En aquel año y durante el año siguiente había podido reunir más de treinta onzas de polvo de oro comerciando en la isla Fernandina. Esta fortuna la mantenía escondida en una bolsa de cuero detrás de la bragueta, y me creía el hombre más afortunado de la tierra con aquel tesoro. Mas en Baracoa despilfarré todo mi oro en locuras. Porque las casas de esa ciudad estaban atestadas de meretrices con sus guantes, tenues velos y vestidos abiertos en un escote que les llegaba hasta la espalda. Y yo corría detrás de ellas como un loco ardiente a quien podían pescar fácilmente con su señuelo, de modo que días más tarde ya no me quedasen más que unos pocos centavos.
Por aquel entonces solía frecuentar una taberna de un albergue en cuyo escudo figuraba el gigante Cristóbal tumbado de bruces con los carrillos hinchados, bebiéndose el agua del río Jordán. Esa imagen me ponía furioso cuando la miraba, porque en aquellos días me sentía igual de mal que el santo varón. Desde que había gastado el polvo de oro de la bolsa, el posadero no me daba a crédito más que agua y, si en alguna ocasión me ofrecía una jarra de vino, seguro que estaría avinagrado o sería cosecha de un mal año. Así me pasaba los días de mal humor injuriando a los posaderos y a las mujeres. Con un pedacito de madera mataba las moscas de las paredes si veía alguna.
En estos menesteres me sorprendieron una tarde dos jinetes españoles que habían entrado al azar a la taberna. Iban muy bien ataviados, llevaban plumas de grulla en el sombrero, esperaron a que el posadero en persona les sirviera y se hincharon a beber.
Yo sabía cómo se llamaba el que llevaba el brazo en cabestrillo; se trataba de un cretino, vulgar, altivo y soberbio. Entonces me acordé que no hacía mucho se había embarcado en la armada de Cortés rumbo al continente indio, por eso pregunté:
—Hermano, ¿qué viento te ha traído a esta costa? ¿Acaso ha acabado la guerra y te traes la corona del Gran Señor indio en la bolsa?
—Tenemos licencia de la armada de Cortés, venimos en busca de pan, tocino y avena —respondió el jinete—. Además de falconetes, caballos y algunos buenos jinetes. ¡Ojalá reventaran esos alemanes! De no ser por ellos, ya tendríamos la cámara del tesoro del rey indio en nuestras manos.
—¿A qué alemanes os referís? —pregunté sorprendido.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Es posible que no sepas que unos alemanes llegaron antes que nosotros a esa tierra de paganos? Están oponiendo una encarnizada resistencia a Cortés. Yo mismo he recibido un golpe considerable de uno de ellos, y la sangre me corrió tan cálida por el hombro como las tortitas de cerveza por Pascua.
No pude por menos que reírme al oír cómo se quejaba. Él, por contra, comenzó a maldecir.
—¡El oprobio y la desgracia se lleve a esos locos alemanes, junto con su loco capitán!
En ese momento supe que aquel loco capitán no podía ser otro que el capitán alemán de la isla Fernandina. Así que rogué a los dos que me contaran más cosas de las batallas y lances.
Los dos comenzaron a jactarse de las escaramuzas, los saqueos y las matanzas, de modo que parecía que aquel derramamiento de sangre no encontraba fin.
—¿Vienes con nosotros? —me dijo uno de ellos de repente—. Harías un buen jinete en la armada de Cortés. Ya hemos conseguido diecisiete, y todos están ya a bordo del barco.
Mi camarada metió la mano en el bolsillo del pantalón y depositó de un golpe un montoncito de polvo de oro sobre la mesa junto con dos cangrejos dorados que los indios suelen llevar como adorno en el pelo o al cuello en aquellas tierras.
No pude evitar acordarme de la fortuna que había perdido dejándome engañar tan miserablemente. Los dedos me temblaban de ansia de oro y me pareció una tremenda broma lo de unirme a la armada de Cortés.
El otro jinete me dio una palmadita en la mano y dijo gritando y riendo a su camarada:
—Retira ese dinero, que ya estira las orejas como mi caballo cuando vislumbra el saco de avena.
