LA NIEBLA

A la luz crepuscular de la memoria en la que se funde el recuerdo de las cosas que he visto con mis ojos y las que otros me han contado, en ese jardín asilvestrado de épocas pasadas destaca un día, independiente de los otros días, carece de pasado y de mañana: es el día de la angustia de Cortés.

En aquel entonces sosteníamos la más dura de nuestras batallas, no contra los hombres sino contra la niebla. Por el día, se extendía pesada y densa como un escudo venenoso sobre la ciudad enemiga, y la ocultaba y defendía de nuestras miradas. Pero por la noche, cuando la oscuridad y no la niebla envolvía y protegía la ciudad, ésta se alzaba y abandonaba su puesto de guardia. Se arrastraba silenciosa hasta nuestro campamento, se internaba con sus brazos hechos de jirones de nubes y bruma por las callejuelas del real, se infiltraba en las tiendas y oprimía el pecho a los que dormían.

Aquella noche en la que comenzó la angustia de Cortés todos los españoles tuvieron el mismo sueño, a la misma hora, mientras descansaban y dormían en sus tiendas.

Creyeron ver a Cortés yacente en su tienda, estirado en un féretro y la cabeza le colgaba hasta tocar el suelo con ella. En un rincón de la tienda estaba el duque de Mendoza con una lamparilla de aceite en la mano, Pedro Carbonero, el verdugo, estaba de pie junto a Cortés muerto con un gancho de atizar el fuego en la mano derecha, la mano izquierda se aferraba al pecho de Cortés; además el aire transportaba un lejano repicar de campanas tan horripilante y espantoso, que no recordaba en nada al sonido de un campanario.

Asustados por este sueño o espectro nocturno, los españoles saltaron de los camastros y salieron corriendo de sus tiendas dando gritos; hasta aquéllos a los que la fiebre había debilitado tanto que no tenían ni fuerzas para ahuyentar las moscas de su rostro, hasta ésos se arrastraron fuera. Un terrible abatimiento se apoderó de sus corazones. Quejosos y llorosos rodearon la tienda de Cortés.

En ese momento se abrió la lona de entrada a la tienda y Mendoza salió de ella. El terror atenazó nuestros miembros y las piernas comenzaron a temblar porque en verdad el duque llevaba una lamparilla de aceite en las manos, igual que en nuestro sueño. Preguntó iracundo a qué se debía tal escándalo, mas nosotros por nuestra parte recuperamos el valor al observar que la enorme figura de Cortés se recortaba tras él y que su semblante no reflejaba ni ira ni sorpresa.

Todos se calmaron al ver que Cortés estaba con vida y muchos se avergonzaron de haberse sentido tan abatidos a causa de un sueño, otros empero se enzarzaron en discutir a media voz acerca de qué oscuro asunto estarían debatiendo Cortés y Mendoza a tan altas horas de la noche, cuando de pronto, un terrible grito de auxilio estalló en la parte de atrás de la tienda; uno vino corriendo y perjuraba que allí detrás había podido ver la sombra del mismísimo diablo recortada en la lona de la tienda, con sus cuernos, garras y pezuñas, diciendo que estaba sentado en la tienda de Cortés y se comía una gallina asada. Repentinamente se hizo el silencio en derredor, todos dieron un paso atrás, el primero balbuceaba una oración con voz hueca y temerosa y uno exclamó:

—Entonces, que Nuestro Señor Jesucristo, el Redentor, en nombre de quien he sido bautizado, nos ayude.

Nadie quería entrar y unos a otros se empujaban.

Mas Mendoza prorrumpió en fuertes carcajadas y habló con su prístina voz de mozalbete:

—Ya conoceréis al diablo cuando estéis en el infierno.

Entró en la tienda y regresó al cabo de un rato con Pedro, el verdugo, el hombrecillo que cojeaba y quien me había recibido en el puente del barco con su «Sé bienvenido»; mordía una gallina asada y su sombra era la que había asustado de aquella manera al soldado, ebrio de sueño.

