EL NUEVO MUNDO

Transcurrieron dos años desde aquel día en Gante antes de que volviera a ver a Grumbach. Y en esos dos años perdió sus tierras y sus títulos, además del favor del Emperador, y hubo de abandonar su patria y el Viejo Mundo como un proscrito. Volví a verlo en el Nuevo Mundo, en el campamento de Cortés. Mas ya me había cruzado en su camino, anteriormente, por una extraña casualidad. Fue apenas un instante, pero en aquel entonces no pude reconocerlo, porque su semblante estaba desfigurado por el polvo y la sangre. Más tarde me di cuenta de que había sido él quien portaba a Dalila desde la cumbre de los acantilados hasta el mar. Y todo aquello que entonces vi y no acerté a comprender —aquellas confusas conversaciones que sostenían los alemanes en la cabaña del portugués mientras saciaban su sed, y el hundimiento de la carabela española—, hoy todo se clarifica ante mis ojos: Grumbach había escapado de la ira del Emperador, huyendo al Nuevo Mundo, y las galeras del Emperador estaban tras él; vi la estela de aquella huida del mismo modo que en ciertos días calurosos de verano se ve cómo se desliza la sombra de una bandada de aves silvestres sobre la pradera, sin hacer ruido alguno.

Seis españoles y un portugués nos encontrábamos en aquella época en la isla Fernandina, una de las grandes islas cercanas al nuevo continente. Nos dedicábamos a comerciar con los indios, y les comprábamos pieles de ave y oro en polvo, mástique, granos de pimienta roja, canela y jengibre. Todos los meses venía el teniente del gobernador desde Baracoa, capital de la isla, y se llevaba en su barcaza lo que habíamos canjeado con los indios, sacando a veces hasta veinte pesos de oro y más. También nos traía carne ahumada, pan, gallinas y aguardiente, y todo cuanto necesitábamos para vivir.

Habíamos construido nuestras cabañas a corta distancia de la playa, y el sonido de las olas llegaba día y noche a nuestros oídos. A unos mil pasos de nuestras cabañas se elevaban unos farallones como torres hasta el cielo, a los que no se podía escalar desde nuestro lado sino con mucho temor de nuestras vidas. Desde lo alto de aquella pared rocosa se precipitaba un caudaloso río con gran estruendo. En lo alto de aquellas montañas había algunos poblados indios y, en ocasiones, aquella catarata traía utensilios de madera, huesos y pieles, y a menudo cadáveres de indios mutilados que daban fe de las luchas que los indios sostenían entre sí y con los hombres del gobernador. El estrépito de aquella cascada era tan ensordecedor que nos veíamos obligados a alzar la voz y hasta a gritar estando en campo abierto para poder entendernos.

Fue por entonces cuando la gran lluvia se abatió sobre la tierra, y cada tarde al anochecer el cielo se cubría de pesadas nubes y la lluvia arreciaba sin parar hasta la mañana del día siguiente. El viento arremolinaba las hojas mojadas por la lluvia y las lanzaba a la cara. El canto del agua por triplicado —el oleaje del mar, el estrépito de la catarata y el interminable sonido de la lluvia— nos turbaba los sentidos y dejaba abatimiento y tristeza en nuestros corazones.

Disponíamos de una catedral de madera, de un granero espacioso y de un cobertizo de anchas vigas con puertas bien guardadas, donde almacenábamos las mercancías. Por las noches, cuando comenzaba a llover, entrábamos en la cabaña del portugués que nos servía de cantina, donde bebíamos aguardiente, jugábamos a los dados y charlábamos.

Una tarde, una carabela se acercó a la isla y lanzó anclas en nuestro pequeño puerto. Todos corrimos hacia la playa y vimos que echaban una chalupa al agua. Seis o siete hombres descendieron del bote. Uno de ellos nos saludó en un pobre español y preguntó que desde cuándo y a qué fin vivíamos en este lugar, y si había un cirujano entre nosotros. Luego, tres de ellos que iban pertrechados de hachas y cuerdas se dispusieron a talar uno de los plátanos que iba a servirles de mástil, ya que la tormenta había destrozado el mástil delantero de la carabela. Los demás comenzaron a cavar una profunda fosa a corta distancia de nuestra catedral, y cuando concluyeron su labor regresaron a la playa y trajeron del bote el cuerpo de un anciano, que tenía el cráneo atravesado por una bala. Lo bajaron a la fosa con ciertas ceremonias extrañas que se nos antojaron muy poco cristianas. A continuación, uno de ellos sacó de su guerrera una bandera hecha de paño negro. Al desplegarla vimos con sorpresa que en aquella bandera no habían pintado ni escudo ni santa imagen alguna, sino un zapatón como los que usan los campesinos. La bandera la extendieron sobre el muerto, echaron la tierra a paletadas sobre él, sin pronunciar palabra, pero parecían muy tristes y afligidos.