Pero en el preciso instante en que iba a dar mi consentimiento me asaltaron terribles remordimientos. Pensaba para mí que aquel negocio ni me iba ni me venía y que mejor lo dejaba. Así que dije a los jinetes:
—Estimados compañeros, lo estudiaré y consultaré con la almohada.
—¡Ea! —insistió un jinete—. ¿Qué es lo que tienes que pensarte? Deberías darnos las gracias. Venga, anímate, en marcha, no hay tiempo que perder en este asunto.
—Dejad que me lo piense un día o dos. Debéis tener paciencia. Hoy es miércoles, mal día, porque Judas vendió a nuestro Señor Jesucristo en un miércoles.
—¡No! —exclamaron los jinetes—. Has de venir esta misma noche con nosotros al barco, porque mañana ya no nos encontrarás en el puerto. ¿No quieres? Entonces es que tienes la sangre de un conejo; ¡que la deshonra caiga sobre ti!
Aquel negocio no acababa de gustarme. Mas mi perdida fortuna no se me iba de la cabeza, y me dije: «Pues si ya el diablo se ha llevado la silla, que se lleve también el rocín». Me dejé convencer por ellos y subí al barco.
En la pasarela del barco me recibió un hombrecillo que escupía al hablar, tenía el aspecto de un gallo, llevaba además una pluma de gallo en el sombrero y me graznaba al oído:
—¡Bienvenido a bordo de mi barco! ¡Bienvenido!
—¿Quién sois? —demandé.
—Soy Pedro Carbonero, verdugo de campo de Cortés.
—¡Por todos los santos! —exclamé—. ¡Ése es el nombre por el que se conoce al diablo en mi país!
—¡Ea! —dijo malévolamente el hombrecillo—. Tú conserva a todos tus santos, que yo conservaré en nombre del diablo su nombre.
Y diciéndolo se alejó, y yo bajé por la escala del barco hacia las bodegas donde pretendía encontrar un lecho. Pero no encontré sitio alguno donde poder estirar las piernas. Porque allá abajo había ganado y caballos atados unos a otros, en medio de falconetes y otro tipo de cañón ligero, «cortanas» y barriles de pólvora, y me costó lo mío abrirme paso.
Los demás jinetes y yo mismo nos aposentamos donde las fulanas, ya que había muchas en el barco. Ellas también querían ir a Veracruz y desde allí al campamento de Cortés. A ninguna le asustaba el largo y peligroso viaje, ya que todas aspiraban llenar un cubo con oro, gracias al enorme río de oro que fluía desde el reino indio a los bolsillos de los españoles.
Para las mujeres se habilitó en cubierta unas cabañas de madera que hubieron de compartir con nosotros. Y tal vez no lo creáis, pero en los días que duró la travesía se cantaron más «Aleluyas» a bordo de lo que podría haber cantado cura alguno entre Pascua y Pentecostés.
Pasada la medianoche, poco antes de que zarpáramos, subió a bordo una elegante dama con sus criados y doncellas, un bufón y un laúd. Llevaba consigo muchas cajas y arcones, y se habían dispuesto tres lujosas tiendas de seda en cubierta para que le sirvieran de aposento.
—Es Catalina Juárez; también ella quiere ir al campamento de Cortés. Cuarenta castellanos de oro ha entregado a Pedro Carbonero para que la llevara consigo. ¡Hombre! Y a ti te lleva gratis —dijo mi camarada.
En verdad, en ese momento reconocí a la amante del duque de Mendoza. Llevaba una cofia bordada, un velo rojo y una pañoleta del mismo color. Un perrillo blanco iba dando brincos detrás de ella dando ladridos.
—Ésa va tras los pasos del joven Mendoza —me contaba mi camarada—. No puede evitar seguirle como tampoco un cuervo dejar de dar saltitos. Y eso que en Baracoa él la expulsó de su casa a golpes de fusta. El joven duque ya no la quiere ver, le; importan más sus negocios bélicos que las mujeres hermosas.
En aquel momento oímos ruidos y gritos. Los servidores de Catalina habían espantado de una de las tiendas de seda a dos fulanas que pensaban haber encontrado un lugar para dormir. No querían largarse, y discutían y peleaban por la cama con tal algarabía y griterío como las mujeres por el niño en el juicio de Salomón.
