39

Semiazaz estaba inquieto, sentía que la bilis le subía por la garganta. Caminaba de un lado al otro por la lúgubre cueva, y sus pasos resonaban sobre el piso medio encharcado. No había casi iluminación, solo unas velas inertes se levantaban sobre las paredes de piedra. Había un olor putrefacto en el aire. Todo olía a muerte, incluso creía que aquel aroma se le pegaría como una capa de piel, podía sentirlo en la boca. Maldiciendo, se pasó la mano por el cabello. Si aún aguantaba el hedor, era porque la diosa Vatur se lo había pedido. Juntos habían planificado una trampa, una que el mensajero de los dioses no pudiera rechazar ni evadir. Hermes quería a toda costa encontrar la chispa. Él sabía muy bien con qué fin buscaban la chispa. El deseo del mensajero de los dioses era crear, a su modo, un futuro tan caótico y mortífero que incluso Semiazaz se estremecía de solo pensarlo. Por eso, él nunca debería encontrarla.

Habían diseñado un plan. Esparcieron el rumor de que solo un ángel rebelde podía ayudarlo a encontrarla. Uno de alto rango, por supuesto, como él. Como esperaban, tanto él como Vatur, Hermes no había tenido el valor de consultar a los dioses. Ellos le hubieran hecho muchas preguntas y, si había algo que a los dioses los molestaba era que alguien más tomara el rumbo del destino del mundo. Así que Hermes había hecho lo previsto, lo había buscado a él.

*****

—¡Perfecto! —Murmuró cerrando los ojos y repasando el plan. Por un momento pensó en las cosas en las que había creído por siglos, en las enseñanzas. Sacudió la cabeza y comprendió que no había servido de mucho, pues el mundo ya no era lo que los otros ángeles antiguos creían, así que coronaría su vida de este modo. Acabaría con su existencia haciendo algo en contra de sus instintos, en contra de lo que le habían enseñado durante siglos, pero sabiendo, de corazón, que era necesario. Era absurdo que, en un momento como este, sintiera que lo que más lo inquietaba era esa sensación de sentirse libre, por primera vez—. Libre —musitó y soltó el aire de los pulmones en una exhalación profunda.

Sus alas estaban ocultas, y ese era un poder que pocos conocían y que él lo dominaba como un maestro. Debía esconder sus alas de la vista de Hermes. Los ángeles rebeldes tenían una característica, pues llevaban un círculo rojo en el extremo superior de sus alas, uno que Semiazaz no poseía. Por eso había decidido esconderlas. Además, nadie se atrevería a preguntarle por qué, ya que los ángeles rebeldes solían hacerlo a menudo para ocultarse de los curiosos y no ser descubiertos. También contaba con el regalo que la diosa Vatur le había entregado y que lo ayudaría para que los demás ángeles no pudieran identificarlo ni siquiera los más poderosos.

—Oculto —pensó, y se miró la vestimenta.

Tragó con fuerza pensando que aquella simple palabra abarcaba toda su vida y casi se rio cuando pensó que era la mejor definición de su vida. Había sido forjado a hierro y fuego. Ningún ángel llegaba adonde él estaba, simplemente por el hecho de ser sutil y delicado. Semiazaz debió luchar contra los sentimientos, pues le habían enseñado que eran ponzoñosos y que una vez que echaban raíces en uno, nunca se podían erradicar; por eso debía arrancarlos de raíz desde pequeño. Los ángeles antiguos les enseñaban cómo las emociones habían llevado al hombre a su fin y los ángeles no podían permitirse ese lujo. Aunque en secreto, él sabía lo que era sentir. Había luchado por un sentimiento en particular, por el amor de su madre, uno que nunca llegó. De pequeño se esmeró por ser el mejor, luchó duro, y mucho más allá de lo que su alma se lo permitía, pero ella no reparaba en él. Y luego, debido a un descuido, su destino se truncó para siempre.