En silencio y avergonzados nos retiramos a nuestras tiendas, pero muchos sacudían la cabeza y juraban haber reconocido perfectamente la cola y la pezuña además de las garras infernales, y decían que ahora sabían con qué mercader estaba Cortés negociando aquella noche, pero que más valía callar sobre aquel asunto.

Todos buscamos nuestros camastros pero ninguno de nosotros encontró reposo aquella noche, sino que dimos vueltas intranquilos y febriles, desvelados hasta que alboreó el día.

Cuando amaneció salí de mi tienda y vi que se había agrupado un gran número de personas no muy lejos de mi lecho, y de todas partes acudían y uno de ellos pasó ante mí gritando:

—¡El Secretario del Cielo ofrece su farsa de sermón!

Vi a García Navarro, a quien en el campamento llamábamos el Secretario del Cielo, en pie sobre un carro de madera. Daba manotazos al aire y vociferaba igual que un cura desde el púlpito.

Cortés había rescatado a García Navarro del torreón de condenados en Baracoa, y se lo había traído consigo, porque nunca erraba el tiro con su arcabuz. Ahora, el anciano deambulaba por el campamento español predicando una vida piadosa y cristiana a los soldados. Las rodillas se le doblaban a cada paso, su cabeza tembliqueaba en constante nerviosismo como si padeciera de espasmos cerebrales, sus manos apenas podían sujetar el arcabuz, y, sin embargo, acertaba al clavo del que colgaba la diana a mil pasos de distancia y en plena oscuridad. Por este arte Cortés lo había liberado del torreón de los condenados donde llevaba ya tres años, y se lo había traído consigo. En la gran batalla de Cocotlan, en la que más de cien mil indios rodearon a los españoles, García Navarro, a una orden de Cortés, derribó de un tiro, gracias a su mágico arte, al cacique o héroe indio que arrastraba a los suyos al ataque y llevaba en su puño una redecilla dorada —que de esta guisa son los estandartes indios—, acertando en medio de aquella muchedumbre. Mas aquella proeza que había supuesto la victoria a los españoles frente a las incontables huestes de los indios, él la había realizado de mala gana y con gran pesadumbre, ejecutándola sólo cuando Cortés lo amenazó con la horca. Porque él maldecía su arte y no quería atinar jamás con su bala un ser vivo.

García Navarro era quien estaba subido al carro vacío, los mechones de canas arremolinándose sobre sus sienes, las manos entrelazadas gimiendo desesperado por los cuatro rincones del campamento:

—¡Ay, de ti, Babel, ciudad maldita! ¡Ay de ti, Babel, el diablo se pasea por tus callejuelas igual que un león furioso! ¡Ay de vosotros, grandes señores! ¡Ay de vosotros, altivos cortesanos que habéis invitado al diablo a vuestra mesa, ay de vosotros que habéis trocado la felicidad eterna a cambio del mezquino teatro del mundo!

Contuvo la respiración con muestras de agotamiento y jadeando, y tomó aliento de nuevo. A menudo le habíamos gastado bromas, burlándonos o mortificándolo, pero esta vez no quería brotar la risa, porque sentíamos como si García Navarro supiera más que nosotros de los misterios de aquella noche.

El Secretario del Cielo reanudó su lamento:

—¡Guardaos! ¡Guardaos! La infernal ave de rapiña ha construido su nido en vuestro campamento. ¡Rezad y arrepentios! Porque ese topo del infierno escarba y horada la tierra que pisáis. Miradlo, allí está ese pajarraco del averno…

—¡Ya basta! —oímos gritar al verdugo, que de repente se hallaba de pie entre nosotros—. ¡O bajas de tu púlpito o te vienes derecho conmigo!

García Navarro emitió un sonoro lamento y su rostro se desfiguró preso de un pánico indecible.

—¡Ayudadme, queridos hermanos! —aullaba—. ¡Ayudadme, el diablo me quiere llevar consigo!

El verdugo se echó a reír entre graznidos:

—¡Estás borracho! ¡Por todas partes ves un demonio negro! ¡Andando, vamos al calabozo!

