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En algún lugar del Olimpo

¡NOOOO! ¿Cómo? MALDICIONES…

Los gritos se escucharon en todas las direcciones, pero nadie dijo nada, ningún ser levantó la voz. Nadie corría hacia la fuente de aquel horrible grito. El sonido de objetos temblando se esparcía en las cuatro direcciones, y no había ningún ser que se atreviera a contrariar al dueño de los gritos en aquel páramo alejado del Olimpo. La furia de Hermes se propagó espantando a todos, menos a la mujer rubia que tenía frente a él.

—¿Cómo pudo escaparse? —Ella se acurrucó, escondiendo su mirada de la de Hermes—. ¿Cómo? —Volvió a gritar él, caminando de lado a lado, en aquel lugar que ahora parecía más un infierno que un rincón del Olimpo.

—No lo sé…, simplemente… —sus palabras eran un tintineo histérico.

—¿Qué? —Le dijo, levantándola del brazo como si fuera una muñeca—. ¿Tú qué? —Preguntó de forma brusca.

—Ya no estaba allí, él no estaba allí, es como si se hubiera desvanecido. —Hermes contuvo el aliento como esperando que dijera algo más, pero Mikela parecía haber perdido la capacidad de hablar. Las alas se arrastraban por el suelo y su cuerpo era una gelatina temblorosa.

—Señor —susurró un enano que entró, bajando la cabeza y temblando. Hermes se giró apuntándolo con el dedo, como si fuera una varita mágica que podría destrozarlo en mil pedazos. El enano hizo lo mismo que Mikela, se agachó hasta estar de rodillas frente a él, solo que pegó su frente al piso y no volvió a mirarlo—. Señor…, señor, por favor —suplicó.

—¡Habla! ¡Habla, maldición! —Lo pateó al costado, haciendo que el enano soltara el aire de golpe. Mikela no se atrevió a mirarlo nuevamente, pues estaba tan débil, tan frágil como una mariposa y lo sabía, tanto que no se atrevía a retar al semidiós que tenía frente a ella. Se decía que Hermes era hijo del dios Zeus. Guiaba a las almas de los muertos hacia el submundo y se creía que poseía poderes mágicos sobre el sueño. Pero también sabía que era un peligroso enemigo, embaucador y ladrón. Se decía que el día de su nacimiento había robado el rebaño de su hermano Apolo.

—Fue ella, Vatur. Vatur estuvo aquí, mi señor. —Hermes contuvo el aliento. La diosa de los malditos no podía entrar así como así a sus aposentos, menos sin que nadie lo supiera. Alguien le había dado acceso. Alguien que pertenecía al panteón del Olimpo.

Eso era malo. Muy malo.

Si los dioses se enteraran de lo que él estaba haciendo, esta vez no tendrían clemencia con él. Si Apolo se enteraba, ¿qué haría con él el dios de la profecía, si conociera sus planes? ¿Lo dejaría vivir? ¿Tendría clemencia como la vez que vio, de casualidad, el futuro de una mujer humana, Dora, que sería crucial en la vida de su hijo? Apolo había alertado a Artemio y ella la había protegido, enviando un mensaje a la misma Vatur para que enviara a alguien a salvarla, y así había sucedido. El maldito le había dado a Dora el don de la vista. Hermes no había creído aquello hasta que lo vio. Se decía que solía otorgar el don de la profecía a aquellos mortales a los que amaba, como a la princesa troyana Casandra o como a la humana. Apolo le había dicho: «Esto es un regalo para ella y un castigo para ti. Siempre podrá saber más que tú».

Esta vez lo matarían…, esta vez… no habría piedad.

Vatur podía ser muy persuasiva, y si alguien se enterara de sus planes, si alguien averiguara que era él quien estaba tras la rebelión de los ángeles del Cielo, estaría muerto. Debía encontrar otro sitio y llevar a Mikela a la Tierra tal vez sería un error, pero era algo que debía hacerse. Observó a la mujer a la que le había regalado unas bellas alas negras como su corazón, y recordó el rostro de Vatur y, por primera vez, después de mucho tiempo, Hermes tembló.