Catalina Juárez estaba en pie ante la tienda con gesto altivo y furibundo, y daba pataditas impacientes con el pie. Sus servidores no tardaron en sacar a las dos fulanas a rastras de la tienda, a la par que gritaban:
—¡Ah, malditas meretrices harapientas! ¡Asco de fulanas!
Luego volvió el silencio, Catalina desapareció en el interior de su tienda y nuestro barco abandonó lentamente el puerto de Baracoa.
Tras haber cruzado el mar indio con buen tiempo arribamos la ciudad de Veracruz, también llamada la Villa-Rica. Desde aquí nos aguardaba un trecho de más de ochenta leguas a través de tierras recién conquistadas, en las que la armada de Cortés se había mantenido a duras penas a fuerza de pillaje, fuego y devastación. Avanzamos durante tres jornadas por dominios de Cempoal, donde todos los nativos nos recibieron y atendieron muy bien, porque estos indios eran enemigos de aquel reino de Tenochtitlán contra el cual luchaba Cortés desde su campamento.
A continuación, llegamos a una serranía muy escarpada y a un paso que se llama «En el nombre de Dios». Desde allí cruzamos un desierto desolador, deshabitado a causa de su improductividad y gran calor, y llegamos a una provincia de nombre Tlascala en cuya capital nos aguardaba un teniente español con más de mil indios, hombres de paz que Cortés había enviado para recibirnos y acompañarnos al real español.
Al vigésimo segundo día de viaje llegamos al elevado valle en que se alzaba Tenochtitlán, tras habernos defendido por dos veces de los ataques de indios hostiles que nos asaltaron e infligieron algunos daños. Pero cuanto más nos acercábamos al real de Cortés más difícil se hacía soportar el calor, y el polvo nos martirizaba hasta tal punto que no nos atrevíamos a respirar. A medida que cabalgábamos teníamos que espantar bandadas de buitres y cuervos, que se disputaban la carroña de animales que habían muerto de sed, pero no se apartaban hasta que no les ahuyentábamos con piedras. El camino que seguíamos estaba perfectamente marcado, no había confusión posible, porque a derecha e izquierda había animales de tiro, asnos y caballos con el cuello tieso y la lengua fuera llenando el aire con su pestilencia. El polvo se arremolinaba a cada paso que daban nuestros animales, y nos subía a la garganta y a los ojos obligándonos a seguir nuestro camino a tientas.
Cuando apenas faltaban dos leguas para llegar al campamento nos salieron al paso los primeros centinelas españoles y uno de ellos nos acompañó cabalgando junto a las andas de Catalina.
Bien pronto divisamos el real sobre una colina delante de nosotros, no muy lejos de unas montañas empinadas y boscosas bajo cuya sombra ansiábamos cabalgar porque parecían prometer refresco frente a aquel sol abrasador. Pero nuestro guía nos indicó que echáramos por campo abierto, diciendo que en uno de aquellos montes se habían hecho fuertes los alemanes rebeldes y que debíamos estar alerta ante algún ataque o asalto. Así que seguimos cabalgando cansados y muy abatidos en medio de aquel sol abrasador que nos arrancaba salvajemente el sudor de la frente.
Recuerdo que llevábamos más de treinta pellejos de vino, de los cuales doce pertenecían a Catalina. Cuando el calor arreció hicimos un alto para descansar brevemente y nos llenamos las panzas de vino. Nuestro guía tuvo un comportamiento de lo más extraño —¡la de cosas que habré visto ya!— porque bebía sin interrupción.
—¡Sabed! —dijo cuando estuvimos de nuevo a la grupa del caballo— que hace ya dos semanas que no cato vino y por mi gaznate no ha pasado más del que un mosquito pudiera llevar en su cola. Hemos tenido que contentarnos con un agua fétida y fangosa que extraíamos de la tierra. Tal penuria es aún más difícil de soportar ya que a poca distancia de aquí hay agua en abundancia. Porque arriba en la montaña hay numerosos estanques llenos de agua clara y fresca que es conducida luego mediante caños de madera y construcciones de argamasa por debajo de la tierra hasta el centro de la ciudad de Tenochtitlán, y los indios de la ciudad utilizan este agua y la beben. Si pudiéramos subir ya habríamos destruido y cortado los caños de madera y el suministro de agua potable a la ciudad. Pero los alemanes se han hecho fuertes allí arriba, no se mueven y no hay quien los ahuyente, que de nada sirve el poder de Cortés. ¡Mil pestes se los lleven!