En un santiamén había subido de un salto al carro y tenía a García Navarro agarrado del cuello. Se enzarzaron en una riña, cayeron del carro, rodaron por el suelo, se estrangulaban, arañaban, mordían, resoplaban y giraban en círculo como dos gatos que se hubieran peleado con saña por la Virgen de la Candelaria.

García Navarro se puso por fin en pie, maltrecho, arañado y desollado, sangraba por la nariz y la boca. Rápidamente puso pies en polvorosa dejando a Pedro Carbonero un mechoncillo de pelo entre los dientes.

El verdugo se alisó la pluma de gallo, estiró su chaqueta y le graznó a García Navarro:

—¡Eh, tú, estúpido hombrecillo desmandado! ¡Ya te enseñaré yo a ser gracioso cuando te tenga en mi poder! Cuando hayas malgastado tu última bala espulgaré tu cabeza tanto que tu alma no verá el momento de partir.

Mas García Navarro ya se encontraba en el otro extremo del real y desde allí comenzó de nuevo su letanía y bien pronto se vio rodeado de gente. El joven Mendoza se acercó casualmente, tocado con un hermoso y valioso abrigo de seda adornado con remates de piel. Cuando García Navarro lo vio, interrumpió su letanía, señaló al duque con la mano y empezó a burlarse de él:

—¡Ay de ti, que andas tan ufano y altivo! ¡Si te fijaras en la vida de Cristo no verías abrigos de seda adornados con pieles, sino miseria, humildad y una vida estricta. Mas tú aspiras a ser el amo del mundo, te has entregado a Satanás menospreciando tu felicidad!

—Se trata de un pobre loco. Dejémosle seguir su camino —dijo el teniente del duque.

Mendoza se cruzó de brazos y lanzó una risotada echando la cabeza hacia atrás:

—Señor Secretario, ¿es que no os encontráis bien y por eso fantaseáis? ¡De ser así, acercaos que os voy a curar frotándoos la piel con mi vara!

Pero García Navarro ya no prestaba atención. Continuó con su letanía señalando con ambas manos la capital india envuelta en la niebla más abajo:

—¡Guardaos! ¡No os dejéis arrastrar a la Sodoma pagana donde se adora al diablo en trono de oro! ¡Volved a casa! ¡Volved a casa! ¡No dejéis que Cortés os lleve al gaznate de Satán!

El duque, preso de una ira repentina, le cruzó la cara a García Navarro de un manotazo y gritó:

—¡Ésta ha sido la última vez que se oyen tus protestas! Prendedlo y colgadlo. Que se ahogue con el cáñamo de lo alto de un árbol verde.

Los servidores del duque prendieron de inmediato a García Navarro. Mas cuando se lo llevaban sucedió un milagro tenebroso que rescató a García Navarro de la ira del duque, pero que al mismo tiempo provocó tal pánico en el campamento español que estuvo a punto de hacer abandonar a todos.

Un golpe de aire había rasgado la niebla que envolvía la capital india y había arrebatado el velo que ocultaba los misterios de la ciudad enemiga. Pero lo que vimos no fueron palacios ni iglesias ni torres ni jardines ni plaza de mercado, no, nada de eso… Vimos una terraza gigantesca y altísima, presidida por un monstruo en su trono que era mayor que la Giralda de Sevilla y estaba sentado a la manera pagana con las piernas cruzadas, la boca abierta y tenía los brazos extendidos como si quisiera atraparnos… Pero en seguida el mar de niebla engulló a ese Satán y se concentró sobre su cabeza como un velo que ningún mortal podía atravesar con su mirada.

Un alarido de espanto recorrió el campamento de los españoles, que aterrorizados se tiraron al suelo y muchos envolvieron su cabeza con los abrigos porque nadie quería ver aquel Satán de piedra. No había orden ni concierto, nadie obedecía ya las órdenes del duque. Los españoles se desbandaron corriendo de un lado, entre gritos y maldiciones, resonando gritos de protesta:

—¡Queremos volver! ¡Que no nos lleven a la ciudad donde reina Satán!

