La tierra se encontraba cerca y el mundo se estaba aproximando mientras amortiguaba los rumores y los pensamientos. Un denso aire húmedo envolvía el barco y oponía resistencia entre el océano y el cielo. Unas nubes plateadas y plomizas hervían en lo alto, alanceadas como unos caramelos por los sesgados rayos de un sol de media mañana. Un mar verdoso con apariencia de sopa susurraba suavemente abajo. Yo me encontraba de pie en el puente, aguardando a que apareciera América del Sur.
Tal vez esperaba que apareciera en el horizonte todo el continente en una simultánea erupción de catedrales, revoluciones, llamas y carnavales. En su lugar, vi que aparecían como una especie de manchas de color verde oscuro y marrón. Seguimos acercándonos. Las manchas se ampliaron, pero siguieron siendo bajas. Un último pez volador brincó por encima de las olas. Capté el movimiento por el rabillo del ojo y me volví justo a tiempo para seguirlo con la mirada hasta el final de su carrera. Aquel jaspeado destello de luz estaba para mí tan preñado de misterio y esperanza como una estrella fugaz. Experimentaba una gran renuencia a abandonar el barco y pensaba que ojalá pudiera seguir soñando con la aparición de una costa que no llegara jamás.
Una línea de edificios apareció en el borde del océano y distinguí dos o tres agujas elevándose al pálido cielo. Me olvidé de América del Sur y empecé a pensar en Fortaleza, en la costa noreste de Brasil, cuatro grados al sur del ecuador y ochocientos kilómetros al este del Amazonas. Más de un millón de habitantes, me habían dicho, y, sin embargo, yo nunca había oído hablar de ella. Tuve la impresión de haber resbalado desde el borde de mi mundo habitual.
Un guardacostas rojo se nos acercó y el Zoe G redujo la velocidad de las máquinas para que la pequeña embarcación se pudiera situar a su costado. El práctico del puerto subió a bordo. También constituyó para mí una decepción. Ni siquiera parecía latino. Giramos a babor y nos dirigimos hacia otra zona de la costa en la que ya pude distinguir un silo de cereales y algunas grúas. La línea de la costa nos abrazó y vi que nos encontrábamos en una ancha bahía. Las únicas embarcaciones que se podían ver eran unas estrechas balsas de cuatro troncos unidos entre sí, con un limón y una vela. En casi todas ellas había uno o dos hombres, hombres menudos y descalzos, vestidos con baratas camisas de nilón y pantalones. Las camisas las llevaban sueltas, desabrochadas y hechas jirones. Los pantalones eran abombados en la parte de atrás, estrechos en las piernas, cortos en los tobillos, remendados y rotos. Eran pescadores, claro, pesqueiros. Se acercó una balsa no más grande que las otras, pero llena de gente, hombro contra hombro. Mientras la contemplaba, pensé que era imposible y comprendí que en este nuevo mundo había también leyes nuevas.
Hubiera tenido que emocionarme la perspectiva de desembarcar, pero, en su lugar, advertí que estaba nervioso. Tal vez fuera una premonición, aunque no creyera conscientemente semejante cosa. Simplemente me angustiaba la complejidad del proceso que tenía por delante, sabiendo que la moto me crearía dificultades y me expondría a una larga y dolorosa contienda con la burocracia. Yo tenía dos prejuicios acerca de Brasil: el de que la burocracia era totalmente corrupta y el de que la policía era especialmente violenta y recelosa, sobre todo en relación con los periodistas. Aunque no viajaba como periodista, tendría que declarar las conexiones que me unían con el Sunday Times dado que ellos pagaban la fianza de la moto. Pensaba que estaba llegando con mal pie. Recordaba con toda claridad las historias acerca de la brutalidad y las torturas de la policía que me habían contado en Londres. Al igual que todos los prejuicios fuertes, éstos no sólo me estaban preparando para lo peor, sino que, además, allanaban el camino para que ello ocurriera.
El capitán Fafoutis ya había ordenado a la tripulación que abriera las escotillas. Los cabrestantes zumbaban. Las cabrias chirriaban mientras se colocaban en posición. Los marineros se afanaban y gritaban. Había que levantar cuatro impresionantes lonas, había que retirar unas alzaprimas, colocar unas planchas, subir y bajar maderos y colocar unas cubiertas provisionales sobre las escotillas de tal manera que un repentino golpe de mar no destruyera la carga de las bodegas. El barco crujía y daba golpes desde el tajamar a la popa.
En el mar, el Zoe G había empezado a parecer bastante respetable e incluso aceptable con sus cubiertas recién pintadas de verde y sus mamparos blancos, con toda la herrumbre y la mugre eliminada y toda la porquería de Lourenço Marques lavada por el vendaval de El Cabo. Ahora sus corsés se estaban volviendo a soltar. Abrió la boca y mostró sus raigones ennegrecidos y el satisfecho zumbido de su máquina cedió el lugar a las roncas palabrotas del muelle. En la mar era una señora, pero en el puerto era una pelandusca.
Sus bodegas iban a ser aligeradas de cincuenta mil sacos de nueces de anacardo, cada uno de los cuales pesaba lo que un hombre corriente. Se iba a hacer en dos días y el trabajo significaba descargar los sacos a un ritmo de dieciocho por minuto durante cuarenta y ocho horas seguidas.
Después había que cargarlos en unos camiones para su traslado a un almacén. ¿Había alguien en Fortaleza capaz de dirigir semejante operación? El capitán Fafoutis se encogió de hombros.
—Si no lo hacen —dijo—, tendrán que pagar una multa.
Ahora se podían ver los muelles con más claridad. Una hilera de grandes cobertizos grises, el silo, una dársena adoquinada, unas vías discurriendo paralelamente a la misma, la gran grúa móvil sobre sus rígidas cuatro patas como una enorme criatura congelada en la prehistoria. Otro buque, más pequeño y herrumbroso que el Zoe G, se encontraba fondeado allí con aire inerte. El cielo era ahora uniformemente gris y espeso. Muy pronto empezaría a llover.
El barco se situó de costado, colocaron una tosca plancha y subió a bordo el médico del puerto, seguido por toda una serie de funcionarios. Regresé a mi camarote para recoger las últimas cosas y experimenté una leve sensación de pánico al darme cuenta de que algo había terminado irrevocablemente, vencido por la poderosa atracción de aquel pequeño universo flotante de pintura desprendida, ropas arrugadas, rutina inmutable y rostros familiares. El camarote del capitán, contiguo al mío, estaba tan rebosante de humo y manejos turbios que rezumaba ilegalidad como un tabernucho de la época de la prohibición. Hubiera deseado con toda el alma participar en lo que estaba ocurriendo allí al lado, ser uno de los miembros de la banda.
Salí a echar un vistazo al muelle y vi pasar una pequeña mesa de madera cubierta por una pirámide de plástico transparente que contenía toda una serie de vistosos recuerdos y conchas marinas. Mientras la mesa se desplazaba, pude ver las sandalias del hombre que la transportaba, el cual la adosó a un muro y empezó a quitar el polvo. Otro hombre enfundado en unas deshilachadas prendas de algodón empezó a colocar unas chirimoyas contra la colosal base de acero de la grúa móvil. Parecían unas verdes granadas de mano y él las manejaba con la correspondiente delicadeza.
Los camiones ya estaban cruzando la entrada del muelle y los estibadores subieron a bordo por la plancha. A los pocos minutos, las cabrias entraron ruidosamente en funcionamiento y la primera remesa de sacos subió desde la bodega número dos al tiempo que la uno y la tres empezaban también a descargar. Los sacos subían de tonelada en tonelada y tres camiones cargaban a la vez mientras otros aguardaban haciendo cola. Vi que alguien estaba decidido a no pagar la multa.
Al final, un marinero vino a buscarme para someterme al interrogatorio de la policía. Le seguí hasta la plancha que había frente al camarote del capitán donde dos hombres se encontraban de pie, observando las tareas de descarga. Eran ridículamente siniestros, como los personajes de una fantasía. Pertenecían a una era del crimen que yo creía perdida desde hacía mucho tiempo y que, a decir verdad, suponía creada únicamente para el cine y la televisión. El jefe era un corpulento sujeto desgarbado enfundado en una negra chaqueta de cuero. Lucía unas galas oscuras de reluciente montura metálica y su rostro no era sólo moreno, cacarañado y lleno de cicatrices, sino que estaba desfigurado, además, por unas protuberancias lo suficientemente grandes como para poder competir con sus facciones naturales. Parecía pertenecer a dos tradiciones distintas de violencia y hubiera podido representar el papel de Matón de Himmler. Su achaparrado compañero, de cara de comadreja, sólo podía ser descrito como un compinche.
No obstante, se mostraron muy corteses y me rogaron que rellenara una hoja mecanografiada en un papel áspero. Entre otras cosas, había espacio para los nombres de pila de mi madre. Después pasamos a mi camarote para inspeccionar mis cosas. El individuo corpulento era bastante amable, pero no hablaba inglés y el bajito traducía con mucha torpeza. Me preguntaron varias veces por la «escafandra». Estaban convencidos de que debía guardar en alguna parle un equipo de inmersión submarina y evidentemente mis negativas les sorprendían. Parecían desconcertados y recelosos. Al cabo de un rato, me dijeron que bajara a tierra para que me sellaran el pasaporte.
Eché a andar por el muelle, de nuevo en tierra firme, experimentando la extraña sensación de que los adoquines se estaban deslizando bajo mis pies. Otros dos hombres vestidos de paisano me recibieron en una cabaña de madera. A diferencia de la primera pareja, no eran caricaturas. El joven se presentó como Samuel y hablaba un inglés aprendido en la escuela, casi todo en tiempo presente. Tenía una lista escrita a mano de los detalles que tenía que averiguar acerca de mí y entre ellos se incluían también los nombres de pila de mi madre, que son un poco insólitos. Empecé a pensar que éstos iban a adquirir vida propia y que recorrerían para siempre los canales oficiales brasileños. Me volvieron a preguntar también cuál era la profesión de mi padre y yo contesté con excesiva energía: «¡Ha muerto!», como si les hubiera sorprendido pisando su tumba. Observé que eso me granjeaba un poco más de respeto, pese a que, en realidad, apenas había conocido a mi padre.
Samuel me preguntó también acerca de mi equipo de inmersión, pero pareció darse por satisfecho cuando le dije que no llevaba ninguno. Después me dio a rellenar una hoja exactamente igual a la que ya había rellenado en el barco y en la que se incluían todas las preguntas que él acababa de hacerme. Lo hice sin comentarios. Parecía absurdo protestar ante unos funcionarios de frontera por el hecho de que me hicieran perder el tiempo, dado que están allí precisamente para hacerme perder todo el tiempo que les plazca. Uno procuraba simplemente que su paciencia no pareciera servilismo, lo cual es una excelente distinción.
En todo aquel galimatías de circunstancias intrascendentes, común a todas las fronteras, un hecho destacaba con toda claridad: la idea de dar la vuelta al mundo en moto no significaba nada para aquellos hombres. Cabía dudar incluso de que me creyeran y su incredulidad me molestaba mucho más de lo que hubiera debido. Esperaba que la gente me mirara y comprendiera que era auténtico. Sin este tributo, me volvía frío y actuaba a la defensiva. ¿De qué otro modo podía explicar mi presencia, mi extraño atuendo? Como un vaquero auténtico que hubiera irrumpido accidentalmente en una fiesta de disfraces, deseaba disparar para demostrar que mi pistola estaba cargada.
Mi pasaporte despertó cierto interés. Ya había sido sellado en catorce páginas de visados en África y la policía se detuvo un buen rato a examinar las anotaciones en árabe y amárico. Al final, en la página 19, conseguí el sello: BRASIL ENTRADA 22.05.74 TURISTA, firmado João Z de Oliveira Costa.
—¿Puedo irme ahora?
—Es libre de ir adonde le plazca —contestó Samuel.
Lo cual resultó ser muy pronto una tremenda exageración.
Mi camarote estaba todavía cerrado bajo llave tal como yo lo había dejado, pero vi inmediatamente que alguien había estado revolviendo mis cosas. Un tubo de tabletas de sal aparecía sobre la cama. Quienquiera que hubiera estado efectuando el registro no se había preocupado de evitar que yo me enterara. Al parecer, no faltaba nada. ¿Buscaban drogas? ¿O había sido otro intento de descubrir mi equipo de inmersión? Empecé a pensar entonces que tal vez me estuviera dirigiendo a una trampa, pero la idea se me antojó histérica y traté de rechazarla.
Con el capitán Fafoutis compartí un taxi hasta el centro de la ciudad y seguimos la costa que rodeaba la bahía. Nunca había estado en ningún lugar que pareciera tan húmedo. No era la cantidad de agua lo que me impresionaba, sino más bien la manera en que ésta parecía impregnarlo todo. Cubría la carretera formando lagos y ocultando en parte los grandes baches. En otros lugares, se cruzaban en nuestro camino los bancos de arena arrancados de las dunas que había a la izquierda. Los edificios que bordeaban la carretera estaban tan empapados que parecían estar a punto de disolverse, con las superficies de piedra gastadas y esponjosas y enlucido inexistente desde hacía mucho tiempo. Recorrimos un largo trecho, brincando y resbalando. La gente que había en las aceras, siguiendo su propia carrera de obstáculos, no contribuía precisamente a levantarme el ánimo. Su piel color tabaco era lo único que, a mi displicente mirada, la distinguía de la población de cualquier suburbio industrial, con sus rostros abatidos y sus ropas confeccionadas en serie que tan mal solían caer.
Las oficinas de la compañía naviera pertenecían a la anticuada variedad marrón. Con un mobiliario distinto, hubiera podido ser un dormitorio o un salón. El agente, que era un anciano, me escuchó con rostro impasible como si yo fuera un joven sobrino que le estuviera recitando los deberes. Mi camisa suelta y los vaqueros y el curioso cinturón con bolsa acoplada no se ajustaban a los requisitos que debía cumplir un cliente serio.
—La aduana precisa de una fianza bancaria contra la importación de la moto —le dije— y esta fianza la proporciona el Sunday Times de Londres. ¿Tal vez ha oído hablar de él? ¿El periódico?
Su expresión denotaba una creciente repugnancia. Seguí adelante a toda prisa.
—La fianza fue depositada en Río de Janeiro. Ahora tengo que decirles que la transfieran aquí a Fortaleza.
El agente empezó a dar media vuelta en dirección a la puerta.
—Me gustaría por tanto, con su ayuda, enviar un mensaje por télex, a menos que… —vi el teléfono— quiera usted tal vez telefonear.
Esta última observación pareció surtir un efecto que ninguna otra cosa había producido.
—Imposible —dijo.
—Yo pagaría los gastos, claro.
—Es imposible —repitió él con una voz de sello de goma.
El teléfono era uno de aquellos modelos antiguos con la bocina sobre un tallo como una rosa de baquelita. No parecía adecuado para llamar a Londres y desistí de la idea.
—Bueno, pues, ¿dónde puedo enviar un mensaje por télex? —pregunté.
—No lo conseguirá —dijo.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Imposible —dijo—. Tiene usted que utilizar el télex.
—Sí —dije yo—. Me gustaría enviar un mensaje por télex. ¿Dispone usted de un télex?
—Pues claro —contestó.
—¿Cuándo puedo utilizarlo?
—Es demasiado tarde —dijo—. Espere, por favor.
Y abandonó la estancia.
Me senté en un sillón marrón y reflexioné acerca del tiempo que debería invertir en aquel inútil ejercicio para cerciorarme de que el agente no estaba de hecho obstaculizándome el avance. Redacté un breve mensaje para el Sunday Times y permití que el agente entrara y saliera una vez de la estancia sin recabar su atención. Cuando regresó diez minutos más tarde, pensé que ya había dado suficientes muestras de humildad y le pregunté que dónde estaba el aparato de télex. Evitó la pregunta y volvió a abandonar la estancia, pero un anciano empleado fue obligado a quedarse y yo le acosé con preguntas acerca de las diferencias horarias y los detalles de rutas hasta que, enfurecido por no poder entenderme o librarse de mí, me acompañó por la escalera hasta la calle y, desde allí, hasta otras oficinas situadas unas puertas más abajo. En el interior de aquellas oficinas había un despacho más pequeño y, cuando se abrió la puerta, me azotó un aire helado que me congeló la sudada camisa, pegándomela a la piel.
Donde antes sólo había visto escritorios marrones de madera, pude ver ahora unos archivadores metálicos de color verde. Un joven enfundado en un traje ajustado y una camisa con unos puños aceptables estaba utilizando un teléfono de diseño reciente. A través del murmullo, pude oír un acusado «clac» que hizo que mis ojos se posaran inmediatamente en un aparato de télex completamente nuevo que estaba enviando su mensaje previamente grabado a una remota réplica del otro lado del globo.
Walter Sá era un joven serio y elegante que hablaba un buen inglés y, aparentemente, lograba que se hicieran las cosas ya que era el hombre encargado de evitar la multa del Zoe G. Accedió inmediatamente a enviar mi mensaje. Me advirtió de que tal vez no hubiera línea abierta hasta más tarde y de que no debería esperar una respuesta antes del día siguiente.
Hubiera tenido que darle cordialmente las gracias, tranquilizarme y abandonar su despacho refrigerado para ir a mis asuntos, que eran acostumbrarme al clima, ver algo de aquella extraña ciudad y aprender el idioma. No lo hice. Lo que ya había visto de la ciudad me había deprimido. El extraño comportamiento de la policía me había asustado. Quería alejarme de ambas cosas, pero, mientras la moto permaneciera encerrada en el cobertizo de la aduana, no podía moverme. Me obsesionaba la necesidad de acelerar el proceso y no podía pensar en ninguna otra cosa. Permanecí sentado varias horas en la artificial atmósfera del despacho de Sá, mirando el reloj, deseando que se abrieran los canales de Londres, deseando que llegara el mensaje, deseando que se recibiera la respuesta allí y entonces. Era absurdo. El mensaje se envió a las 4 de la tarde según lo previsto; en Londres eran las 7 de la tarde y demasiado tarde para que fuera posible una respuesta antes del día siguiente.
Tenía la espalda rígida a causa de la tensión y el aire fresco no me había sentado bien. Di un paseo simbólico colina arriba para ver la ciudad, pero mi corazón estaba en otra parte. Unos torrentes de agua de lluvia bajaban por la calle, formando un cenagoso río sobre las desiguales superficies de las baldosas, los adoquines, el cemento y la tierra. A medio camino de la ladera había un puente que estaba siendo reconstruido o bien demolido, era difícil determinarlo. Por encima de mí se elevaba un muro de granito gris que encerraba el jardín terraplenado de una fortaleza colonial y en lo alto del muro había un soldado que lucía una capa impermeable y portaba un rifle. Al pasar yo, me dirigió una mirada perversa que se clavó en el billetero que llevaba ajustado al cinturón. Observé que eso mismo hacían otras personas. Empecé a aprender que en aquella zona de América lo que se busca en un desconocido es un arma.
Entonces las nubes empezaron de nuevo a llorar y perdí el poco ánimo que me quedaba y regresé apresuradamente al barco, tomando un taxi. El aguacero había cesado cuando llegué. Estaban retirando de las escotillas las cubiertas contra la tormenta y las nueces de anacardo estaban volviendo a salir. Las tareas prosiguieron durante la noche bajo la luz de los reflectores. Mis sueños se modificaron, incluyendo el rítmico rumor de las cabrias, y ello contribuyó a mantener viva mi inquietud.