Entretanto ya habíamos llegado al campamento y de inmediato nos echamos a descansar. Cada cual se tumbaba cuan largo era donde mismo estaba, porque nadie podía tenerse en pie a causa del calor y del cansancio.
Ya era de noche cuando me desperté al oír ruido y jaleo. Algunos españoles habían descubierto los pellejos de vino de Catalina y se habían lanzado sobre ellos medio locos a causa de la sed y la fiebre. Unos yacían en el suelo y bebían, tenían los hocicos pegados a los agujeros que habían abierto en los pellejos con sus cuchillos. Otros llenaban sus sombreros con vino al no tener otro recipiente a mano. Otro se había cargado a la espalda un pellejo y quería escabullirse. Pero los servidores de Catalina cayeron sobre él golpeándolo y lo tiraron al suelo, metiendo un ruido horroroso clamando al cielo entre maldiciones.
De pronto penetró una tropa de jinetes en el campamento en medio de silbos y tambores; a su cabeza estaba el duque de Mendoza. A derecha y a izquierda iban incontables indios que luchaban al servicio de Cortés. El duque saltó del caballo y gritó furibundo:
—¡Ea! ¿Conque esas tenemos? ¿A quien pertenece el vino?
Los españoles que se habían disputado el vino se levantaron de un salto y miraban atónitos al duque. El vino les corría por la comisura de los labios, en sus ojos ardía la fiebre y la sed. Pero también los jinetes que habían venido con el duque devoraban ávidamente el vino con la mirada.
—El vino es de nuestra señora —dijo por fin uno de los servidores de Catalina.
—El vino nos pertenece; ¡a ver quién diablos nos los quería arrebatar! —bramó uno de los lansquenetes—. ¡El vino es nuestro! ¡El vino es nuestro! —bramaron al unísono veinte hombres furibundos.
El duque sacó su daga y avanzó hasta los que gritaban.
—¡El vino es de Cortés, de todo el campamento y de todo bravo soldado, pero no es sólo vuestro, mil millones de centellas! Y si alguno tiene algo que objetar le voy a marcar el cuello de forma que ya no podrá ponerse en pie.
Los españoles guardaban silencio y no se movían, y eso que cualquiera de ellos habría vendido su último pantalón por una jarra de vino.
Entretanto, Catalina había reconocido la voz del duque desde su tienda y salió con los brazos extendidos gritando:
—¡Juan! ¡Sois vos!
Mas el duque retrocedió un paso y dijo pausadamente:
—¿Quien sois, señora? No os conozco.
Catalina, empero, no escuchó esto último, sino que corrió hacia él con una copa de plata y dijo:
—Tomad y que la Madre de Dios, la Virgen, os bendiga.
El duque aceptó la copa de su mano, la miró enojado y dijo con desprecio:
—Os lo agradezco, señora, pero no necesito vino.
Luego se dio la vuelta dándole la espalda, abrió el hocico de su caballo y vertió el vino en el gaznate.
Catalina lanzó un grito de ira y levantó la mano con intención de abofetear al joven. Pero sus doncellas la sujetaron por los brazos y la llevaron de vuelta a la tienda. El del laúd empezó a cantar en voz muy alta, el perrillo ladraba, el bufón iba dando volteretas y chillidos delante de ella, pero pese al ruido todos oíamos el llanto de Catalina.
El duque habló a sus jinetes con indiferencia, exclamando:
—¿Quiénes de vosotros han sido sorteados para expulsar sin contemplaciones a esos alemanes de sus montes por la mañana?
Ocho de los jinetes saltaron de sus caballos y formaron en una fila.
—Que cada uno de vosotros reciba esta noche dos jarras de vino y medio castellano —dijo el duque. Y dirigiéndose a su teniente añadió—: Qué vamos a hacerle, las guerras cuestan dinero. Nadie quiere que se lo lleve el diablo sin cobrar algo a cambio.