Entretanto había vuelto a llover y nos encaminamos aprisa hacia la cabaña del portugués, mientras veíamos que los extranjeros seguían con sus extraños líos. Estábamos sentados alrededor de la mesa de madera, bebiendo nuestro aguardiente y hacíamos cabalas acerca de nuestros nuevos y silenciosos invitados, y uno de nosotros opinaba que se trataría de filibusteros o de piratas de los que había bastantes en aquellas aguas, y que habrían salido de una corta pero dura batalla, ya que demandaban la ayuda de un cirujano. Y estando aún hablando de aquello se abrió la puerta y tres de aquellos filibusteros entraron, se sacudieron la lluvia de sus trajes y se sentaron sonora y groseramente a nuestra mesa.

Estuvieron un rato callados a nuestro lado, estiraron las piernas debajo de la mesa y apoyaron las cabezas cansinamente sobre sus puños. Pero el portugués ardía en ganas de conocer el lugar de procedencia de tan extraños huéspedes, y hacia dónde tenían pensado dirigirse. Así que colocó una jarra de aguardiente, un pan y jamón enteros sobre la mesa. Los extranjeros extrajeron sus cuchillos de los bolsillos y empezaron a comer.

—Hace exactamente once semanas que no tenemos pan fresco que llevarnos a la boca —dijo uno de pronto hablando en español.

—¿Tan largo ha sido vuestro viaje? Seguro que sois ingleses o flamencos —dijo el tabernero.

El extranjero negó con la cabeza.

—Todos nosotros, nuestro capitán y los que se han quedado a bordo del Erizo de madera somos alemanes del Rin.

—¿Qué es eso del Erizo de madera? —preguntó el posadero.

Erizo de madera es el nombre de nuestro barco —respondió el alemán.

—Vienen pocos alemanes a nuestro Nuevo Mundo —dijo el posadero—. ¿Qué os trae por aquí?

—Hemos sabido que en estas tierras escasean tanto los curas como el tocino en la cocina de un judío.

—¿Habéis tenido líos con la Iglesia en vuestro país? De ser así no seréis bienvenidos en este lugar. El Nuevo Mundo español es una tierra muy piadosa y cristiana.

—Hermano —dijo el alemán— en Alemania todo lo que un campesino recolecta de su parcela va a parar a la barriga de un cura. Y no hay curilla, por modesto que sea, que no se sienta con el derecho a pedir que un campesino le limpie las botas.

El posadero era un cristiano muy devoto. Le indignaba oír hablar a los alemanes de aquella manera.

—Pues si como veo haces burla de los curas —exclamó—, no tardarás en traicionar al Papa en Roma.

El campesino vació su vaso y dijo:

—Yo no soy papista. Lo he proclamado a los cuatro vientos. Los curas nos han sorbido la sangre del cuerpo y el tuétano de los huesos.

—¡Lo que decís es una vil mentira! —gritó el posadero enrojecido—. Yo también he estado en Alemania y por todas partes he visto al clero quejoso y lloroso, porque esos gordos patanes campesinos sólo pensaban a todas horas en la mejor manera de llenar sus panzas.

El posadero se acarició la barba, rió y dijo inmediatamente:

—Pero no con la palabra del Señor.

—¡El Señor nos guarde de curas llorosos y de los posaderos que ríen! —le espetó el campesino.

—¡No debisteis salir de Alemania! —bramó el posadero—. En nuestra tierra no sacaréis nada de provecho.

—Un hombre de bien encuentra su fortuna en todas partes —dijo el campesino sosegadamente.

El portugués no respondió, salió afuera y lo oíamos armando bulla delante de la cabaña junto a los graneros y establos.