—¡No queremos luchar contra la ciudadela del diablo!

—¿Le habéis visto? ¡Lanzaba llamaradas por los ojos!

—¡De su boca salía humo!

—¡Nos quieren llevar a la catedral del infierno!

Por aquel entonces uno de los alemanes a quien una bala había reventado la pierna se encontraba en el campamento español, la fiebre había hecho presa en él y lo tenía a su merced. Se arrastraba por la tienda cuando oyó el confuso griterío y saliendo fuera se puso a cuatro patas y exclamó:

—¿Por qué gritáis ahora? Acaso no sois los tontos del Emperador que lucháis por él las batallas, mientras que allá en vuestra patria los curas y los señores os roban las casas y las tierras cohabitando con vuestras esposas peor que un sultán turco o el mismo demonio.

Y añadía:

—¿Qué os habrá prometido vuestro Emperador para que aceptarais venir contra los indios? ¡Sí, calor, frío, hambre, sed, huesos rotos y tanto esfuerzo que la piel os cuelga como pellejo!

Y de pronto se encendió la rebelión al unísono en el campamento de Cortés.

Quince arcabuceros iniciaron la marcha y a su cabeza iba uno de nombre Pedro Barba. Se agruparon, arrastraron un tiro muy burdo y lo dirigieron hacia la tienda de Cortés. Además empezaron a disparar con sus arcabuces contra los oficiales en cuanto divisaban a uno de ellos. De todas partes acudían más y más, y el gentío gritaba y coreaba:

—¡No queremos ir al gaznate del diablo!

Y añadían:

—¡No queremos acostarnos en la cama del demonio!

De entre el tumulto se oyó a uno que pedía silencio y gritaba:

—Que vaya uno a la tienda de Cortés y le diga, sin más, lo que opinamos.

—¡Que vaya Pedro Barba! ¡Pedro Barba! —bramó el gentío. Pedro Barba salió de entre ellos. Se trataba de un individuo corpulento, barbudo, que parecía como si Dios lo hubiera moldeado de un terruño de barro. Se subió al tiro y exclamó:

—Iré a ver a Cortés y quebrantaré su férrea e inmisericorde voluntad. No me dejaré intimidar por su poder.

Los rebeldes avanzaban entre gritos por la callejuela del real. Pedro Alvarado, uno de los capitanes, hacía guardia ante la tienda de Cortés.

Pedro Barba se detuvo, se dio la vuelta y gritó al gentío:

—¡Quedad aquí y esperad! Respaldaréis con vuestra presencia el justo sentido de mis palabras. Señor Alvarado, dejadme pasar, quiero hablar con Cortés.

Alvarado no respondió y seguía inmóvil cortando con su lanza el paso. En esto llegó el cocinero de Cortés corriendo de la otra dirección, un moro de la isla de Malta que llevaba una fuente con carne asada en una mano y con la otra sujetaba el pan que llevaba el cuchillo clavado. Alvarado le dejó pasar y detrás de él se coló Pedro Barba en la tienda de Cortés.

Los rebeldes estaban fuera y no se movían. Todos mantenían la cabeza erguida tratando de escuchar lo que sucedía dentro de la tienda, y todos creían oír parte del alegato de Pedro Barba y lo que respondía Cortés.

Pero en la tienda de Cortés reinaba tal silencio que se podía oír el vuelo de una mosca. Los de la fila de atrás se impacientaron y se pusieron nerviosos hasta que uno de ellos dijo:

—¡Esto no marcha bien!

De pronto se abrió la cortina de la tienda y Pedro apareció en la puerta. Los españoles estallaron en gritos:

—¡Pedro Barba! ¿Has hablado? ¿Has llegado a un acuerdo?

Pedro Barba permaneció en la puerta y estiró el cuello. Luego avanzó a paso lento hacia nosotros, daba manotazos al aire como si quisiera atrapar un mosquito hasta que se paró.

—¡Pedro! —aulló la masa—. ¡Ven con nosotros!

