Estoy aterido y el fuego está a punto de consumirse. El viento otoñal me infla el abrigo y los agujeros remendados clavan su mirada en todas partes como demonios. La lluvia resuena a mi alrededor como un redoble de tambor, y crepita y retumba como si el mundo estuviera cubierto por una piel de becerro. Una noche ideal para calentarse junto a la hoguera y rememorar con los compañeros de andanzas guerreras las aventuras vividas. Mas hoy, a fe mía no me acompaña el ánimo, porque llevo quince horas a lomos de mi tullido jamelgo sin poner pie en tierra. Hemos capturado al príncipe elector de Sajonia, gran enemigo del Papa y luterano, mentor de la unión de los príncipes evangélicos contra el Emperador y causante de la rebelión de los bohemios, y le hemos traído hasta aquí, al real, para que mañana se hinque de rodillas ante Carlos V y le reconozca con toda humildad como su Clementísimo Emperador.
Llevan a sus cancilleres y consejeros esposados. Está con ellos también el viejo al que di una estocada con el sable en la cabeza. Tiene una venda sanguinolenta en la frente, parece triste y abatido, camina con la cabeza gacha, de sobra sabe que no le queda mucho tiempo de llevarla sobre los hombros. Sí, hermanos, parecéis abatidos, pero ¿quién os mandó enviar desde Ingolstadt tan insolente cartel de desafío?: «Hacemos saber a ese Carlos que se hace llamar Quinto Emperador Romano, que ha faltado a su deber actuando como perjuro contra Dios y la nación». Sí, el Emperador no tardará en daros cumplida respuesta. ¿Quién os aconsejó, infelices, que metierais las narices en estos asuntos? ¡Fijaos en mí! Yo también soy luterano. Sin embargo, cabalgo con las huestes del Emperador, me bato, doy estocadas y disparo cuando se me ordena una cosa u otra, me da igual. No armo demasiado revuelo a causa de mis creencias, convivo en paz con todos los que visten hábitos negros, saludo a cada uno de los fanfarrones españoles que se pavonean últimamente por el real y se envanecen de estar al lado del Emperador enfundados en sus ridículos trajes. Pero vosotros, queridos hermanos, habéis proclamado vuestra fe por todas partes como un grito de guerra, y por eso van vuestras cabezas al verdugo.
Ya han pasado. Los mozos los han hecho avanzar a golpes y empujones. Vuelve a reinar el silencio. Estoy cansado, cómo me gustaría dormir al fin.
Mas ¡ay!, se me antoja que mi sueño se ha convertido también en uno de esos vanos y engreídos fanfarrones españoles vestidos à la mode. Se ha vuelto arrogante, no quiere acudir cuando lo llamo. Así pues, cerraré los ojos y pensaré en años pasados. Ahí van los días y las horas de mi vida. Como halcones cruzarán la noche de los tiempos y me traerán a personas que he conocido, alegrías que entonces me regocijaron, dolores que entonces sentí, pecados y pías obras por mí realizados. Los pondré en fila y compondré un año de mi vida. Lo agarraré con ambas manos y miraré en su interior como en un espejo, para contemplar mi rostro de entonces y el rostro de otras personas a las que amé o a las que guardaba rencor. Porque he conocido a muchos de los grandes de esta tierra. A Frundsberg y a Rohan, el listo; al salvaje Christian de Dinamarca, a Hernán Cortés y a Niklas Salm. De entre todos invitaré a uno a mi memoria hasta que pase esta interminable noche.
Mas mis días y mis horas pasados regresan con las manos vacías y no traen ni rostros ni contornos. Ninguno de los que llamé quiere acudir, todos han desaparecido de mi recuerdo dejándome un débil y huero sonido de su nombre. Y hasta mi vida se torna borrosa y ya no reconozco mi imagen en esos años que de repente se han quedado vacíos como si no los hubiera vivido, y, sin embargo, rebosaban de cientos de vivencias. Y luego hay otros años en los que reina tal confusión de hechos que el ayer sigue al hoy, y Pentecostés cae antes de Pascua como si se hubiera roto el hilo dorado del recuerdo del que penden las horas de mi vida. Y cuando mis pensamientos vagan por mi vida pasada más parece que lo hicieran por una casa deshabitada en la que hubiera muchas habitaciones vacías y otras repletas de trastos absurdos, muebles carcomidos y pertrechos empolvados, revueltos sin orden ni concierto.