Fue reclutado como general de los ejércitos de los ángeles, y creyó que aquello le brindaría el amor y el respeto de su progenitora. Pero no fue así, porque él lo había visto…, la había visto disfrutando de ver la alegría y el amor que Phill profesaba.

—Phill —susurró, sintiendo cómo su alma temblaba.

A diferencia de él, su hermano pequeño se permitía sentir, y Semiazaz lo admiraba por eso. Antes de que fuera reclutado como jefe de los ángeles había comenzado a espiarlo, a seguirlo a hurtadillas para verlo disfrutar de las emociones que él no se permitía sentir. Fue en uno de esos días cuando su madre lo encontró observándolo. Semiazaz había quedado absorto por la imagen, pues la risa de los querubines de rizos dorados era intoxicante, y no percibió su presencia hasta que lo abofeteó tan fuerte que lo hizo lagrimear. Lo obligó a tomar el puesto de general para apartarlo de lo único bello que había conocido, y, de ese modo, su madre se había asegurado el destino de su hermano y de que lo odiara por toda la eternidad. Fue obligado a asumir el nuevo puesto a la fuerza. Su madre se había encargado de darle un castigo que él recordaría para siempre. La furia y la ira se colaban por sus ojos cada vez que ella lo miraba… Así que aceptó el puesto, aunque aún era un joven para los ángeles, y había rogado por clemencia para que no lo hicieran, pero su madre no lo escuchó. En cambio, lo lanzó dentro de las instalaciones y fue a hablar con un alto mando. Semiazaz se había quedado allí, en el suelo, sintiendo el dolor de la pérdida de lo único que lo hacía sonreír, y temió por su hermano. Su madre había vuelto al rato con un ángel mayor. Este le indicó que lo siguiera y, cuando no lo hizo, su madre lo levantó del cabello y le susurró al oído su mayor temor.

Si no lo haces por las buenas, Phill sufrirá las consecuencias —siseó. Ella lo amenazó con delatar a Phill, quien, apretando los dientes, aceptó su castigo. Phill aún era puro, así que cerró su boca y caminó hacia su destino. Maldito fuera Phill, maldito él y su autocompasión. Nadie había sufrido más que él cuando tuvo que cortarle las alas.

Los altos mandos lo habían llamado y se corrió el rumor del ángel corrupto. Él temió por lo que debía hacer. Había entrado en la recámara, y cuatro ángeles de alto rango lo esperaban de pie, adornados con sus hermosas túnicas blancas con detalles en oro. Buscando controlarse, Semiazaz se había mordido el interior de la mejilla para que su boca no lo traicionara, Conocía esas miradas. Sabía lo que buscaban de él, y lo peor de todo es que imaginaba quién era el destinatario del castigo. Había corrido el rumor entre las filas. Hablaban de un ángel que había traicionado a su dios por velar por unos malditos y Semiazaz no necesitó saber el nombre del ángel. Ya lo sabía. Fue en ese momento cuando le comunicaron el pecado de su hermano, y que debería ser él quien le cortara sus alas. Semiazaz había dado un paso atrás cuando el otro ángel añadió:

—Ha sido sugerido por su madre…, cree que te corresponde darle su merecido —le dijo seriamente, y él quiso gritar, ponerse de rodillas y suplicar que no se lo pidieran. No a él. Su madre. Su maldita madre. Por fin había logrado lo que quería.

Ella odiaba a Phill, decía que manchaba su reputación y que algún día se encargaría de él. Semiazaz no había tomado la amenaza en serio, menos después de que asumiera lo que su madre lo había obligado a hacer.

Cuando salió, ella estaba allí, parada frente a los ángeles como testigo, toda orgullosa y henchida de alegría. La maldijo y juró que pagaría por esto.

—Debes hacerlo —le dijeron sin más, y Semiazaz sintió cómo parte de su alma moría. Obligado, otra vez obligado…, como toda su vida. Cortó las alas de su hermano frente a muchos ángeles y tuvo que hacer un esfuerzo para no caer de rodillas junto a Phill. El horror lo golpeó en el pecho como un yunque cuando llegó a sus aposentos con sus manos bañadas de sangre. Su sangre. Salió de allí sin poder hacer nada más y su alma aullaba de dolor por su hermano, por la sonrisa que se había borrado de su cara, porque no podría verlo reír nuevamente. Él nunca había sentido ese amor que Phill contagiaba. Ningún tipo de amor.