Pedro despegó los labios, pero los volvió a cerrar, alargó el cuello, dio una gran zancada hacia adelante y se volvió a detener. Colocaba las manos como si quisiera apoyarse en un bastón imaginario.

—¡Pedro! —bramaron los rebeldes—. ¡Contesta!

Pedro Barba clavaba sus ojos abiertos en nosotros y de pronto se desplomó como fulminado por un rayo.

Corrimos hacia él y le abrimos la guerrera: tenía clavado en el pecho hasta la empuñadura el cuchillo del pan de Cortés.

En ese instante salió Cortés en persona de la tienda. Vio a Pedro Barba que yacía en el suelo ante la tienda, arrugó el ceño, alzó el brazo y dijo:

—¡Fuera de aquí, rebelde!

Un escalofrío me recorre aún hoy la espalda cuando me acuerdo de lo que ocurrió.

¡Sí! El moribundo se levantó, se irguió y avanzó pasito a pasito, muy obediente con el cuchillo clavado en el corazón, y así anduvo hasta que cayó muerto al suelo fuera de la vista de Cortés.

Cortés se dio la vuelta y se metió en la tienda sin inmutarse por nuestra presencia y no se oía el vuelo de una mosca, ninguno de nosotros se atrevía a respirar.

Sólo cuando Cortés hubo desaparecido en el interior de su tienda estalló la revuelta.

—¡Asesino!

—¡Que la muerte te persiga uno y cada uno de los días que te queden de vida, asesino!

—¡Echad fuego a la tienda! ¡Qué muera asfixiado por el humo!

—¡Acabemos con ese perro rabioso!

—¡Tiene el corazón de piedra!

Alvarado se había quedado solo frente a la multitud alborotada y cerraba con su lanza el paso del angosto pasillo que llevaba a la tienda de Cortés. Uno de los rebeldes le lanzó el hacha por encima del brazo, otros dos se colgaron a su lanza y uno le arrancó la coraza de los hombros.

En ese preciso instante llegó un español corriendo, uno de los que vigilaban la capital india.

Corría y respiraba jadeando con la boca abierta, saltó sobre el cadáver de Pedro Barba y siguió hacia la tienda de Cortés. Se cayó a muy pocos metros de la tienda, permaneció un instante tumbado, volvió a ponerse en pie, dio dos saltos, volvió a caer y se arrastró un trecho por el suelo. El pecho le estallaba y su garganta emitía ahogados pitidos.

Alvarado, a quien la muchedumbre casi había vencido, seguía defendiéndose en el suelo, volvió la cabeza y gritó:

—Álvarez, ¿qué nuevas traes?

El español no respondió. Siguió arrastrándose por el suelo, hizo intentos de levantarse, pero no pudo y gritó con todas sus fuerzas mirando la tienda de Cortés:

—¡Vienen los indios!

La rebelión acabó por arte de encanto. Alvarado se levantó lentamente del suelo y miró en derredor. Pero no quedaba uno solo de los que instantes antes le habían avasallado, se encontraba solo ante la tienda de Cortés.

De todas partes llegaban ahora oficiales de Cortés. Y uno de ellos, Juan de Leone, gritaba a caballo por todo el campamento:

—¡A las armas! ¡A los tiros! ¡Los paganos atacan!

Pero la armada española se había deshecho. La armada española que Cortés había traído con tanto coraje hasta las puertas de la capital india, esa armada española se escondía entre los sauces huecos que rodeaban el campamento; la armada española se había refugiado en la espesura del bosque indio, la armada española se había escondido en los hornos vacíos, en las cisternas, entre el estiércol de los establos de caballos; la armada española se había metido en las ratoneras, y los pocos servidores que quedaron en el campamento estaban arrodillados y clamaban al cielo y repetían sus letanías.

Luego percibimos el sordo sonido de campanas entre la niebla, las mismas que habíamos oído aquella noche en sueños. Era un canto triste y desolador que llegaba de todas partes, volaba por encima de nuestras cabezas y llenaba el aire con su gemido, como si tuviéramos cien campanarios frente a nosotros.