A veces emerge de mi alma un día olvidado y perdido. Y me veo cometer actos absurdos o crueles, sin pies ni cabeza, haciendo que me sorprenda o tenga que reírme o enojarme conmigo mismo. Dios mío, ¿cómo es posible que yo haya asesinado a un noble rey en una tierra lejana? ¿Fui realmente yo quien cometió tal acto? Aun lo veo de pie en una muralla de la ciudad, rodeado de muchos hombres con armaduras y me hace un gesto de saludo. Pero no presto atención, sino que ordeno a mi servidor, Melchior Jäcklein, que apunte directamente al pecho del rey, y yo, personalmente, prendo la mecha… el disparo suena… el rey se desploma…
Debió ocurrir en un ataque de ira. Y, sin embargo, no sé en qué me pudo faltar el rey para que yo respondiera de forma tan cruel. Pero el hombre no es más que un juguete en manos del demonio.
Luego me veo destrozar a golpes de espada una puerta de madera en una ciudad con muchas rosaledas, por cuyas calles se deslizaban canoas. Pero el motivo del porqué lo hice y que fuera lo que me ofuscó la razón de aquella manera para arremeter con tal ira contra una puerta de madera, eso lo ignoro; pero cuantas veces lo evoco me río de mí mismo por realizar un acto tan absurdo. Hoy contemplo aquellos ridículos ademanes, como quien mira los desatinos de un borracho del que nadie comprende su extravagante risa y llanto, sus maldiciones y sus manotazos al aire. Me avergüenzo de mi confusa actuación y a veces pienso que es mejor que apenas recuerde mis días pasados y que de la mayoría no quede en mis oídos sino un ruido desolador y una pesadez en los miembros como si hubiera pasado la vida a lomos de un jamelgo tullido y cojo.
¿Ha acudido alguno a mi invitación? Me viene a la memoria la imagen de Matiscona, hombre orgulloso ya fallecido, que conocía la esencia de las cosas y quiso en aquel entonces enseñarme cuál era el secreto para desterrar toda enfermedad del cuerpo y del alma con un conjuro hebreo. Surge de la oscuridad ante mis ojos en su atuendo veneciano y mueve los labios como si me revelara al fin el secreto de su confortante elixir. ¡Mas no! No es su voz la que escucho, sino el ronco graznido de aquel fraile capuchino de ojos pitañosos que me robara hace diez días mi bolsa en el albergue de Erfurt. ¡Maldición! Ahora escucho cecear y resoplar al infame judío que ayer quiso comprar mi cinturón de plata por tres miserables reales nuevos, pero ahora su faz es la de Richard Norfolk, noble caballero ya fallecido y padre de mi esposa, a quien llamaban «la rosa blanca».
¡Sí! Los grandes de esta tierra me conocieron en aquel entonces. ¡Sí! Hubo una vez en que fui uno de ellos, y los más sagaces codiciaban mi consejo y los fuertes mi ayuda. He visto a los generales, a los santos y a los pensadores modelar el mundo. Pero todo esto está oscuro y confuso en mi interior como si un soldado raso hubiera soñado que vivía como un noble.
En una ocasión pasé cabalgando por el Nuevo Mundo junto a inmensas rocas que llegaban hasta el cielo, en las que un pueblo ya hace tiempo olvidado había pintado extrañas escenas de sus ideas y creencias no cristianas. Allí vi mujeres apareándose con garzas, dos angelotes acosaban apasionadamente a una virgen y un rey gozaba en su lecho con un dragón de San Jorge. Y ninguno de los vivos podía explicar el enigmático significado de aquellas escenas, porque una interminable lluvia había barrido todas las palabras y los signos, y sólo quedaron los cuadros medio borrados como mudos testigos de una olvidada sabiduría. Y toda vez que trato de recordar mi vida pasada me parece que estoy de nuevo ante aquellas lejanas rocas; porque todo lo que sentía y pensaba en aquel entonces ha sido barrido de mi recuerdo y no quedan sino confusas escenas que nadie es capaz de explicarme.