Fue así como conoció a Vatur. En su desesperación había ido más allá, buscando su propia muerte, deseando que la diosa lo matara cuando lo viera Sin embargo, cuando la encontró, fue ella quien lo consoló y lo curó de a poco, como haría cualquier madre. Cada semana pasaba horas en el jardín de Vatur a hurtadillas de los suyos, cuando los hijos de la Diosa no estaban, especialmente Irizadiel… Ella amaba a Phill y lo odiaba por lo que le había hecho, y él no quería perder a Vatur también.

Escuchó los pasos del otro lado de la cueva. Levantó la cabeza y los muros de su mente para evitar trasmitir cualquier emoción en su rostro. Empujó los recuerdos lejos de allí, imponiéndose aquella máscara que le habían tatuado a fuerza de dolor. Al fin y al cabo, de algo serviría. Recordó las palabras que Vatur le había dicho la noche anterior.

Recuerda esto… —le dijo cuando él tembló ante lo que tenía que hacer—. Estaré siempre a tu lado, a tu derecha, a tu izquierda, arriba y abajo, porque a dondequiera que vayas, iré yo, dondequiera que tú vivas, viviré yo. Y solo cuando muera la última de las esperanzas, cuando el último rayo de Nix se borre de la faz de la tierra, el último grito destrozado, dejaré de creer en mis hijos.

—No soy tu hijo ni siquiera soy digno de la confianza que me profesas. —Se sintió débil y enfermo.

Todos los que vienen a mí son mis hijos, Semiazaz. —Le acarició la cara, y cerró los ojos, consolándose con la caricia de ella—. No es necesario que lo hagas y quiero que lo sepas. —Él abrió los ojos para ver la verdad en sus palabras, no era obligado… ni siquiera había un atisbo de enojo en los ojos de la diosa, tan solo había bondad, amor y una gran comprensión—. Encontraremos otro modo, tranquilo.

—Lo haré por ti, mi diosa… —susurró para sí mismo volviendo a la caverna y renovando su confianza con esa simple afirmación.

Vio aparecer a Hermes que arrastraba los pies junto a un Rajid, un monstruo semihumano de la antigüedad, y a otro guardián de aspecto atroz que parecía un golem deformado. En el Olimpo, el bastardo del mensajero de los dioses se veía fornido y duro, pero en la Tierra tenía un aspecto desagradable. Medio encorvado, arrastraba su pierna derecha; su rostro estaba desfigurado, lo que hacía que el párpado izquierdo luciera caído, convirtiendo su mirada en asquerosa.

—Bueno, bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? —Su voz sonaba igual de horrenda que su aspecto.

—Me mandaste llamar. ¿Qué es lo que quieres? —Preguntó con la soberbia propia de los ángeles.

—Tú lo sabes bien…, la chispa, encuéntrala y tráela para mí y serás recompensado del mejor modo. Serás mi segundo al mando. ¿Te imaginas eso? Todos aquellos que te crearon dolor…, muertos…, solo nosotros y nuestra nueva era…, Sem —gorjeó el maldito, y Semiazaz quiso sonreírle con indiferencia al notar la poca astucia de Hermes. Él no le había dado su nombre completo, aunque sabía que Hermes no esperaba lo que él estaba por hacer.

—¿Cómo sé que no me atacarás por la espalda? —Se atrevió a preguntar.

—Mis ejércitos están marchando…, falta poco para que mi reina consiga los cielos, y cuando tú consigas la chispa… —lo señaló con esos dedos horrendos—. Los humanos serán un alimento para nuestros hijos. Y los hijos de la diosa bastarda morirán, todos menos uno… —dijo rascándose la barbilla—. Volveremos a ser dioses, como en los viejos tiempos.