—¿Hacia dónde os dirigís? —preguntó uno de nosotros—. Si vais hacia Baracoa os aguarda un largo trecho.

—Vamos hacia el oeste. Al parecer hay tierra firme que aún no ha sido pisada por los españoles.

—¿Vais en busca de oro?

—¡No! —exclamó el alemán—. Queremos plantar cebada y trigo, avena y zanahorias.

Mas entre nosotros había un mozalbete de nombre Guevara, un bribón y un pícaro redomado, que queriendo hacer chanza de los campesinos, dijo:

—Caramba, entonces, ¿no sabéis que en aquellas tierras no llueve agua, sino cera fundida, y que, por tanto, en el suelo no pueden florecer nada más que cirios consagrados?

—¿Entonces no crece ni el grano ni la cebada? ¿Dónde encuentran las vacas su alfalfa y los caballos su avena?

—En aquella tierra no hay ni caballos ni vacas.

—¿De dónde sacan entonces los panaderos la tierra y la harina para el pan y los mantecados?

—Sabed —mintió el de Guevara— que los hombres de aquellas tierras obtienen la leche ordeñando un tipo muy extraño de sapos o escuerzos, que miden más de cuatro pies de alto y se hallan de tanto en tanto por los caminos. Además, los panaderos saben utilizar sabiamente las deposiciones de las aves para sustituir la harina. Pero no existen otros animales en aquellos lares.

Los campesinos abrieron sus bocazas de tal manera que las babas les caían por la comisura de los labios.

—En los bosques alemanes —decía uno de ellos— hay caza variada, ciervos, corzos, jabalíes y liebres suficientes. Además de zorzales, chochas, codornices y perdices. Pero de nada les vale a los campesinos si no les está permitido cazar más animal que las pulgas de su jubón.

—Díganos vuestra merced —dijo otro al de Guevara—, ya que es tan viajado en este Nuevo Mundo, ¿cómo son las mujeres de estas tierras? ¿Son sus cabellos también rubios y hermosos? ¿Son sus ojos como de palomas, sus labios como rosas y sus manos tan suaves como lino recién tejido? ¿Son alegres? ¿Alegra verlas bailar, cantar y reír en las verbenas?

—Sabed —dijo el de Guevara con gesto grave— que las hembras de por aquí van a cuatro patas y tienen todo el cuerpo cubierto de pelo rojizo y negro, como los monos. Además ponen huevos y los empollan hasta que salen muchachos de ellos, y tal cosa hacen tres veces por año.

Uno de los alemanes dio un puñetazo a la mesa y rugió.

—¡Cuernos! ¡Si nuestro capitán ha sido tan loco como para arrastrarnos a una tierra tan cruel y puerca, yo no lo soy y no pienso seguir adelante!

—¡Eh, tú, botarate! —dijo el segundo—. ¿Acaso habías pensado encontrar al otro lado del mar una tierra tan maravillosa y bendita como nuestra Alemania? No encontrarás otra Alemania en todo el Nuevo Mundo.

Y añadió sumido en una gran tristeza:

—Si se acaba el vino, habrá que contentarse con cerveza clara.

Con ello quiso decir que, como les estaba vedado vivir en Alemania, debían resignarse con lo que hubiere en el Nuevo Mundo, fuera de su agrado o no.

Sentimos compasión al oírle hablar de aquella manera, y comprendimos al punto cuan grande debía ser la desgracia y el infortunio que había arrastrado fuera de su patria a aquellos campesinos a este nuevo e incógnito Nuevo Mundo.

Hasta el de Guevara quiso consolarlos y dijo:

—No obstante, estos indios del Nuevo Mundo son un pueblo pacífico y caritativo. Es un placer ir a sus mercados, porque apenas conceden valor a la riqueza y al oro. Yo mismo canjeé en una ocasión dos varas de paño rojo y un puñado de pepitas de oro por un pedazo de vidrio azul.

Apenas había pronunciado el de Guevara esas palabras, recibió un manotazo en el cogote del alemán que tenía más cerca.

—¡Así revientes! —bramó el alemán enfadado—. He aquí el cogotazo que merece una mentira tan vil. ¡Bien necio ha de ser quien te crea un comercio tan absurdo!