Por la mañana, mientras saboreaba un aceitoso huevo frito con ajo que había acabado por gustarme, me enteré de que tendría que abandonar el barco aquel día. El Zoe G tenía que zarpar a la mañana siguiente, antes del amanecer. Tomé un taxi para regresar a las oficinas del agente, pero aún no se había recibido ningún mensaje, razón por la cual decidí dar otro paseo sin rumbo por la ciudad. Me sobresaltó descubrir que el español que había aprendido no me servía de nada. Incluso cuando leí las palabras en portugués del menú del mostrador de un bar que servía zumos de frutas no logré hacerme entender, lo cual fue un golpe para mi amor propio ya que siempre había sido muy hábil para captar el «palpito» de un idioma. Para vengarme, empecé a experimentar una absurda aversión al portugués y decidí no molestarme en aprenderlo, diciéndome que muy pronto me iba a encontrar en la América de habla hispana y que el hecho de aprender el portugués era una pérdida de tiempo.
En cuanto me fue razonablemente posible, regresé a las oficinas de la compañía naviera y me senté a esperar, congelado por dentro y por fuera. Se mostraron pacientes y tolerantes. Me ofrecieron frecuentes tazas de cafesinho y botellas de Fanta.
Poco antes del mediodía se recibió el mensaje.
Constaba de tres partes.
La fianza bancaria se había concertado con el Banco do Brasil en Río de Janeiro.
Me presentaban al padre Walsh de la Acao Social de São Raimundo y me indicaban una dirección y un número de teléfono.
Me aconsejaban que me dirigiera a una ciudad llamada Iguatú, en la que se habían producido unas graves inundaciones, y que escribiera acerca de ello.
Me alegré de contar con alguna información que tal vez condujera a la recuperación de la moto puesto que la moto era la clave de mi libertad. La presentación del sacerdote, que imaginaba que debía ser un misionero católico, prometía por lo menos un apoyo en aquella resbaladiza playa y me permitía esperar algo más que complicaciones burocráticas.
La referencia a Iguatú me asustaba… no me cabía la menor duda de que los mensajes del télex habrían sido controlados por la policía. A su debido tiempo, leerían que el Sunday Times me había pedido que informara acerca de unas inundaciones que habían tenido lugar en el estado de Ceará. «Eso —dirían— es una manera muy rara de hacer turismo. Vamos a preguntarle otra vez dónde tiene escondido el tubo de respiración bajo el agua».
Sá me permitió utilizar su teléfono y yo marqué el número que me habían indicado por télex. Una voz de mujer me cantó al oído.
—Quem está falando?
Las palabras no significaban nada para mí y pregunté por el padre Walsh. Se escucharon unos rumores como de alguien arrastrando los pies y se puso al teléfono un hombre que por pura casualidad resultó ser Walsh. Le expliqué de qué manera había oído hablar de él. Hablando con una enérgica y joven voz de acusado acento irlandés, averiguó rápidamente dónde estaba yo y qué necesitaba y señaló que acudiría a recogerme en automóvil una hora más tarde.
—Si no soy puntual, no se preocupe. Estaré detenido en alguna parte con la cabeza bajo la cubierta del motor. Tenemos la más extraordinaria colección de coches que usted haya visto jamás. Traeré el jatao —quiere decir el de propulsión a chorro—, funciona muy bien, pero a veces está de mal humor.
El jatao llegó a la hora. Walsh se inclinó sobre el asiento vacío que tenía al lado para gritar mi nombre a través de la ventanilla.
Su aspecto me gustó inmediatamente. Era un hombre vigoroso de unos treinta años que vestía camisa suelta y sandalias y tenía un rostro amable, pero astuto. Subí al «VW» de color verde y él me sugirió que fuéramos a almorzar antes incluso de que yo hubiera empezado a preguntarme cómo iba a mencionar la cuestión. Fuimos a un restaurante de la playa especializado en platos de pescado. La comida fue deliciosa, la cerveza era buena y estaba fría y Walsh era un gran conversador. Hablaba con rapidez y furia y a menudo su acento me impedía entenderle, pero, al término del almuerzo, ya me había ilustrado el paisaje político del norte de Brasil, la historia de la Iglesia, los cambios que le habían impuesto y el papel que actualmente tenía que desempeñar, en su opinión, un sacerdote católico en Ceará. Era ingenioso y abierto y estaba maravillosamente libre de hipocresía y de gazmoña rectitud.
Tal vez la mayor sorpresa para un pagano como yo fuera el hecho de que se concentrara tan profundamente en un planteamiento pragmático. Como reacción a la vergonzosa indiferencia de la Iglesia en relación con su pobre rebaño, ello constituía una bocanada de aire fresco. Cuando Walsh hablaba de la Iglesia o de la misión que él estaba desempeñando, lo hacía con el entusiasmo de alguien que estuviera participando en una extraordinaria producción teatral, pese a no estar muy claro si lo estaba haciendo en calidad de actor, productor, director de escena o crítico. Es de suponer que el espectáculo se estuviera organizando a la mayor gloria de Dios, si bien la suposición revestía un carácter tácito. El criterio que Walsh utilizaba para medir el éxito era el de la repercusión que ello pudiera tener en un mayor bienestar de la gente.
Parecía (y sin duda en eso soy injusto con él) no mostrar el menor interés por aquella parte de sus deberes que le exigía vestir sotana a menos que con ello pudiera obtener dinero.
—Tendría usted que ver nuestra novena del miércoles —me dijo—. El Espectáculo del Miércoles, constantes representaciones a lo largo de todo el día, lo más elegante de la ciudad. Acude la flor y nata de Fortaleza. Los ingresos son impresionantes.
Los ingresos se destinaban a proyectos de beneficencia social y se gastaban en cosas tan prosaicas como alimentos, ropas, materiales de construcción y herramientas para planes de actuación directa.
Yo le escuchaba absorto, agradeciéndole el torrente de información que me estaba facilitando. Si decía algo, eran simplemente palabras destinadas a mostrarle mi interés y a darle un respiro. Le enseñé mi mensaje de télex y le manifesté mis temores. Debo decir en su honor que no trató de convencerme de que éstos eran infundados, sino que simplemente me aconsejó que los olvidara puesto que, en cualquier caso, no podía hacer nada al respecto. En su compañía, me pareció la actitud más lógica e inteligente que podía adoptar.
Me acompañó al puerto y me ayudó a recoger mis cosas. Una demostración de la influencia que había ejercido en mí la constituyó el hecho de que el Zoe G que aquella mañana me había parecido mi casa, se me antojaba ahora el viejo y holliniento buque de carga que siempre sería, contemplado desde tierra. Me despedí un poco de la tripulación, tratando de echar mano de la antigua camaradería que se había establecido entre nosotros, pero las respuestas fueron tan indiferentes que comprendí que hacía tiempo que había sido descargado y olvidado por sus mentes, relegado a aquel otro mundo del que el Zoe G zarpaba siempre más tarde o más temprano.
Walsh y yo nos dirigimos traqueteando a São Raimundo a través de un interminable y tortuoso camino. A veces, parecía que estuviéramos dirigiéndonos al campo, pero, en su lugar, nos adentrábamos de nuevo en otro suburbio inundado y lleno de arena. Casi toda la ciudad estaba integrada por edificios de ladrillo de una sola planta que fluctuaban y se desmoronaban sobre unos débiles cimientos. Me daba la impresión de que la tierra estaba decidida a librarse de un estorbo no deseado.
Al final, llegamos a una ancha carretera cuya superficie había desaparecido casi por completo, con unas zanjas a ambos lados y a su través. Había automóviles y muchos taxis en la carretera, todos ellos con aspecto de haber sido sacados de un cementerio de automóviles. Despedían destellos cuando el sol iluminaba las plurifacéticas abolladuras de su carrocería y las portezuelas se movían visiblemente en sus marcos. Practicaban hábil y temerariamente el slalom en un triunfo del temperamento sobre el sentido común ya que los vehículos eran en Brasil extremadamente caros.
Subimos por un arenoso terraplén, cruzamos una vía férrea, brincamos sobre unos baches y llegamos a Sao Raimundo.
Me pasé los días siguientes comiendo con los sacerdotes y durmiendo en una hamaca en casa del vigilante que vivía un poco más abajo. Antonio Sá, el vigilante, era un hombre alto y feliz, moreno y apuesto, que vivía con su mujer y sus hijos en una casita de ladrillo. Comían en una habitación, dormían en otra y alquilaban la tercera. La compartí con otro inglés llamado Ian Dall que estaba visitando São Raimundo y ambos le pagamos a Antonio unos cuantos cruceiros para ayudarle en sus estudios de electricista. Ian me mostró cómo utilizar la hamaca. Fue una revelación averiguar que, tendiéndose en diagonal, uno podía estirarse cómodamente en lugar de permanecer doblado como un plátano.
Al día siguiente, me presenté en el Banco do Brasil para averiguar cómo estaba el asunto de la fianza. El Banco me pilló por sorpresa. Había imaginado que iba a ser de estilo antiguo, zarrapastroso y discreto. Me encontré con un espacioso local lleno de moderno equipo de oficina y de enérgicos empleados que prometían actividad y eficiencia. Me dirigí al empleado correspondiente y le expliqué mi problema en presencia de un traductor y de varios impacientes subordinados. El hombre poseía un perspicaz e inexpresivo rostro de palidez europea. Llevaba unas gafas de fina montura con las que pretendía producir la impresión de hombre cuya mente rebasaba con mucho sus inmediatas responsabilidades. Llevaba un inmaculado y ligero traje de color gris y sus zapatos brillaban sobre la cómoda alfombra que había bajo su mesa. Por encima de todo, me llamó la atención la opulencia de su ropa blanca. Su camisa y su pañuelo revelaban aquel suave e impecable lujo que sólo unos aplicados sirvientes pueden proporcionar y que ninguna cantidad de dinero o de aparatos domésticos occidentales pueden igualar.
Me escuchó con atención mientras sus subordinados me miraban respetuosamente. Después habló. El traductor me informó de que, por desgracia, lo que yo quería no se podía hacer. El empleado empezó a mirar sus papeles y comprendí con toda claridad que el grupo esperaba que me desvaneciera milagrosamente sin más palabras. La descortesía me asombró. Pedí una explicación y el empleado levantó la cabeza y me miró como si de veras hubiera vuelto a aparecer como por ensalmo. Sonrió como si estuviera pensando en un chiste infinitamente sutil e incluso se rió con suave delicadeza. Me repitió que sería «totalmente imposible», dando a entender que sólo un imbécil hubiera podido imaginar otra cosa. Yo seguía negándome a desaparecer y fui enviado a otros, pero nadie parecía capaz de esbozar tan siquiera una explicación.
Cuando, al final, fui expulsado a la acera, comprendí que el Sunday Times tendría que iniciar de nuevo el proceso desde Londres, y envié otro télex y me dispuse a esperar.
Sao Raimundo consistía en la iglesia, un gran colegio para niños y niñas y la casa parroquial en la que vivía Walsh con otros tres o cuatro sacerdotes. Los sacerdotes eran unos fornidos irlandeses, elegidos en parte por sus buenas condiciones físicas. Habían traducido sus nombres al portugués y eran conocidos por sus feligreses como los padres Mario, Eduardo, Brandáo, Marcello, etc. El más débil físicamente de todos ellos era Marcello que procedía de una parroquia del campo y se había trasladado a Fortaleza hacía algún tiempo para reponerse de una larga enfermedad. Nos estábamos pasando una bolsa de plástico de palomitas de maíz en mi segundo desayuno cuando oí que tomaría al día siguiente el autocar para reintegrarse a su parroquia del interior.
—¿Dónde está? —pregunté con indiferencia.
—Iguatú —contestó.
De no haber sido por aquella casualidad, no creo que hubiera ido a Iguatú. El hecho de escuchar de nuevo aquel nombre de manera tan significativa hizo que me resultara difícil negarme, aunque no sabía muy bien a quién tenía el propósito de complacer con ello. La idea de permitir a mis desplazamientos cierto grado de imprecisión ya se había consolidado. Mi llegada a Fortaleza había sido en si misma un accidente fatídico y me intrigaba averiguar de qué manera un acontecimiento conducía a otro de tal modo que, en toda aquella sucesión de circunstancias, pareciera que se estuviera tejiendo un dibujo. Experimentaba el impulso de dejar que emergiera el dibujo, por siniestro que pudiera ser.
—¿Por qué no viene a echar un vistazo? —añadió Marcello, tal como yo sabía que iba a hacer—. Sólo le costará el billete del autocar.
—Muy bien —dije y añadí alegremente en honor de Walsh—: Da lo mismo que le ahorquen a uno por una oveja que por un cordero.
Igualó se encuentra a cuatrocientos kilómetros de Fortaleza sobre el río Jaguaribe y el viaje duró casi todo el día. La campiña pasaba como un perenne telón de fondo con las mismas palmeras de aceite y ciénagas y reluciente tierra de laterita roja. Por todas partes resultaban visibles los signos de las copiosas lluvias de aquel año. La carretera, recién construida, ya estaba agrietada y llena de baches y, en algunos lugares, había sido barrida por completo hasta el punto de que nos vimos obligados a seguir un camino más largo que el habitual.
Hubo una parada para almorzar en un restaurante parecido a un granero que nos sirvió la acostumbrada comida brasileña consistente en un bistec, arroz y áspera y harinosa mandioca frita junto con la carne. Después de otra breve parada por la tarde, el autocar llegó a Iguatú poco antes del anochecer.
Aquella noche permanecí sentado en la casita del padre Marcello, apartando los mosquitos con la mano mientras él trataba de darme alguna idea acerca de la vida de los habitantes de su zona.
Casi todos ellos se encuentran incluidos entre los treinta y tantos millones de campesinos del norte de Brasil que se hallan tan cerca de la pobreza y la miseria como casi todos los del resto del mundo. Puesto que no son propietarios de las tierras, su situación es prácticamente feudal y los menguados recursos de que disponen son apenas suficientes para mantenerles de un día para otro. Cuando se producen los grandes desastres naturales, tienen que sucumbir y los desastres en los trópicos son tan regulares como las estaciones. Los ciclones, las inundaciones y la sequía cobran anualmente su tributo y, como consecuencia de este ineludible castigo, las víctimas se conocen desde hace muchas generaciones con la denominación de flagelados.
Su lengua original es el guaraní, lengua india hablada ampliamente en otros tiempos en Brasil, Argentina, Paraguay y algunas zonas de otros países limítrofes. Son de origen indio con mezcla portuguesa y tienen los pómulos muy prominentes y la cara ancha. Son de baja estatura y tienen una suave piel color melcocha, delicadamente marcada por la edad.
Iguatú es una palabra guaraní que significa agua hermosa. Fue el domingo, 24 de marzo, cuando aquella agua hermosa creció repentinamente y se salió de los márgenes del Jaguaribe. Las inundaciones duraron tres días y arrastraron muchas casas. En el transcurso de las semanas siguientes las víctimas rescataron lo que pudieron de las ruinas y hallaron cobijo provisional en las ya abarrotadas casas que habían sobrevivido. Hasta entonces, había sido un desastre corriente. Pero, al tercer domingo, el agua volvió a crecer, haciéndolo esta vez con mucha más violencia y rapidez.
Tal como había ocurrido durante la primera crecida, el agua tardó tres días en bajar. Había alcanzado un nivel de doce metros, rozando las vigas más bajas del gran puente ferroviario de hierro. Algunas personas que se encontraban en una barcaza quedaron separadas de sus amarres y permanecieron atrapadas durante algún tiempo bajo el puente. Se decía que habían perdido un niño. Milagrosamente, ésta fue la única víctima de que se tuvo noticia. La segunda inundación produjo daños o destruyó por completo cuatrocientas casas.
Cientos de personas se habían quedado sin cobijo y, al jueves siguiente, antes de que se pudiera adoptar alguna medida para ayudarlas, el río volvió a crecer, llegando el máximo nivel alcanzado en días anteriores.
Yo llegué un mes más larde, hacia finales de mayo. En un año normal, las lluvias ya hubieran terminado, el cielo hubiera estado despejado y la tierra abrasada y polvorienta como consecuencia del calor de la temporada seca. Pero 1974 había sido un año excepcional, tal como ya había tenido ocasión de ver en África, y el cielo estaba gris y empapado como un tejido de franela mojado.
Iguatú, tal como yo la encontré, era una ciudad de varios miles de habitantes con un agradable y próspero centro que se iba deteriorando rápidamente a medida que uno se alejaba hacia las afueras. Se halla emplazada en una zona elevada de la margen sur del río y las inundaciones apenas la habían alcanzado, aunque el río había socavado la orilla en algunos sectores, llevándose por delante algunas humildes casas. Casi todos los daños se habían producido en la orilla norte situada a un nivel más bajo donde los más pobres tenían acceso a la tierra.
A la mañana siguiente, Marcello y yo cruzamos el puente para echar un vistazo. Al llegar al otro lado, seguimos un camino que se curvaba a la izquierda y conducía de nuevo al río, desembocando en una arenosa extensión llena de cascotes. Allí se levantaban hasta hacía poco tiempo cientos de casas. Casi todas ellas eran pequeños edificios de dos habitaciones, algunos construidos en ladrillo y otros con cañas revestidas de argamasa. Las casas más recientes, ostensiblemente más fuertes y construidas en ladrillo, se habían derrumbado por completo y no quedaba de ellas ni rastro en el lugar en que previamente se habían levantado. Eso encerraba en cierto modo una moraleja.
Estaba claro que las casas construidas en aquellas bajas orillas invitaban a la destrucción con su sola presencia. La gente cortaba los árboles para construir y para quemar. Y tenía animales, una cabra, un asno, a veces una vaca, que despojaban la tierra de hierbas y arbustos. Cuando el río crecía, la tierra resbalaba como arena sin que nada la retuviera. El proceso debía haberse repetido muchas veces, devorando cada vez más tierra. Sólo le quedaba a aquella gente un área muy limitada. Más allá, había casas más prósperas con jardines vallados.
Nos detuvimos junto a dos ancianos que estaban recuperando los redondos azulejos de arcilla de su casa en ruinas. La casa era ahora una transparente estructura de soportes de madera que sostenían el tejado y el río había depositado un metro de arena sobre el nivel original del suelo, de tal manera que el viejo, que era bajito, se encontraba de pie con la cabeza canosa asomando por entre las alfardas y mirándonos desde su propio tejado.
Se llamaba Manuel Subino dos Santos y era un estupendo y curtido anciano de aspecto reseco y sazonado. Nos dijo que tenía unos setenta años, sesenta y ocho o setenta, no estaba muy seguro. Vestía una holgada y descolorida camiseta azul y unos calzones cortos y lucía una sarta de cuentas marrones alrededor del cuello y una especie de objeto plateado que le colgaba de la cintura. Le estaba entregando los azulejos uno a uno a su mujer, Ignacio Zurnira de Concieiçao, de aspecto tan viejo y nervudo como el de su marido, pese a habernos dicho que sólo tenía cincuenta años. Llevaba un vestido de algodón estampado y una cinta blanca en la cabeza y estaba amontonando los azulejos. Tenían el propósito de volver a construir su casa en otro sitio.