Aquella noche, mientras los jinetes de Mendoza yacían ante sus tiendas y bebían el buen vino con que el duque les había obsequiado, todo el mundo hablaba de la conducta del duque que había despreciado el vino de manos de Catalina y se lo había echado a su caballo por el gaznate. Y no había nadie que no tuviera algo que decir:
—El espíritu se le torna débil con un solo trago de vino. Teme el vino porque con llenarse la boca se le nublan los sentidos tan tontamente que se comporta como un niño y hace tonterías.
—Es moro pagano por parte de madre. Por eso no puede beber vino.
—Camaradas, si el vino le estuviera prohibido, bebería agua. ¿Mas le ha visto alguno de vosotros beber? Los demás desfallecemos de sed y calor. Mas a él jamás lo hemos visto tomar una gota, y sin embargo se ríe de la intensidad del sol.
—¡Silencio! ¡Hablad más bajo! Acercaos y os desvelaré algo maravilloso y un grande secreto. Sabed que no tiene sangre en las venas. Hasta los niños en Granada lo saben. Su madre era de verdad una pagana mora, una princesa de la familia de los Abuahmeidos de Granada. A ninguno de ellos les corre sangre por las venas, sino la ardiente arena del desierto árabe. Ahora sabéis por qué no siente sed.
—¡Cierto! ¡Cierto! —gritó uno—. Yo doy fe que lo he visto en el gran baño de sangre de Cholula. Cuando una flecha le atravesó el brazo, no salió sangre sino una arena muy fina.
—Por eso tiene el semblante tan blanco como la nieve. No tiene la sangre roja que tenemos nosotros.
—¡Pamplinas! —rió un tercero—. Yo me atengo a la opinión de los doctores. Tiene un trasero muy impetuoso que le hace ensuciar los pantalones sin piedad alguna cuando el aroma del vino se le mete en la nariz.
Al oír estas palabras estallaron todos en grandes risas, y chocaron las copas brindando por la salud de Mendoza y siguieron hablando de otras cosas.
A la mañana siguiente el duque de Mendoza nos llevó al ataque contra el campamento de los alemanes. Éstos se habían hecho fuertes a la altura de una montaña que no era muy escarpada por uno de los lados permitiendo el ascenso por esta cara. Algunos de los nuestros se ocultaban tras los peñascos que se encontraban dispersos al pie de la montaña y todos llevábamos el arcabuz listo para disparar. Los ocho jinetes que habían recibido la víspera su medio castellano dejaron sus arcabuces en un montoncito, tomaron nada más su daga entre los dientes y treparon por la pendiente.
A los alemanes no se les sentía, permanecían silenciosos y no se movían. Los nuestros estaban cada vez más arriba y eran cada vez más pequeños a nuestros ojos, pero los alemanes no disparaban un solo tiro y parecía que no hubiera ser vivo alguno.
—¡Camarada! —dije—. Es cosa de risa. ¿Acaso pretenden los nuestros luchar con sus dagas contra piedras inertes?
—¡Sí! —dijo el hombre que estaba a mi lado con voz átona—. Van a luchar contra piedras inertes.
—¿Por qué no disparan los alemanes de allá arriba?
—Una pregunta vana. Si no tienes un arcabuz, ¿qué haces? ¿Disparas con los bombachos?
—¿Es que los alemanes no tienen armas de fuego?
—Las perdieron en el trágico naufragio que sufrieron cuando llegaron a la costa de estas tierras.
—¡Entonces están perdidos! El Señor tenga piedad de ellos —dije en voz baja, porque sentía compasión por el capitán alemán y su gente que luchaban contra nosotros sin arcabuces.
—¡Camarada! —dijo violentamente mi vecino—. ¡El Señor tenga piedad de los nuestros! Los alemanes de allá arriba tienen un arma más poderosa que la nuestra.
Y a poca distancia de donde estaba oía murmurar:
—Van a volver a disparar con la «cortana» de Dios.
Yo no entendía lo que quería decir con aquello. Sin embargo, sentí un sudor frío por la espalda al oír aquellas palabra: «cortana de Dios».
Los nuestros ya estaban cerca de la cumbre.