—¡Eh, patán! —graznaba el de Guevara mientras corría hacia la puerta—. A qué me das este guantazo siendo ésta, precisamente, la única vez que no he mentido. ¡Juro por todos los santos que lo que he dicho es cierto!

En aquel momento se abrió la puerta violentamente y el portugués entró sin resuello en la estancia, empujó a Guevara a un lado y gritó:

—¡Salid pronto! ¡Los perros de presa del gobernador han vuelto a asediar los poblados indios! He escuchado la «última confesión».

Saltamos de nuestros asientos y nos lanzamos al exterior, porque sabíamos lo que significaban las palabras del portugués acerca de la «última confesión». Y en cuanto nos vimos fuera corrimos hacia el lugar de la playa donde el río se precipitaba al valle desde lo alto. Mientras corríamos, escuchamos desde lo alto de las rocas otra vez el grito de muerte que el posadero había denominado la «última confesión». Y aquel grito era tan horrible y espantoso que las piernas nos temblaban al correr.

—¡Ahora ha confesado por última vez! —dijo el portugués a mi lado entre jadeos—. Ya no volverá a gritar en su vida.

Entretanto, ya habíamos llegado al pie del acantilado y mirábamos llenos de espanto la cascada, ruidosa y ensordecedora.

—¿Lo veis? Por allí se le ve bailar —dijo el portugués de pronto, señalando con la mano hacia los peñascos del acantilado, por entre los cuales atronaba y hacía espumarajos el agua.

Vimos un cuerpo oscuro precipitarse rápidamente mezclado con la espuma al valle. Bien pronto el río nos escupía el cadáver de un hombre con los miembros aplastados.

Se trataba de un indio algo mayor, enjuto y canoso. Los brazos los tenía atados a la espalda, y en el pecho desnudo se abría una gran herida. La cabeza y las piernas estaban aplastadas debido a la violencia de la caída.

—Ha sido obra de los hombres del gobernador —dijo el de Guevara—. El señor Diego Velázquez necesita muchos servidores y esclavos para cultivar las haciendas suyas por la gracia de su Majestad. De modo que envía hombres que se ciernen de noche sobre los poblados de indios y se llevan a hombres, mozos y mujeres jóvenes. A los viejos, si no consiguen escapar antes a la espesura de los bosques, los matan sin piedad.

—Eso no es cierto —dijo el portugués—. Sólo ajustician a los paganos contumaces, pero si uno de esos viejos quiere tomar el bautismo no le hacen ningún mal, sino que le obsequian con pan y carne. Siempre van uno o dos curas con los cazadores de esclavos, para poder bautizar a los indios.

Los alemanes intercambiaron miradas y uno de ellos dijo:

—A fe mía, que cuando se trata de vejar y atar a los campesinos en sus pueblos siempre hay uno o dos curas presentes.

El segundo alemán levantó la cabeza del asesinado y dijo:

—Parece un buen campesino. Tiene arrugas en el rostro y callos en las manos. Toda su vida no ha hecho sino arar y trillar; a fe mía que la miseria de los campesinos es la misma en todas partes, y se me figura que estoy de nuevo en Alemania.

—¡Hermanos! —gritó el tercero—. Allí arriba están ahora sentados juntos curas y señores, se han saciado de beber y les han robado a los indios sus salchichas y su tocino de la chimenea; han sacrificado los puercos más gordos del establo y disparan con virotes sobre las gallinas de los indios para divertirse. Hermanos, ¿qué decís? ¿No deberíamos subir y ofrecerles a los alegres caballeros una última copa de despedida?

—Hermanos, creo que deberíamos mostrar este campesino muerto a nuestro señor. ¡Ayudadme!

Y los tres levantaron al indio muerto del suelo, lo llevaron a su bote y se fueron.

De noche me despertó el aullido de los perros. A través de la ventana de mi cabaña vi a siete de los alemanes que se dirigían al bosque bajo la lluvia, a grandes zancadas. Portaban antorchas en una mano, el arcabuz en la otra, y el primero llevaba una jauría de perros de la correa. Desaparecieron con sus antorchas entre los árboles del bosque, y el ladrido de los perros también se hizo más y más débil. De nuevo me invadió el sueño, mientras me preguntaba qué clase de animal irían a cazar los alemanes en los intransitables bosques de nuestra isla.