Y, sin embargo, hay una persona que podría explicarme mi vida. Melchior Jäcklein, mi mudo servidor, que ahora se inclina sobre mí y me cubre con su abrigo de lana. Hoy vuelve a estar furioso, rechina con los dientes y aprieta los puños. A buen seguro que ha vuelto a discutir con los españoles; no le caen bien, hay demasiados en el campamento para su gusto. Mi mudo servidor abriga un tipo de odio en su interior desencadenado por la perfidia de este mundo. Tiene muy presentes a quienes en aquellos tiempos me hicieron mal, y les guarda rencor aún hoy, y no hace otra cosa que meditar noche y día la forma en que se va a vengar de ellos. Pero yo ya no los reconozco, cabalgo junto a ellos y no encuentro modo de recordar quiénes fueron y lo que me hicieron.
Mas mi mudo servidor no ha olvidado, toda mi vida ha quedado retratada en su mente con los mismos crueles y sangrientos colores con los que los campesinos pintan a los santos mártires.
A menudo me parece que quiere despertar en mí un hecho largamente olvidado, como si quisiera advertirme de algo; luego lo veo fuera de sí haciendo ademanes absurdos y desesperados en su impotente ira, porque no comprendo lo que me quiere decir; y me entristece porque no acierto a entender cuál es la causa de esa ira y congoja.
¿Pero qué estruendo y escándalo arrecia de pronto? ¿Qué son esas tremendas risotadas? ¿Es que se celebra la noche de carnaval? Son los mosqueteros que yacían hasta ahora sobre sus abrigos y echaban dados; han dejado los dados a un lado y rodean al doctor Cremonius, alquimista del Emperador.
—¡Vuesa Ilustrísima! ¡Eminentísimo! ¡Señor don Sabio! —gritan desordenadamente.
El alquimista y astrólogo del Emperador se detiene, alza la cabeza como quien acaba de despertar de su profundo ensimismamiento y pregunta:
—¿Qué queréis de mí?
Y el sonido de esas palabras me produce un efecto extraño. Dos de los alabarderos del Emperador que marchaban hasta ese momento detrás del alquimista se colocan ahora a izquierda y derecha a su lado vigilantes.
Los mosqueteros braman y gritan.
—¡Vuesa Ilustrísima! ¿No tenéis agua de oro que alivie los grandes pesares?
—¡Eh, tú, Levitas! ¿No tienes un remedio contra las marcas de la viruela?
—Tomad la hierba «cardo benedictina» contra las marcas que ha dejado el mal en vuestro rostro —responde el doctor Cremonius—. Contra los grandes males ayuda el agua de violeta imperial. Y ahora id con Dios y dejad que prosiga mi camino.
Uno que está en el suelo grita:
—¡Eh, vos, maese alcahuete y rufián!, ¿no fuisteis vos quien en Würzburg trastornó los sentidos a una doncella que desde entonces se convirtió en la zorra de un infame judío, perdiendo el interés por decentes mancebos?
Un mozo con barba que parecía un pavo real se planta ante el anciano y le espeta:
—¡Por mil rayos y centellas! ¡Maese curandero! ¿No conocéis ningún remedio contra los comedores de sopa y los pajarracos negros duros de mollera que pretenden que saben hacer oro, aunque mendigan y menean la cola por un miserable real, lo mismo que un perro por un mendrugo de pan, y a cuyas bufonadas presta oídos el Emperador?
El anciano sacude la cabeza y habla en voz queda:
—Hijo mío, toma el jugo de una cebolla e introduce un poco en tu oído. Eso ayuda a devolver la inteligencia a quien la ha perdido.
Luego prosigue su camino, los demás ríen y el joven enrojece y brama:
—¡Eh!, ¡alto ahí! ¡Deteneos!
El anciano se detiene y dice con voz agotada y orgullosa:
—¿Qué queréis de mí?
Y esas palabras me entristecen de nuevo. Me parece haber escuchado las mismas palabras en otro tiempo, pronunciadas con una voz temerosa y triste que me lacera el corazón cuando me habla. Ya no recuerdo cuándo ni dónde.
El lansquenete se ha tranquilizado, se sienta y gruñe.
—Vuestros consejos sólo sirven a los niños que se orinan en la cama. ¡Quitaos de mi vista! ¡El Emperador os obsequiará en breve con una gargantilla de cáñamo! Ya os veré en el castillo de Herberg «La rosa de los vientos» bailando en el corro de los condenados.
El anciano sigue su camino sin decir palabra, ahora pasa ante mí, los dos alabarderos continúan detrás. Mas no ha de proseguir hasta que yo no averigüe a quién me recordaron su voz y sus palabras.