Tenían un aire indestructible y se les veía muy tranquilos y en paz con el mundo.
—Se han asignado unos terrenos a los que se han quedado sin hogar para que se construyan nuevas casas —me dijo Marcello—. Están en una zona más alta, fuera de la ciudad. Se ha creado un comité para hacer frente al desastre. La forman el representante de la Volkswagen, un hombre de negocios que tiene unas cuantas tiendas, un agricultor local que tiene cierta influencia política. Después está el obispo y el sacerdote de la parroquia que también es irlandés y tres concejales del distrito y dos médicos.
»Hay también una organización nacional llamada Anear que se ocupa del desarrollo rural y tiene a tres representantes en el comité. Debo decir que actúan con mucha energía y el gobernador del estado también ha mostrado mucho interés.
El río constituía ahora un espectáculo muy agradable, con el agua discurriendo tranquilamente allí abajo. En la orilla opuesta, las mujeres estaban lavando su ropa sobre piedras y poniéndola a secar sobre la arena, creando con ello un gran centón de vistosas colores. Río arriba un hombre estaba pescando. Un buen lugar en el que vivir, con el agua al alcance de la mano. Uno podía colocar la red y vigilarla. Cómodo para guisar y lavar. Si hubiera modo de proteger las hierbas y los arbustos, de conseguir que las orillas fueran estables y resistentes a las inundaciones. ¿Por qué no?
—La ignorancia quizás, o la apatía. En el pasado, cuando hacían algún esfuerzo para mejorar algo, siempre les era arrebatado lo que conseguían; cuando no lo hacían los elementos, lo hacían los terratenientes, los soldados o cualquier otro poder. A lo largo de las generaciones, les han quedado muy pocos deseos de mejorar. Son fuertes y no se quejan. Aceptan las cosas tal como vienen.
Saqué fotografías de Dos Santos y de su mujer y de otras familias menos afortunadas cuyas casas habían desaparecido por entero. El padre Marcello se fue a sus obligaciones y yo me dediqué a pasear por las orillas del río, buscando y fotografiando.
El programa de acción directa para las víctimas de las inundaciones se centraba alrededor de un matadero de reciente construcción y que todavía no había entrado en funcionamiento, situado al otro lado de la ciudad. Algunas familias se albergaban en el edificio. Otras se habían instalado en una especie de tiendas de plástico negro sostenidas por unos andamiajes de madera. Las familias, a pesar de que eran muy numerosas, ocupaban un espacio muy reducido y tenían únicamente lo más imprescindible. Hubiera tenido que examinarlo todo con más detenimiento, ver qué se había rescatado, qué objetos de veneración presidían la estera, la cacerola, la regadera, pero tenía demasiado calor y estaba demasiado inquieto con mis propias preocupaciones para tomarme esta molestia.
Este mismo calor que yo consideraba sofocante era la salvación de aquellas personas. En un invierno templado, dadas las circunstancias, la escasez de comida y de ropa, casi todas ellas hubieran muerto de frío. En los trópicos, mientras se proteja de la lluvia, uno puede subsistir durante mucho tiempo con muy pocas cosas. Lo que falta sobre todo es esperanza e iniciativa y eso lo estaba proporcionando simbólicamente una máquina para fabricar ladrillos huecos de cemento. La había proyectado un inglés que trabajaba en los programas de beneficencia del Oxfam y había sido instalada frente al matadero. Los hombres sin hogar que carecían de empleo en aquellos momentos trabajaban allí y ya había muchos ladrillos amontonados a la espera de ser utilizados en las casas que tenían previsto construir en los nuevos solares.
Por consiguiente, les habían hecho una especie de promesa de un mañana mejor, pero ello era tremendamente frágil, de la misma manera que resultaba dolorosamente obvio que aquellas personas no eran necesarias en realidad. No estaban especializadas en nada, carecían de instrucción y eran menesterosas. A los grandes terratenientes nunca les faltarían braceros, podían elegir entre millones. Eran los hijos del destino, un subproducto de varios siglos de olvido muy superior a la demanda.
A algunos les habían proporcionado unas aplanadas tiendas del ejército para dormir. Aquí había una mujer con seis hijos, guisando a la puerta de la tienda. Había construido un pequeño pero bonito cobertizo de cañas entretejidas con hierba que le servía de cocina. Su hijo más pequeño dormía allí en el interior de una caja de cartón. Su marido estaba trabajando con un salario de diez cruceiros al día, es decir, algo menos de un dólar y medio. No sabía cuántos días le iba a durar el trabajo.
—Sí, señor, me gustaría enviar a mis hijos a la escuela, pero ¿cómo puedo? No tienen ropa.
Le pregunté al padre Marcello si le creía.
—Sí, desde luego. La escuela es bastante barata, sólo cuesta treinta cruceiros por niño y en ello se incluye un bocadillo para almorzar, pero tendría que tener por lo menos cien cruceiros para comprar ropa y más todavía para papel y lápices.
—Diez cruceiros al día no parece mucho —dije.
—No —contestó él con aire compungido como si fuera el culpable—. Con eso se pueden comprar tres kilos de arroz o de judías. En realidad, está muy por debajo del mínimo legal, pero no están en condiciones de quejarse.
Huelga decir que todas las gentes del norte de Brasil estaban delgadas.
El autocar me devolvió traqueteando a Fortaleza al día siguiente. Puesto que ahora iba solo y estaba recorriendo el mismo camino, me pasé buena parte del día dormitando en un túnel de fantásticos ruidos producidos por la absurda música de un transistor mezclado con el rugido del autocar.
Era apenas media tarde cuando regresé a Sao Raimundo, lleno de inquietudes. Era mi séptimo día en tierra y, al final, estaba empezando a sentirme más a gusto con el clima. Mi curiosidad se había despertado de nuevo en Iguatú y ya no era un viajero en el limbo, con un pie en tierra y otro en el mar.
Walter Sá tenía un télex de Londres en el que se decía que el Sunday Times estaba tratando de establecer una fianza con el Banco de Londres de Fortaleza. El padre Walsh me dijo que conocía al director, un escocés llamado Alan Davidson. Llamé al Banco y concerté una cita para entrevistarme con Davidson. El joven policía llamado Samuel me había dejado una nota en casa en la que me rogaba que acudiera a la Policía Marítima con mis documentos. Había ciertos detalles que habían olvidado preguntarme.
—Otra vez los nombres de pila de mi madre —dije con aire cansado—. Supongo que será mejor que vaya.
—Supongo que sí —dijo Walsh.
—Bueno, pero puede esperar hasta mañana —dije, disponiéndome a visitar la parte más antigua de la ciudad.
Descubrí restos de antiguas fortificaciones, un pequeño pero bonito parque con delicadas vallas y adornos y viejas aceras sorprendentemente pavimentadas todavía con baldosas de mármol. Unas luces invitaban a acercarse desde una entrada abovedada situada en el centro de un hermoso edificio de piedra y yo seguí los leves rumores de música y conversación. El edificio era una antigua prisión y ahora había sido convertido en museo. Espaciosas estancias con antiguos y relucientes pavimentos de madera dura se exhibían como ejemplos del arte y las costumbres locales. Detrás de la prisión había un jardín con pequeñas extensiones de césped y estanques, con fuentes de surtidor y luces ocultas entre los arbustos y las palmeras. A un lado había unos pórticos con tiendas en las que se vendían artículos de cuero, tejidos y otras muestras de artesanía. En algunas sillas y mesas diseminadas, jóvenes parejas o grupos de personas se divertían con un repertorio aparentemente interminable de graciosas anécdotas y el murmullo de sus conversaciones se elevaba hasta alcanzar un espasmódico clímax de carcajadas. Los muchachos iban todos impecablemente vestidos de acuerdo con las modas de finales de la década de los sesenta, minifalda, pantalones acampanados de brillantes colores, camisas y blusas confeccionadas a la medida y suelas de plataforma de ocho centímetros. Físicamente, no eran distintos a los campesinos de Iguatú y, sin embargo, eran planetas aparte.
Me senté un rato, pero era una atmósfera que acentuaba mi soledad. Sin hablar el idioma y sin la moto que me permitiera presentar mis credenciales, me sentía demasiado tímido para establecer contacto con la gente. Estaba a punto de irme cuando me llamaron la atención dos guitarristas sentados el uno al lado del otro contra la pared de la arcada. Habían empezado a tocar y uno de ellos estaba cantando. Su voz me hizo estremecer. Tomaba las sílabas del primer verso y las acentuaba con claridad y fuerza, como si golpeara un yunque con un martillo, antes de seguir con la melodía que completaba la estrofa. Después su compañero replicaba de la misma manera. El efecto era maravillosamente poderoso. Experimenté el mismo asombro que se apodera de mí cuando, con algunos toques atrevidos, algo conocido se vuelve de nuevo extraño y emocionante.
Por primera vez desde que había desembarcado en Brasil, experimenté algo que podía llamarse hermoso, lo cual me permitió, al final, ocupar un lugar en este extraño nuevo mundo y sentirme olía vez hambriento de vida. Sólo más tarde comprendí el significado de aquel momento.
Súbitamente inmerso en la pobreza tropical de la América Latina, estaba luchando no sólo con mis problemas personales, sino también con cuestiones morales y éticas de gran complejidad. ¿Hasta qué extremo es pobre la pobreza? ¿Cómo son de ricos los ricos? ¿Deben los sacerdotes cuidar los cuerpos o bien las almas? ¿A quién beneficiaba su actuación? ¿Estarían los indios mejor o peor en una democracia? ¿Puede haber democracia con una población analfabeta? ¿Cuál ayuda es útil y cuál inútil, y cuál corrompe?
Y, sin embargo, por debajo de todas estas preguntas de carácter clínico, lo que me preocupaba de verdad era una duda más directa y personal. Lo que yo quería preguntar era: «¿Cómo puedo yo o cualquier otra persona vivir una buena vida en medio de toda esta escualidez y humedad y podredumbre e indiferencia? ¿De qué sirve? ¿Qué hay aquí capaz de levantar el corazón y el espíritu? ¿Qué puede hacer una lucha individual contra el poder de la Naturaleza y la apatía de los demás? ¿Dónde está el valor que perdura?».
Necesitaba con urgencia algún terreno en el que poder hundir mis raíces y los cantores me lo proporcionaron.
Había oído decir al padre Walsh, con honradez y con la debida consideración, que él no podía atribuir una importancia excesiva a la belleza en sus planteamientos y yo me había formulado a mí mismo un reproche por el hecho de haber permitido que ello me inquietara. Habiendo gente enferma y muriéndose de hambre y sin hogar, ¿qué importancia podía tener que ésta comiera en platos de porcelana o de plástico, que su tejado fuera de tejas o bien de hojalata, que los sacerdotes vivieran en un armonioso y agradable hogar o bien en una desangelada institución llena de ecos? ¿No era suficiente que aquellos hombres se entregaran por entero a los pobres y les enseñaran a aprovechar algunos de los beneficios materiales de la Era de las Máquinas que tanto les había postergado? ¿No había suficiente belleza en los corazones y en los actos de aquellos valerosos extranjeros para borrar toda la fealdad de su nuevo pragmatismo?
Veía a unos campesinos que salían de unas casas hechas a mano y recibían ayuda de unos hombres que habitaban en cajas cuadradas revestidas de materiales inertes e iluminadas en todos sus rincones. Como es lógico, esta nueva y brillante vida rectangular sería su máxima ambición. Siendo así que en mi mundo millones de descendientes del campesinado europeo estaban deseando escapar de aquellos mismos espacios estériles para regresar a algo que tuviera más semejanza con una vida natural.
¿Estaba todo el mundo «subdesarrollado» haciendo cola con el fin de ser introducido en la máquina de fabricación de salchichas y salir de ella uniformado y rechoncho y cubierto con la misma reluciente piel de plástico? No era la primera vez que veía a la condición humana en aquella vulgar situación sin objeto. La misma visión deprimente me había abrumado en los barrios pobres de Túnez, entre las chozas de hojalata de Etiopía, las chabolas de Nairobi y la zona negra de Soweto. Por mucho que tratara de imaginarme un futuro más halagüeño, sólo podía ver un número cada vez mayor de personas decididas a apoderarse de los recursos de la tierra y transformarlos en montones cada vez mayores de indestructible hormigón y de fealdad de plástico para acabar mirando y aprendiendo y retirándose en penitente consternación ante la aparición de la siguiente oleada de ciudadanos «en desarrollo». Y, al parecer, ni yo ni nadie podíamos hacer gran cosa para modificar el resultado. Había conocido a muchos que compartían mi pesimismo y a algunos que se sentían personalmente insultados por él, pero nunca había oído a alguien proponer una alternativa convincente.
Yo tenía la debilidad de obsesionarme con aquellas sombrías abstracciones. Me había impuesto el deber de salvar al mundo y cada vez que fracasaba, me sentía tan falto de vida y de significado como el grisáceo ejército de los billones de seres no nacidos cuyo futuro yo estaba tratando de organizar.
Una y otra vez tenía que aprender que un solo acto dador de vida vale más que un millón de conjeturas. En cierta ocasión, en Etiopía, me sentí reconfortado por una simple sonrisa. Mientras abandonaba Gondar, se me acercó una mujer vestida de rosa y con una sombrilla. Al ver que me aproximaba (y debo decir que yo era allí un espectáculo insólito y quizás alarmante), su rostro se transformó gracias a la sonrisa más extraordinaria que jamás he visto. Me miró con una expresión tan resplandeciente de vida y profundidad que me convertí de golpe en su hijo, su amante y su salvador. Se inclinó rápida pero profundamente varias veces mientras yo pasaba, conservando sin embargo, aquella misma expresión de radiante felicidad de tal manera que me sentí elevado hasta los dioses durante muchísimo tiempo.
En Fortaleza fueron aquellos dos hombres los que con sus apremiantes y tristes voces me recordaron lo que era la vida y qué era lo que la convertía en digna de ser vivida.
Me reuní con el director de la sucursal del Banco de Londres a la mañana siguiente. Era un hombre rubio y más bien joven que parecía rezumar sin el menor esfuerzo todas las cualidades de superior aptitud que con tanto empeño trataba de proyectar el hombre del Banco do Brasil, aunque no cabe duda de que yo me dejaba guiar fuertemente por mis prejuicios. En su santuario hábilmente amueblado bebimos un dulce café cargado. Me dirigió inteligentes y halagadoras preguntas acerca de mi viaje y me describió su vida en Brasil. Le gustaba Fortaleza y se sentía físicamente a gusto allí y el hecho de encontrarme en su compañía elevó un poquito el nivel de mi moral. Esperaba reunirme con él alguna noche y estaba deseando verme arrastrado a la vida de la ciudad mientras aguardaba a que se resolvieran los trámites. Entretanto, comprendí que podía dejar tranquilamente en sus manos el problema de la fianza.
Para consolidar mi creciente optimismo, me permití el lujo de acudir a un restaurante con manteles limpios y flores sobre las mesas. El tiempo colaboró conmigo y aguardó a que yo me hubiera acomodado para arrojar sobre las baldosas de la calle el aguacero del mediodía. Disfruté de unos camarones muy frescos y descubrí las almendras de anacardo cocidas. La lluvia seguía cayendo. Me fumé varios cigarrillos y copié el menú en una servilleta de papel, decidido ahora a empezar a aprender el idioma. Seguía lloviendo y, al final, ya no pude aplazar por más tiempo la visita a la policía. En un rincón de mi mente, ésta seguía agitando y trastornando mi paz. Quería librarme de ella.
Cuando encontré un taxi, ya estaba calado. Iba vestido todavía con ropa inadecuada e impertinente. Las mangas de mi camisa eran largas y los vaqueros resultaban demasiado calurosos y pesados. Aún no tenía sandalias y mis zapatos y calcetines se me quedaron empapados en medio de los ríos de agua que bajaban por las aceras y las cunetas, pero esperaba que el sol de la tarde me secara.
Samuel me recibió deshaciéndose en disculpas y con un aire más juvenil que nunca.
—Ahora viene usted para la Policía Federal. No es nada. Sólo unas preguntas. Nada. Lo si-cn-to. Seré su amigo.
Nos sentamos el uno al lado del otro en la parte de atrás de un viejo automóvil negro de la policía y regresamos por el camino por el que yo había ido mientras Samuel seguía tranquilizándome.
—La Policía Federal no está muy lejos. Me gustará hablar un poco más con usted para practicar el inglés.
Pasamos frente a la catedral y después el vehículo se detuvo delante de una villa blanca con un jardín florido que la separaba de la calle.
Era un enorme edificio irregular que se distinguía de los demás por toda una red de antenas en el tejado. Bajamos por un pasillo de baldosas rojas hasta llegar a una pequeña zona de recepción en la parte de atrás. Me sorprendió el aire de limpieza y prosperidad que se respiraba y tuve la impresión de que allí se hacían buenos negocios. Nos sentamos sobre modernos cojines de plástico negro y contemplamos unas paredes revestidas de madera mientras esperábamos.
Esperamos más de una hora. Al final, se me acercó una joven. Era esbelta y bonita, poco más que una niña en realidad, y vestida como para una fiesta o una cita con el novio. Se la veía muy comedida y me sonrió con soltura.
—Me llamó Franziska —dijo—. Seré su intérprete. Venga, por favor.
Eso no puede ser tan malo, pensé sin que ello viniera al caso mientras ella me acompañaba a un despacho muy pequeño. Parecía estar lleno de hombres envueltos en humo de cigarrillos. Me senté frente a un escritorio, de cara a un sujeto bajito y de aspecto severo, en mangas de camisa. Franziska se sentó a mi derecha entre otros dos hombres con su minifalda verde muy por encima de sus bien formadas rodillas color café. Le dirigí una sonrisa. Estaba seria, pero no demasiado.
Entonces el hombre sentado al otro lado del escritorio empezó a gritar. Me puso bastante nervioso. Se le veía muy beligerante.
Franziska empezó a traducir.
—Dice: «Ha estado usted en Iguatú. Ha estado sacando fotografías. ¿Con quién ha estado? ¿Qué fotografías ha sacado? ¿Con quién ha hablado?».
La bien modulada voz de Franziska no hizo nada por disipar el brutal impacto del hombrecillo que me estaba mirando enfurecido o la amenaza de los otros dos que parecían estar contando mis vértebras. Estaba claro que de nada serviría negar algo o rehusar contestar. Reconocí la acusación, me expliqué con toda la amabilidad que pude y añadí con sincera inocencia:
—¿Por qué no?
No obtuve respuesta. El hombre me volvió a ladrar.
—¿Es usted periodista? —preguntó Franziska.
Una cosa es que a uno se lo pregunten cortésmente y otra muy distinta que le acusen de ello como si se tratara de un delito grave. Experimenté la primera punzada de desesperación y temor porque era una pregunta a la que no podía contestar de manera honrada y creíble. Sí, lo había sido y tal vez lo volviera a ser. Pero ahora, ¿durante este viaje? No, no lo era.
Mi pasaporte anterior, que me identificaba como periodista, se encontraba oculto en el interior del cinturón del dinero, confeccionado en tela, en Sao Raimundo, junto con una tarjeta de corresponsal que me había sido útil en El Cairo. Si los hubiera tenido conmigo, jamás me hubiera atrevido a negar la profesión. ¿Era o no era periodista? ¿Era mejor decir la verdad y correr el riesgo de que me hicieran pasar por embustero o decir una mentira y que se la creyeran? Recordé claramente lo que me habían dicho en Londres en el sentido de que la policía brasileña solía someter a los periodistas extranjeros a breves y dolorosas sesiones de interrogatorio. Decidí decir la verdad.