Ya era muy de día cuando me despertó el ruido y los golpes de mis compañeros. Mientras iba hacia la puerta percibí claramente el retumbar de los arcabuces que reverberaba mil veces. También vi el resplandor de unas llamas en lo alto del acantilado, y gritos y confusos alaridos llenaban el aire. No se veía a ningún alemán, más de pronto me vino a la memoria la partida de caza nocturna, y comprendí que habían escalado el impresionante acantilado mientras nosotros dormíamos, y que ahora expulsaban del pueblo a los esbirros de Diego Velázquez.

Mientras estábamos en pie escuchando, el portugués lanzó un grito y salió corriendo hacia el acantilado al lugar donde el río se precipitaba al valle. Corrimos tras de él y lo encontramos inclinado sobre el cadáver de uno de los alemanes que estaba tremendamente desfigurado a causa de las cuchilladas; la cascada lo había lanzado por entre los peñascos de la escarpada margen del río, igual que había hecho el día anterior con el indio muerto.

Mientras nos ocupábamos del muerto el agua escupió el cuerpo de un perro al que habían degollado. El tiroteo y el ruido en lo alto del acantilado fue remitiendo lentamente y vimos llenos de horror y espanto cómo el agua traía a tierra, uno tras otro, los cadáveres de otros tres alemanes.

Pasaron tres horas que empleamos en limpiar de barro y sangre los cuerpos, y cavamos una fosa grande no muy lejos del lugar en que los alemanes habían enterrado a su compañero muerto el día anterior. Todo nos hacía pensar que los alemanes habían sido vencidos por las gentes del gobernador y que habían pagado con sus vidas su temerario asalto, ya que hacía rato que no oíamos el retumbar de las escopetas. Por ello buscábamos concienzudamente más cadáveres por el lecho del río alrededor de la cascada, valiéndonos de palos y redes, pero no logramos pescar nada más que un sombrero y una almilla rasgada.

Hacia la cuarta hora de la tarde percibimos el ladrido de los perros y poco después vimos a tres alemanes que surgían entre los troncos de los árboles con paso cansino.

El primero caminaba encorvado y con gran fatiga llevando una pesada carga sobre las espaldas. Detrás de él venía otro que parecía estar herido y se apoyaba en un tercero que lo guiaba.

Los trajes se deshacían en jirones, de modo que el posadero les gritó con burla si habían tenido una escaramuza con un seto de espinos. Pero cuando los tuvimos cerca, el posadero enmudeció, porque tenían el aspecto de tres cadáveres que caminaban sonrientes hacia nosotros. Arrastraban los pies, la mirada ausente, y el que estaba en el centro se tambaleaba de un lado a otro, y a los tres les temblaban los labios en una sonrisa demente.

Súbitamente el que iba primero depositó agotado su fardo en el suelo. Nos dimos cuenta de que se trataba de una mozuela india que estaba desnuda, una niña que no tendría más de doce o trece años, pero de tal belleza y miembros delicados que no he vuelto a ver nunca nada igual. Estaba desmayada y respiraba débilmente, tampoco abrió los ojos cuando la lavamos con agua fría.

Era Dalila, a quien más tarde volvería a ver junto a Grumbach y sus servidores en el campamento de Cortés; Dalila, por cuya causa Grumbach quería matar a su hermano el duque de Mendoza. Todavía recuerdo con claridad cómo bailaba, cómo se reía, cómo sus ojos se clavaban en la tierra cuando estaba triste y miraba al suelo, a pesar de que han transcurrido ya muchos años desde que cayera abatida por la bala de Melchior Jäcklein en la tienda del duque. Y nunca más he vuelto a ver una doncella con tanta gracia y donaire; a menudo me da que pensar que Dios o el demonio, sea quien fuere el que la creara, no pudo realizar tal milagro por segunda vez.

—¿De dónde habéis sacado a la moza? —pregunto el posadero.

—¡Eran demasiados! —tartamudeaba el alemán, y sonaba como la risa de un demente—. Cuatro de nosotros han muerto, el capitán está gravemente herido.

En voz baja, estremeciéndose por el frío y la fiebre, añadió:

—La hemos sacado del mismísimo infierno.

—Se la hemos arrebatado a esos esbirros de sus fauces —dijo el segundo.

