Una voz se coló en su mente, como si lo jalara de la cordura, y lentamente lo envolvieron los sueños como una dulce música que resonaba en sus oídos. Sonrió, imaginando que pasaba a la eternidad, envuelto en ella, y la calidez lo cubrió por completo. Phill no sabía si quería despertar, pues eso implicaría perder la sensación cálida que sentía en su piel.
—¿Phill? ¿Estás ahí? —La voz, Irizadiel.
La voz de ella atravesó la noche que lo cubría. Era dulce y fresca, como el canto de un pájaro por la mañana, como la hierba bañada por la llovizna matinal. Abrió los ojos lentamente, sus párpados pesados se quejaron ante el primer intento y volvió a esforzarse. Una luz cálida envolvía la habitación y se coló en sus pupilas, y parpadeó varias veces para poder creerlo. Estaba vivo o, al menos, lo parecía. Lentamente, la imagen de Irizadiel se formó ante él. Su rostro amoroso lo calentó; la sonrisa pendía de sus labios y aquellos ojos de un celeste tan puro parecían irreales. Su cabello, rubio como el maíz, caía libremente enmarcando su cara. Hermosa como un ángel.
—¿Estoy en el cielo? —Ella le sonrió ante su ocurrencia, y aquella sonrisa le acalambró el estómago.
—No, no seas tonto. —Ella le acarició la frente con dulzura, y la suavidad de su piel lo sorprendió. Era tan tersa, tenía el color de la crema. Phill sabía que si la probaba con su boca, sabría a cielo y ambrosía—. Estás en la casa de mi madre —dijo apartándole un mechón de su rostro. Phill se restregó los ojos, se levantó un poco y apoyó los codos para verla mejor. Irizadiel. Los nefilim no se enamoran, y aquí estaba ella, logrando que su corazón martillara como un poseso, que casi podía sentir latir cada célula. Irizadiel, el ser más puro que conocía. Ella se acercó a él y besó su mejilla. La deseaba. La anhelaba. Se acercó más a él y cubrió su boca con la suya. Irizadiel se apoyó con las manos a los lados de su cabeza y se reclinó un poco más, haciendo que fuera un beso duro y asfixiante, pero ninguno de los dos se quejó. Se alejó y sus ojos brillaban. Intentó jalarla con él. ¡Qué más daba!, tal vez todo esto fuera un sueño. Ella se alejó a regañadientes, con un beso rápido.
—¡No te vayas! Irizadiel, por favor ¡No te vayas!
—No iré a ningún lado, estoy justo aquí, Phillipe, como siempre. —Era cierto. Se relajó un poco ante sus palabras. Ella nunca lo había abandonado.
—Te creí… —no se atrevió a decirlo en voz alta.
—Muerta, lo sé, pero aquí estoy. Te he buscado por cielo y tierra y no soy la única que lo ha hecho, hasta que te encontramos. Phill, estás a salvo ahora.
—¿Dónde estoy?
—Mi madre organizó un rescate y ahora estás en un lugar donde ni Hermes ni la bruja podrán llegar. —Phill intentó pensar en un sitio donde el mensajero de los dioses no pudiera ir, pero el esfuerzo le hizo doler la cabeza. Alguien aclaró su voz, y ambos miraron hacia la puerta. Vatur estaba parada allí, junto a una planta de glicinas moradas, con una sonrisa en los labios. Llevaba un vestido largo hasta los pies, con colores violáceos, el cual parecía ser de una gasa muy fina, que ondulaba con la brisa. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta, dejando unos bucles sueltos que enmarcaban su rostro. Hermosa, pensó.
—Me alegro de que hayas despertado —le dijo, y Phill no sabía qué decir. Las palabras parecían anudadas en su garganta y su lengua se sintió pesada y pastosa. Había visto a Vatur en sus sueños, pero la imagen no se parecía en nada a la imagen que tenía delante de sus ojos, era soberbia.
—Mi diosa —se atragantó sin saber qué decir, desvió la mirada, temeroso de cualquier estupidez que saliera de su boca. Estaba estupefacto. Sus ojos vagaron por la habitación, que solo tenía una cama y unas enredaderas que oficiaban de paredes al levantarse a los lados. La luz se colaba tamizada por las plantas y las flores.
—Tranquilo, estarás bien.
—Mamá ha dicho… —Irizadiel se detuvo a mitad de la frase al ver el semblante confundido de Phill y dio un vistazo a su madre, que asintió. Volvió sus ojos a él, que no comprendía sus palabras, pues nunca habían hablado de sus nacimientos. Phill pensaba que cuando pasabas tantos años en pie, vas olvidando tus raíces—. Ella es mi madre, Phill. Vatur es mi madre. —Irizadiel se sentó en el borde de la cama y se frotó las manos como si estuviera esperando algo. Aquella imagen de ella le dio gracia. Tal vez la muerte lo había tomado. Irizadiel y Vatur lucían hermosas, demasiado hermosas para ser cierto y para que su delirio fuera mayor. ¿Estaría loco?
