Nina no había vivido una buena vida. Su familia humana estaba compuesta por su padre, su madre, una hermana y un hermano, mayores. El peso de sus emociones la hizo caer al suelo. Se quedó allí, con la mirada fija, y con los recuerdos. Su familia no había sido buena.
El primer recuerdo que acudió a su mente fue cuando tenía cinco años. No podía dormir, por lo que bajó las escaleras lentamente y, cuando pisó la planta baja, escuchó ruidos desde la cocina. Nina se aproximó, feliz de que su madre aún no durmiera, pues ella la salvaría de las malas pesadillas, creyó. Pero cuando se asomó en la cocina, su madre estaba en el piso, su mejilla sangraba, y su padre la miraba enfurecido. Nina notó que su madre lloraba y se cubría la cara. Notó un plato roto en el piso y se cubrió la boca con espanto cuando su padre volvió a pegarle a su madre en el rostro. Recordaba que corrió hacia ella gritando.
—Papá, no, papi…, papi, mamá, no… —Ambos la observaron, pero la mirada de su padre la asustó. Le atizó un golpe que la hizo chocar contra la pared y expulsar todo el aire de sus pequeños pulmones. Sus ojos se abrieron sobremanera y miró a su madre buscando refugio, pero no lo recibió. Ella ni se movió ni la miró. Su padre la levantó del cabello y la arrastró hacia su cuarto. Nina lloraba mientras la arrastraba tan rudamente.
La empujó contra su cama y, cuando quiso hablar, un segundo golpe vino trayendo el sabor de la sangre a su boca, y una hinchazón en su pómulo; con eso su padre se marchó. Esa noche había aprendido que los monstruos estaban allí adentro, no en la calle o escondidos en su clóset, allí, en su propia cocina. Esa noche no había podido dormir ni las noches siguientes a esa. Su padre la había golpeado cada tarde al llegar de la escuela, hasta que sus golpes fueron tan evidentes que la sacó del colegio. Sus hermanos jugaban a la bolsa de boxeo con ella y no pasó un día sin sentir un golpe contra su cuerpo.
Puta, estúpida, retrasada, inútil, mujerzuela… La habían llamado de cualquier forma, menos por su nombre, el que ella odiaba al punto que se negaba a decirlo. Su hermana y su hermano no habían sido mejores, pues la habían maltratado física y emocionalmente…, y, lo que era peor, su madre nunca la había ayudado. Durante mucho tiempo había bajado la cabeza, había sufrido los golpes, los gritos y los maltratos con una posición sumisa, pero era lo mismo. No importaba lo bien que hiciera algo, ellos siempre venían por ella cuando menos se lo esperaba; no importaba cuán bien limpiara el jardín, curtiéndose las manos por el frío de la escarcha ni que cocinara con su mayor esfuerzo, nunca era suficientemente buena, suficientemente inteligente; nunca era suficiente.
Cuando creció, comenzó a defenderse y comenzó a pelear con sus amigos del barrio, aprendiendo cómo dar un buen golpe, pero eso tampoco ayudó, ya que los golpes se endurecían cada vez que repelía uno. Costillas; brazos; piernas; cabeza, y cada uno de los huesos que conformaban su cuerpo estaban rotos, fisurados o astillados. La noche en que aquel gato la atacó fue la noche en que había decidido acabar con su vida. Tenía unos veinte y tantos años. Se había escapado a los dieciocho, había trabajado en toda clase de cosas; había mendigado y subsistido en la calle, y había conseguido dinero.
Tontamente, sin diferencias entre esa niña ilusa a la que su padre golpeó por primera vez y la mujer que se había forjado, volvió a su casa en búsqueda de su madre. Le había pedido que se marchara con ella, había rogado y ella tan solo se negó. Tenía el rostro morado de golpes; su brazo derecho estaba roto, al igual que su nariz, y sus ojos eran tan solo rendijas. Quiso maldecirla por dejarlos hacerle eso, pero no pudo. Minutos después vinieron tras ella. Ellos, los golpeadores, su padre y sus hermanos, con palos e incluso creyó ver un arma. Había luchado con uno de ellos y había escapado y, sin saber cómo, había llegado a las lindes de un parque. Desconcertada y sin saber dónde se encontraba, decidió esperar, pues tal vez su padre y sus hermanos ya no la corrían. Allí se refugió junto a un árbol, dejándose caer contra el piso, se abrazó las rodillas y escondió la cabeza. El pasado había vuelto por ella. Comenzó a llorar sin darse cuenta del peligro que había sobre su cabeza.
—Quiero morir, déjame morir, por favor, Dios, déjame morir —suplicó mientras sus lágrimas se mezclaban con la sangre que manaba de su mejilla. Un ruido en las ramas llamó su atención, y algo saltó a sus pies y la observó.
Nina creyó que eran sus hermanos. Pero no. Aquel hombre la miró con sus ojos ambarinos, como si buscara abusar de ella, pero ella estaba cansada de eso. Medía más de un metro ochenta y la observaba como si ella tan solo fuera una rata en su camino. Cuando quiso golpearlo, él tan solo la inmovilizó. Nina comenzó a gritar, aunque en su mente se formó la idea de que, tal vez, aquella era la respuesta de Dios a su pedido de muerte, pero él no la mató, tan solo tomó su mano y la mordió. El dolor la atravesó y su cuerpo estuvo tieso al instante. Perdió la conciencia y, cuando volvió a abrir los ojos, su gata estaba allí. Allí, en ella.