—No —contesté con firmeza—, no soy periodista, pero mi viaje lo financia el Sunday Times y yo escribo artículos acerca de mis experiencias personales.
Ahora vino el problema del télex. Aquel maldito télex, pensé enfurecido, enviándome a Iguatú. De un momento a otro pueden mostrarme una copia. ¿Y por qué, Dios mío, había sido tan estúpido como para ir? Y pensé que me habrían estado vigilando en Iguatú y me pregunté en qué otros lugares y durante cuánto tiempo me habrían estado vigilando. Decidí por tanto mostrarles directamente el télex, como el sujeto sincero y honrado que era, en la esperanza de poder confundirles a propósito del texto.
Guardaba el télex entre las páginas de mi pasaporte en vigor. Junto al mismo había por desgracia una instantánea en blanco y negro tomada por el padre Marcello en la que se veía el río Jaguaribe en pleno desbordamiento bajo el puente. Mientras sacaba el télex, la fotografía cayó sobre el escritorio.
Si hay algo que odien las dictaduras (y con razón) es que los extranjeros fotografíen sus puentes. El interrogador se apoderó de ella. También resultaba inútil negar lo que era y de quién procedía. Empecé a pasarlo mal. ¿Cómo podía una inocente instantánea empezar a adquirir un significado tan siniestro? Y encima ahora había mezclado a los sacerdotes; Marcello en Iguatú; Walsh en Fortaleza porque se le mencionaba en el télex; incluso se hacía una referencia incidental al Oxfam. Me asombraba la complejidad de la situación, a pesar de que el juego apenas había empezado. Comprendí más tarde que incluso los más complicados argumentos de los relatos novelísticos de espionaje eran infantilmente sencillos comparados con la realidad.
Franziska se estaba esforzando por traducir el télex. Yo expliqué que lo que realmente significada era que Sunday Times ya había publicado un reportaje acerca de Iguatú. El mensaje era sólo para mi información y yo me había desplazado allí simplemente para satisfacer mi curiosidad dado que tenía ocasión de hacerlo. Incluso a mí me parecía demasiado complicado. No pensaba que se creyeran ni una sola palabra.
El individuo bajito había adoptado ahora un aire más profesional y ya no se molestaba en asustarme. (Bastante asustado estaba ya).
—¿Dónde está la película y la cámara?
—En São Raimundo.
Hizo pasar a Samuel y le dijo que me acompañara a la casa del sacerdote para recoger la cámara y la película, «todas las cosas», y que me volviera a traer.
Estaba oscuro y húmedo, pero no llovía. Mientras el automóvil cruzaba traqueteando la ciudad, Samuel habló muy poco, siempre amable, asegurándome que él sabía que yo era inocente de cualquier fechoría, y me dejó pensar.
¿Qué habrían querido decir con «todas las cosas»? ¿Iba Samuel a registrar mis pertenencias? En cierto modo, era necesario que consiguiera mantener ocultos aquellos otros documentos, pero ¿cómo? Cuando llegamos, pareció que el destino se ponía finalmente de mi parte. La casa estaba vacía y cerrada, pero ya sabía dónde se guardaba la llave de la puerta de atrás. Murmuré algo y rodeé rápidamente la casa mientras Samuel esperaba pacientemente a que yo tuviera suerte y le abriera la puerta principal. Por el camino, fui por el cinturón del dinero que tenía en mi habitación y, mirando angustiado a mi alrededor en busca de algún escondrijo, lo deslicé bajo el frigorífico que había en el comedor. No se me ocurrió pensar que tal vez no regresara aquella noche para recuperarlo.
Hice pasar a Samuel y, en su presencia, recogí las cámaras y seis carretes de fotografías que había tomado en África. Él apenas mostró interés por otra cosa y yo pensé que ojalá hubiera escondido también los carretes. Antes de que nos fuéramos, regresó el padre Walsh y yo le conté lo que ocurría. Él se limitó a mostrar una amable interés y no se lo reproché. Deseaba que se mantuviera distante, pero su aparente indiferencia contribuyó a intensificar mi desaliento.
En la villa, fui conducido ante la presencia del jefe del departamento político, conocido en el Brasil con la sigla DOPS. Un hombre elegante se reclinó en un sillón giratorio, juntando las puntas de los dedos de ambas manos. Se había formado la innecesaria idea de que mi reunión con los sacerdotes había sido preparada en cierto modo de antemano. Me pidió que le explicara los carretes fotográficos. Cinco de ellos eran «Kodachrome» y no se podían revelar en Brasil. Le dije dónde había tomado las fotografías. Después, para mi asombro, me pidió que anotara los nombres de pila de mi madre. Dictó una serie de mensajes a Brasilia y a la Interpol y, todavía a través de Franziska, dijo que tendría que esperar hasta que se recibieran las respuestas a sus indagaciones.
—Tal vez esta noche —dijo ella.
Un ordenanza me acompañó de nuevo al vestíbulo de entrada en el que un agente se encontraba siempre de guardia y después, a través de una puerta de tablillas como de persiana, me condujo a un despacho más espacioso. Había varios escritorios y archivadores y un ventilador eléctrico. Otras dos puertas, protegidas por verjas cerradas de hierro forjado, conducían a la calle y a un patio posterior. El agente del vestíbulo podía comunicarse con el despacho a través de una compuerta con postigo. Observé que el pavimento era de baldosas y descendía suavemente hacia un desagüe que había en el centro. Levantando la mirada, vi que el techo era simplemente una especie de bóveda que se elevaba a menos de un metro por encima de las paredes y que la habitación debía haber sido en otros tiempos un patio abierto.
Estaba claro que el despacho se utilizaba, aunque la gente se había ido a casa y yo me encontraba solo. Pude oír allí cerca el rumor de un aparato de télex y un altavoz emitiendo mensajes en portugués y algún que otro estallido ocasional de morse, todo ello mezclado con crujidos y aullidos de interferencias.
El ordenanza regresó al cabo de media hora con un pequeño plato de esmalte desportillado que contenía arroz con judías. Había entre el arroz algunos fragmentos de pollo y huesos. Más tarde apareció el jefe del DOPS para confirmarme que iba a pasar la noche allí. Me indicó un rincón en el que había unas camas plegables con colchones de paja. Se mostró educado, pero lacónico y se marchó en seguida.
No pude establecer si mi situación era ligeramente incómoda o bien extremadamente seria. Me esforcé por adivinar qué les parecería a ellos. Bien mirado, era ridículo suponer que yo hubiera recorrido en moto todo el continente africano para entregarme a una misión de espionaje en Brasil. Pero ¿cómo podrían confirmar la verdad? Y, por lo que a mí respetaba, era posible que la verdad les pareciera todavía más ridícula. En la situación en que me encontraba en aquellos momentos, incluso a mí se me antojaba un poco absurda la idea de viajar alrededor del mundo en moto.
Estaba decidido a conservar el optimismo. Al fin y al cabo, ya había sido detenido otras veces en similares circunstancias, una vez en Túnez, dos en Alejandría, y, en cada una de las ocasiones, me habían puesto en libertad muy pronto. Y, maldita sea, ¿me encontraba en un despacho, verdad, y no pudriéndome en una celda? Y, sin embargo, durante el breve tiempo que transcurrió antes de que pensara que podría razonablemente esperar dormir, me sentí arrastrado a un torbellino de conjeturas que parecían conducirme cada vez más a la duda y el temor.
Durante la noche, se produjo otro impresionante aguacero. Parte del agua penetraba por debajo de la techumbre, parte de ella subía por el desagüe y se extendía y gorgoteaba por toda la habitación y bajo el suelo como si nos estuvieran arrastrando hacia el mar. Supe más tarde que habían sido las lluvias más torrenciales que había conocido Fortaleza desde hacía sesenta años.
Fue una noche sorprendentemente incómoda. Sólo tenía la ropa que llevaba puesta al llegar. Los pantalones vaqueros estaban todavía húmedos, mis zapatos y calcetines estaban casi mojados y tenía la camisa pegajosa a causa del sudor del día. Dos paredes del despacho estaban saturadas de la humedad provocada por el diluvio. Las puertas abiertas y la techumbre sobreelevada permitían la penetración de una brisa nocturna que normalmente hubiera sido una bendición, pero que era una maldición para mí. Aunque había colchón, Tallaba un cobertor. El aire que soplaba era frío y las partes expuestas de mi cuerpo se enfriaban todavía más a causa de la evaporación. Sólo podía dormir cuatro minutos seguidos porque los ruidos de la sala de radio deformaban mis sueños convirtiéndolos en pesadillas. Al final, me cubrí el cuerpo con otro colchón. Fue útil a pesar de su rigidez, pero me cubrió con un fino polvillo de paja que se me pegó a la ropa mojada y a la piel.
Por la mañana, me sentía gris y poco apetitoso. Un ordenanza me acompañó a un cuarto de baño en el que había una ducha, pero fallaba la toalla y el jabón. Había unos trozos de papel higiénico para secarme, pero no daban para mucho. Era inútil pedir nada porque les era muy fácil despacharme con una inexpresiva mirada de incomprensión. No me sentía lo bastante fuerte para hacer una manifestación, en la creencia de que una serena dignidad me daría mejor resultado. Esperaba verme libre de nuevo aquel mismo día.
Y así, con el estómago vacío, presenció la llegada del personal al despacho.
Me pareció que la Policía Federal era algo así como un FBI brasileño formado por agentes, es decir, hombres y mujeres vestidos de paisano con una razonable educación que cobraban buenos sueldos y eran animados a estudiar con vistas a la obtención de títulos superiores. Les veía más a menudo con libros de texto que con pistolas, aunque la pistola la llevaran siempre guardada en un cinturón o un bolso y los libros de texto se refirieran a temas de carácter ligeramente maquiavélico tales como «Las comunicaciones de masas en el estado moderno».
La policía uniformada de Brasil ocupaba un nivel mucho más bajo y estaba formada en buena medida por rufianes semianalfabetos que se encargaban de los delitos de menor cuantía, la extorsión y la violencia injustificada. Los agentes estaban por encima de todo esto y desarrollaban una función mucho más sofisticada en el control del fraude, el contrabando, la droga, el vicio, la falsificación, etc., aunque a mí me inquietara más su segunda misión consistente en la puesta en práctica de la represión política de Brasil en nombre del ejército.
Brasil era una dictadura gobernada por los generales del ejército. Su principal prioridad tras la toma del poder en 1964 era la de despolitizar el país, lo cual significaba pararle los pies a cualquiera que participara en actividades políticas, hablara de ello o simplemente pensara en ello. El fútbol, sí; la samba, sí; la política noventa millones de veces, no. La oposición a los generales se castigaba con la cárcel, el destierro, la tortura y la muerte.
Como es natural, semejante gobierno tenía que vigilar con mucho cuidado una zona como el estado de Ceará en el que tantos tenían tan poco que perder y en el que tal vez hubiera un auténtico potencial de subversión y revuelta. Con esta rejilla de alta tensión había tropezado yo al desembarcar del Zoe G con mi extravagante atuendo, mi extraño vehículo, mis cámaras, mis mensajes de télex, mi quijotesca misión, mi pasaporte lleno de textos árabes que olían a terrorismo y mi paseo al interior proclamado a los cuatro vientos.
De cara a la puerta y de espaldas a la pared, observé cómo los agentes se congregaban a mi alrededor. Mi apurada situación resultaba amargamente humorística y traté de sacarle el mejor partido. ¿Cuál de ellos, me pregunté, iba a ser el que me arrancara las uñas o me aplicara electrodos en los órganos genitales? ¿Tal vez aquel joven de lozano rostro que había allí, con su bien peinado cabello castaño rojizo, luciendo unos pantalones azul cielo y una camisa de color beige claro? Le observé posar un montón de libros, sacar una pequeña pistola automática de debajo de la pechera de la camisa, introducirla en un cajón, apoyar una posadera en el borde del escritorio y, con cierta elegancia, encender un cigarrillo mientras mecía su bien calzado pie. ¡Sin duda que no!
¿O éste más mayor con el ondulado cabello gris, una cómoda panza y una cara de médico de cabecera, sentado junto al escritorio que decía «tóxicos»? ¡Ridículo! Me fascinaba aquel insólito espectáculo humano. ¿Sería alguno de ellos capaz de constituir una verdadera amenaza? No lo sería sin duda la muchacha que estaba escribiendo a máquina en el otro extremo de la estancia. Era el complemento de Franziska: más baja, de tez más clara, regordeta y suavemente atractiva.
Bueno, ¿y el sujeto del escritorio del DOPS? Indudablemente, aquél iba a ser mi hombre. El Departamento de Orden Político y Social, una denominación muy delicada para el ejercicio del terror y la aplicación de empulgueras. Era otro hombre de ascendencia principalmente europea, probablemente alemana. Le observé hablar y sonreír, contemplé sus ojos azules y, para mi horror, descubrí que me gustaba.
No podía prolongar por más tiempo aquel juego. Todos ellos me parecían personas razonables. Más aún, había en ellos algo familiar, su inquietud, un toque de vanidad, una discreta energía reveladora de que estaban simplemente marcando el paso y de que sus verdaderos intereses estaban en otro sitio. El paralelismo se me ocurrió inmediatamente. Aquello se parecía a la redacción de un diario en el que yo había trabajado en otros tiempos, una estancia llena de reporteros, jugueteando a regañadientes con sus hojas de gastos a la espera de que les encomendaran un trabajo. La comparación era impecable y más bien inquietante. Estaba claro que tenía muy poco que temer de aquellas gentes, eran el rostro encantador, aceptable e incluso tal vez ingenuo de la máquina. En caso de que tuvieran que torturarme, habría en otra parte unos especialistas que se encargarían de la faena. Desde el pasillo ya había visto unos peldaños y un hueco de escalera que conducía a un sombrío sótano en el que imaginaba que debían de ubicarse las celdas. Las aparté a toda prisa de mi mente.
Los agentes se comportaban como si yo fuera invisible y supuse que estarían acostumbrados a encontrar a toda clase de gentuza encerrada allí a pasar la noche. Me fastidiaba, hambriento y sucio como estaba, encontrarme entre un grupo de personas bien vestidas, recién lavadas y desayunadas, reunidas para su trabajo matinal, ser totalmente ignorado por ellas, tener que someterme a la situación de «intocable» y, sin embargo, verme obligado a permanecer allí por miedo y a soportarlo en silencio. Aprendí una curiosa lección acerca de la esclavitud.
Todas las sillas habían sido ocupadas y yo tuve que permanecer de pie. Al cabo de dos horas, la frustración me indujo a mostrarme temerario. Una figura con áspera cara de sargento había entrado de vez en cuando y al final le dije, lo mejor que pude, que deseaba ver al inspector. Él me rechazó con el habitual gruñido y se volvió hacia la puerta. Le seguí enfurecido, repitiéndole en voz alta mi petición. Se volvió de nuevo mirándome con rabia y me empujó otra vez contra la pared al tiempo que rugía:
—«Fica!»
Después, por medio de un brillante ejercicio de mímica, me dio a entender en pocos segundos que yo era un espía que sacaba fotografías, siendo por ello merecedor de desprecio.
Nadie de la estancia pareció haber observado nada desagradable. Mis esperanzas se desvanecieron ulteriormente.
Después se produjo un cambio. Primero entró un ordenanza con una bandeja de cafés y el agente que se encontraba más cerca de mí me ofreció una taza. Y después, súbitamente, se presentó Ian Dall, el inglés de la casa de Antonio Sá, en compañía del inspector del DOPS. Se encaminó directamente hacia mí y me estrechó la mano.
—He venido para ayudarte en tu declaración —dijo—. Han pensado que sería mejor… que sería mejor que los padres se mantuvieran al margen de esto. Esperan que lo comprendas. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
Parecía reacio a decir más. Traté de decirle cómo estaba. Fue imposible. Conseguí transmitirle en cierto modo que «no del todo mal». En cualquier caso, toda la angustia de las pasadas dieciséis horas se disipó ante el placer de verle.
—¿Sabes qué está ocurriendo? —le pregunté—. ¿Van a soltarme? No puedo entender lo que sucede. Es terrible no poder hablar con nadie. Ni siquiera he conseguido desayunar… —empecé a decir en tono más bien patético, por lo que decidí no seguir.
—Creo que todo irá bien —me dijo él—. No parecen muy preocupados. Espero que termine muy pronto.
Nos dirigimos al despacho del inspector, formando un civilizado grupo de tres personas. «Igual podríamos salir a la calle —pensé—, ¿por qué no lo hago?». Pero no lo hice. Hubo muchas palabras y repeticiones y el inspector le pasó varias hojas manuscritas a una secretaria y después nos acompañó a un despacho más grande en el que el superintendente dottore Xavier se encontraba sentado en un sillón giratorio más grande.
Este hombre hablaba evidentemente un poco de inglés y gustaba de practicar algunas frases, si bien casi todas sus palabras fueron traducidas por Ian del portugués. Hizo una elocuente declaración acerca de la seguridad y del papel que él estaba desempeñando en la protección de Brasil contra la conspiración internacional de la prensa comunista. Yo dije que difícilmente se hubiera podido considerar al Sunday Times como parte de una conspiración comunista. Él hizo algunas referencias a Le Monde que Ian consideró innecesario traducir.
—El señor Simon tendrá que quedarse hasta que obtengamos respuesta a nuestras indagaciones.
—¿Estoy bajo arresto o qué? —pregunté.
—Sólo está detenido —contestó él—. Gozará usted de plenos privilegios.
—¿Qué privilegios? ¿Qué le parece si empezáramos con el desayuno?
El buen doctor pareció escandalizarse de que no hubiera desayunado. Pero si podían acompañarme a comer a un restaurante, si así lo deseaba, dijo. Bastaba con que lo pidiera. Y los policías me comprarían cosas, como, por ejemplo, cigarrillos o bocadillos. Bastaba con que les diera dinero. Sí, me podrían traer ropa y artículos de higiene personal de Sao Raimundo. Y, como es natural, el cónsul británico sería informado. Es más, este amigo, el senhor Dalí, se encargaría sin duda inmediatamente de esta misión. Cualquiera hubiera dicho que yo había decidido deliberadamente permanecer enfurruñado en un rincón en lugar de salir a divertirme con el resto de los muchachos.
—Lo malo es —dijo Ian— que tengo que regresar a Maranháo. Mi autocar sale dentro de tres horas —mi corazón de yo-yo volvió a hundirse—. Pero procuraré encargarme de ello. Aquí hay un vicecónsul. Es un biólogo marino apellidado Matthews. Haré todo lo que pueda. La policía ya se ha ofrecido a acompañarme en coche a la parada del autocar para ahorrar tiempo.
No pude evitar que mi estado de ánimo se elevara de nuevo. Había bajado tanto que ahora volvió a subir a una altura correspondiente. Parecía ser que, al final, se habían fijado en mí. Volvía a ser una persona, con derecho y una identidad. Regresamos al despacho del inspector donde una declaración mecanografiada estaba esperando mi firma. Ian me la tradujo y me pareció bien. En el primer párrafo destacaban con toda claridad, correctamente escritos, los nombres de pila de mi madre. Había tres hojas por triplicado, nueve firmas en total. Tomé una pluma para firmar la primera hoja y descubrí horrorizado que la pluma escapaba totalmente a mi control y producía un garabateo irreconocible. Tuve que esforzarme mucho para recuperar mi firma y, aun así, me pareció que ésta daba la impresión de ser una esmerada falsificación. Fui muy consciente de que el inspector parecía considerarlo como algo completamente normal.