Eché un vistazo al capitán y vi que llevaba retazos de venda alrededor de su cabeza, sus sienes y su frente. La sangre manaba de sus heridas y manchaba las mejillas y la nariz, haciendo que aquel rostro ya no se pareciera al de un nombre. Tenía fiebre, se tambaleaba de un lado a otro y farfullaba a media lengua:

—Del infierno la he rescatado.

Entretanto una chalupa llegaba a la playa. Cuatro o cinco alemanes saltaron a tierra y corrieron hacia nosotros.

—¡Capitán! —gritó el primero desde lejos—. ¡Ya era hora de que vinierais! ¡Hay dos carabelas a la vista!

Escudriñamos el mar y divisamos a lo lejos dos barcos que se aproximaban a puerto.

—¡Es cierto! —exclamó el portugués que tenía vista de buitre o de cernícalo—. ¡Son las carabelas El Sol y Dei Gratia del gobernador! ¿Qué demonios se le habrá perdido a Diego Velázquez en nuestra playa?

Un gran temor e inquietud se apoderó de los alemanes al oír las palabras del portugués, tropezaban unos con otros como bolos tras un buen tiro. Tan sólo el capitán hacía caso omiso. Se arrodilló junto a la moza y musitaba balbuceando:

—Del mismo infierno la he rescatado.

La niña se había recuperado entretanto de su desmayo, mas no se movía, sólo sus ojos vivaces erraban mirando primero a uno y luego a otro.

—¡Capitán! —gritó desesperado el alemán recién llegado, un individuo marcado de viruelas.

—¡Capitán! ¡Despertad! ¡No es momento para fantasías! —¡Capitán! ¡Son las carabelas del Emperador! ¡Por caridad! ¡Por merced! ¿Qué haremos? —gritaron los alemanes en confuso desorden.

Entonces se levantó el capitán, anduvo dos pasos, miró con rabia a su alrededor y emitió una risa cruel despiadada.

—¡Ah! —exclamó blandiendo su puño bajo las narices de uno de los alemanes—. ¡Ahora me solicitáis ayuda, mis queridos y severos compañeros de nobleza! Mas antes habéis permitido que me lanzara solo contra el obispo, mientras vosotros os sentabais a su mesa, sirviéndoos y devorando lo que apetecía a vuestras bocazas. ¡Sí, dad a los curas sus carpas y sus gansos! ¿Os creéis que basta con eso para ser un caballero?

—¡El Señor nos ampare! ¡Nuestro caballero no nos reconoce! —dijo uno de los alemanes.

—¡Ahora se cree que está en Alemania! —musitó el segundo.

—Piensa que somos los condes y caballeros de la comarca del Rin, que estaban de parte del obispo de Speyer en su pleito alemán —dijo el tercero, que agarró al capitán por el brazo y exclamó—: ¡Señor! ¿No me reconocéis? ¡Soy Jakob Thonges, vuestro servidor!

Pero el capitán se soltó mirándolo con enojo y le gritó:

—¿Habéis estado rebañando hasta ahora la comida del cura? ¡Ah, pues que el diablo os limpie los hocicos, rata de convento!

—¡Basta de bromas! —gritó Jakob Thonges, preso súbitamente de una tremenda ira, agarrando al capitán de nuevo por el brazo y gritándole al oído con voz firme:

—¡Se trata de los españoles, capitán!

El capitán recuperó la razón de repente, se pasó la mano por la frente, miró a Jakob Thonges y escudriñó el mar aguzando la vista.

—¿Cuántos son, Jakob? —preguntó tras un instante.

—Veo dos carabelas. Ayer había todavía tres tras nosotros —respondió Thonges.

—¡Entonces trae a tierra el gran sacre y apóstalo entre los acantilados, para coger a los bellacos entre dos fuegos!

El alemán corrió unos metros hacia el mar, se giró y gritó:

—¿Cuál de los sacres? ¿El avispón? ¿El bronco? ¿O la «alegre Margarita»?

—¡La «alegre Margarita»! —gritó el capitán con voz tan tremebunda que todos nos estremecimos—. ¡Y ahora al barco! ¡Al barco!

Pero inmediatamente volvió a perder la razón, se tambaleó y se desplomó, emitió un gemido y farfulló:

—Del infierno la he rescatado.