—¿Acaso no es la madre de todos? —Dijo riendo, y ambas carcajearon con él.
—Así es, pero ella —dijo Vatur acariciando la cabeza de su hija y colocándose detrás de Irizadiel—, es mi hija. Sangre de mi sangre. —Phill frunció el ceño—. La llevé en mi vientre. —Sus mejillas se colorearon de rojo y parecía que la sangre había huido de todo su cuerpo para acumularse en sus mejillas.
—Yo, no puedo… creerlo. —Intentó volver a sentarse, pero le fue mal, pues un tirón en su espalda le quitó el aire y resopló. Irizadiel lo ayudó a sostenerse—. Creo que son demasiadas cosas a la vez.
—Mamá dice que estás bien, aunque tu recuperación es parcial. —Phill notó que no podía moverse con facilidad. Las heridas debían ser más graves de lo que creía, pensó. Echó un vistazo sobre su hombro y su cuerpo se tensó. Se quedó pasmado observando sobre su hombro…, sus ojos se negaban a creer lo que veían.
—Mis… —boqueó como un niño sorprendido.
—Alas, sí, tus alas… estarán completas en un tiempo.
—Yo las perdí, yo…
—Los dioses creen que debían devolvértelas.
—Yo no sé qué decir. —De pronto sintió que el amor de Vatur lo llenaba por completo. Sus alas. Nuevas, hermosas y blancas, estaban allí. Podía ver las grandes plumas del centro y unas pequeñas que nacían en el borde superior y despertaban la magia de la creación. No podía terminar de comprender. Hace días se había creído un nefilim sin alas, repudiado y desgraciado, pero, por sobre todo, sin alas. Lo habían torturado física y mentalmente—. ¿Por qué me las devolvieron? —Preguntó, aunque tal vez la respuesta no fuera lo que esperaba.
—¿Importa? —Preguntó Vatur, y sus ojos se prendaron a los de la diosa. Había un brillo en esos astros—. Son tuyas, siempre lo fueron, te recuperarás pronto. Ellas —susurró Vatur deteniéndose para acariciar una de sus alas— estarán listas para volar pronto. —Aquella caricia lo hizo estremecer. Había pasado siglos sin alas; tal vez, incluso, necesitaría aprender a volar nuevamente—. El mundo te necesita.
—¿El mundo? —Preguntó.
—Los ángeles han bajado. Ángeles rebeldes sin un señor que los gobierne. Muchos están cayendo…
—Mi hermano, él los estará guiando, estoy seguro de que él debe ser quien los ordena.
—Te equivocas. —Una voz profunda hizo eco en la estancia y lo apuñaló en el pecho como una daga. Phill encontró las fuerzas necesarias para que sus alas cooperaran y se sentó rápidamente. Semiazaz, su medio hermano nacido de dos ángeles, jefe al poder del ejército de los caídos, estaba allí. Inmóvil junto a una pared, le echó un vistazo rápido y se detuvo un segundo en sus nuevas alas. Su imagen era la de un joven de cabello rubio, como un modelo de televisión. Su fría mirada concordaba con su imagen de asesino, porque era lo que representaba para Phill. Su piel blanquecina, haciendo contraste con sus alas negras, tan frío y duro…, inerte. Aún llevaba aquella apestosa armadura envolviendo su cuerpo, oscura como su alma, pensó Phill. Aún tenía aquella imagen ruda, pero había algo raro en él. Su rostro ya no parecía tan duro, y sus facciones estaban menos rígidas. Pese a ello, no se fiaba de él.
—Te ves bien —le dijo, y Phill gruñó, recordando la vez que lo había visto en lo alto del edificio, la noche del ataque, cuando le había pedido que delatara a Irizadiel para castigarla. Algo había cambiado, lo sentía. De otra forma, Semiazaz no estaría aquí, junto a Vatur.
—¿Qué haces aquí? —Preguntó furioso. La última vez que lo había visto, los ángeles habían atacado a Irizadiel, a Sal…, qué más daba que la diosa confiara en él, Phill no lo hacía y lo miraba con recelo—. ¿Qué hace él aquí? Responde —dijo señalando a su hermano.
—Vengo a ayudar.
—No lo creo, ¿sabes? No te creo. —Intentó encontrar en los rostros de Vatur e Irizadiel alguna señal de engaño, pero no la había.
—Tal vez necesitarás más que eso para hacerlo entender, Semiazaz —dijo Vatur, y él asintió.
—Te hemos buscado por todos lados…, revolvimos cielo y tierra hasta que te hallamos escondido en un rincón alejado del Olimpo, donde Hermes te había llevado.
—¿Por qué? Nunca haces nada sin pedir algo a cambio.
