de Mendoza, que lo volvió a cargar y reenvió montaña arriba. Los alemanes, preocupados y sin saber qué hacer, vieron descender impotentes el arcabuz que habría de quitar la vida a uno de ellos.
Cuando el arma estuvo de nuevo en manos de Mendoza, éste volvió a apuntar al alemán que más había amenazado e insultado y que en ese momento acarreaba un enorme pedrusco. Este alemán, Stephan Eberlein, era un campesino del pueblo de Pfinsingen y al ver la muerte tan cerca y que no tenía escapatoria debió acordarse del pueblecito donde había nacido en Alemania. Seguro que durante la angustia de ese último momento se le apareció la imagen de dicho pueblecito ante los ojos, porque señalando su barriga con el puño apretado le gritó al duque:
—¡Ojalá te tragaras todo el estiércol que hay en las calles de Pfinsingen!
En ese instante disparó el duque tirando de un disparo al campesino al suelo antes de que se le ocurriera alguna otra exquisitez de postre para semejante comida.
Cuando Stephan Eberlein cayó, los demás corrieron de un lado a otro desconcertados e impotentes, y Melchior Jäcklein exclamó que de tener un arcabuz iba a abatir a los españoles de un solo tiro, que los haría caer juntos montaña abajo. En medio de aquel tumulto, el duque reconoció de pronto a Grumbach que estaba entre los campesinos, pero no gritaba ni actuaba a la desesperada, sino que estaba cabizbajo con el sombrero calado hasta las cejas.
De pronto se levantó, miró a izquierda y derecha, buscó la mirada de Melchior Jäcklein y gritó:
—¡Una cuerda! ¡Una correa de cuero! ¡Os voy a construir un arcabuz!
El corazón de Mendoza se llenó de un oculto temor al oír la voz de Grumbach, pero no sabía por qué. Era la primera vez que veía a Grumbach en el Nuevo Mundo tan cerca. De pronto le invadió una sensación de intranquilidad y desazón, a él que tan alegre y despreocupado había estado segundos antes. Le habría gustado saber para qué necesitaba Grumbach su cuerda.
Pero Melchior Jäcklein ya venía corriendo con la correa de cuero. Grumbach lanzó el cabo de la cuerda a uno de los campesinos y gritó:
—¡Klaus Lienhard! ¡Ayúdame a atrapar ese árbol y doblarlo!
«¿Qué demonios querrá hacer ese alemán del diablo con el árbol?», pensó inopinadamente el duque, pero bien pronto lo había olvidado porque tenía que prestar atención al arcabuz que subía a su altura.
Mientras tanto, dos de los alemanes habían cazado a lazo la rama más alta del arce de la pared de enfrente y empezaron a tirar de él con cuidado. Los demás echaron una mano y ayudaron a tirar sin saber a qué fin lo hacían.
El árbol crujía y gemía en sus ramas, se defendía y no quería dejarse doblegar. Pero los alemanes no cejaron en su empeño y tiraron con fuerza para traerlo hacia ellos igual que si quisieran sacar un buey obstinado del establo.
Cuando lo hubieron asido con las manos, lo forzaron hasta tenerlo muy cerca atándolo con cuerdas a un bloque de piedra para que no pudiera soltarse.
—¡Ahora traed piedras, lanzas y maderos afilados atados a ellas! —gritó Grumbach y los alemanes acarrearon de todas parces tarugos de madera y lanzas y las ataron con cuerdas a las ramas del arce. Mientras realizaban su trabajo con frenesí, volvió a escucharse el estruendo del arcabuz del duque y uno de los alemanes cayó al suelo con el cráneo atravesado por la bala.
—Éste ha sido tu último disparo. ¡Ahora vas a sentir la coz de mi rocín! —gritó Grumbach con tremenda cólera a Mendoza.
Éste se había calado el sombrero hasta las cejas y había escondido su cabeza a la sombra de los bloques de piedra porque no quería que Grumbach lo reconociera.
—¡Un cuchillo! —gritó Grumbach—. ¡Un cuchillo afilado!
Cuando tuvo el cuchillo en las manos su mirada recayó sobre los tres campesinos muertos, y le vino una idea extraña e inútil, pero que rebosaba de una imaginación cruel y salvaje.