De pronto, Mendoza, que estaba tumbado detrás de mí, me colocó la mano sobre el hombro y me gritó:
—¿Lo ves allá arriba de pie? Dispara.
Yo apunté y disparé a voleo porque no había visto nada. A mi alrededor resonaron los arcabuces y el olor de la pólvora me quemaba los ojos. Desde lo alto del cerro se oyó de pronto una voz, clara y nítida.
—¡Atrás! ¡O probaréis el duro material con el que Dios construyó estas montañas!
«Ése ha sido Melchior Jäcklein», pensé de inmediato; a pesar de que hacía muchos años que no lo veía, reconocí su voz.
Los nuestros se detuvieron arriba en el monte y no se movieron. Sólo uno de ellos había dado la vuelta y corría a grandes saltos montaña abajo.
Luego, durante un instante, reinó un profundo silencio. Ninguno de nosotros se atrevía a moverse. Un oscuro temor me atenazaba el corazón con sus puños. No sabía qué era lo que iba a suceder y sin embargo las manos me temblaban y en mis oídos repicaban y resonaban todavía aquellas tenebrosas palabras: ¡«cortana de Dios»!, ¡«cortana de Dios»! Era como si el terror fluyera por la pendiente hacia abajo como un río invisible y nos envolviera con su pavor.
Súbitamente los nuestros se tiraron al suelo. Inmediatamente después se oyó un estruendo violento que venía de lo alto como si toda la montaña se fuera a deshacer en pedazos. ¡«Cortana de Dios»!, retumbaba en mis oídos y de pronto se escuchó como un enjambre de abejas silvestres que se deslizaba ladera abajo.
Eran bloques de piedra, gigantescas masas rocosas que se habían desprendido desde lo alto del cerro y se precipitaban con tremendo estruendo. Mas en aquel momento se dividieron y asemejaban un rebaño de cabras salvajes, que se arremolinaban, saltaban y brincaban contra los hombres que intentaban refugiarse aterrorizados detrás de las rocas. Pero detrás de las piedras iba creciendo una nube de polvo que aumentaba y se expandía, arrastrándose hacia el valle. Durante un instante vimos el resplandor y brillo de las espadas; luego, aquel rebaño saltarín de piedras había alcanzado a los nuestros y un violento grito emitido por varias voces a la vez luchó durante unos segundos contra el fragor. Luego todo había pasado. La nube de polvo se hinchó y se estremeció engullendo los cuerpos aplastados que se convulsionaban colgando entre los bloques de piedra.
Sólo aquel que había emprendido inmediatamente la huida estaba aún con vida y le vimos correr ladera abajo a grandes saltos y gritando. Por detrás, empero, venían a toda velocidad las piedras que parecían haber enloquecido y competían entre sí en loca carrera, arrastrando a otras consigo y haciendo que el aire vibrara con su sonido como si las hubiera disparado un mortero. Lo alcanzaron y tiraron al suelo, perdió el equilibrio y fue empujado por aquella masa hacia el valle.
Cuando nuestros corazones aún no se habían recuperado del horror, Mendoza saltó a mi espalda, me arrebató el arcabuz de la mano, apuntó y encendió la mecha. Desde arriba donde estaban los alemanes, se escuchó un grito; Mendoza me devolvió riendo el arcabuz y exclamó:
—Ése ya no va a poder arrojar más piedras.
Luego se estiró, echó la cabeza hacia atrás alzando los brazos y me pareció como si escuchara el sonido que hace la arena al caer.
Nos levantamos del suelo y acudimos en ayuda del que habían arrastrado las rocas montaña abajo. Pero ya no quedaba en él ningún hálito de vida. Así que lo enterramos amontonando las mismas piedras que le habían matado sobre su cuerpo convirtiéndolas en su tumba. Habían aplastado y destrozado su cuerpo; no había ni un solo huesecillo de su ser que no se hubiera roto por tres veces y en mil pedazos. Sólo su cabeza había permanecido intacta, como la de un ser vivo, y nos miraba quejoso y horrorizado. Y aquella imagen de este hombre se me apareció muchas veces en el sueño, y le veía dando tremendos saltos montaña abajo y luego muerto en el suelo, inerte, salpicado de sangre y machacado por la «cortana de Dios».