—¡Eh, vuesa Eminencia! ¡Aguardad un instante!
El viejo se asusta, y por tercera vez he de oír las palabras que tanto daño me han hecho, y por un breve momento me parece que ya sé quién me dirigiera esas palabras con voz tan triste. Mas el recuerdo que agitara tan dolorosamente mi corazón vuela lejos como un ave temerosa y no puedo atraparlo ni asirlo, lo busco insistente en la noche oscura.
Entonces oigo la voz del doctor Cremonius que me rescata de mis pensamientos:
—¿Quién sois, caballero?
—Soy el capitán de la caballería húngara. Me llaman el capitán Ojo de Cristal porque me falta un ojo.
—¿Y en qué puedo serviros?
—¡Vuesa Eminencia, no deseo ni bebedizo ni ungüento! Es otra cosa la que os pido, ya que sois entendido en Ciencias y en Necromancia. Una persona por mí conocida me explicó que los años pasados —llamados stagnum oblivionis— vagan por ahí como las nubes en el espacio vacío y pueden regresar y desaparecer obedeciendo la orden o el mandato de ciertas personas. Maestro, ¿tenéis poder sobre los tiempos pasados? ¿Podéis hacer que resuenen de nuevo palabras cuyo eco ya ha enmudecido, y hacer que bailen ante mis ojos personas que se pudren en sus tumbas desde hace tiempo?
—¡Hermano! Mucho es lo que pedís. ¡Tal cosa sólo está en manos de Dios o del mismo diablo!
—¡Vuesa Eminencia! Sin embargo, yo conocí a una persona que mediante conjuros y el vapor de las hojas de beleño hizo surgir el espectro del asesino Nerón de su tumba, obligándolo a cantar y tocar la lira.
El alquimista se inclina sobre mí, me mira largo y tendido y susurra:
—Hermano, eso sólo pudo hacerlo el conde de Matiscona. Lo conozco, hace siete semanas que envié un mensajero a ese gran astrólogo y alquimista. Deseaba que me revelara un conjuro tenebroso y enigmático, que yo mismo no puedo recordar, que me urge para llevar a cabo cosas de la máxima importancia. Unas pocas palabras y, sin embargo, la vida de un hombre depende de ellas. ¡Quiera Dios que su respuesta llegue a tiempo, de lo contrario seré testigo de una gran calamidad!
—¡Vuesa Eminencia! Lo que os voy a decir os va a sorprender. Pero yo os digo que es más probable que un niño encuentre el jardín del Paraíso o la Tierra Prometida, que vuestro mensajero al conde de Matiscona. Sabed que Matiscona ha muerto. Yo en persona estuve junto a su lecho de muerte el viernes antes del Domingo de Ramos en el castillo húngaro de Gran. Él, que tenía el poder de alejar toda enfermedad y calentura con sus conjuros hebreos, ha fallecido víctima de una peste nueva, que nunca antes había atacado a nadie y a nadie atacará aparte de él. A fe mía que no está bien espiar los secretos del Señor.
El anciano está en pie ante mí y se lleva las manos a la cabeza, mientras el viento juguetea con su cabello blanco.
Se incorpora. Su semblante está pálido.
—¡Hermano! Os doy las gracias. Ahora me siento alegre y aliviado. Sin vos habría vagado preso del miedo y de la impaciencia durante muchos días, y la preocupación habría seguido arrancándome del sueño, ante la idea de que la respuesta del gran Matiscona llegara con una simple hora de retraso. Porque la vida de un hombre dependía de ello. Ahora he recuperado la alegría y la serenidad. Dios os lo pague, hermano. Decidme de nuevo qué es lo que deseáis.
—Deseo un año de mi vida pasada, un año, en el que por tres veces me habló una voz igual que hace un momento. ¡Maestro! Rezaré un padrenuestro por vuestra bienaventuranza, si me concedéis esa merced.
El alquimista llena su copa con un frasco que pende de su cinturón.
—Que Dios os conceda lo que pedís. Bebed esto… y no olvidéis el padrenuestro.
Sabe a fuego de azufre, me corta el aliento.
—Maestro, vuestro vino no es ni de Hungría ni de Brabante. Ay de vos si vuestra pócima me quema el corazón.