Dos de los alemanes levantaron al capitán y lo llevaron hasta la playa. La venda sanguinolenta que llevaba en torno a la frente se había soltado y la llevaba arrastrando por la arena y nos percatamos de que le habían saltado el ojo izquierdo. Uno de los alemanes, un hombre rollizo con tripita y de cara ancha, cargó con la niña india y corría tras los demás resoplando.

—Si me vendes a la moza, te daré dos pesos de oro —gritaba el portugués a sus espaldas.

Comenzó a llover. Los alemanes no dieron respuesta sino que llevaron al capitán y a la niña a su chalupa.

El posadero corrió tras ellos hasta la playa y gritaba como un poseso: «¡Tres pesos de oro! ¡Tres pesos de oro!». Comoquiera que no le respondían añadió: «¡Ah! ¡Así se os lleve el diablo a donde pueda retorceros mejor el gaznate, malditos alemanes, paletos y herejes!».

Pero los alemanes no reparaban en él, sino que se alejaron a remo de la playa; poco después irrumpió la oscuridad y con ella llegó la lluvia en toda su intensidad. Lo último que vimos fueron los contornos oscuros del Erizo de madera, que navegaba a toda vela obstinadamente contra los españoles.

A la undécima hora de la noche escuchamos el primer disparo. Venía de la playa; se trataba de la «alegre Margarita» que recitaba muy claramente sus versitos. Salimos al exterior, trepamos al tejado de la catedral y al poco comenzaron a retumbar los sacres de los tres barcos, haciendo que nuestra frente se perlara de sudor a causa del miedo y del terror. A esto se sumaba el violento estallido de las olas que empezaban a encresparse tormentosamente. Poco después empezó a arder el barco español que se llamaba El Sol, y como por obra del demonio cesó la lluvia y el hermoso barco se vio al poco envuelto en vivas llamas, que daba pena verlo.

El tronar de las bombardas había enmudecido mientras tanto, mas a cambio se percibía el ruido de los arcabuces y las escopetas, además del crujir de la madera bajo los golpes de las hachas. El barco en llamas iluminaba la noche y en aquella luz rojiza de las llamas pudimos observar que los españoles corrían de un lado para otro en medio de un gran griterío, que los alemanes saltaban a la borda del otro barco, el Dei Gratia, y lanzaron de cabeza al mar al teniente del gobernador, al caballero Hernán Cortés, que se defendía con coraje pero sin poder esquivarles. Mientras la lucha proseguía en la cubierta, el fuego había alcanzado la santabárbara, que explotó haciendo saltar el barco en mil pedazos en medio de un gran estruendo y el aire se llenó de maderos, tablazón y astillas del mástil. Bajamos del tejado, presos de pavor y muy aprisa, para regresar a nuestras cabañas, mientras una lluvia de restos del barco caía a nuestro alrededor.

Poco después se acalló el fragor de la batalla y un profundo y aterrador silencio se mantuvo hasta entrada la mañana.

Después de la salida del sol, aparecieron en la playa los marinos del gobernador y nos obligaron a abandonar nuestras cabañas. La Dei Gratia había encallado en la costa y yacía ahora como un ternero degollado en la arena. Tuvimos que transportar cinco o seis heridos a nuestras cabañas; ninguno de nosotros tenía tiempo de ocuparse de los cuerpos de los caídos o ahogados, de los que contamos más de cuarenta, porque hubimos de tomar rápidamente nuestras herramientas para reparar urgentemente el barco, muy dañado por los arrecifes y las balas de cañón del enemigo. La «alegre Margarita» yacía a la altura de los arrecifes, tumbada y con la boca del cañón reventada. Mar adentro, no mayor que un doblón, vimos el barco de los alemanes navegando hacia el oeste rumbo a la rica tierra del oro.

Mientras estábamos arrodillados en la arena trabajando con serrucho, martillo y clavos, pasó ante nosotros el gobernador, señor Diego Velázquez, en compañía del duque de Mendoza, a quien el rey había enviado recientemente al Nuevo Mundo con tropas de refresco, y nombrado gobernador de la isla de Jamaica a pesar de su extrema juventud. A su lado caminaba el señor Hernán Cortés, enfundado aún en sus ropas mojadas y le escurría agua del mar de los zapatos a cada paso.