—¿Cuándo ocurrirá? —Pregunté con frialdad—. ¿Cuándo atacarán tus ejércitos?

—Mañana… Mañana terminará el tiempo de los humanos y el de los hijos de la diosa bastarda. —Semiazaz quiso gruñirle cuando lo dijo por segunda vez, pero se contuvo—. ¿Me das tu palabra? —Masculló tendiéndole la mano. Semiazaz sabía que no habría vuelta atrás. El Cielo entraría en guerra y él se volvería un enemigo, pero ya no le temía a nada. Afuera estaba aguardando una legión de guerreros fieles a la diosa. Había más de una docena. Cuando acabaran con todos los ángeles corruptos, estarían solos y podría, junto a los fieles y los antiguos, volver a reconstruir el Cielo, si es que alguna vez lo aceptaban nuevamente.

—Claro —dijo estirando la mano para tomar la de Hermes.

Buscó con su otra mano la daga que las nagas habían encantado para él, y la encontró pendiendo de una amarra fina en su cinturilla. El calor de la empuñadura se filtró en su piel y, aferrándose a ella, apretó los dedos. Las nagas eran las serpientes semidivinas hindúes con caras humanas, bellas y peligrosas. Ellas habían elevado un hechizo sobre aquella daga, que ni el mismo Hermes podría sentir. Quedaría atrapado en un sitio desde el que nunca podría volver a molestar a nadie. Las tres reinas nagas habían diseñado ese artefacto con su encanto. La reina marina, la reina guardiana y la reina de espíritu. Ellas habían planeado una venganza contra Hermes. Las nagas habían sido embaucadas hace siglos, eones tal vez, pero ellas no olvidaban, como Semiazaz no olvidaba quién había sido la única que lo había ayudado.

Aquello había arraigado en su alma y brotado como un árbol frondoso. No fallaría. Se acercó a Hermes manteniendo su pose distendida y, cuando él tocó su mano, se estremeció y sintió la anticipación de lo que vendría: el fin para el ser que había desequilibrado el mundo. El dolor y la ira en él tensaron sus músculos. Los ojos de Hermes parecieron notar que algo iba mal, pero era tarde, muy tarde para reaccionar. Semiazaz no dudó. En un movimiento fulminante desnudó su arma y lo tironeó hacia él hasta que sus narices se tocaron. Sacó el puñal y se lo clavó por debajo de sus costillas, justo en el hueco que le permitiría llegar de forma segura y rápida a su corazón.

—Esto es por la diosa. —Sus palabras lograron que Hermes abriera más los ojos y gruñera, pero la magia lo había tomado, dejándolo tieso—. Y esto, es por matar a los míos. Quémate en el infierno maldito. —Por un instante, un grito rompió el aire, y todo se volvió un caos. Las bestias que habían venido con el mensajero corrieron desesperadas al ver a Semiazaz en cuanto este dejo caer el encanto que mantenía sus alas ocultas. Estas brillaron con luz propia en aquella maldita cueva. Aspiró con fuerza y se sintió completo. Se agachó y tomó a Hermes por encima de su hombro. Ahora, las nagas se encargarían.

Afuera, el ruido de gritos, rugidos y aullidos le anunciaron que los fieles a la diosa luchaban. Esta vez, los ángeles caerían. Soltó una risa. Él era uno de ellos, pero no importaba qué le ocurriera de ahora en más. El mundo debía ser como era. Caminó con paso firme por el túnel hasta la salida, atento a cualquiera que quisiera atacarlo, pero no había nada, era como si la sombra de la muerte de Hermes hubiera fulminado el valor y la resolución de sus aliados. Salió, vio la explosión de la lucha y levantó vuelo llevándose el cuerpo con él.

El fin había comenzado.

Y esta vez, Semiazaz no dudaría en ayudar. Llevaría a Hermes a un sitio de donde ni el mismo mensajero de los dioses podría volver. Estaba hecho, él había sido borrado de la faz de la tierra.