El anciano ríe y asiente con la cabeza.
—Et quid volo, nisi ut ardeat? ¡Eso es lo que deseo, que vuelva a arder!
No puedo continuar bebiendo, me quema la garganta como un fuego infernal. Arrojo la copa al suelo.
—¡Hermano! ¿Por qué no habéis terminado vuestra copa? ¡Habéis derramado gran parte de su contenido!
—¿Qué había en el fondo de la copa?
—Eso lo ignoro. Tal vez un gran dolor, tal vez el fin de una bienaventuranza. Id en paz, hermano, y no olvidéis el padrenuestro.
La sangre se agolpa con fuerza en mis sienes y mi corazón retumba como las campanas en la oración del avemaría. Mi corazón siente una congoja y un miedo como no los sentía desde los días de mi juventud.
—¡Maestro! Se dice que vais a revelar al Emperador el secreto para transformar estaño y cobre en oro puro. ¡Maestro, os lo ruego, no lo hagáis, el oro no debe caer en las manos del Emperador! He visto morir pueblos enteros y he visto a grandes imperios convertirse en ruinas por culpa del oro. Una gran desgracia se abatirá sobre los hombres si no calláis. Por el amor de Dios, no reveléis al Emperador vuestro secreto, si no el mundo entero arderá en llamas.
El anciano sonríe, mira a lo lejos como si soñara y habla al viento con voz queda:
—Et quid volo, nisi ut ardeat?
Dos alabarderos se le acercan y continúa su camino desapareciendo en la oscuridad de la noche.
El mosquetero, sin embargo, se ha levantado de un salto y le impreca:
—¡Ahí va ese charlatán presuntuoso! Maldición, no hay que interceptar el camino de quien se dirige al verdugo. ¿Acaso no ha jurado el Emperador por su corona que le conducirá al cadalso, si para San Nicolás no le transformaba un montón de clavos herrumbrosos en 30 000 doblones de oro y ducados húngaros? ¡Cuernos! ¡Sí que va a sudar sangre para conseguirlo, porque es su cuello el que está en juego!
—¡Haya paz! —grita uno junto a él—. Ya has importunado bastante al pobre diablo.
—¡Que se pudra! Es un embaucador, y un bufón no tiene arte verdadero. No ha logrado que la piel de un buen soldado sea invulnerable ni tampoco bendecir balas.
—¿Y para qué quiero yo semejante piel de bellaco? Yo llevo siempre conmigo mi Oficio St. Virginis, además del escapulario de los «Siete días de Nuestra Señora». Eso basta contra los golpes y estocadas. Yo no me subo a la carroza del diablo.
Un español con el pelo gris plata se alza y sacude la cabeza. —¡Hermanos! Ser invulnerables y forjar balas consagradas, eso no es un arte diabólico, sino una vieja costumbre guerrera desde tiempos inmemoriales. Yo mismo conocía a uno, García Navarro, quien por ser un cristiano tan devoto llamábamos Secretario del Cielo y decidía el rumbo de las balas como si adivinara el pensamiento al diablo.
—Yo también lo conocí. ¡Le salieron mal las cosas! —gritó uno.
—¡Sí! —dijo el anciano—. Entró en la bienaventuranza eterna merced a un lazo de cáñamo. Porque perdió su arcabuz en el juego con el servidor del alemán y ya no pudo recuperarlo, que no valieron ruegos ni regateos, por eso mandó Cortés que se balanceara en el aire. ¡Pero antes de que lo ahorcaran tuvo tiempo de maldecir al alemán tuerto sus tres balas y alteró el rumbo de tal manera, que la primera alcanzó al rey pagano en la muralla, la segunda a la inocente doncella y la tercera al alemán en persona!
—¡No! —gritó otro—. ¡Al alemán no! ¡El alemán vive! ¡Pero está maldito y condenado, porque no quiso quitarse el sombrero ante la imagen de Cristo, y no puede morir, y corre frenéticamente por los bosques junto a su servidor, y si de noche se encontrara con un español o un monje tampoco le enseñaría su rostro!
—¡El diablo me lleve si no es verdad que el alemán y su criado mudo están enterrados en Veracruz!
—¡Pamplinas! ¡Vive! ¡Yo lo sé!