—Levantad a los muertos. ¡Que cabalguen a lomos del árbol y atadlos bien fuerte! —ordenó—. Dillkraut, Lienhard y Eberlein montarán por última vez y darán en los españoles.
Los alemanes levantaron a los tres campesinos muertos, los sentaron sobre una rama gruesa, los ataron fuertemente y les pusieron a cada uno una lanza amarrada al cuerpo.
—¡Ahora cortad las correas, y que Dios os guarde, parientes de caballeros españoles! —gritó Grumbach.
El duque recibía en aquel instante el arcabuz cargado de manos de Cristóbal cuando vio que Grumbach cortaba la correa. De golpe comprendió el peligro y exclamó:
—¡Cristóbal, Guzmán, poneos a cubierto!
Pero ya habían cortado la correa. El árbol aprisionado y doblado se enderezó y regresó con tremenda violencia a su posición. Los tres campesinos muertos volaron como la tempestad. El tronco chocó con gran estrépito contra la pared. Durante breves instantes los campesinos muertos lucharon en un vaivén con sus lanzas y estacas contra los españoles. Luego el árbol volvió a su posición y quedó erguido y derecho como antes.
Se hizo un silencio mortal. Los tres campesinos muertos —Dillkraut, Lienhard y Eberlein— seguían sentados en el arce cabizbajos y con las lanzas ensangrentadas.
Los alemanes se levantaron y santiguaron, sin comprender lo que habían visto con sus propios ojos, es decir, que el tiro de Grumbach les hubiera proporcionado tan enorme ayuda.
Cristóbal y Guzmán de Orgiva estaban machacados y destrozados y se habían precipitado al vacío por la violencia del golpe. Pero en su caída habían arrastrado a los demás que estaban debajo de ellos agarrados a la pared.
Sólo Mendoza permanecía en su puesto. Estaba tan alto que el árbol no le había alcanzado en su empuje. Sólo la rama más alta del arce había restallado en el pie del duque dándole un fuerte golpe en la rodilla. Pero aún sostenía el arcabuz cargado en su mano.
Melchior Jäcklein miró el precipicio a cuyos pies yacían los cuerpos destrozados de los españoles. Tenía el corazón blando y el horror había hecho mella en él.
—¡Hidalgo! —habló—. ¿Cómo se os ha ocurrido esta genialidad? Ahora todos ellos llevan pantalones escarlata y abrigos púrpura.
Pero pronto superó el horror y la compasión que le habían invadido y añadió:
—No vale la pena lamentarse por ellos, eran unos asesinos y miserables, y seguro que el mejor de ellos había matado a su madre.
Su mirada recayó súbitamente sobre Mendoza y gritó:
—¡Volved a atrapar el árbol, allí queda uno! Eh, tú, ¿por qué no se te ha tragado el infierno como a tus amigos a los que el diablo está recibiendo ahora en audiencia secreta? ¡Ahí te quedarás hasta que los cuervos se acuerden de ti!
Entretanto los alemanes habían cazado de nuevo el árbol y lo habían atado cortando la retirada a Mendoza. Estaban locos de alegría al ver que tenían en su poder al que había matado a tres de ellos. Empezaron a hacer burla y mofa del duque:
—¡Eh, hidalgo Cristóbal! ¡Hidalgo nauseabundo! ¡Qué bocazas habéis sido! Ahora transpiráis Olium Bappolium de puro miedo.
Quedaban tres aparte de Melchior Jäcklein y Grumbach. El viejo picado de viruelas que se llamaba Jakob Thonges. Luego el que había soñado con el pollo asado era Ruprecht Schellbock. El tercero era un individuo enjuto y gruñón, llamado Mathias Hundt, que no había soltado palabra durante la batalla, y que también callaba ahora.
En cambio, Schellbock gritó al duque:
—¿Por qué tuerces así la boca? ¡Ni que bebieras vinagre!
—¡Creías que Dios te había aconsejado subir, ha sido el demonio el que te ha perdido! —se divertía Thonges.
Grumbach no decía palabra, pero no perdía cuidado, sostenía el cuchillo listo para cortar la cuerda cuando Mendoza se decidiera a bajar.