Antes de irse, Ian trató de darme nuevamente ánimos, pero yo percibí su incertidumbre.
—Creo que pronto terminará —repitió.
Me acompañaron de nuevo al despacho general. Era la hora del almuerzo. El personal empezó a desfilar. Esperé a que alguien me acompañara a almorzar. La estancia quedó vacía. Entró un ordenanza con un plato de arroz y judías. Esta vez no había pollo.
—Quiero salir —dije enfurecido—. ¿Dónde está el superintendente?
El ordenanza se encogió de hombros y se retiró.
Mi estado de ánimo volvió a derrumbarse. Todo era mentira, lo de los privilegios, las comidas, la ropa, todo palabrería para tranquilizar al inglés. Todo fantasías para conseguir mi declaración y apartar a Ian Dall. Dall era mi única oportunidad de contacto con el mundo exterior y él iba a tomar un autocar para dirigirse a un lugar del Amazonas situado a cientos de kilómetros de distancia. ¿Qué podría contestarle a los policías si le acompañaban al autocar y le decían: «Deje el asunto del cónsul de nuestra cuenta»? Nada ¿Y los sacerdotes? ¿Qué podrían hacer? Nada.
Habían dejado la puerta abierta y vi al superintendente bajando por el pasillo. Le llamé a gritos y me sorprendió que entrara.
—¿No le gusta nuestra comida casera? —preguntó suavemente.
Era una pregunta retórica. Su sonrisa se parecía mucho a una mueca despectiva y se fue rápidamente. Me quedé sin habla a causa de mi profundo enojo. La comida no tenía importancia. Una vez él se hubo marchado, se me ocurrió pensar con vehemencia que, aunque en la prisión me sirvieran trufas y caviar, yo hubiera preferido salir cinco minutos a la calle para comprarme arroz con judías. No hay deleite comparable a la libertad.
Me mostraba fuertemente inclinado a esperar lo peor y cuando un extraño agente vino por mí por la tarde y me acompañó por aquellos sombríos peldaños hasta el sótano, pensé realmente que estaba a punto de ocurrir lo peor. Pero sólo fue para sacarme una fotografía y tomarme las huellas dactilares.
—¿Toca usted el piano? —me preguntó el agente con una sonrisa.
Tal vez fuera un simple cumplido, pero yo sólo pude entenderlo como una amenaza que evocaba la imagen de unos dedos rotos.
El agente que me había sacado la fotografía me dijo alegremente que había revelado mis fotos.
—Muy bonitas —dijo—, buenas fotografías.
Mientras subíamos nuevamente los peldaños, nos cruzamos con otro hombre que bajaba y éste también sonrió. Todo era una broma para aquellos individuos.
—Será usted expulsado —dijo—. He visto su pasaporte. El visado está cancelado.
Mientras la tarde transcurría lentamente, traté de comprender lo que estaba ocurriendo. Mi verdadero problema era no saber qué era lo que más probablemente ocurriría, no tener ninguna experiencia del país y no saber intuir las cosas que solían suceder allí. Por otra parte, sabía que cualquier cosa era posible. Podían dejarme en libertad o, si lo quisieran, podían matarme. Era inútil negarlo. Por consiguiente, la pregunta que cabía hacer era: «¿Por qué iban a querer matarme?». De manera gratuita, no. Eso apenas merecería el esfuerzo. Si querían librarse de mí, se limitarían a expulsarme, tal como me había prometido el último agente, pero, por alguna razón, yo no estaba totalmente dispuesto a creérmelo.
No, había evocado el espectro de la muerte y ahora tendría que hacerle frente. Me matarían por error o bien para ocultar otra cosa. Creían, al parecer, que yo estaba cumpliendo alguna especie de misión revolucionaria. Buscarían pruebas. No encontrarían nada concluyente porque no las había, pero descubrirían el pasaporte escondido y eso intensificaría aún más sus sospechas. Y entonces me exigirían las pruebas a mí. Y yo tendría que negarlo. No podría inventar nada por mucho que lo intentara. Tendrían que echar mano de la tortura. Eso también constituiría un desdichado fracaso. ¿Y después? Tal vez les resultara demasiado embarazoso ponerme en libertad; mucho más fácil simular un accidente, decir que había desaparecido, en lugar de enviarme a casa para que contara allí mi historia.
En el transcurso de las veinticuatro horas siguientes, sólo pude concebir dos posibilidades: sería expulsado o bien me torturarían y matarían. A medida que pasaba el tiempo, mi pesimismo se acrecentaba. No podía conseguir que nadie hablara conmigo o atendiera mi más simple petición. El personal se fue a casa. Me sirvieron otro cuenco de arroz con judías y después… nada. A última hora del anochecer, comprendí que mi intento de establecer contacto con el cónsul había fracasado y las deducciones fueron abrumadoras. Me fue imposible creer entonces que aquella manera de tratarme se debiera simplemente a un olvido accidental. Tenía que ser algo deliberado. Ya no podía seguir acusándome de paranoia.
Las paredes estaban todavía empapadas de agua. De día no se notaba. Al caer la noche, volví a sentirme helado. Por la mañana estaba temblando, tenía un poco de fiebre y había pillado un resfriado. Era sábado y, a medida que los minutos se iban transformando en horas, comprendí que el despacho seguiría vacío por ser fin de semana.
Busqué algún medio de aliviar la monotonía. Traté de recitar poesía y me sentí invadido por el desaliento al ver lo poco que podía recordar. Conté los títulos en las paredes y en el suelo (incluidos los fragmentos). Traté de forjar un plan viable de fuga. Se me ocurrió pensar que tal vez fuera eso lo que se esperaba de mí (desde lo alto de un archivador hubiera podido encaramarme a la pared, pero no tenía idea de adonde hubiera ido a parar). Empecé a buscar alguna vigilancia secreta, tal vez una lente de circuito cerrado de televisión. En todo momento fui consciente de que mis temores eran auto provocados y de que ello agravaba de por sí la situación ya que no podía sacudírmelos de encima.
El verdadero terror me asaltaba en oleadas, aproximadamente una vez cada hora. Descubrí que me era tan difícil conservarlo como me lo era conservar la esperanza. Mis pensamientos podían hallarse piadosamente lejos y, en el momento más inesperado alguna triquiñuela de mi imaginación me traía, por ejemplo, una visión mental del policía de la cara llena de protuberancias, caminando a cuatro patas por el suelo en Sao Raimundo y extendiendo las manos bajo el frigorífico; y súbitamente empezaba a sudar, pensando en las nefastas consecuencias.
Tras pasarme varias horas de esta guisa, entró Franziska en el despacho y dijo que quería practicar el inglés. Hubiera podido estallar ante el carácter absurdo de todo ello, pero estaba demasiado receloso. Todas las preguntas que ella me dirigía me parecían cargadas de intención. Aunque agradecí aquella distracción y hubiera querido creer en su buena voluntad, no me atrevía a hacerlo. Sacó un tubo de tabletas de vitamina C y me ofreció unas cuantas. Las rechacé. Sabía Dios lo que podían contener, pensé.
Me prometió interesarse por la posibilidad de que me acompañaran a almorzar y por el asunto del cónsul, pero, una vez ella se hubo ido, otra vez el arroz con judías como de costumbre, y el silencio.
El silencio quedó interrumpido a media tarde por otro extraño acontecimiento. La radio empezó a emitir toda una serie de clamores, gemidos y crujidos como si alguien acabara de subir el volumen. Después habló una voz muy amplificada, repitiendo muy lentamente las frases de tal manera que hasta yo pude entender casi todo lo que decía.
—Tenemos las películas de la costa —decía.
(En mi carrete en blanco y negro se incluían fotografías de la costa tomadas desde el Zoe G).
—Marcello… el inglés… a Río… deportado.
Hasta aquel momento, había mantenido vivo un último rayo de esperanza en el sentido de que el peligro que corría era imaginario. Ahora mi esperanza se desvaneció. Al parecer, no sólo habían expulsado al padre Marcello, sino que, además, habían querido que yo lo supiera.
A partir de entonces, se produjo un dramático cambio en mi agitada vida mental. Parece inmodestia y resulta incluso desagradable, ahora que ya pasó y todavía estoy muy vivo, decir que me preparé para la muerte, pero eso es indudablemente lo que hice. Me parecía inútil tratar de seguir haciendo conjeturas. Sería mejor que lo aceptara y que me dispusiera a afrontar el paso de la mejor manera posible.
Comprendí en seguida que la muerte en sí no era una mala perspectiva. En cierto modo, yo la había propiciado, lanzándome a aquel viaje, razón por la cual no tenía motivo para quejarme. Bien mirado, mi vida había sido muy interesante. No era una vida muy terminada quizá, pero había ido evolucionando muy bien, siempre cambiando y, por regla general, pensé, para bien. Por consiguiente, no era en realidad la muerte lo que me preocupaba.
Era el dolor.
Había encontrado por casualidad en un estante de libros de Sao Raimundo un ejemplar de Viajes con mi tía de Graham Greene. El pomposo héroe suburbial de Greene se ve detenido accidentalmente por la policía en Paraguay. Un policía le golpea, pero él apenas lo nota. Después sigue una frase que, en mi estado de hipersensibilidad, debí guardar con vistas a situaciones de emergencia.
«La violencia física, como el taladro del dentista, raras veces es tan mala como uno teme».
Como sentimiento, tal vez no pareciera muy de fiar y tampoco resultaba especialmente categórico. El caso era, sin embargo, que se trataba de un consejo objetivo y desapasionado. No era un producto de mi imaginación calenturienta y decidí apoyarme en él como en una roca. Contemplé la posibilidad de que el temor a la tortura fuera peor que la tortura propiamente dicha y me pareció posible. Y, dada la risible locura de haberle hecho el trabajo al torturador, conseguí en cierto modo que el temor desapareciera. En su lugar, compuse una carta a alguien a quien amaba; no era una carta muy buena según comprendí después, porque estaba llena de tópicos y trivialidades, pero me trajo una deliciosa sensación de calma como la que produce la respuesta a una plegaria. Le debo mucho a Graham Greene por aquella tarde.
Mi recién adquirida serenidad siguió perdurando. Parecía haber descubierto una forma de resistencia y me vigilaba con mucho cuidado para evitar resbalar de nuevo en los anteriores espasmos de esperanza y desesperación. Algunas horas más tarde, ya bien anochecido, me encontraba sentado junto a un escritorio, estudiando fragmentos de portugués en los papeles que contenían las papeleras, cuando se abrió la compuerta y apareció un rostro. Era un rostro más bien cuadrado con barba y cabello color jengibre y una tez curtida por la intemperie.
—¿Británico? —preguntó.
—Sí —contesté sorprendido.
—Matthews —dijo—. Cónsul británico.
Creo que, por un instante, llegué a lamentar su intromisión. Fue un sobresalto sorprendente.
—Encantado —dije—. ¿No quiere pasar? Me alegro de verle.
Y otras insensatas frases por el estilo. Después el alivio y la alegría me arrastraron como una marejada.
Era ridículo. Me hizo reír mucho. Aquel hombre menudo y erguido de pelo erizado había asomado la cabeza por la compuerta y yo había recuperado la libertad. A través suyo volvía a incorporarme al mundo que conocía, un mundo en el que yo tenía cierto valor, en el que se hacían esfuerzos en mi nombre. Ya no podía desaparecer sin dejar rastro. Yo mismo me había condenado a muerte con pruebas circunstanciales y el vicecónsul honorario me había traído la suspensión de la pena. El sólo hecho de que la policía hubiera permitido que Ian Dall le transmitiera el mensaje a Matthews significaba que todos mis temores podían resultar infundados. Había regresado a la vida y la experiencia era de lo más desconcertante. Permanecí de pie parpadeando bajo la luz como una criatura recién salida del cascarón.
Estaba claro que Henry Matthews no había acudido allí para verse mezclado en un drama emocional. Era un hombre ocupado y práctico que acababa de regresar a Fortaleza tras un largo y agotador viaje. Estaba decidido a cumplir con su deber y regresar después cuanto antes a cenar y a dormir con su familia.
Permanecimos de pie junto a uno de los escritorios bajo un tubo fluorescente y, mientras contemplaba mi «prisión», ésta se convirtió de nuevo en un agradable y limpio despacho muy bien iluminado en el que apenas había pasado cuarenta y ocho horas.
Por un instante, no se me ocurrió nada que pudiera decir. Hubiera deseado describir el temor, la humillación y la desesperación que había padecido allí, pero comprendí que sería imposible. Hubiera sido como empezar a contar una pesadilla. No cabía duda de que Matthews le hubiera parecido totalmente increíble y yo temía perder su simpatía. Me atuve por tanto a los hechos en la medida de lo posible, explicando quién era y de dónde había venido.
—Veré lo que puedo averiguar —dijo Matthews, abandonando el despacho.
Observé a través de la compuerta cómo telefoneaba al superintendente en su casa. Se mostró cortés, pero no servil y yo le di sobresaliente. Cuando regresó, noté por primera vez que hablaba inglés con un acusado acento.
—Dice que es algo muy gordo. Me lo explicará el lunes.
Mis temores no habían sido, a pesar de todo, totalmente infundados. Eso me consoló un poco.
—Dice que goza usted de plenos privilegios y derechos… —no pude evitar una sonrisa cínica—… pero, por desgracia, tiene que esperar el resultado. Regresaré mañana para visitarle, pero ¿hay algo que necesite ahora?
Era muy amable de su parte. Estaba deseando con toda el alma dejarme para el día siguiente. Había muchas cosas que necesitaba con urgencia: una camisa limpia, una toalla, una navaja de afeitar, una colcha para dormir, libros para leer, papel para escribir, calcetines secos, pero no podía concentrarme lo bastante para recordar dónde estaban. Le rogué a Matthews que fuera a São Raimundo a recoger mi bolsa roja, en la esperanza de que lo que necesitaba estuviera dentro, porque lo que deseaba por encima de todo era tener noticias de la casa del sacerdote, saber qué había ocurrido allí y qué le había sucedido al padre Marcello.
Matthews cumplió con el penoso deber de ir a Sao Raimundo y regresar. De todas las cosas que necesitaba, la bolsa sólo contenía la navaja de afeitar. Sin embargo, las noticias fueron tan buenas como desconcertantes. La policía no había estado en la casa y, desde luego, el padre Marcello no había sido expulsado. Matthews prometió regresar al día siguiente con libros y una toalla y yo me acosté, disponiéndome a pasar mi tercera noche con la misma camisa y los mismos pantalones.
A la mañana siguiente, las horas transcurrieron tan despacio como de costumbre. La humedad estaba penetrando cada vez más dentro de mí y la liebre y la congestión se habían agravado. Pese a ello, la visita del cónsul había estimulado de nuevo mi imaginación y una vez más me fue imposible escapar de las siniestras conjeturas.
Pensándolo bien, la llegada del cónsul no había sido tan milagrosa como yo había supuesto. Traté de elaborar un nuevo balance de mis perspectivas. En la parte del haber, la policía no había intentado mantener en secreto mi presencia. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Ellos eran la ley. Si hubieran necesitado algún pretexto para retenerme, no hubieran tropezado con la menor dificultad para encontrarlo. Si hubieran querido mezclarme en alguna especie de conspiración, estaba claro que hubieran podido hacerlo. Mi viaje a Iguatú les proporcionaba las suficientes municiones.
Ahora me estaba empezando a preguntar si en Iguatú estarían ocurriendo otras cosas, aparte las consecuencias de las inundaciones. Tal vez hubiera efectivamente pequeños focos de resistencia al régimen, luchando por sobrevivir. ¿Y en qué mejor sitio que en una zona catastrófica?
¿Y aquellos mensajes radiofónicos? Yo no me los había inventado, con sus referencias a un «inglés» y a Marcello y a la expulsión. Tenían que significar algo. ¿A qué venía aquella preocupación por las «fotografías de la costa»? ¿Temían alguna intervención extranjera? De Cuba quizá. Recordé al agente con el que nos habíamos cruzado en la escalera del sótano y el indiferente comentario a propósito de la anulación de mi visado. Ciertamente no me había sonado a mentira. ¿Por qué demonios se hubiera inventado una mentira como aquélla? ¿Significaba eso que lo mejor que podía esperar era la expulsión? Y, sin embargo, no habían tratado de someterme a un nuevo interrogatorio. Y lo más misterioso de todo aquello era que no habían mostrado el menor interés por mis efectos personales. Tenían mi pasaporte, pero habían hecho caso omiso de mi agenda de direcciones y de los papeles que llevaba abiertamente en el mismo billetero. No cabía duda de que, si me hubieran considerado sospechoso de conspiración con los «subversivos», se hubieran tomado por lo menos la molestia de examinar mis agendas de direcciones. Nada de todo aquello tenía sentido.
Varias veces tuve la extraña sensación de ser dos personas totalmente distintas, una inocente y otra culpable. Como si la cuestión dependiera en cierto modo de mí. Traté de recordar más claramente algo que había leído u oído decir acerca de la existencia de personas «torturables» y de otras «no torturables». ¿Lo había dicho Kafka? ¿O uno de los rusos? Daba igual. Decidí dedicarme por entero a ser inocente e «intorturable». E inmediatamente tropecé con mi culpable secreto que era el pasaporte oculto bajo el frigorífico.
Miles de veces maldije el impulso de colocarlo allí. La perspectiva de que la policía lo descubriera en el transcurso de un registro era tan inquietante que incluso consideré la posibilidad de confesar voluntariamente su existencia.
Lo que me lo impidió fue una perspectiva todavía más terrible. ¿Y si, entretanto, la muchacha hubiera barrido el comedor y hubiera encontrado el cinturón, entregándoselo a Walsh? ¿Y si éste hubiera decidido, en mi nombre, ocultarlo en otro sitio? ¿Qué iba a pensar la policía si ya no lo encontrara allí? ¿No sería ello revelador precisamente de lo que yo más temía, la prueba de una conspiración en la que estuvieran envueltos los sacerdotes? No me atrevía en modo alguno a correr el riesgo de mezclarles en el asunto. Durante todo el tiempo que duró mi detención por parte de la policía, lo único que constantemente socavó mi firmeza fue la imagen del descubrimiento de aquel paquete oculto.
Matthews vino a la hora del almuerzo tal como había prometido, trayéndome libros y una toalla. Me devané los sesos tratando de pensar en algún medio de aprovechar su presencia, tal como hacen los menos privilegiados cuando tienen un breve acceso al poder. No me atrevía a contarle lo del segundo pasaporte, por lo que, al final, recordó la frívola promesa del superintendente en el sentido de que podía ir a comer a algún restaurante. Me pareció entonces una idea ridícula, tan absurda como proponer un viaje a la luna, y esperaba que él se echara a reír cuando se lo mencionara, pero se fue en seguida a hablar con el agente del vestíbulo y una vez más observé sus rostros a través de la compuerta.
El agente, que hasta entonces no me había dirigido siquiera una mirada, se volvió a mirarme con una sonrisa de electrizante sinceridad y dijo:
—Pues claro. ¿Por qué no lo había dicho antes?