Nina se miró el cuerpo en búsqueda de marcas de lo que aquel hombre le había hecho. Su cuerpo estaba intacto y su ropa también. Se hallaba aún sobre el pasto del parque, pero había algo diferente. Algo más… Temblando fue a su casa, un pequeño departamento en una zona alejada de la ciudad. Por las calles pululaban los drogadictos y las prostitutas, pero Nina había aprendido a convivir con ellos, ninguno la tocaba y eso estaba bien. Incluso era amiga de una de las prostitutas que trabajaba en la puerta de su edificio. Aquella mañana llegó hasta allí, temblando. Perla, la prostituta, la había visto acercarse a trompicones y maldiciendo en otro idioma, por lo que la tomó por los hombros y la acompañó hasta su departamento. La había ayudado a bañarse e incluso le había preparado algo de comer. Nina sonrió ante aquello. ¿Cómo podía su propia familia tratarla tan mal, mientras aquella mujer se compadecía de ella?
—Come, Nina, ya le diremos a Carlos, ya verás… —Carlos, su chulo, el hombre que la regentaba. Nina no había logrado entender cómo Perla podía amarlo, cuando él la hacía acostarse con otros hombres. Ella le sonreía y le quitaba importancia, recordándole que cuando llegó no tenía nada, y Carlos había sido el único que la defendió. Más de una vez la habían golpeado y él la había vengado…, pero nunca, nunca la había tocado a ella. Ni aun cuando estaba cabreado con alguna cosa le había levantado una mano a Perla. Por eso Carlos se había ganado unos puntos con Nina—. Nadie debió hacerte esto, ¡no señor!, ya verás lo que le pasa cuando le diga a Carlos, ya verás… —Perla tenía un acento centroamericano que hacía que sus palabras sonaran dulces y tranquilizadoras. Nina se limitó a sonreír y comer. Esa noche, Carlos había llegado como tromba, y Perla lo dejó entrar mostrándole lo que le habían hecho a ella en el rostro. Se había acercado a ella y había negado con la cabeza.
—Le pagaré por las horas… —se apresuró a decir Nina, cuando Carlos miró a Perla para luego volver a ella. Aún tenía su mano asiéndola por la barbilla.
—Eres su amiga… —le dijo él con un tono amable—. Perla me contó cómo le pegaste a aquel tipo que intentó forzar a mi mujer, así que no me debes nada, aunque aún tengo una pregunta. —Nina tragó con fuerza—. ¿Cómo pudieron tocarte si eres buena peleando?
—Su padre, Carlos, ha sido su padre. —Nina fulminó a Perla con la mirada, y ella tragó con fuerza.
Supo por Perla que esa noche Carlos había visitado a su padre y sus hermanos y le había dado una tunda casi mortal junto a otros dos matones… Su padre le había gritado que se llevara a esa puta, y Carlos no había podido contenerse y lo golpeó hasta dejarlo casi en estado de coma. Nina había vuelto al trabajo al otro día. Atendía las líneas de teléfonos para las personas con problemas y encerrada en su cubículo había ayudado a mucha gente ese día. Cuando se retiró por la noche, aún con la sensación de que algo no andaba bien, se apresuró en llegar a casa. Fue cuando aquellos ángeles la atacaron. Recordaba que el miedo se mezcló con la furia. ¿Cómo podían aquellos ángeles presentarse ahora, cuando ella había rogado por ellos tantos años? Malditos fueran, ellos y su familia…
Malditos. No supo cómo, pero cuando volvió a correr ya no era humana. Sus patas golpeaban el suelo con fuerza y no se detuvo a pensar qué era lo que le pasaba. Solo sabía que no tenía miedo…, no más. Lo próximo que sabía era que estaba en el hospital. Le dijeron que había sido atacada por un gato salvaje y que tenían que hacerle pruebas. Nina intentó explicarles que no había sido un gato, al menos no ahora, pero no se lo permitieron. Lo próximo que recordó fue que estaba recostada de lado, y oyó las voces de dos hombres. Se quedó helada, tal vez los ángeles habían vuelto por ella. Era Nicolás.
—¿Crees que pueda hablar? —Ella no pestañeó y se obligó a quedarse muy quieta, haciendo que su corazón latiera calmado, como tantas veces, hasta que aquellos ojos se cruzaron con ella. Nina contuvo el aliento cuando lo vio. Era hermoso. Él se acuclilló justo enfrente de su cara, y casi se sintió traicionada por su cuerpo cuando su corazón quiso abandonar su repiqueteo aplacado para desbocarse por aquel hombre. Él hablaba con alguien que ella no veía, pero no pudo evitar sobresaltarse cuando él se inclinó hasta casi rozar la mejilla con su nariz, y la olisqueó hasta cerca del cuello. Se obligó a apretar los músculos para no sucumbir ante la necesidad de abrazarse a su cuello y rogarle que la sacara de la pesadilla. Él parecía de esos hombres que podía hacer olvidar todo a una mujer…, tal vez él pudiera.
—No tengas miedo —se repitió, saliendo de su aturdimiento.
Observó la habitación y su corazón dio un vuelco. En lo único que pudo pensar fue en Nicolás. Él había dicho que ella podría volver a ser humana. Pero ella no quería nada de lo que la humana había sido. Aborrecía todo lo que había vivido y lo único que deseaba era ver a Perla. Ella no quería ser humana.
Nicolás era todo lo que había pedido, había sido la balsa que la salvó del naufragio y no le había mentido ni una vez, incluso cuando admitió que la dejaría ir si ella lo deseaba. Humana. Gruñó, y se levantó de un salto cuando su gata comenzó a revolverse.
—Tranquila…, no te dejaré ir. —Eso pareció calmar al animal que habitaba bajo su piel—. Tampoco a él. —Corrió por la casa en búsqueda de Nicolás. Él era lo único que importaba.