Mendoza, paralizado de terror, no sabía lo que le había ocurrido. El miedo a morir le estrangulaba impidiéndole respirar. Ahora que se veía solo en la pared y no tenía a ningún ser vivo a sus pies, sintió un profundo terror ante el macizo que él mismo había osado subir. Sólo veía negrura ante sus ojos. Los salientes a los que se sujetaba parecieron balancearse y estirarse. La pared en la que se apoyaba empezó a oscilar lentamente de atrás a adelante. El pie empezó a dolerle. Lo levantó, tanteó la pared con él para buscar un lugar seguro, pero no encontró ninguno y lo dejó colgar sin apoyo.
Jakob Thonges, que lo había visto, se rió y gritó:
—¡Eh, hidalgo, si lo que deseáis es bailar os acompañaré cor una buena música campesina! —Salió corriendo, sacó su violín de detrás de un arbusto y empezó a tocar.
Schellbock, que estaba sentado al borde del acantilado, se levantó, estiró el cuello por encima del precipicio, hincó los carrillos y empezó a cantar la canción con la que en Alemania se hace burla de los jinetes españoles:
Una puta en un castillo
un español a caballo
y un piojo en un costrón
qué dignos cortesanos son.
Mendoza levantó el arcabuz. Había perdido el miedo a morir, porque la ira le había invadido y obnubilado el cerebro al escuchar la canción de Schellbock. Se colocó en posición y apuntó con intención de cerrarle la boca a Schellbock y a sus tonterías.
Pero en ese instante vislumbró por primera vez a Dalila.
Dalila se había escondido entre los cañaverales de la alberca al oír los disparos. Allí había permanecido escondida con la oscura agua llegándole hasta el cuello en la alberca. Pero cuando oyó a los campesinos cantar y tocar el violín salió.
Andaba meciendo sus caderas al compás de la música que Jakob Thonges tocaba con su violín. Su pelo negro y húmedo caía a derecha e izquierda de los hombros. Cientos de gotas de agua perlaron su cuerpo y el sol de la mañana jugaba y brillaba en ellas.
Cuando el duque vio a Dalila bajó el arcabuz y se olvidó de que quería disparar sobre Schellbock. Mantenía la mirada clavada en el cuerpo moreno y húmedo de Dalila y acariciaba su rostro delgado. Un abrasador ímpetu amoroso le invadió deseando poseer a la chiquilla. En su cruento corazón se despertó un amor hacia la niña, un amor extraño lleno de crueldad y malicia.
Así que levantó el arcabuz por última vez y disparó la bala destinada a Schellbock por su irreverente canción, atravesando la mano de Dalila.
Dalila aulló de dolor, cayó al suelo y presionó la mano sangrante contra los labios. Grumbach tiró el cuchillo asustado y se inclinó sobre ella, los demás se levantaron del suelo y salieron corriendo a buscar agua y paños, sin ocuparse de Mendoza.
El duque, sorprendido al ver que ninguno de los alemanes se acordaba de él, aprovechó su ventaja y se apresuró a descender para salir del aprieto lo antes posible. Bajó precipitadamente por el peñasco hasta que hubo perdido a los alemanes de vista y no se dio cuenta de que su sombrero se había quedado prendido a un espino.
Cuando los alemanes lograron cortar la sangre que manaba de la herida de Dalila se acordaron en primera instancia de Mendoza y al darse cuenta de que se les había escapado, cobraron gran enojo y enfado. Empezaron a insultarlo y le dijeron un montón de cosas buenas: que el verdugo, el demonio y la disentería hicieran presa en él. También juraron por su madre hacérselo pagar con sus lanzas, así tuviera puesta una armadura como la de Goliat, cuando le volvieran a ver. Pero sus amenazas cayeron como lluvia en el desierto, es decir, tarde. Porque ninguno de ellos había visto su rostro y no podía reconocerlo cuando lo viera de nuevo.
Sólo Dalila lo había visto cuando el espino le arrebató el sombrero de la cabeza, y la imagen del duque de Mendoza se había grabado en su cabecita. Podía retratar su rostro con palabras: cabello castaño y rizado, labios carnosos, ojos grandes y astutos y semblante pálido, cortesano y hermoso.