Me quedé asombrado. Salí a la luz del sol y experimenté por segunda vez en veinticuatro horas la emoción del éxtasis. El sol me llegó directamente a los huesos. Noté que la humedad se evaporaba de mi ropa y mi piel. El alivio fue abrumador y sólo entonces pude calibrar el efecto de la humedad en el edificio.
A cualquiera que hubiera entrado y salido mis quejas le hubieran podido parecer histéricas, a pesar de que el frío y la fiebre eran muy reales. Fue para mí una revelación averiguar que se podía infligir muy sutilmente un daño físico y mental a una persona, en las más «amables» circunstancias, sin que los civilizados observadores externos pudieran darse cuenta de que estaba ocurriendo algo malo. Tuve suerte de probarlo sólo de pasada.
El agente, de un guardia sin rostro que había sido pasó a convertirse en un cordial y familiar individuo recientemente trasladado allí desde Río. Parecía sinceramente deseoso de complacerme y me preguntó dónde quería comer.
—Pescado —dije— en algún lugar de la playa.
Nos dirigimos en su coche a la costa sur de la ciudad, a un bullicioso restaurante con terraza. Me puse loco de contento al escuchar las voces a mi alrededor, al ver el tráfico, los manteles limpios, el mar arrojándose sobre la playa. El agente me causó una mejor impresión si cabe al pagar su propia comida. Incluí con mucho gusto en mi cuenta la cerveza fría, «estúpidamente gelada», que compartimos. A su manera, aquel almuerzo a base de sopa, pescado a la plancha, patatas fritas, ensalada y café fue el mayor festín de que jamás hubiera disfrutado o pueda abrigar la esperanza de disfrutar en mi vida.
Además, marcó el comienzo de una nueva fase en mi vida de prisión. El verdadero mérito de Matthews consistía en el hecho de haber roto el hielo; los agentes empezaron a mostrar interés por mí y, al mismo tiempo, capté algunas palabras portuguesas y aprendí a entonarlas de manera que los demás me entendieran.
Los libros que Matthews me había traído eran novelas de Agatha Christie publicadas en los años treinta y pegadas con cinta adhesiva transparente. Los devoré todos en una orgía ininterrumpida, para conceder un descanso a mi agitada mente y caí atiborrado en la cama, todavía con el sabor de la brillantina de Hércules Poirot sobre mis chuletas. Matthews regresó el lunes y esta vez me trajo ropa, una sábana y algunos libros más serios de Sao Raimundo. Al final, pude ponerme una camisa limpia tras cuatro días y noches y lanzarme a la lectura de una historia de la Caída del imperio Español.
Como era de esperar, Xavier no tenía nada especial que decirle a Matthews como no fuera que estaban decididos a seguir reteniéndome. Yo seguía sin poder desayunar. Al mediodía me trajeron un platito de arroz con huesos y yo volví a protestar ruidosamente, pero esta vez Franziska estaba allí para ayudarme. Al final, convencieron a uno de los agentes más jóvenes llamado Daniel para que me acompañara a la ciudad y Franziska vino con nosotros. A partir de aquel instante y durante algún tiempo, no tropecé con más dificultades para salir. Y fue entonces también más o menos cuando me percaté de que Franziska me observaba con un interés fuera de lo normal. Era una cosa muy difícil de juzgar.
Durante los primeros días, cuando me creía sentenciado a muerte o algo peor, la curiosidad que yo despertaba en ella se me antojaba obscena. Me ofendía el hecho de que una muchacha agraciada con una pistola en el bolso y un poder casi ilimitado sobre mi destino (según mis suposiciones) pudieran esperar que yo presumiera y me jactara de sus favores. Ahora que mis temores se estaban disipando y que la sangre me corría por las venas un poco más caliente, me sentía intrigado, pero me mostraba extremadamente cauto.
Resultaba imposible saber si actuaba por iniciativa propia, a instancias de otra persona o bien ambas cosas a la vez; y aquella confusión ahogaba cualquier entusiasmo que yo hubiera podido experimentar. A medida que pasaban los días, ella entraba a menudo a horas insólitas, cuando el despacho estaba casi vacío, y me hacía preguntas acerca de Inglaterra o de otros lugares que yo había visto. Me constaba que mis respuestas no eran lo que más le interesaba y que su interés revestía un carácter más personal, pero el juego se me antojaba lleno de peligros y no me atrevía siquiera a pensar en jugar.
En su lugar, a medida que se iba disipando el efecto de la novedad de mis nuevos privilegios y yo me enfurecía y me decepcionaba cada vez más a causa de aquella pérdida de tiempo, era ella quien soportaba el peso de mi amargura. Parecía sorprenderse auténticamente de mis quejas.
—¿Por qué está tan enojado? —preguntaba—. Todo va bien. Le pondrán en libertad muy pronto, creo.
—¿Cuándo me pondrán en libertad? —preguntaba yo con aspereza.
—No lo sé. No intervengo en su caso.
—Entonces, ¿cómo puede saber que me pondrán en libertad? —decía yo con fino desprecio, rechazando el ofrecimiento como alguien que hubiera sido engañado con demasiada frecuencia.
—No sé. Nosotros lo adivinamos. Daniel, los demás, todos lo creen así.
Casi como si yo fuera un caso clínico que empezara a dar señales de remisión.
Siempre me miraba directamente a los ojos. Nunca se mostraba recatada o esquiva. En cualquier otro momento, hubiera comprendido que me decía la verdad, pero mis instintos estaban retorcidos y la veía como una Sarah Bernhardt interpretando el papel de Mata Hari.
Estaba harto y aburrido de luchar contra mi temor y mi resentimiento. Mis dos salidas diarias a la ciudad ya no me tranquilizaban. Me sentía dominado por la impaciencia.
—Es ridículo —dije—. Usted sabe que me pondrán en libertad. Ellos lo saben. Pero ¿cómo puedo creerla? Ahora ya tendrían que saber quién soy. Es repugnante que me tengan encerrado aquí, encarcelado sin motivo.
Yo había tenido la intención de que mi estallido de cólera la intimidara. Me hubiera gustado que se echara a llorar. Pero, en su lugar, se lo tomó a broma.
—Nadie es libre —dijo ella—. Todo el mundo tiene una prisión. La mujer, los padres, los hijos, todos son prisiones.
Me quedé asombrado y me ofendió el hecho de que mi situación se comparara con vulgares estorbos domésticos, por lo que seguía delirando acerca de los principios de la justicia y la libertad, pero mis palabras no ejercieron ningún efecto visible. Y me sentía demasiado pagado de mi sentido de la justicia para poder aceptar la sencilla y sorprendente verdad que ella me estaba ofreciendo.
Matthews volvió el martes y una vez más le dijeron que la policía estaba aguardando la respuesta a un último telegrama que había enviado. Me dijo que tendría que ausentarse de Fortaleza durante cuatro días. El superintendente había prometido que mi caso estaría resuelto antes de que él regresara.
Aquella noche vino a hacerme compañía un funcionario de aduanas. Tenía veintiocho años, era frágil, tímido y se sentía muy desdichado. Me dijo que había venido en avión desde una ciudad de la zona alta del Amazonas y había sido sorprendido sin documentos de identidad. Dijo que se los había dejado en casa accidentalmente y ahora estaba preocupado porque su mujer le esperaba a la mañana siguiente. Era extraordinario lo mucho que podíamos decirnos el uno al otro con los pocos retazos de idioma que teníamos en común, después de su llegada, mis conocimientos del portugués empezaron a mejorar más rápidamente. Se llamaba Ignacio y él me llamaba «Tech». Como casi todos los brasileños, se mostraba incapaz de pronunciar la «d» final de Ted.
El miércoles, a Ignacio le empezó a doler una muela y se le hinchó mucho la cara y yo organicé un alboroto para que le administraran algún tratamiento aunque sin otro efecto que el de ocupar mi mente. Mientras que ahora yo gozaba evidentemente de favor, el funcionario era despreciado como si fuera un delincuente menor. Franziska no sabía nada en concreto contra él, pero estaba segura de que no se proponía nada bueno.
A la hora del almuerzo, se registró un insólito estallido de actividad en el despacho. Todo el mundo, incluidas las chicas, salió para intervenir en una operación, todos armados. Las armas eran unas bonitas cosas de color marrón con unos pequeños cañones. Los hombres las ocultaron en sus cinturones bajo las camisas sueltas. Las chicas las guardaron en sus bolsos de bandolera y se alejaron con sus altos tacones según la mejor tradición de las series policíacas de televisión. Franziska me dijo posteriormente que había sido algo relacionado con el contrabando y, por la tarde, tres hombres llamativamente vestidos se unieron a nosotros en el despacho, seguidos poco después por un negro de ojos pavorosamente pálidos. Se les veía muy exuberantes y confiados. Con seis detenidos en el despacho, más todo el personal en pleno, el juego de las sillas vacías empezó a resultar muy divertido. Aun asignando una silla por cada dos personas, no había suficientes. En mi calidad de morador más antiguo, yo me sentía con derecho a disfrutar de una silla para mí solo, pero, al final, me pareció excesivo tomarme tantas molestias y, hacia el anochecer, los intrusos se fueron, dejándonos solos a Ignacio y a mí.
Fabriqué un juego de ajedrez con trozos de papel y jugamos una partida sencilla. Cuando Franziska nos vio, corrió a su despacho a buscar un juego de dominó. Nos dijo que iba a haber un eclipse de luna aquella noche tan pronto como oscureciera. Lo vimos claramente a través de la abertura que había entre la techumbre y las paredes y Franziska y yo permanecimos de pie, contemplándolo con asombro. No podía recordar si había visto uno alguna otra vez y se me antojó extraño tener que verlo en aquellas circunstancias. La tormenta que había caído durante mi primera noche allí también me parecía significativa y comprendí que durante aquel viaje y por primera vez en mi vida, estaba cediendo a la tentación de establecer un nexo entre los fenómenos naturales insólitos y mi destino personal, pese a no tener idea de cómo o en qué sentido se iba a dejar sentir la influencia.
Después se organizó otro revuelo en el despacho, una gran sesión informativa, tras la cual todos se echaron de nuevo a la calle en plena noche.
El jueves por la mañana, la situación había mejorado hasta el punto de que, cuando necesitaba ir al lavabo, salía simplemente del despacho sin una palabra y sin un acompañante y nadie me decía nada. En principio, hubiera podido salir por la puerta posterior de la cocina y marcharme, aunque ello hubiera sido una suprema estupidez. Después el barómetro volvió a cambiar repentinamente de Bueno a Horrible. Ocurrió a las cuatro de la tarde, cuando llevaba exactamente una semana de cautiverio. El rubio jefe de operaciones de ojos azules que solía sentarse en el escritorio del DOPS había ocupado una silla junto a la puerta. Yo me encontraba de pie a no mucha distancia porque me habían vuelto a birlar la silla. Entonces entró un agente al que raras veces se veía en el despacho. Era uno de los dos agentes que me habían parecido auténticamente perversos, junto con el individuo de la cara llena de protuberancias que había conocido en el barco y al que no había vuelto a ver.
Este hombre era un árabe con la cara devastada polla viruela que no se tomaba la menor molestia en suavizar la vileza de su boca o el furtivo brillo de sus ojos. Él y el jefe empezaron a hablar en voz baja, lo cual me llamó inmediatamente la atención porque no era habitual. Y lo peor era que los ojos azules no hacían más que parpadear en mi dirección y que pude oír claramente la palabra «inglés» varias veces. Ya había empezado a creer que estaba presenciando una especie de charada cuando, para mi asombro, entró el otro horror de la cara llena de protuberancias, con sus gafas oscuras de siempre, acompañado por su ayudante de cara de comadreja.
Se esforzaban mucho en dar la impresión de estar confabulándose. Hasta aquella tarde, yo no sabía que fuera posible divertirse y estar asustado al mismo tiempo. El jefe dijo «inglés» y «pasaporte» y «Sao Raimundo» y «espiado» y «pregunte a la mujer» y «si está allí…» y después hizo uno de los más elocuentes gestos del repertorio humano, cazando una mosca imaginaria y aplastándola en su puño. No sabía si echarme a reír o a llorar, pero un profundo sentido del carácter absurdo de todo ello me impidió hacer cualquiera de las dos cosas. Era un melodrama regocijante con un mensaje puerilmente serio. ¿Qué pasaporte podían estar buscando en Sao Raimundo si no el mío, y quién era el espía si no yo?
Los tres bellacos se retiraron para cumplir la misión que teatralmente se les había asignado y yo me vigilé cuidadosamente para ver de qué manera iba a tomarme la nueva amenaza. «Al fin y al cabo —me dije—, eso te concierne». Para mi alivio, observé que simplemente me faltaban fuerzas para volver a asustarme. Era demasiado agotador. «Si tiene que ocurrir, que ocurra», pensé, y volví a mi lectura histórica. A partir de aquel momento, aunque esperaba que de un momento a otro se recibieran dolorosas noticias de Sao Raimundo, pude apartar aquel pensamiento del primer plano de mi mente. Fue alentador descubrir que, por lo que respecta a la actitud que se adopta ante el terror, como en cualquier otra actividad humana, uno mejora con la práctica.
El jefe entró más tarde en el despacho como un sabueso que estuviera siguiendo un rastro, preguntando a su equipo de colaboradores si alguien había oído hablar del orshfam, que debía ser el Oxfam pronunciado en portugués. Nadie había oído hablar. El espectáculo se me antojó totalmente cómico y empecé a preguntarme si todos ellos serían incompetentes, pero la idea resultaba demasiado incómoda y la abandoné. Después terminó el barullo de aquel día y todos se fueron a casa.
Había un simple policía de talante más afable que a veces me acompañaba a comer cuando no había ningún agente disponible. Parecía ser que en el despacho me había adoptado como su animal preferido y, siempre que me veía, me gritaba varias veces «ta boa?», en el exagerado tono que uno emplea para decirle a un perro «buen chico». Yo le llevaba la corriente, como él me la llevaba a mí, con una carcajada o una sonrisa ya que no podía ladrar. Estoy seguro de que nunca se le debió ocurrir la posibilidad de que algún día yo aprendiera a hablarle, razón por la cual su compañía resultaba muy tranquila y poco exigente.
Era una noche preciosa, seca y brillante. Mientras nos dirigíamos hacia la catedral, aspiré en la brisa el perfume nocturno de las flores. La catedral se levantaba a dos manzanas de la comisaría de policía, una monstruosidad más parecida a una fortaleza que a una iglesia, construida hacía mucho tiempo con millones de ladrillos oscuros en forma de oblea. Estaba muy lejos de ser bonita, pero su tamaño y su forma achaparrada le conferían una fuerza que me impresionaba más y más cada vez que pasaba. Daba a una ancha zona adoquinada en la que desembocaban muchas calles y en la que había muchos pequeños bares y restaurantes y era allí también donde se reunían las prostitutas al anochecer.
Mi acompañante conocía a casi todas las mujeres. Les gritaba «ta boa» e intercambiaba con ellas insultos familiares. Y, cada vez, se volvía a gritarme «ta boa» también a mí, para distribuir equitativamente su afable carácter. Me acompañó primero, con su guía invisible, a una pequeña tienda brillantemente iluminada en la que se recibían las apuestas futbolísticas nacionales conocidas con la denominación de Loto y se pasó un buen rato, contemplando pensativo la tarjeta y pasando la lengua por su defectuoso bolígrafo hasta que, al final, llegó a una conclusión acerca de los rivales méritos del Santos y el Sao Paulo. Después subimos unas escaleras que conducían a la parte posterior de un barato restaurante y me observó amablemente mientras yo saboreaba mi plato preferido, un sabroso estofado de cerdo oscuro y judías llamado feijuada.
Cuando bajamos, la luna iluminaba por completo la negra fachada de la catedral. Junto a mí, a la entrada de un bar, un hombre yacía tendido en el suelo con las piernas separadas y los ojos cerrados en su feliz borrachera. El tejido gris de sus pantalones estaba tan gastado que una fuente de cristalina orina lo atravesó y se elevó rutilantemente iluminada por la luz de las farolas. En las aceras, los campesinos refugiados procedentes de las inundadas regiones del interior ya estaban durmiendo, tan inmóviles como las piedras que tenían debajo. Algunos estaban tendidos sobre unos trozos de cartón, otros no. Algunos yacían en parejas, espalda contra espalda. Algunos tenían unas pocas pertenencias, otros ninguna. Todos ellos parecían encontrarse totalmente en paz, con el semblante tranquilo y los cuerpos clásicamente colocados como si hubieran prestado una especial atención a la posición de sus relucientes y morenos miembros antes de permitir que el mundo se esfumara de su vista.
Contemplé la escena y, por una vez, me sentí parte de la misma y no ya un simple espectador. En mi calidad de prisionero de la Policía Federal, pensaba que tenía algo que ver con todo aquello, aunque sólo Dios sabía lo que era. Por lo menos, había conseguido llegar a un entendimiento con la incertidumbre y ello me producía cierta satisfacción. Tanto mis sentidos como mi curiosidad se habían agudizado. Nadie lamentaba mi situación y yo no estaba obligado a lamentar la situación de nadie. Creía que estaba a punto de experimentar una genuina emoción nacida, por una vez, del mismo momento.
Avanzamos pisando los adoquines y el policía me atrajo hacia la derecha para rodear la parte de atrás de la catedral. Tras charlar un poco con otro grupo de mujeres, me hizo señas y me indicó unos peldaños de piedra. Se estaba celebrando una misa en una capilla de la cripta de la catedral. Lo primero que vi fue parecido a una alucinación, como si la áspera y oscura mampostería se hubiera abierto para revelar un retazo de paraíso. Un resplandor rosado iluminaba las puras paredes blancas y la baja bóveda, inundando al sacerdote y al reducido número de fieles. La capilla, en su reluciente simplicidad era todo lo contrario de lo que Fortaleza me había parecido. Una fría y limpia visión, infinitamente deseable. Pensé que cualquiera que pudiera entrar allí tendría que llevar una vida hechizada.
Tal vez por eso nos quedamos fuera. El policía se detuvo junto al umbral y se arrodilló sobre los peldaños, apoyando la frente en un bajo contrafuerte de piedra. Era un hombre joven y vigoroso y me conmovió la manera en que su cuerpo se dobló con toda naturalidad hasta adoptar una postura escultural de absoluta humildad.
Yo permanecí de pie a su lado con el cigarrillo todavía encendido entre los dedos, incapaz de participar, pero abrigando la vaga esperanza de que pudiera haber también un poco de gracia sobrante también para mí y para lo que tal vez me estuviera aguardando en la comisaría.
Mientras recorríamos los últimos cien metros, me dijo que estaba casado y tenía hijos y que era de Bahía y que aquel día cumplía treinta años. La comisaría estaba tranquila. La noche transcurrió en paz. De vez en cuando, me despertaba y me imaginaba a un agente con la cara llena de protuberancias y con gafas ahumadas, registrando furiosamente São Raimundo. Después rechazaba aquella idea y me volvía a dormir.