Su enmarañada disputa resuena en mis oídos, ya no escucho lo que cuentan del alemán y de sus tres balas. Se me antoja que he oído en tiempos remotos esa historia. No acierto a saber dónde lo he leído, si en uno de esos libros absurdos, en el Amadis o en el Ritter Löw. ¿Cómo iba la historia? Tres balas… la primera alcanzó a un rey noble, la segunda a una niña inocente… ¿Cómo sigue?… ¿A quién alcanzó la tercera?
¡Y qué me importa a mí! La cabeza me pesa a causa del azufre del alquimista. Parece que un aro de hierro me comprime la frente. Pesas de plomo cuelgan de mis párpados, y por allí veo venir el sueño. Es todo un altivo caballero español, sigue dignamente su camino y hace como si no me conociera. Lleva una gola blanca alrededor del cuello; un penacho blanco y negro se balancea en su cabeza a cada paso, en su coraza se refleja el mundo. ¿Qué lleva en las manos? Una reluciente espada y grabadas en caracteres de fuego resplandecen las palabras. Rubet ensis sanguine hostium! Ahora está ante mí… un escalofrío me recorre el cuerpo… crece, se agiganta y su cuerpo llega hasta las estrellas, las negras nubes del cielo pasan ante su frente… la sangre gotea de su puño como lluvia… siento una losa sobre mi pecho… quiero gritar pidiendo auxilio… es Hernán Cortés. ¡El Señor tenga piedad de mí! Me habla… un trueno sale de su boca:
—¡Devuelve el arcabuz, conde del Rin!
¿Quién, quién ha pronunciado ese nombre? Alguien ha exclamado: «¡Conde del Rin!». Hace mucho que ha muerto, ¡de qué me vale a mí! El Emperador ha pregonado públicamente su destierro en todas las ciudades, calles y plazas… yo soy el capitán Ojo de Cristal… no tengo otro nombre… ahora… alguien lo ha vuelto a gritar: «¡Conde del Rin!».
Es uno de los mosqueteros el que ha pronunciado el nombre largamente olvidado y enterrado. Se trata de un caballero español, un anciano enjuto de rizos y barbas canosos. Todos se colocan en círculo; él habla; otro toca bajito el tambor, los demás callan y escuchan.
—¡Vaya! ¡Vergüenza debería daros por haber olvidado al conde del Rin, alemanes! Bien que admiráis y alabáis a cualquier bellaco que hace algún mérito, pero de aquel que sin estrella lucha sólo contra las huestes, de ése no os acordáis. A fe mía que del árbol caído nadie se acuerda. Nosotros, españoles, fuimos enemigos de Grumbach, matamos a sus criados y causamos mucho daño y perjuicio. Y aun así voy a contaros la historia de Grumbach y sus tres balas, si bien me permitiréis que antes le rinda honores al estilo castellano:
—¡Te saludo, conde del Rin! A través de los mares y de los tiempos te saludo, hombre solitario. No retrocediste ante la ira de Cortés, desafiaste denonadamente con tus tres balas a toda la armada española. Y como ahora descansas en tierra extraña y nadie te recuerda aquí, en tierra alemana, habré de ser yo quien haga que vuelvas a casa desde tu tumba extranjera al hilo de una canción alemana.
Tres balas… el arcabuz… la armada española… sí, de todo eso me acuerdo de pronto… Aparecen figuras… hombres morenos que llevan canoas sobre los hombros… un ídolo de piedra me mira con ojos malignos… veo señales de humo en todas las montañas… me veo de nuevo ante la puerta de madera que hago astillas, pero no puedo reírme esta vez sino que siento una gran congoja en mi corazón… la neblina que me ofusca está llena de siluetas de personas que alzan las manos y quieren salir a la luz pero se desvanecen antes de que los haya reconocido… un nombre resuena en mis oídos… sí, Dalila, así se llamaba… y su voz infantil se queja desde lejos: «¿qué queréis de mí?».
¡Ya basta! ¿Por qué titubea? ¿Por qué permanece ahí de pie mirando las nubes? ¡Ya es hora, las estrellas brillan en el cielo… aún queda una gran galopada hasta la tercera bala… pronto se hará de noche! ¡Sí, soy yo… yo soy Grumbach, conde del Rin; empieza, compañero, empieza!
¡Silencio! Sigue hablando. Siento un quedo redoble de tambores en mis oídos, como si una piel de becerro y un palillo conversaran en voz baja sobre mi disipada vida.