Eran los atabales del ejército indio que penetraban nuestras almas anunciando la hora de nuestra muerte.

Por la derecha, allí donde los ballesteros tenían sus aposentos, percibimos de pronto un grito ronco y poco después varias voces lamentándose. Era Antonio Quiñones, bastón de mando de los ballesteros, caballero irascible que no podía hablar cuando le inundaba la ira. Había encontrado a sus hombres en una gruta de barro, apretados y temblorosos como un rebaño de ovejas. Había gritado de ira, y con la espada los había atacado, empujado y atravesado.

Ninguno se defendió, porque la angustia y el miedo les había confundido el sentido y, de buena gana, se hubieran dejado masacrar como reses.

Mendoza cabalgaba despacio por las calles desiertas del real. Falconetes y tiros yacían por doquier y la arena se había acumulado en las embocaduras. Animales de carga y caballos habían mordido sus cuerdas y riendas y deambulaban por las calles sin que nadie se hiciera cargo de ellos.

Los oficiales aguardaban en silencio ante la tienda de Cortés. Un trompetero tocó una señal convenida ante la puerta, pero era como tocar en el desierto porque nadie obedeció la orden.

—¡Que alguien vaya a Cortés y le informe! —ordenó Mendoza.

Los oficiales no se movieron del sitio y no respondieron.

—¡Que alguien vaya a Cortés y le informe! —ordenó Mendoza de nuevo en un tono más alto.

—¡No sirve de nada, Cortés no quiere saber nada! —dijo uno de los capitanes.

—¡Le ha propinado un puñetazo en la cara al de Neyra!

—Cargará de cadenas a quien hable de retirada.

—Ha perdido el juicio, el que entre en la tienda no saldrá vivo.

Entonces Mendoza se apeó del caballo y le entregó las riendas al de Neyra, que estaba junto a él perplejo y con la cara hinchada. Con altivez y decisión lanzó una mirada al interior de la tienda de Cortés antes de entrar.

Los oficiales de Cortés siguieron de pie en silencio y esperaron. Uno de ellos se acercó a la puerta y escuchaba. Una ráfaga de viento levantó la cortina de la puerta de la tienda y la volvió a cerrar.

—Ése no vuelve a salir andando, tendrán que llevarlo en brazos cuatro de nosotros, ¡por mis muertos! —dijo el de Neyra bajito.

Inmediatamente después salió el duque de la tienda. Echó hacia atrás la cabeza con ese aire de mozalbete y en una voz ronca y levemente temblorosa ordenó:

—Mandad a uno de tambor que recorra el campamento y pregone que es voluntad del señor Cortés el ceder a mis manos el mando de este campamento, y me permite disponer de todo el aparato de guerra, tiros, pólvora, munición y provisiones y demás poderes en el día de hoy.

Los oficiales de Cortés retrocedieron un paso y contemplaron atónitos y sorprendidos al mozalbete. El duque, por su parte, se irguió, despejó los rizos de su frente y prosiguió:

—Yo, Juan, duque de Mendoza, he decidido emprender la retirada de estas tierras hasta llegar a la costa y al puerto de Veracruz, donde llegaremos si obedecéis puntualmente cada una de mis órdenes y Dios nos lo permite.

Cuando el tamborilero hubo pregonado esta nueva por todo el campamento, los españoles salieron en masa de sus escondrijos. Algunos capturaban y agrupaban los caballos, otros llevaban provisiones de vino, pan y carne en salazón y los colocaban en montoncitos, cargaban a los animales de tiro con sacos y cajas; los demás se dispusieron a enterrar la artillería pesada que no podían llevar consigo en la huida. Todos estos quehaceres los realizaban aprisa porque los tambores del ejército indio sonaban cada vez más cerca.

Mientras los españoles trabajaban febrilmente obedeciendo de esta guisa las órdenes de Mendoza, Cortés salió de su tienda. Sostenía la espada en una mano y en la otra el arcabuz y no se dignó mirar a ninguno de los laboriosos españoles. Su faz pétrea e inmóvil como siempre no traslucía ira, rencor ni dolor. Muy dignamente atravesó el ruidoso gentío en silencio, abandonó el campamento y avanzó hacia la niebla donde resonaban los atabales del ejército indio.