Aquella calma artificial duró hasta el mediodía del viernes y después fue interrumpida por otro triunfo del melodrama y de la vulgar representación. Yo me estaba dirigiendo a almorzar con otro policía, cuando un enorme y desvencijado automóvil negro que emitía unos terribles ruidos por el tubo de escape se detuvo chirriando a nuestro lado. Estaba claro que el conductor se había escapado de una película de gángsters de los años treinta. Era lo que solía decirse un borde. Era larguirucho e iba enfundado en un traje de exageradas hombreras y en su rostro se observaban dos enormes tiras de esparadrapo, formando una cruz. Debía haberle enviado Al Capone en persona porque actuaba con mucho apremio y dándose muchos humos. Me empujaron a la parte de atrás y las ruedas empezaron a girar antes de que la portezuela se hubiera cerrado.
Nos dirigimos velozmente a Sao Raimundo y mi adrenalina hizo unos encomiables intentos de ponerse a la altura de la situación. Sin duda debía ser aquello, pensé, pero entonces el vehículo giró sorprendentemente a la izquierda y en un momento nos plantamos de nuevo frente a la entrada de la comisaría. Fui acompañado a toda prisa al interior y recorrimos los pasillos que conducían a la zona de recepción del superintendente en la que el propio Xavier se encontraba de pie, hablando por teléfono. Después vino Franziska y me dijo que había una llamada del Ministerio de Asuntos Exteriores. Querían hablar conmigo.
Pude oír que Xavier decía que llevaba cuatro días allí y, de repente, me enfadé mucho. Levanté ocho dedos y dije «ocho» en voz alta, pero Xavier no me hizo caso. Al cabo de un rato, me pasó el teléfono con una sonrisa.
—Puede hablar con el consejero Brandão en Brasilia —me dijo, encaminándose hacia su despacho.
Brandão hablaba un buen inglés y parecía preocupado.
—Telefoneé a la aduana por lo de su moto —un problema técnico de propiedad— y me dijeron que se encontraba usted detenido. ¿Cuál es su situación? ¿Qué está haciendo? ¿Es usted periodista o no? ¿Por qué no se lo dice a ellos?
Traté de explicarle a Brandão quién creía que era, pero con muy poca fortuna. Se me ocurrió pensar que las sutiles distinciones que yo había creído tan importantes tal vez resultaran invisibles a simple vista. Si yo tenía alguna relación con el Sunday Times, sería considerado un periodista y sería inútil negarlo. Por regla general, no hacía falta revelar de qué clase de relación se trataba, pero en Brasil, como consecuencia de la lianza de la moto, era inevitable.
—No lo entiendo —estaba diciendo Brandão—. Dice usted que ha estado aquí cuatro días…
—No, eso lo ha dicho Xavier. Yo llevo aquí encerrado ocho días.
—¡Ocho! Sigo sin entenderlo. ¿No tiene usted algún documento del Sunday Times?
—Sí —contesté, respirando hondo.
Para bien o para mal, ya no podía seguir soportando por más tiempo aquellas complicaciones y, dada la intervención del Ministerio de Asuntos Exteriores brasileño, me sentía más seguro. La conversación se prolongó. A cada momento que pasaba, se iba intensificando mi certeza de que los nudos se desharían y yo sería puesto en libertad. Colgué el teléfono con las civilizadas seguridades de Brandão resonando en mi oído como una música.
Xavier había regresado y se encontraba sentado cerca de mí.
—Tengo una tarjeta de corresponsal del Sunday Times —le dije—. Se encuentra en São Raimundo y debo explicar que está con otro pasaporte…
Pero Xavier ya se había levantado.
—Iremos a buscar la tarjeta esta tarde —dijo. Se le veía de muy buen humor. Parecía que estuviéramos concertando una cita para jugar al tenis. Me rodeó los hombros con su brazo y me acompañó hacia la puerta—. Ahora hay que ir a almorzar —añadió.
Traté una vez más de hablar del pasaporte, pero él no quiso ni oírme.
—Hasta luego, como dicen ustedes —dijo sonriendo mientras se alejaba.
Seguía sin gustarme demasiado, pero me alegraba de verle contento. Ni la tarjeta ni el pasaporte volvieron a mencionarse.
Por la tarde, mi optimismo pareció estar justificado. No sólo se presentó Matthews inesperadamente —«estaba preocupado y por eso he venido un día antes»—, sino que, además, vino acompañado de Alan Davidson, del Banco, y del padre Walsh de Sao Raimundo. Me pareció imposible que no pudiera irme con ellos cuando se fueron.
Davidson había recibido la fianza de la moto y había dispuesto que un agente retirara la moto de la aduana.
Les hablé de mi conversación con Brandão. Al igual que yo, parecieron pensar que aquello debía de ser el final y Matthews fue a entrevistarse con el inspector del DOPS que estaba técnicamente encargado de mi caso para pedirle mi puesta en libertad. Entretanto, le conté a Walsh la extraña escena del día anterior y las referencias a São Raimundo. Él insistió una vez más en que nadie había estado allí, con protuberancias o sin protuberancias, con la cara picada de viruelas o con esparadrapos. Pero lo que más me sorprendió fue el hecho de que él no pareciera atribuir al asunto el menor significado, por lo que empecé a preguntarme fugazmente si todos ellos no estarían pensando que yo era un poco raro.
Matthews regresó y dijo que se negaba a soltarme hasta que no hubieran recibido una respuesta de la Policía Marítima. Me ofendí terriblemente y solté enfurecido varias palabrotas mientras ellos esperaban a que mis síntomas se calmaran. Cuando volví a mostrarme razonable, Matthews bajó la voz y añadió:
—Dicen que tienen motivos. Dicen que han estado buscando a un inglés, un abogado, que se llama igual que usted. Dicen que se llama John Simon Edwards y que está implicado en actividades subversivas.
Al principio, me pareció una descarada patraña… otro maldito pretexto para seguir deteniéndome. Estaba convencido de que les fastidiaba soltar a la gente. El solo hecho de que estuvieras allí significaba que habrías hecho algo malo. Al final, encontrarían algún medio de justificar tu retención. El funcionario Ignacio parecía saberlo. No se comportaba como un hombre que hubiera sido privado de su libertad, sino como un paciente de un centro sanitario que estuviera esperando que le dijeran que estaba curado.
Y, sin embargo, la historia era casi perfecta a su manera. Lo explicaba casi todo, los mensajes, los fragmentos de conversación que había captado acerca del «inglés» y la expulsión. Incluso aquella extraña sensación que yo había tenido de ser dos personas distintas debió de nacer de un enloquecido esfuerzo por desentrañar aquel misterio. La anulación del visado debía referirse a su pasaporte, pero, si tenían su pasaporte, ¿dónde estaba él? ¿Habían imaginado que se ocultaba en São Raimundo? ¿Por qué no habían ido allí? Pero el caso era que São Raimundo era un barrio, no simplemente una iglesia. ¿Sería una pura coincidencia? «Demasiada coincidencia», pensé. En caso de que la historia fuera cierta, comprendía muy bien que mi llegada hubiera confundido a la policía tal como me había confundido a mí. Me pregunté si el señor Edwards sería un hábil practicante de la pesca submarina. Me hubiera gustado conocerle.
—Pero ahora —dije—, ahora saben que somos dos, por consiguiente, ¿por qué me retienen? Es absurdo…
Y me entregué a otro ataque de furia tan inútil como el primero.
Mis amigos trataron de consolarme, pero poco podían hacer. Aparte la libertad, tenía todo lo que necesitaba: ropa, libros, el uso de una ducha, cigarrillos, dinero, acceso a restaurantes, una cama bastante cómoda y un compañero con el que hablar y jugar al ajedrez. Y, sin embargo, el tiempo iba pasando tan despacio como siempre y ahora ni siquiera el miedo me sazonaba las horas. Otro fin de semana entero por lo menos, solo con Ignacio, sin poder divertirme siquiera con las payasadas de mis apresadores. Parecía intolerable.
No obstante, la dirección me proporcionó inesperadamente un motivo de diversión en la persona de un abogado llamado Andrade. Éste hizo brevemente su primera aparición aquella noche cuando Xavier le hizo pasar al despacho. Vi a un hombre, alto, delgado y canoso que parecía que hubiera acabado de presenciar la ruina de su vida.
—Puede quedarse aquí si quiere, pero no debe hablar con éstos —le dijo Xavier, indicándonos a nosotros.
El hombre sacudió tristemente la cabeza, murmuró algo y ambos se marcharon juntos. Resultaba tanto más patético por cuanto iba muy bien vestido y arreglado y estaba evidentemente acostumbrado a la comodidad y al respeto.
Al día siguiente regresó, pero de mucho mejor humor. Su llegada fue una revelación para mí, un ejemplo para todos nosotros. Llevaba una cartera de cuero y una pequeña maleta de piel de cerdo y lo primero que hizo fue sacar una hamaca de cuerdas de brillantes colores y colgarla en un rincón de la estancia. Para mi asombro, los ganchos ya estaban fijados a la pared y, en mis ocho días de estancia, no me había dado cuenta. Había cepillos de lomo de plata, agua de colonia, una elegante bata y zapatillas así como signos de otros lujos no identificados.
El silencio duró sólo media hora escasa. En menos de una hora, le contó al funcionario la historia de su vida, pero hablaba demasiado rápido para que yo pudiera captar algo más que algún que otro interesante detalle aquí y allá. Jugamos dos partidas de ajedrez, él ganó la segunda y le convencí de que volviera a contar su historia más despacio. La cosa fue así por lo que pude entender:
Era de Sao Paulo, la ciudad más grande, bulliciosa y contaminada del país en la que él trabajaba como abogado del gobierno estatal. En 1964, tras el golpe militar, el hermano del gobernador de Sao Paulo le traicionó o le calumnió de alguna manera y él acudió al palacio del gobernador para protestar y exigir una satisfacción. Acusó al hermano en su misma cara de haberse comportado como un reptil y el hermano contestó en términos que él, Andrade, no podía tolerar. Por consiguiente, propinó a su perseguidor un puñetazo en la nariz, a lo cual el cobarde respondió sacando una pistola y derribando a Andrade sobre el suelo de mármol con una bala en la pantorrilla. No obstante, mientras permanecía tendido boca arriba, apoyado en el codo izquierdo, pudo sacar su propia pistola y le disparó al hermano del gobernador una bala en cada hombro y otra en la pierna.
El relato que hizo Andrade de aquel acontecimiento era maravillosamente vivo y él se movía y agitaba a medida que contaba la historia y, al final, terminó levantándose la pernera izquierda para mostrarnos una cicatriz del tamaño de una moneda pequeña a un lado de su pantorrilla y otra análoga al otro lado. Las cicatrices le producían una gran satisfacción.
Como consecuencia de aquel incidente, dijo, ya no pudo seguir ganándose la vida en Sao Paulo. Perdió el empleo, se le cerraron todas las puertas para el ejercicio privado de la profesión y fue calificado de políticamente indeseable. En 1970, abandonó Sao Paulo y se trasladó a Ceará, a una distancia suficiente para poder verse libre de las calumnias. En Fortaleza se forjó una nueva reputación y participó en la creación de varias importantes empresas, entre ellas una planta potabilizadora de agua y un cementerio. Se había incorporado a la sucursal de Ceará de la sociedad que vendía las enciclopedias Larousse en Brasil y esta sucursal había pasado a convertirse en la más rentable del país. Su jefe en Ceará se había hecho íntimo amigo de él.
Después, en 1973, poco antes de Navidad, había sido despedido repentinamente. Los directores de Sao Paulo se negaron a verle y a establecer contacto con él, pero él decidió no emprender ninguna acción. Algunos meses más larde, su antiguo jefe en Ceará también fue despedido y acusado de estafa. Este hombre invitó a Andrade a ayudarle a preparar una acción judicial contra la Larousse, pero entretanto Andrade había descubierto que su presunto amigo había sido quien le había denunciado inicialmente en São Paulo como estafador. Por consiguiente, Andrade decidió en su lugar presentar pruebas contra su antiguo amigo.
Ahora le habían detenido. Le habían dicho que se había celebrado un juicio sobre la base de las acusaciones formuladas años antes contra él en São Paulo y que había sido declarado culpable en rebeldía y condenado a cinco años. Ahora estaba esperando a que le enviaran a la cárcel. Parecía que no tuviera ninguna esperanza.
Aquella noche recibió la visita de su hijo, un joven vestido con prendas informales, pero muy caras.
—¡Papá! —exclamó el joven y ambos se fundieron en un emotivo abrazo.
Les ofrecieron una habitación privada para poder hablar y Andrade regresó con expresión radiante. Llevaba una bandeja de trozos de pollo asado envuelta en una limpia servilleta roja y blanca y una bolsa con comida variada y fruta que compartió con nosotros.
Su hijo y sus amigos, dijo, habían estado examinando los expedientes de Sao Paulo. Toda la historia de la condena a prisión era una perversa mentira difundida por sus enemigos. Jamás se había celebrado un juicio contra él, dijo. Muy pronto emergería la verdad y volvería a ser libre.
Tan difícil de creer me resultaba aquella nueva aurora rosada como la sombría escena de desesperación que me había pintado horas antes, pero se le veía tan entusiasmado con sus perspectivas, que simulé compartir con él todo aquel milagro y le felicité cordialmente por su inminente puesta en libertad.
—Por lo menos —dije—, no tendrá que escapar.
Se echó a reír. Se había pasado un rato anteriormente comentando las formas de escapar de la comisaría. Comparado con la prisión de São Paulo, dijo, sería muy fácil. No le pregunté cómo lo sabía.
Su euforia duró hasta el lunes por la mañana. Cuando regresé del cuarto de baño, observé que Andrade e Ignacio se hallaban de pie junto a la pared en una curiosa posición y, al principio, no pude comprender qué era lo que me parecía raro. Después vi que estaban colocados de tal manera que el sol matinal que penetraba por entre la pared y la techumbre les estaba iluminando la cara. Ambos se lo estaban tomando muy en serio y pensé que era lo mejor que se podía hacer si uno tenía que pasar largos períodos en la cárcel.
Poco después se llevaron a Andrade. Éste regresó brevemente para recoger la hamaca y otras cosas, mostrando una vez más en su rostro una expresión de amargo abatimiento. No dijo nada y yo tampoco.
El lunes fue también un día desdichado para mí. No había señales de mi liberación. Durante el día se llevaron también a Ignacio, el cielo sabía a dónde… A la hora del almuerzo, me prohibieron salir y me volvieron a ofrecer la consabida dieta de arroz con judías. A Franziska no se la veía por ninguna parte y nadie quería darme explicaciones. Por la noche, pusieron de guardia a un extraño agente y tampoco me autorizaron a salir. Y lo peor fue que no me dieron nada para cenar y el efecto fue muy deprimente. Por las mañanas yo había establecido un sistema mediante el cual un policía me iba a buscar un bocadillo, un café, tabaco, pero el martes por la mañana también me falló este sistema. Estaba perplejo. Era como si todo aquel maldito asunto estuviera empezando de nuevo por el principio. Todas mis especiales relaciones cuidadosamente cultivadas se habían desvanecido. A la hora del almuerzo, desaparecieron todos mis compañeros habituales. Tampoco me trajeron nada para comer. La inquietud que experimenté entonces fue insólitamente corruptora porque socavó todas mis esperanzas. No podía atribuir este nuevo régimen a nada. Ni siquiera podía estar seguro de que fuera deliberado. Me dejaba simplemente con una sensación de absoluta aversión a todos aquellos hijos de puta, desde Xavier hasta el cocinero; ya no me importaba que fueran astutos, incompetentes, corruptos o ingenuos, me daba igual. El resultado era un asqueroso desastre que me estaba destrozando el alma y, a partir de aquel momento, enterré cualquier margen de confianza que hubiera podido dar a cualquiera de ellos.
Por la tarde, Matthews y Davidson vinieron para comunicarme que estaba en libertad. Iban a entregarme oficialmente en brazos del cónsul británico y Davidson actuaría de testigo. Hubiera tenido que ser un momento de alegría y fiesta, pero yo estaba para entonces tan hundido en el resentimiento y la desdicha que lo único que pude pensar fue «ya era hora, maldita sea».
En agradecimiento a los demás, traté de mostrarme feliz, pero me resultó difícil. Sólo quería largarme y las formalidades se estaban prolongando. En el último momento, cuando Davidson ya se había marchado, Matthews y yo nos encontrábamos de pie junto a la entrada en compañía de Xavier. Xavier me dijo, mirándome con una sonrisa indulgente:
—Ahora puede escribir el reportaje.
—Pregúntele —le dije a Matthews— si al final se ha convencido de que soy inocente.
Como es natural, Xavier tuvo que decir que sí, pero yo estaba observando su rostro y siempre estaré en deuda con él por haberme permitido contemplar un ejemplar superlativo, la flor y nata de la variedad de expresión humana que se conoce con la denominación de Sonrisa Desdichada.
Pero el que se sentía desdichado era yo.
En el transcurso de los últimos días, algo en mi interior se había retorcido, estrangulando la fuente de mi vitalidad. Hasta entonces había imaginado, sin darme cuenta, claro, que todo el aparato policial de Brasil estaba centrado en mi caso. Mi propia existencia dependía de que me considerara «culpable» o «inocente». En algún momento del lunes habían descubierto que ya no les servía. Y, a partir de aquel momento, ya no fui digno siquiera del arroz con judías.
Dejaron de reconocer mi presencia. Perdieron interés hasta el extremo de no molestarse siquiera en darme de comer. Entonces vi que sin ellos yo no era nada. Peor que nada; un perro que se agacha a los pies de un amo brutal en espera de que éste reconozca su existencia, tanto si lo hace con unos huesos como con unos golpes. Sentí asco de mí mismo y les odié por mostrarme ante mí mismo bajo una luz tan vergonzosa.
Y, al final, me demostraron su poder de manera descuidada e indiferente, sin tomarse en realidad ninguna molestia. Eran indiferentes al cónsul, al Sunday Times e incluso a su propio gobierno. Pero yo les resultaba ligeramente irritante y por eso me escupían. En determinado momento, tal vez les volvieran a llamar la atención y entonces volverían a atraparme. Noté que una enorme sombra perversa se cernía sobre mí y experimenté tan sólo el deseo de arrastrarme bajo una piedra para esconderme.
Charles, el hermano del cónsul, me acompañó en automóvil a São Raimundo y los sacerdotes me ofrecieron una habitación en su propia casa. No me parecía conveniente quedarme allí, pero ellos estaban muy tranquilos y a mí me apetecía tanto que no pude rehusar. En cuanto me quedé solo, me fui al comedor y busqué debajo del frigorífico. El cinturón estaba allí tal como yo lo había dejado, entre rizos de polvo.
No podía sacudirme de encima aquella sensación de temor y repugnancia. Era como si me hubieran exprimido con excesiva fuerza. Aunque la presión ya había cesado, no me quedaba la suficiente elasticidad para recuperar mi antigua forma. Mis recursos interiores no me habían fallado jamás. Me había encerrado cobardemente dentro de mi caparazón como un homúnculo encogido y me preocupaba el hecho de que ello me hubiera afectado tan profundamente.
Pero si, en realidad, no te ha ocurrido nada, me decía enfurecido. ¿A qué viene esta tontería? Sólo han sido doce días. Sigue adelante con la vida.
Pero no podía. Era importante escribir rápidamente un relato acerca de aquella experiencia y enviarlo, pero todo lo que escribía se me antojaba falso y trivial. Traté de echar mano de todos los trucos que pude con el fin de hallar una perspectiva distinta y de salir de mí mismo por un instante. Ejercicios físicos. Novelas de detectives. Mezclarme con la gente.