—Cierto —coincidió—. Quiero paz, los ángeles se han rebelado. ¿Sabes cuántos ángeles han abandonado las filas? ¿Sabes cuántos de mis mejores soldados han caído en las trampas que Hermes ha tendido? Muchos, Phill, muchos más de los que crees; así que sí, quiero algo a cambio, quiero que todo vuelva a ser como antes.
—Has perdido tu poder, por eso estás ayudándonos o fingiendo que lo haces.
—No solo he perdido mi poder, todos lo hicimos. ¿No lo entiendes, verdad? Tienes la costumbre de ver todo en blanco o negro, hermano, pero esto va más allá de eso. Los humanos mantienen su control porque temen, nos temen a mí, a los míos, a dios.
—Claro, ¿y dónde está dios ahora? ¿Por qué no los detiene?
—Libre albedrío —susurró Vatur—. Todos podemos pedir a nuestros hijos que sigan nuestras reglas, pero debemos ser precisos. El libre albedrío les da a todos la posibilidad de elegir —dijo apoyando suavemente sus manos en los hombros de Irizadiel.
—Cierto —murmuró Semiazaz—. Los humanos deben ver al Cielo y temer. Si no lo hacen, bueno, imagina que los que se han levantado son unos pocos, imagina al mundo entero rebelándose.
—Un sistema basado en el miedo —dijo Irizadiel—. Es triste.
—Sí, lo es, temen no llegar al cielo, temen pecar y por eso no van por allí peleando entre ellos y resolviendo todo con hierro y balas. ¿No lo entiendes? Nos necesitan.
—Y ahora nos necesitan a nosotros.
—El mundo siempre es un balance entre ustedes y nosotros, nunca hubo más de un lado que del otro.
—Muchos no opinarían igual —susurró Phill.
—¿Crees que miento? ¿Lo crees? Pero no es así…, cuando el mundo fue dividido, la chispa de la vida fue otorgada a todos, a cada uno de ellos —dijo señalando en dirección a la diosa—. Si no fuera como digo, ¿por qué le darían a Vatur esa chispa? ¿Para qué? Si tan solo odiaran su existencia, no hubiéramos permitido que ella tomara esa chispa y los creara.
—Tú no lo has hecho —dijo Irizadiel con veneno en la voz.
—No, yo no, pero los míos —su hermano se alejó de la pared y caminó más cerca de la cama— los tuyos, Irizadiel, ahora el mundo pende de un hilo y necesitamos de todos.
—¿Incluso a aquellos que somos fieles a la diosa?
—Incluso a los fieles a la diosa, por eso te hemos devuelto las alas.
—¿Tú y quién más? Dime.
—¿Importa?
—¡Claro que importa! Importa mucho —le gritó—. No quiero que esto cuente como un favor. Me las apañé sin ellas durante mucho tiempo, como para que mi cabeza le pertenezca a alguien solo por el favor.
—Se lo debes a tu diosa —declaró Semiazaz con un aire de solemnidad—. Si es lo que quieres saber, ella te las ha devuelto. ¿Qué? ¿No me crees hermanito? —Phill todavía tenía reticencias. ¿Qué había hecho la diosa para otorgarle aquel milagro?
—Creo que debes comportarte un poco más amable, ¿sabes? La has fregado con tu hermano —gruñó Irizadiel—. Creo que por eso necesita más que unas disculpas y alardeos.
—¡No alardeo! Hice lo que tenía que hacer en ese momento, como lo estoy haciendo ahora. Nunca quise lastimarlo, tú deberías saber qué se siente ser criado por ángeles.
—Créeme, lo sé —dijo ella girándose para enfrentarlo—. Pero no por eso dejé de pensar por mí misma.
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio? —Se mofó de ella y se enfureció—. ¿Qué hiciste cuando ellos hablaban mal de tu madre? ¿Te rebelaste, Irizadiel? ¿O solo bajaste la cabeza? —Irizadiel no dijo nada, pero tensó su mano sobre el hombro de Phill—. Todos hicimos lo que debíamos hacer. Todos cumplimos un rol.
—Y ¿cuál es el tuyo, Semiazaz?
—¿Ahora? Mantener el balance. Ese es mi rol.
—¿Confías en él, mi diosa? —Vatur lo observó y sonrió.
—Confío en los suyos, el mundo necesitará de todos.
—Con eso me basta —dijo Phill—. Si tú crees, yo también. —Sintió la mano de Irizadiel calentándole la suya, y la apretó un poco para trasmitirle su confianza.
—Ven —dijo la diosa observando a su hermano—. Dejemos que descanse. —Se marcharon del cuarto, y Phill volvió sus ojos a Irizadiel.
—Estamos solos —dijo ella y con un movimiento de su mano la abertura de las plantas se cerró. Una enredadera colorida dejó caer sus largas ramas como una cortina verde que los envolvía en una intimidad profunda.
—¿Tendré que aprender a usarlas?
—Hay tiempo —le dijo Irizadiel y se recostó sobre su pecho—. Aún nos queda tiempo.