El gobernador, colérico e iracundo, iba restallando su látigo contra el suelo una y otra vez a la par que exclamaba a voz en grito:

—¡El mismísimo diablo les ha ayudado a escapar!

—Ahora —dijo Cortés hosco—, ahora echáis espumarajos de rabia por la boca y enseñáis los dientes como un mastín. Mas ayer cuando os aconsejé que mandarais al garete la carabela con pólvora aprovechando la noche no me prestasteis oídos.

—¡Señor Cortés! —dijo el gobernador seriamente—. Es posible que vos tengáis algún conocimiento de asuntos bélicos. Pero en las cosas de palacio, del mundo y de la política no tenéis la experiencia necesaria. De otro modo habríais comprendido igual que yo cuál era el deseo secreto y la intención de su Alteza Real, según se desprende de la carta que he recibido de las augustas manos de vuestra merced: a saber, que procedamos con delicadeza contra el conde y lo arrestemos sin que su cuerpo y su vida sufran graves daños. Ese alemán debió gozar de altas prebendas en palacio.

—¿Sabéis por ventura —dijo dirigiéndose a Mendoza— por qué causa perdió el favor de nuestro augusto rey? He oído decir algo respecto de que era un perturbador del orden, que se unió a los campesinos rebeldes en abierta insurrección contra el Emperador.

—¡Bah! —dijo el duque a la ligera—. Fue a causa de una discusión a la mode, que apenas merece mencionarse. No soportaba los hábitos negros. Y ya sabéis lo que es menester en la corte.

Y empezó a canturrear:

Al cura has de agradar

si te quieres hacer respetar.

—Allá va —dijo Cortés furibundo señalando el barco del alemán, que a nuestra vista ya no era más que un puntito oscuro.

Apretó el puño y lo agitó amenazador, lo que hizo que el agua le escurriera por las mangas.

—Ése va a adiestrar bien pronto en la técnica del arcabuz a los indios del continente. Cuando arribemos a su costa el año entrante nos saludarán amablemente con plomo.

—¡Señor Cortés! —dijo burlón el duque—. Es posible que poseáis algunos conocimientos de las cosas de palacio, del mundo y de la política. Pero en guerras no poseéis aún la experiencia precisa. Permitid que os diga que el barco del alemán jamás arribará a la costa del continente, porque tiene más agujeros en el cascarón que piojos el pellejo de un judío.

Los tres continuaron recorriendo lentamente la playa. Mas esas palabras hicieron que el destino de Grumbach se deslizara ante mí como la sombra de un ave en vuelo. Sin embargo, no me vino de que era de él de quien hablaban y años más tarde me vino a la mente cuando lo volví a ver con sus servidores y su niña india, a quien los alemanes habían vuelto a bautizar con el nombre de Dalila, ya que por su causa, Grumbach, un nuevo Sansón, había perdido el ojo.

Mas en aquel entonces, en la isla Fernandina que hoy se llama Cuba no reconocí a Grumbach y todo cuanto vi —el entierro del alemán muerto, los delirios febriles del capitán y la lucha nocturna de las carabelas— todo, se esfumó por completo de mi memoria pocos días después de acaecido. Porque son muchas las rarezas que nos salían al paso en el Nuevo Mundo y no salíamos de nuestro asombro: He visto arañas en los bosques tan grandes como lobos, y golondrinas armadas con aguijones. Hay ciertos arroyos en aquellas tierras cuyas aguas son cálidas en invierno, pero frescas en verano y los hombres duermen en ellos por las noches como en una cama. He visto tribus indias con el pelo púrpura y otras que durante sus ágapes saboreaban perlas, grandes como puños, como si de huevos cocidos se tratara. Además, en algunos árboles del Nuevo Mundo crece un fruto, que se llama higos del Gólgota. Si se abre esta fruta mana sangre y en lugar del hueso ostenta la cruz de Cristo cientos de veces además de todos los símbolos de la Pasión. En suma, que en el Nuevo Mundo son tantas las rarezas que se ven en el bosque y en la tierra, que las extravagancias del alma humana se olvidan pronto, y la ira, la venganza y la herejía no se tienen en cuenta. Así que olvidamos en aquella isla al capitán alemán y su gente. Porque cada día obra un nuevo milagro.