Los progresos eran muy lentos. Veía mucho la televisión en un gran televisor en color que había en una sala de recreo del piso de arriba. Era el año del Campeonato Mundial y los brasileños andaban locos con el fútbol. El monopolio brasileño del azúcar era uno de los principales patrocinadores del fútbol en televisión y su anuncio, una creciente montaña de azúcar, aparecía constantemente en la pantalla. Fue una de las primeras cosas que me hicieron gracia porque el país había sufrido una repentina y grave escasez de azúcar y los brasileños no pueden beber café sin él.
O bien me sentaba en una mecedora hablando con Walsh o permanecía de pie en la oscuridad del balcón, observando cómo los enormes bermejizos revoloteaban alrededor de las nanjeas y vaciaban la pulpa. Llegaban hasta mí los rumores de la música y las risas del barrio y las palmeras de aceite de una plantación que había en la parte de atrás acariciaban el cielo nocturno con sus ondulantes siluetas.
De día, con el papel y la máquina de escribir de la parroquia, me ocultaban en todos los rincones posibles de la casa en la esperanza de que un cambio de espacio me desbloqueara la mente. Ya no me importaban demasiado los méritos estéticos del edificio. Éste me proporcionaba cobijo y seguridad y eso era lo único que me interesaba.
Durante algún tiempo, trabajé en un despacho que había junto a la entrada principal, con una compuerta que daba al vestíbulo desde la que podía ver a las madres que entraban para chismorrear o bien para ayudar en los deberes de la parroquia. Tenían sus preferencias por sacerdotes determinados. A veces, telefoneaban y procuraban por todos los medios que sus favoritos se pusieran al teléfono mientras los sacerdotes se defendían fanáticamente unos a otros.
Cuando me encontraba solo en la casa, contestaba a veces al teléfono.
—São Raimundo —anunciaba en mi mejor portugués.
—Quem está falando?— entonaban las estridentes e intrigantes voces matronales.
—Padre Eduardo —contestaba yo gravemente.
Eso las dejaba perplejas un instante, pero después el torbellino de sonidos solía ser demasiado para mí y entonces esperaba a que se produjera una pausa y decía: «Sí, sí», antes de colgar el teléfono.
Al tercer día, probé el juego al revés. Sonó el teléfono y yo pregunté primero:
—Quem está falando?
Una voz de mujer contestó:
—Franziska. ¿Puedo hablar con Ted, por favor?
Me sentí asqueado por dentro y le hubiera dicho que se fuera al infierno si me hubiera atrevido.
—¿Cómo estás? —dijo—. ¿Te alegras de estar libre?
—Pues claro.
—He estado pensando en ti. ¿Has pensado tú en mí?
—He estado pensando en muchas cosas.
La línea era muy ruidosa y ambos teníamos que hablar a gritos.
—Me gustaría verte. ¿Quieres venir?
—¿Adónde?
—A mi casa. Cuando termine el trabajo. ¿Cuándo vendrás?
—Estoy muy ocupado escribiendo.
—Mañana estoy libre.
—De acuerdo.
¿Qué demonios piensas que estás haciendo?, me pregunté mientras anotaba la dirección. No estarás pensando en serio hacerle el amor a una mujer que lleva una pistola en el bolso y que trabaja para las fuerzas del mal, ¿verdad?
En el muelle, la aduana destinó trece hombres a la tarea de descargar mi moto. Se empeñaron en mostrarme el lugar en el que la policía había abierto el sillín para explorar la gomaespuma del interior.
—¡Buscaban bombas! —exclamaron en tono despectivo.
Pero yo les dije que no, que lo que buscaban era un equipo de inmersión submarina.
Ambos servicios no se tenían el menor cariño. En mi calidad de víctima de la Policía Federal, era un huésped de honor y fui invitado a tomar café en una compleja ceremonia que se celebró en el despacho del jefe. Todos eran hombres cobrizos en despachos cobrizos con libros mayores cobrizos. La suya era una vieja y agobiante clase de burocracia que yo detestaba, pero sólo encarcelaban cosas, no personas, y por una vez reconocí sus cualidades más humanas.
El hecho de haber recuperado la moto constituía un importante paso hacia la libertad. Llegué a la casa de Franziska, sintiéndome más fuerte que el día anterior. Viéndola con su familia, resultaba casi posible olvidar quién era. Rezumaba inocencia y todos me trataron con gran afecto. No se hizo la menor alusión a la manera en que nos habíamos conocido y no dieron a entender tampoco que yo pudiera ser un sujeto dudoso, pero, a pesar de que mi inseguridad se suavizó un poco, surgió otro problema. Yo no tenía la menor idea de cuáles eran los hábitos morales de allí. Una respetable familia católica de una ciudad de provincias, pensé, tendría unas rígidas normas de comportamiento, ¿y si yo transgrediera su sentido de la corrección…?
Por debajo de lodo ello, se ocultaba la misma pregunta que minaba mi débil confianza. ¿Cómo podía estar seguro de que una mujer despreciada o una mujer ofendida no pensaría en vengarse a través de sus conexiones? ¿Y si todo hubiera sido organizado, no necesariamente por ella? Aunque estaba seguro de que se trataba de simples fantasías, yo había salido tan recientemente de un mundo de fantasía que éstas me reprimían terriblemente y, sin embargo, no podía negarse que la muchacha era atractiva y no tenía un pelo de tonta y que su actitud en relación conmigo era directamente provocadora.
Era demasiado ridículo. Quería romper la red de recelos, pero tenía miedo. La acaricié con familiaridad, pero con cierta torpeza porque mi corazón no estaba totalmente entregado. Se produjo un breve destello de furia.
—Como te vea mi padre, se enfadará mucho.
Me sentí como un cachorro al que hubieran propinado una palmada en el hocico. Lleno de turbación, me refugié en las perogrulladas y la neutralidad. No acababa de entenderlo. Hubiera tenido que convertirse sin duda en una relación amorosa, pero siempre se producía un tropiezo al llegar el momento decisivo.
Tardé una semana en terminar mi reportaje para el Sunday Times y, para poder hacerlo, tuve que revivir toda la angustia pasada. Experimenté un gran alivio cuando lo hube escrito, pero para entonces ya había contraído una infección intestinal que me obligó a retrasar mis planes varios días. Era la primera enfermedad de todo el viaje. En África, había gozado de perfecta salud, pese a que había comido y bebido todo lo que me habían puesto por delante. No hay nada peor para la salud que el encierro y la frustración.
Franziska y yo nos vimos varias veces, pero mi temor seguía obligándome a actuar como un tímido muchacho de catorce años. Mis últimos días en Fortaleza coincidieron con el comienzo del festival de São João, una semana de festejos en todo Brasil. Fuimos a un baile en la playa donde tuve la certeza de que podría vencer mi cobardía. Una gran multitud cantaba y bailaba y bebía alrededor de unas mesas de madera y bajo un vasto pabellón de tejas. Brillaba la luna llena, el aire resultaba tibio sobre la piel, los cocoteros se mecían junto a la orilla del mar. Todo resultaba favorable… hasta que vi a sus amigos del despacho, dos policías a los que había visto por última vez siendo yo su prisionero. Incluso pude vislumbrar fugazmente las pistolas que ocultaban en sus cinturones y mi ardor volvió a congelarse inmediatamente.
Más tarde, permanecimos sentados un rato el uno al lado del otro en la playa, escuchando el rumor de las olas. Hubiera deseado acariciar sus suaves y largas piernas, percibir su piel contra la mía, pero estaba paralizado, pensando: «Una vez haya empezado, ¿cómo terminará?».
Sabía que iba a ser nuestra última cita. Encontramos un taxi tras recorrer a pie un largo trecho y en el taxi la besé por primera vez y comprendí que sería adecuado. Pero para entonces ya era demasiado tarde.
Los sacerdotes habían sido convocados a una conferencia diocesana que se iba a celebrar en Maranhão, muy lejos de allí. El padre Walsh me había dicho que emprenderían el viaje tres días más tarde. No me dijo que tendría que irme, pero estaba claro que había llegado el momento de hacerlo. Esperaba que no hubieran tenido que inventarse lo de la conferencia para sacarme de casa.
Yo estaba colocando el equipaje en la moto en el patio de atrás de la casa la mañana en que ellos se fueron a la terminal del autocar, hombres bondadosos y extraordinarios a los que no era probable que volviera a ver. Una hora o dos más larde yo también me fui. La idea de irme me ponía nervioso. Me veía convertido en el blanco de cualquier policía que no tuviera otra cosa mejor que hacer a lo largo de los más de tres mil kilómetros que me separaban de Río y la sensación no era muy distinta a la que había experimentado al abandonar Londres. En cierto sentido, me sentía todavía más vulnerable que entonces.
En el primer control de la policía en la autopista al salir de la ciudad, me registraron, pero no me causaron problemas. Tenía un impresionante permiso de conducir provisional en el que figuraba una horrenda fotografía que me habían sacado y eso les gustaba mucho. No obstante, la nube de inquietud me siguió acompañando por la autopista. Después, poco a poco, el familiar movimiento, el rugido del motor y el embate del aire reconstruyeron mi confianza como ninguna otra cosa hubiera podido hacerlo. Permanecí sentado muy erguido, contemplando las colinas recubiertas de verdes árboles, los ríos y los lagos que me recordaban los de Tanzania.
Empecé a recordar quién era y qué era lo que ya había hecho y volví a recuperar la fuerza. Al terminar el día, había pasado de Ceará al estado de Pernambuco y, en algún lugar de allí, la nube se alejó y regresó flotando a Fortaleza. Al cabo de un mes de desdichas, me sentía libre. Al fin.
Estaba viajando al sur del ecuador por la costa este de América, siguiendo un recorrido paralelo a mi viaje por la costa este de África. Era una extraordinaria lección de geografía. Si Ceará se parecía a Tanzania, el interior de Bahía era similar a Zambia mientras que Minas Gerais, el siguiente gran estado en la ruta hacia el sur, era sorprendentemente parecido a Rhodesia, con las mismas impresionantes formaciones rocosas rectangulares, las viejas minas de oro, las piedras preciosas, los vastos ciclos, el aire seco y los pacíficos anocheceres de suave brillo. Como prólogo al tamaño y la diversidad de Brasil resultaba sobrecogedor.
La vida de Brasil, sin embargo, parece ser que no deriva demasiado de la vida de África, a pesar de la gran proporción de negros descendientes de los antiguos esclavos africanos. Los europeos están allí desde hace cientos de años, imponiéndose a la población india nativa, erigiendo iglesias, luchando por el botín, mezclándose con otras razas, creando complejas jerarquías, enriqueciéndose y depauperándose, dejando huellas, una capa tras otra, de sus pasiones y virtudes.
Cuando todavía se estaban echando los primeros cimientos en Salisbury y Lusaka, los palacios y las catedrales portuguesas de Brasil ya eran edificios antiguos y los estados costeros estaban salpicados de prósperas comunidades. Las ciudades constituyen un retrato de su historia. En el centro, aspiran a la iglesia.
Se hicieron enormes esfuerzos y se gastaron muchas vidas para cortar, transportar y colocar las piedras que pavimentan las calles y revisten los edificios. Irradiándose hacia el exterior, las calles pasan muy pronto de los adoquines a la tierra y las casas se encogen y desmoronan hasta que encuentran el moderno sistema de autopistas en el que una clase más nueva de riqueza crea un nuevo panorama de cemento y vigas y asfalto, garajes, estaciones de servicio y hoteles en reciente estado ruinoso.
Las calles se llenan de barro bajo la lluvia y huelen a basura y orines mezclados con olor a café y humo de cigarros. Los autobuses y los camiones avanzan salpicando lodo a su alrededor sobre unas suspensiones rotas, escupiendo negros humos a través de los tubos de escape y con sus carrocerías de madera vistosamente pintadas con colores de feria y lemas tales como: «Una mujer es como un camión. Corre más cuando bajas el pie». Por la noche, las calles se llenan de gentes de todos los colores menos el blanco puro (los blancos puros se mantienen separados); pero, durante las calurosas, secas y polvorientas tardes, las calles permanecen dormidas.
Era una tarde calurosa y polvorienta cuando llegué a Senhor do Bonfim, una pequeña ciudad del interior de Bahía, a un día de camino de Salvador. Llegué temprano, preguntándome dónde iba a alojarme, y recorrí las callejuelas, contemplando las barberías, los salones de billar y las gentes que tomaban café en los «butiquinos». La semana de São João estaba tocando a su fin. Los altavoces instalados en las esquinas de las calles emitían música, anuncios y mensajes publicitarios de los comerciantes de la ciudad.
Me gustó, encontré una habitación cerca de la estación, dejé aparcada la moto en la calle, subí el equipaje al primer piso y me tendí en la cama para dormir un poco. Los trinos de los pájaros y el murmullo de las conversaciones invadieron mi estado de duermevelas, seguidos por otros sonidos más extraños. Escuché un rumor como de latas de conserva cayendo amortiguada y repetidamente en un montón, procedente del patio que había bajo mi ventana abierta. Después pude oír un quejumbroso sonido musical todavía más extraño subiendo y bajando por la escala, ora fuerte ora débil, como procedente de un lejano viento inconstante. Abrí perezosamente los ojos y vi la figura azul de un hombre con las piernas y los brazos extendidos, elevándose hacia el ciclo hasta desaparecer más allá del borde superior del marco de la ventana. «Estos benévolos misterios —pensé—, son los que hacen que los viajes merezcan infinitamente la pena. Todas las demás personas que se encuentran en el hotel saben exactamente lo que son estos espectáculos y sonidos, mientras que yo soy libre de imaginar lo que me plazca».
Me resultó fácil después ver los pavos en el patio y adivinar que el globo en forma de hombre tenía algo que ver con São João, pero la chirriante música siguió siendo un misterio. Durante la cena en la planta baja, la volví a oír. El propietario del hotel se me acercó muy nervioso; algo relacionado con la moto. Estaba en peligro, me dijo.
Salí a echar un vistazo. La música se estaba convirtiendo en un aullido metálico, pero yo sólo vi a los habituales chiquillos congregados alrededor de la moto, manoseándola y contemplando fijamente el velocímetro. La música poseía las pavorosas características de una cercana tormenta. Entonces rodeó la esquina, al fondo de la calle, precedida por un grupo de danzantes en frenético movimiento, una cosa de lo más espectacular. Una cosa que emitía luces y sonidos a una escala de intensidad que yo jamás había conocido, tan intensa que tardé un rato en poder concentrarme en sus distintas partes e identificarla.
Había dos objetos en forma como de cohete flotando en el aire a unos tres metros de altura, con una longitud de unos nueve metros. Estaban construidos enteramente con brillantes tubos fluorescentes. Por debajo de ellos, una miríada de bombillas de colores formaba unos arracimamientos que se encendían y se apagaban, cada uno de ellos introducido en un altavoz. Elevándose por encima del resplandor de los cohetes, había tres hombres enfundados en unos atuendos de vistosos colores, haciendo reverencias y muecas como unas marionetas, mirándonos mientras rasgueaban furiosamente unas diminutas guitarras eléctricas. En unas suntuosas galerías que discurrían por debajo de toda la longitud de aquellos fantasmagóricos objetos, había unos tambores inundados de luz y vestido de raso que gesticulaban sin cesar mientras tocaban animadamente el tambor. Todo ello parecía ser arrastrado por un tropel de hipnotizados danzantes que agitaban los codos y se retorcían al ritmo de la música que surgía en oleadas sin principio ni final.
La cosa iba avanzando despacio y abría en la noche un gran túnel de luz y furia y yo me sentí arrastrado en pos suyo, al igual que todo el mundo. Se detuvo junto a un gran parque ornamental con árboles, senderos y una fuente. Todo alrededor había unas ligeras cabañas construidas con hojas de palmera o estructuras de madera en las que se expendían refrescos. Unas campesinas de mediana edad que lucían unos ajustados corpiños permanecían agachadas junto a unos braseros de carbón, asando brochetas de carne y mazorcas de maíz. Un viejo con cara de bribón, vestido con una chaqueta de terciopelo y tocado con un sombrero de gaucho dirigía un juego, utilizando como moneda montones de tubos de pasta de dientes y pastillas de jabón. En el parque se había levantado una tarima de madera y frente a ella podía verse una hilera de asientos destinados a los poseedores de billetes y a los notables. Los demás permanecíamos de pie bajo los árboles o paseábamos por entre los tenderetes.
Sobre la tarima, un corro de bailarines estaba interpretando unas danzas cómicas y un hombre vestido con una camisa a rayas y una corbata de pajarita permanecía de pie en un rincón con un micrófono en la mano, simulando ser un turista estadounidense insólitamente estúpido al tiempo que hacía absurdos comentarios en un inglés macarrónico. Los verdaderos turistas brillaban por su ausencia, pero los habitantes de la ciudad y sus alrededores se contaban por miles y estaban disfrutando enormemente, mientras se iban calentando con vistas a una culminación que, por lo visto, aún no había llegado.
Una conmoción se transmitió a la muchedumbre mientras los bailarines abandonaban apresuradamente la tarima. Un severo funcionario se acercó al micrófono y dijo algo urgente acerca del «Fogo Simbolico do Republico».
«Fuegos artificiales», pensé. La policía estaba abriendo un camino por entre los espectadores, empujando a la gente sin piedad con el fin de establecer una conexión entre la tarima y el mundo exterior. Se respiraba una atmósfera de gran expectación. Después de todo lo que ya había visto, lo que iba a venir ahora tendría que ser sensacional para justificar dicha expectación. La espera se prolongó. La gente subía para pronunciar discursos de agradecimiento y de alabanza. Todos estábamos removiendo los pies con impaciencia. Un grupo de jóvenes enfundados en atuendos de atletismo se acercaron corriendo con cierta timidez desde la calle por el pasillo que les habían abierto y por los peldaños que conducían a la tarima, esforzándose con gran dificultad en mantener la formación. Una vez en la tarima, algunos se detuvieron. Otros siguieron corriendo. Los que se habían detenido empezaron a correr de nuevo avergonzados justo en el momento en que aquellos que habían seguido corriendo decidían que era mejor detenerse. Entonces vi que el que iba delante llevaba en la mano una antorcha con una pequeña llama y una voz de trueno volvió a referirse al «Fogo Simbolico».
El aplauso fue justo el mínimo necesario para que pudiera oírse; estaba claro que a todo el mundo le parecía excesivamente simbólico y me pregunté en qué punto de la carretera habrían encendido una cerilla para prender fuego a la antorcha. São João se fue con un gimoteo y yo pensé que nunca en mi vida había asistido a un remate más decepcionante. Regresé al hotel para matar mosquitos y dormir, pero no había suficientes mantas y la temperatura había bajado sorprendentemente. Entre retazos de sueño, traté de reconstruir aquella fantástica música, una melodía continua interpretada a la velocidad de un banjo, con ciertos toques de viejo organillo, condensada y amplificada hasta alcanzar una frenética excitación. Me pareció por un instante que lo había conseguido, pero, a la mañana siguiente, ya lo había olvidado.
Sólo mucho más tarde me enteré de que había conocido en Senhor do Bonfim una de las instituciones más celebradas de Brasil: el singular e ilustre Trío Eléctrico de Salvador que era el deslumbrante corazón del carnaval de Bahia.