Pero tras Cortés iban nueve de sus oficiales y caballeros, que estaban decididos a no viajar a Veracruz, sino que querían luchar y morir al lado de Cortés.

A la cabeza iba Gonzalo de Sandoval; detrás iban Antonio de Quiñones y Pedro de Olio. Más atrás marchaban Cristóbal Díaz, Pedro Alvarado, Juan de Leone y Diego Tapia; los seguían Jerónimo de Aguilar y Pánfilo de Neyra.

Yo iba detrás de ellos junto a Cortés; queríamos, al igual que él, resistir a los indios y mantenerlos a raya con disparos y golpes hasta que Mendoza y el resto de la hueste hubieran sacado buena ventaja.

Mientras aguardábamos en pie oímos de pronto el resonar agudo de las caracolas indias muy cerca y por dos lados. La muerte nos había cercado como los perros al jinete. El entrechocar de las armas llegó a través de la niebla. Aún no podíamos ver al enemigo, pero el miedo se apoderó de mí, lastrándome como una pesada coraza. Miré a Cortés para infundirme valor, pero su rostro permanecía inmutable y pétreo, no reflejaba ni confianza ni temor. Tenía la espada en la mano y en la hoja había grabado con caracteres de fuego unas palabras. Yo quise leer lo que ponía, pero las letras se salieron de su orden y empezaron a bailar ante mis ojos; quería contarlas —dos, seis, ocho, nueve, diez—, pero no servía de nada, la niebla se colaba entre ellas y las borraba; oí el paso de miles de indios acercarse y no los veía y no sabía si la flecha que me atravesaría el pecho ya surcaba el aire… o si una maza de hierro me destrozaría el cráneo… o si un cuchillo me abriría la garganta, y todo dentro de mi ser gritaba, cansado ya de aquella espera tortuosa, ansioso ya de ver el final.

Y por fin la niebla descubrió su secreto.

Entre la penumbra surgieron los indios y cobraron forma, y detrás de ellos otros y otros, una procesión interminable; encabezando el desfile iba uno bajo un baldaquín de plumas verdes forrado con láminas de oro; se inclinó, introdujo la mano en la polvareda, se limpió la frente y dijo algo que yo no entendí, pero de Aguilar saltó de pronto hacia adelante y bramó:

—¡Merveille! ¡Habla de paz!

Se produjo un gran tumulto, todos rodeaban a Cortés, y el indio saltó asustado detrás de su baldaquín y miró a Cortés.

La espada que sujetaba en la mano se me cayó estrepitosamente al suelo: ¡el rostro de Cortés volvía de repente a la vida! Recuperaba una expresión humana, un rostro donde se podía leer el miedo, la angustia y el dolor grabado a grandes surcos, el arrepentimiento y la angustia de las últimas horas, y por encima de todo brillaba una sonrisa en los labios y en las mejillas, una sonrisa alegre y feliz, como la de los niños cuando duermen, y al mis espaldas gritó uno de pronto:

—¡Cortés se ríe!

Sandoval, Díaz y Tapia se sacudían por los hombros y gritaban:

—¡Cortés se ríe!

Pero Cortés recuperó de pronto su faz pétrea y miraba fría y cruelmente al indio, y nos pareció que habíamos soñado o que la niebla había desdibujado extrañamente el rostro de Cortés. De esos labios marmóreos tronó hasta nosotros la voz de Cortés, la voz que había levantado del suelo al moribundo Pedro Barba, resonó más allá de la niebla y por encima del campamento español y de las columnas del ejército indio:

—¡Comunica a tu rey, el señor Moctezuma, que no habrá paz, sino guerra y derramamiento de sangre hasta que no se presente él en persona en mi campamento! ¡Y si no le pluguiera presentarse en tres días, conocerá el poder de mi artillería!